11

Era finales de abril de 1847 cuando Sam Minard bajó de las montañas. En lo relativo a pieles, había tenido un invierno completo; en un grupo de ríos había encontrado más pieles de castor de calidad de las que había encontrado nunca. Había estado cazando desde la primera semana, pero fue en febrero y marzo cuando consiguió las mejores pieles. Había cazado el día entero, todos los días del mes, e incluso de noche si había luna llena. De las pieles de primera clase, llamadas plus y que los tramperos pronunciaban «plu», tenía dos cargas y media; de pieles inferiores tenía casi tres cargas; y había atrapado unas cincuenta nutrias.

Un día normal para él se desarrollaba del siguiente modo: de día se despertaba entre sus mantas y pieles, debajo de las ramas de un pino y se arrastraba de allí hasta que podía ponerse en pie. Salía de la cama completamente vestido. No había disfrutado de banquetes como durante el viaje con su mujer; la carne que comía era venado curado, magro de uapití, cola de castor, rata almizclera, con harina y café. A veces pasaba una semana entera sin encender una hoguera. Simplemente, estaba demasiado ocupado. Trabajar con el banco de raspado y los bastidores le llevaba mucho tiempo. Todos los días tenía que llevar los caballos a lugares donde pudiesen escarbar en uno o dos metros de nieve para buscar hierba. Se pasaba cientos de horas en la tediosa y meticulosa tarea del labrado, esto es, eliminar de las pieles los restos de grasa, carne y sangre usando pedazos afilados de cuerno de uapití u obsidiana. Recorría cientos de kilómetros arriba y abajo por los ríos, montando sus trampas y llevando las pieles. De vez en cuando hacía una hoguera, asaba un par de colas de castor y calentaba una cafetera. Alguna que otra vez se tomaba el tiempo para llenar su pipa. Pensaba mucho en su mujer y se preocupaba por ella; había tenido sueños con ella que lo inquietaban. Según se iba acercando la primavera su preocupación se volvió tan constante que casi se fue corriendo de las montañas para saber si estaba bien.

Cuando por fin pudo salir trabajosamente recorriendo ríos, cruzando senderos de uapitíes entre la nieve o abriendo caminos para sus animales, trató de pensar en algo que pudiese comprarle a su esposa en las postas. Si era como la mayoría de las mujeres indias querría ropa, cuentas, ornamentos y lazos de brillantes colores para el pelo; confiaba en que prefiriese una hermosa silla de montar y arreos a juego. Tenía una imagen de ella vestida como un guerrero Crow con la mejor piel de ciervo bordada, con largas borlas y flecos y un precioso tocado, con sus flores flotando tras ella en el viento. Su hijo iría en una silla a la espalda de su mujer, de pie, con sus brillantes y audaces ojos fijos asombrados por todo por lo que pasaban. Para cuando tuviese cuatro o cinco años tendría su propio caballo y aprendería a montar como un Crow; y tendría su silla, la mejor, su propia ropa de cuero, con las cuentas más bonitas que las squaws fuesen capaces de hacer. A Sam le gustaba pensar que su hijo sabría montar como un Crow no sólo porque los Crow fuesen los mejores jinetes del mundo; además hacían armas excelentes y eran los guerreros más formidables de las praderas. En el trabajo con cuero y los bordados no había mujeres más hábiles que las Absarokas; así era como los estúpidos franceses los llamaban, les gens des corbeaux, los Absarokas, el pueblo Sparrowhawk. Los guerreros Crow eran tan intrépidos que se enfrentaban valientemente a cualquiera que invadiese sus tierras, incluyendo a sus enemigos ancestrales los Pies Negros; y parecían ser amistosos con los hombres blancos porque a estos también les encantaba matar a los feroces Bloods y Piegans. La nación Crow se vanagloriaba de no haber matado nunca a un blanco o a un amigo del pueblo blanco; Sam estaba pensando en aquel alarde mientras seguía los cortavientos descendiendo por los cañones.

Después pensaría que había tenido cierta premonición kilómetros antes de llegar a la cabaña. Lo llamó su sentido del enemigo. En cualquier caso, su sentido del enemigo habría hecho que se acercase con cautela. Como trampero y fatalista todo el invierno había sabido que existía la posibilidad de que matasen a su esposa mientras él estaba fuera; que podrían matarla, y ciertamente que podrían matarlo a él, lo hiciese un hombre o un animal. Cabalgando de regreso hacia ella, se dijo que podrían emboscarlo por las pieles que llevaba; había desarrollado la sensación de que por aquel territorio habían pasado indios desde que él se había ido. Tenía la guardia levantada, los sentidos alerta y la náusea de la pérdida y la soledad estaba pasando por su mente y atravesándole todo el cuerpo cuando a un kilómetro de la cabaña tiró de las riendas y se quedó allí, sintiendo. No le gustaba nada. Aseguró a los animales en unas ramas bajas de cedro y avanzó silenciosamente calzado con mocasines y el cañón del rifle cruzado sobre su brazo izquierdo. Desde una colina por encima del río vio la cabaña. Podía ver el corral, pero no había ni rastro del caballo; la cabaña, con la puerta abierta de par en par, pero ni rastro de su esposa. Empezó a sentirse desesperadamente enfermo. Sentía que ella no estaba allí, y si no estaba allí le rezó a Dios para que hubiese vuelto con su pueblo. Si era cautiva de algún guerrero piel roja sería ahora esclava en alguna aldea, golpeada e insultada por las viejas brujas de la tribu. Si era prisionera la encontraría aunque le llevase la vida entera…

Su mirada recorrió la ladera cubierta de cedros que bajaba hacia la cabaña desde el este y las praderas junto al río al sur y al norte. Miró por todas partes en busca de un rastro en la nieve. Convencido al fin de que su mujer no estaba allí y con el dolor y la furia creciendo en una roja marea en su interior, avanzó, pero en lugar de aproximarse directamente desde el oeste rodeó la cabaña y llegó desde el este como un acechador silencioso entre los árboles. A cien metros de la cabaña se detuvo y trató de hacerse una idea precisa de la situación. Rezó para que ella estuviese dentro de la cabaña, pero la lógica le decía que era más probable que allí hubiese indios esperándolo. Volvió a avanzar hasta que llegó a la pared trasera y colocó el oído en un hueco entre los leños y escuchó. Luego, amartillando el rifle, con el dedo en el gatillo y el cuchillo suelto en la funda, dobló una esquina y caminó junto a la pared norte. Estaba mirando por la esquina noroeste para poder ver la puerta cuando con un sobresalto que lo sacudió de la cabeza a los pies vio lo que tenía ante él.

En un segundo de comprensión que lo revolvió más de lo que podrían haberlo hecho una enfermedad o una pesadilla, Sam supo lo que había ocurrido. Estaba conteniendo el aliento. Se sintió mareado. Allí, ante la puerta abierta y desperdigados por todas partes estaban los huesos de su esposa. Sin moverse y ya sin sentir nada, porque se había quedado completamente entumecido, los miró y examinó durante quizá cinco largos minutos. Vio huesos que habían sido picoteados por cuervos y urracas; y, cuando al fin avanzó, vio, a unos cien pies, el cráneo. Le habían arrancado la cabellera tan completamente que sólo quedaba un pequeño pelo en la nuca. Avanzó hasta que pudo mirar hacia abajo y se fijó en las cuencas de los ojos, los agujeros que habían sido las orejas, las marcas del hacha o del cuchillo en el hueso del cráneo. Luego entró rápidamente en la cabaña. No había nada dentro. Los asesinos se lo habían llevado todo.

Respirando todavía con dificultad y mareado, se arrodilló entre los huesos y vio lo que hasta ese momento no había visto. Con tanto cuidado como si estuviese recogiendo una mariposa, agarró algo, apoyó el rifle en la pared y sostuvo el objeto en la mano. Era el cráneo de un bebé. Ahora veía, mirando a su alrededor, que desperdigados entre los huesos de su esposa se encontraban los huesos de su hijo. Los tomó uno tras otro para mirarlos. Su primer vistazo le había dicho que su esposa llevaba muerta no más de diez días o dos semanas. Angustiado por el dolor y los remordimientos, se repetía una y otra vez que si hubiese llegado dos semanas antes ahora ella estaría viva; quizá había estado sentada allí, en el leño que le había colocado; su pobre, querida, fiel esposa habría estado mirando al lado contrario del río, hacia el oeste, buscando señales de su regreso; habría estado cosiendo ropas, mirando y cosiendo, cosiendo y mirando. Tendría el rifle apoyado en la pared a su izquierda; el cuchillo estaría en su funda y sin duda el caballo, atado junto al río, habría estado fuera de su vista o habría dado muestras de alarma. Quizá había estado tan concentrada en tratar de verle o en empujar la aguja a través del cuero que no había oído las suaves pisadas; y al otro lado de la cabaña habría aparecido un asesino piel roja y la habría atacado antes de que ella notase su presencia. De un solo golpe casi le habría cortado la cabeza en la parte baja del cuello. Le había arrancado la cabellera y le había quitado todo lo que llevaba encima; y ella se habría quedado allí, muerta, con el bebé, su hijo, dando patadas y muriendo dentro de ella.

¡Santo Dios Todopoderoso, la venganza sería suya! Su rostro intensamente bronceado se volvió de un gris enfermizo; miró hacia el norte y noroeste, sabiendo que el asesino había tenido que llegar desde allí. En unos minutos encontraría un rastro de él y sabría a qué tribu pertenecía.

Sam recogió todos los huesos que fue capaz de encontrar; algunos habían sido arrastrados cincuenta metros o más de la cabaña; se sentó en el suelo y, colocándoselos en el regazo, los miró. Tras unos minutos supo que tenía la vista borrosa. Nunca hubiese supuesto que las lágrimas fuesen tan calientes. No recordaba un solo momento en toda su vida en que hubiese llorado. Se llevó el cráneo de Lotus a una mejilla, el de su hijo a la otra y se sentó allí tratando de pensar qué debía hacer. Pero sabía lo que iba a hacer. Cuando al fin dejó cuidadosamente a un lado los huesos y se puso en pie, estaba tan descompuesto por una furia ciegamente asesina que fue a coger su rifle y no acertó a encontrarlo. Se golpeó en los ojos, pero se le habían vuelto opacos por el dolor. Nunca en su vida había sentido un dolor, una pérdida y una soledad tan terribles. Se quedó de pie, tratando de ver, y comenzó a limpiarse los ojos; y cuando pudo ver y tuvo el rifle en la mano, se quedó quieto, dejando que su furia creciese hasta que le llenó el cuerpo entero y le hizo desear ponerse en camino. Mientras sentía más profundamente su pérdida y la enorme cobardía del asesino, sólo podía pensar en la venganza. Los años que tenía por delante se volvieron tan evidentes para él como si los hubiese tenido escritos en un mapa, pero antes tenía que recoger lo que quedaba de su esposa y su hijo y rastrear la zona para descubrir qué tribu era la culpable.

Mientras caminaba aquí y allá alrededor de la cabaña y hacia el río se dio cuenta de que había caído una ligera nevada desde que su familia había sido asesinada. Viendo una marca semejante a una sombra, metió la mano en la nieve y sacó otro hueso. Se acercó a sus animales y cogió una manta de uno de los mulos; dentro metió los huesos y envolvió y ató el paquete, asegurándolo en la silla. Encontró una aguja que se le había caído a Lotus. ¿Había estado haciendo una chaqueta para él, una camisa o unos mocasines o algo para el niño en el momento en que el tomahawk cayó sobre su cuello?

¿De qué tribu era el asesino? Sam pensó que debía de ser Comanche, las feroces alimañas que habían acabado con Jed Smith con cuchillos y hachas. Dio vueltas y más vueltas alrededor de la cabaña, entró y salió, olisqueando, pero no detectó olor alguno a indio. De modo que tomó el rastro de nieve hacia el río y en la confluencia del Little Snake con el Yumpah se sentó en su caballo y miró a su alrededor. Desde aquel punto subió por el Snake. No sabía bien qué conclusión sacar: si hubiesen sido los Comanches habrían llegado desde el este, al sur de la Montaña Battle. Supuso que después de todo no habían sido los Comanches.

Supo que no lo eran cuando, tras un viaje de dos días subiendo por el río, llegó a un campamento indio al que unos árboles habían protegido de una reciente tormenta. Estaba en un meandro del río y en tres de los lados había unos árboles tan densos que las cenizas de la hoguera habían quedado intactas. En la arcilla, bajo un montículo, había unas pocas huellas de mocasines. Sam no estaba familiarizado con las huellas de mocasines de los Comanches, pero conocía las de los Crows tan bien como las suyas propia. Aquellas huellas parecían haber sido dejadas por los Crows, pero eso le pareció tan increíble que las examinó con un cuidado extremo y buscó por los alrededores en busca de pruebas que lo corroborasen. No podía haber duda: ¡Los pieles rojas que habían acampado allí eran Crows! ¡Los Crows, que alardeaban de no haber matado nunca a un hombre blanco ni a sus amigos! Los Crows, que habían luchado junto a los tramperos contra los Pies Negros. Sam recordaba ahora que durante trescientos o cuatrocientos kilómetros había cabalgado con Lotus a través de territorio Crow; quizá el que había tratado de robarle su Bowie lo había seguido; o quizá había sido una partida de guerra de jóvenes insensatos, deseosos de contar un coup y una muerte. Como no había habido rastro de él en la nieve del mes de noviembre y no había habido señal de él en ninguna parte no habían sabido dónde buscarlo y habían matado a su mujer y huido con su caballo, sus armas, la ropa y la comida. Uno de ellos tenía su cabellera y la conservaría hasta que Sam Minard lo encontrase y lo abriese en canal y tirase su cobarde hígado para que se lo comieran los lobos. ¡Encontraría a aquel asesino antes de morir, con la ayuda de Dios!

A la derecha, según seguía su camino por el río, había montañas con picos que se elevaban más de tres mil metros por encima del nivel del mar. Según se acercaba a las montañas, Sam observó sus cumbres nevadas y los bosques cubiertos de blanco preguntándose hasta dónde podría escalar aquellas montañas; pues quería hacer un juramento de venganza en algún lugar en las alturas. Podía ser que allí arriba, en la pálida bruma, la nieve tuviese cinco metros de altura, pero en el lado norte debería resistir su peso. Escondería a sus animales y las cargas de piel en las estribaciones, y con su rifle y algo de comida treparía lo más alto que pudiera.

Desde la base de los picos había sólo algunos cientos de metros hasta las cumbres, pero un hombre podía tardar una semana en llegar hasta ellas. Mientras se preguntaba si debería ser tan romántico y necio, Sam pensó en las adorables flores que ahora estarían creciendo en las estribaciones del sur, debajo del límite de la nieve. Subiría al menos hasta allí arriba. Y cuando al fin estuviera muy arriba, sobre un mundo de oscuridad, silencioso excepto por los vientos, con la fragancia de las flores a su alrededor, se llevaría las perfumadas flores al rostro, recordando las horas en que le había colocado en el pelo flores de altramuz, colombinas y rosas y le había puesto sobre los hombros un manto de flores. ¡Qué adorable había estado cuando sonreía mirando desde la corona que rodeaba su rostro!

Media noche estuvo esperando a que la esfera dorada se alzase desde el lúgubre gris del este. Estuvo preparado cuando llegó su momento. De pie sobre un peñasco de un precipicio azotado por el viento, con su rifle a la izquierda, miró a las estrellas y al gris azulado de la primera hora de la mañana. Cuando media esfera dorada estuvo a la vista, habló. Le pidió al Padre Todopoderoso que bajase la vista y viese su tribulación y su dolor. Nunca en su vida había levantado la mano contra el pueblo Crow, sino que había sido su amigo, pero cuando estuvo ausente aparecieron como lobos en la noche para matar a su esposa y su hijo. Sabían que aquella mujer era la esposa de un blanco. Sabían que estaba sola, a mil quinientos kilómetros de su pueblo y muy lejos de su hombre. Nunca había tenido la opción de defenderse. Estaba allí sentada, con un bebé dentro, cosiendo una camisa para su hombre o para su hijo, o mirando hacia el oeste en busca de alguna señal de su esposo; y sin advertencia alguna la habían matado. Y allí se había quedado tirada en el suelo, con su bebé muriendo dentro de ella; allí para los lobos, las urracas y los cuervos.

Se detuvo ahí, preguntándose si había dicho suficiente. Había más cosas que quería decir, como que en el Libro Santo se decía que la venganza pertenecía a Dios, pero que en aquel caso pertenecía a Sam Minard; que tenía la intención de entrar en guerra, él solo, contra toda la cobarde y rastrera nación Crow; decir: «¡A partir de hoy y hasta el día que me muera juro por los huesos de mi esposa y mi hijo asesinados que mataré a todos los guerreros Crows que se crucen por mi camino!»

Aquello era todo. Era lo que había querido decir. ¿Había algo más? Había unas palabras de Job, que su padre le había leído un día durante el desayuno; que los ojos le brillaban y que eran como los ojos de la mañana, o algo parecido. Había tenido la intención de mostrarle el puño cerrado a la nación Crow y lanzar en la noche tales palabras de poder y furia que hiciesen temblar las montañas. Pero después de llegar hasta las flores y recordar los momentos entre ellas y ver los ojos y la sonrisa de su esposa, la ternura de la mañana o del cielo lo había alcanzado; se quedó sobre el peñasco, el rostro hacia el cielo de la mañana, y fue consciente de ser un hombre que había hecho un terrible juramento de venganza. Nunca había odiado en realidad a hombre alguno ni había deseado matar a nadie, pero le habían obligado a eso y sólo el cobarde se amedrentaba ante ello y le daba la espalda. Los ojos de la mañana era cuanto necesitaría; y algo de ayuda de la justicia divina en los sitios adecuados. Y allí permaneció, el hombre sobre el pico de la montaña, haciendo su voto de venganza, y a mil doscientos kilómetros al norte la mujer estaba arrodillada en su diminuto cementerio ante los rostros angélicos de sus seres queridos asesinados dedicándole una oración al mismo Padre.

El sol llevaba una hora en el cielo y la atmósfera era de un dorado pálido en el blanco de la nieve cuando Sam bajó la montaña. Había reunido un gran ramillete de los adorables lirios de montaña. En su descenso trató de hacer planes. Le llevaría sus pieles a Bridger y pagaría por las cosas que había comprado; y el resto lo llevaría a la posta de Laramie, que estaba cerca de territorio Crow. Compraría un caballo más veloz si es que lo había, porque habría veces en que tendría que huir para salvar la vida. Se compraría otro Bowie, porque habría momentos en una pelea en que necesitaría abrirles las tripas por ambos lados. Sabía bien que, en cuanto hubiese matado a unos cuantos Crows, todos los guerreros de la nación se dedicarían a buscarlo para matarlo. Necesitaría unas cuantas de las pieles más duras para hacer mocasines para su caballo y ponérselos cuando se acercase a un campamento enemigo, y necesitaría el doble de pólvora y balas de las que nunca había comprado.

Según descendía por la ladera de la montaña encontró otras flores de color crema con centros amarillos que le parecieron casi tan adorables como los lirios. Se quitó su camisa de cuero para hacer una cesta y metió dentro un montón de flores. Al regresar a sus animales escondidos tomó el paquete que llevaba detrás de la silla, lo abrió y literalmente envolvió los huesos en las flores. Besó el pelo de la nuca. Luego, tiernamente, con manos grandes y torpes, dobló las flores y los huesos dentro de la manta y colocó el paquete detrás de la silla. En aquellos momentos no estaba pensando en Loretto sino en Milton Sublette, que en una pelea con el mestizo John Gray había sido apuñalado de forma tan mortal que sus amigos, creyendo que iba a morir, lo habían dejado al cuidado de Joe Meek. Milton acabó curándose y poco después él y Joe cayeron en manos de una partida de indios hostiles. Los habrían matado de no ser por un jefe y su adorable hija, que en la oscuridad de la noche los había ayudado a escapar. Enamorado de la chica, Milton se casó con ella no mucho después. Dejándola en las montañas, como Sam había hecho con Lotus, Milton había ido al Este en viaje de negocios y había muerto durante el viaje de vuelta; y en un año o dos a su mujer la mataron los indios Bannock. Aquella chica india, había contado Meek, era la mujer más hermosa que había visto nunca. Pero no, se dijo Sam, tan hermosa como Lotus.

Mientras cabalgaba hacia el noroeste a la posta de Bridger, Sam decidió que si iba a vivir unos años más, no dijéramos cinco o diez, haría bien en formarse un plan de ataque. Esa idea le llevó a hacer una larga y cuidadosa evaluación de la naturaleza de sus enemigos. Tenía algunas ventajas curiosas de su parte. El hombre blanco era mucho más adulto que el piel roja que, de hecho, era sólo un niño en sus emociones: impulsivo, impetuoso y alternativamente cobarde e intrépido. El hombre blanco, cuando se enfrentaba al peligro, decidía al instante y actuaba rápidamente; el piel roja se veía en cierta medida cohibido por su carga de supersticiones y tenía que esperar a los hombres medicina y a señales propicias. El hombre blanco no tenía jefe ni amo. El piel roja era una criatura sierva de rituales y ceremonias; derrochaba parte de su vida en tonterías como tocar la tierra con la cazoleta de su pipa y luego girar la boquilla hacia el cielo para invocar medicina mágica. Incluso así, el piel roja consideraba al hombre blanco tan descerebrado y vacío como la gallina tonta, tan lento como la tortuga y tan crédulo como el berrendo. ¿Por qué, se preguntaba, ponía el hombre blanco los centros de los leños en el fuego en lugar de los extremos? ¡Mira! Allí estaban, horas después, con los centros quemados y los extremos a los lados de una hoguera que se apagaba. Era cierto, había decidido Sam, que el hombre blanco era necio como un bisonte en muchos sentidos.

Bueno, un hecho que tenía que tener en mente era que, si sesenta pieles rojas se enfrentaban a un enemigo, todos y cada uno de ellos pensaban que si de su partida sólo iba a morir uno, el muerto iba a ser él. Si mataban a dos, a tres o a cinco, él sería uno de ellos. Ese era el motivo por el que los guerreros de la mayoría de las tribus se daban la vuelta y huían después de que uno, dos o tres de ellos hubiesen muerto. El hombre blanco, por otra parte, pensaba que si sólo uno entre sesenta moría, las probabilidades eran de cincuenta y nueve a uno a su favor. Era más probable que creyese que las probabilidades fuesen aún mayores porque nunca se consideraba un luchador corriente.

Al llegar a la posta de Bridger, Sam estaba tan ensimismado en sus planes que llevó una parte de sus pieles, pidió que le hiciesen el cálculo y se dio la vuelta para marcharse. Los extraños ojos de Jim le habían estado estudiando. Jim lo llamó:

—No veo a tu señora por ningún lao.

Sam se giró.

—Está muerta.

—¿Cómo ha pasao? —preguntó Jim sin mostrar asombro alguno.

—Crows.

Jim se tomó unos instantes para considerarlo y siguió a Sam a la calle.

—No han podio ser los Crows, Sam —Bridger tenía en mente que Beckwourth y Rose habían sido jefes Crow y que varios tramperos habían tomado esposas Crows. Sus ojos decían que no creía que lo hubiesen hecho los Crows.

—Los Crows —dijo Sam, asegurando sus cargas.

—No me lo puedo creer. ¿Has encontrao muchas pruebas?

—Muchas.

Para cambiar de tema, Jim dijo:

—Black Harris ha estao aquí. Dice que este verano van a venir un millón de mormones. Están tos allí en Misery Bottoms preparando sus caravanas.

A Sam ya no le interesaban los mormones, Brigham, ni sus mujeres.

—M’an dicho otra cosa —dijo Jim, tratando de hacer hablar a Sam—. Ahora hay un montón de los chicos en Laramie. Pué que sepan si han sío los Crows. Está Río Powder Charley…

Sam dijo:

—Para lo demás dame crédito. Cuida tu cabellera, Jim.

—Un minuto —dijo Jim. Se acercó a Sam y lo miró a los ojos—. Eres mu joven. ¿Tiés intención d’atravesar territorio Crow?

—Voy a pasar justo por el medio —dijo Sam.

—Yo no l’aría, Sam. ¿Has pensao luchar contra tos?

—Contra todos.

Jim seguía mirando a Sam a los ojos. Estiró una mano agarrotada y dijo:

—Pos mejor será que te dé la mano, porque no creo que te vuelva a ver.

—Yo creo que sí —dijo Sam dándole la mano.

Desde la posta de Bridger en Black’s Fork cabalgó hacia el este y el norte hacia Green River; luego al este y al norte hacia el Paso del Sur, el Sweetwater y el Camino de Oregón, que siguió hacia el este hasta la posta de Laramie, donde pensaba comprar suministros y, si tenía suerte, un caballo veloz. En su largo viaje trató de levantar el ánimo cantando, pero la única que le salía de dentro era Dolor, dolor, quédate. Ya no podía cantar Para Celia, o Cuando Laura sonríe, ni una docena más, pues ante él se presentaba el retrato de su niña-esposa en aquel largo viaje hacia el sur y estiraba la mano hacia atrás para tocar la manta que envolvía los huesos y las flores.

En la posta estaban algunos de los tramperos libres; después de su largo y solitario invierno estaban deseosos de charla, pero Sam no quería hablar. Cabellera Perdida Dan se acercó a él. Dan era un tipo grande; medía sus buenos uno ochenta y ocho calzado con mocasines y pesaba cien kilos. Tenía unos grandes ojos azul pálido que eran fríos y crueles pero que adquirieron un ligero tinte de calidez cuando miró a Sam. Dan había oído que habían matado a la esposa de Sam, aunque cómo había podido enterarse Sam nunca lo supo, porque ningún jinete lo había adelantado en el camino.

Dan quería expresar su simpatía, pero era torpe y sin tacto. Al fin se las apañó para decir:

—Sam, si necesitas ayuda, tú dame una voz.

—Gracias —dijo Sam. Nunca la pediría. Lo que se preguntaba era si los Crows en aquella posta habían hablado sobre la muerte de Lotus.

Mick Boone estaba allí, y Mick también se había enterado. Todos los tramperos sabían que Mick tenía uno de los caballos más rápidos del Oeste, un bayo grande y fuerte con las trazas de un caballo de carreras. Mick le preguntó primero a Sam si quería tomar un trago con él. Sam le dio las gracias y dijo que nunca bebía. «Mala costumbre», le dijo Mick, y puso la sonrisa extraña que tenía cuando se sentía avergonzado. Tardó unos instantes en decir las palabras. Dijo que pensaba que Sam podría querer usar su bayo durante un tiempo.

Sam miró a los ojos castaños de Mick y dijo:

—No podría tomar tu caballo.

—No hay ná que te lo impida —le dijo Mick—. Si vas a atravesar tol territorio Crow, y me pienso que sí, vas a necesitar un caballo rápido o no llegarás nunca al otro lao.

—Puede que tengas razón —dijo Sam.

—Cambiaré las sillas —dijo Mick.

Y así Mick tomó el garañón y Sam se fue con el gran bayo. Rápidamente se correría la voz de que los Crows habían matado a la esposa y el hijo nonato de Sam Minard y que, tras declararle la guerra a toda la nación, Sam iba a demostrar cuáles eran sus intenciones atravesando su territorio, solo. Mientras cabalgaba hacia el norte Sam no pensaba en eso. Estaba pensando de nuevo en la naturaleza de sus enemigos. La vasta zona de llanuras y montañas que reclamaban como suya y que luchaban por conservar se encontraba principalmente en la desembocadura sur del Yellowstone, hasta sus tributarios, los ríos Bighorn, el Rosebud, el Powder y el Tongue. El corazón del territorio Crow era el valle de las Montañas Bighorn, aunque reivindicaban las tierras que se extendían en todas direcciones desde aquellos ríos hasta una distancia considerable. Sam había oído decir a algunos de los tramperos más viejos que los Crows tenían los mejores cuerpos de todos los pieles rojas; que eran los más guapos y los mejores cazadores; y también los más expertos ladrones, y que de todos los guerreros rojos eran los tiradores más letales con las armas del hombre blanco. La Compañía Americana de Pieles había construido cuatro y la Compañía de Pieles de Missouri dos postas exclusivamente por lo convenientes que resultaban para el negocio.

A Sam le entristecía pensar que aquella gente lo había convertido en su enemigo porque antes le caían simpáticos. Cuatrocientas tiendas Crow en movimiento era un espectáculo de ritmo y color asombrosos: los guerreros con sus ropajes ricamente ornamentados, con flecos, plumas y tocados que flotaban y se movían; y las principales squaws con mantos verdaderamente elegantes y capas de plumas de pájaro salpicadas de cuentas. En las espaldas de las madres había cien papooses en cunas tan ricamente adornadas como los ropajes de sus madres; los niños iban envueltos, pero en pie, mientras sus brillantes ojos negros expresaban la alegría de vivir. Tras la procesión, o delante de ella o a los lados había cientos de caballos bajo enormes cargas al igual que cientos de perros tan cubiertos por cachivaches del campamento que prácticamente no se les veía. Desde la distancia parecía que una pradera de brillantes colores se cimbrease en una suave brisa.

Bueno, que Sam Minard fuese ahora su enemigo lo debían a su propia cobardía y brutalidad. Mick, como Bridger, había actuado como si dudase de que lo hubieran hecho los Crows. Pero Sam conocía la huella de unos mocasines Crow. Los de Cheyennes, Arapahoes y Comanches tenían todos una línea recta en el interior de sus mocasines de piel de vaca y la punta girada como para darle a quien los llevaba aspecto de tener el pie varo. El mocasín Pawnee parecía como si el indio hubiese plantado el pie en el centro de un pedazo de piel de ciervo y luego hubiese estirado todos los extremos hacia arriba, delante del tobillo, con la parte trasera levantada hacia la pierna y atada con cordones de cuero. El mocasín Crow, como su ropa, estaba tan expertamente trabajado que hacía que la huella fuese completamente lisa sin rastro de los pequeños bultos y costuras irregulares que marcaban a la mayoría de los otros. Había examinado con el mayor de los cuidados una docena de huellas. Para alguien que hubiese estudiado las huellas de las distintas tribus, la de los Crows era tan distinguible de los demás como el modo en que se cortaban el pelo: los Cheyennes y Utes llevaban el pelo suelto y largo, cortado por encima de las cejas para no impedirles la visión. Los Pawnees y los Kansas se afeitaban la parte delantera y la trasera, dejando sólo un mechón en la coronilla, tan tieso por la grasa y la suciedad que se quedaba estirado y apenas se movía con el viento. Los Pies Negros normalmente llevaban el pelo en dos largas trenzas; los Crows, más artísticos en sus peinados que los demás, se lo arreglaban de modo que conjuntase con sus elaborados y coloridos tocados.

Quizá Mick y Jim no habían estudiado las huellas. Quizá no sabían que los Crows eran más nómadas que cualquier otra tribu. No era extraño ver a esos ladrones furtivos a mil quinientos kilómetros de su aldea principal, pues con sus caballos, más veloces, podían distanciarse fácilmente de sus perseguidores. La mayoría de los pieles rojas ocupaban asentamientos más o menos fijos en cuyo centro podría haber una gran tienda de pieles de bisonte pintadas de rojo y grabadas con los tótems mágicos y secretos de la tribu. No lejos de esa tienda central podía haber un poste en el que las cabelleras se movían al viento, algunas secas y encogidas, otras aún frescas y ensangrentadas. El poste de cabelleras era la medida visible del heroísmo de una nación. Cerca de él había otro poste del que colgaban las bolsas de medicina con sus extraños y potentes contenidos. Sam, como la mayoría de los tramperos, había estudiado los tótems, porque según su naturaleza se podía inferir el carácter del pueblo: el águila, el lobo, el oso, el zorro, la serpiente, el glotón, el halcón; aunque Sam había concluido que la elección del tótem quedaba básicamente determinada por la clase de territorio ocupado por la tribu. Las pieles de los animales-tótem a menudo aparecían disecadas y colocadas en lugares destacados para ser adorados. Parecía que a todas las tribus que Sam había visitado les gustaban los colores chillones, como si fuesen niños pequeños, particularmente el rojo, el amarillo, el bermellón y el azul. A veces, para usar el negro como color medicinal, usaban el polvo raspado de un madero quemado mezclado con pólvora, si la tenían. Los hombres blancos se habían hartado a reír cuando les contaron la historia del bravo que se había cubierto el cuerpo entero con pólvora, se había acercado a una hoguera y había explotado. Se trataba del mismo guerrero imprudente que había comido lengua de bisonte en un momento en que para él era tabú, y había paralizado de terror a toda la tribu hasta el punto de que para salvar a su pueblo había tirado de su propia lengua con tanta fuerza que la base de la lengua casi la tenía delante de la cara. Al mismo tiempo aullaba con tanta furia y levantó tantas nubes de polvo pateando el suelo mientras resoplaba y jadeaba que había expulsado el maléfico hechizo y le había devuelto a su pueblo la seguridad y la calma.

Pocas cosas habían asombrado más a Sam y a otros tramperos o habían provocado en ellos expresiones de desprecio más rotundas que la devoción fanática del piel roja hacia un misterioso e intrincado sistema de ceremonias y magia. El mundo del indio estaba tan poblado de espíritus malvados y pérfidos poderes que había veces en que se quedaba inmovilizado: no podía dispararle a un conejo, encender una hoguera o ponerse su pintura de guerra sin antes dedicarse a sus gruñidos y gestos místicos y propiciatorios. Estaba su pipa, que movía con solemne súplica en todas direcciones y hacia cualquier cosa que se pudiese concebir, incluyendo el sol, la luna, los vientos y el cielo. Tenía muchos símbolos en sus tiendas, utensilios y armas. No se podía organizar una partida de caza o de guerra, no se podía emprender ningún viaje, no se podía construir ninguna tienda ni coser ninguna manta de piel de bisonte y no se podía sembrar en los surcos semilla alguna o recoger frutos sin primero llevar a cabo sus interminables ritos infantiles. Esto les daba a los enemigos una ventaja que no tardaban en aprovechar; de vez en cuando una banda de guerreros era atacada cuando debido a magias, conjuros y taumaturgia estaban sencillamente indefensos y eran incapaces de luchar.

Sam pensaba que quizá daría con algunos sin sus bolsas de medicina y que le resultaría tan fácil acabar con ellos como si fuesen gallinas tontas. Su dolor era tan ardiente y su odio tan negro que no le importaba si caía sobre ellos cuando no estuvieran preparados para luchar; tenía la intención de dispararles, clavarles el cuchillo y arrancarles la cabeza tan impávido ante sus chillidos como un lobo que cazara a un conejo. Mirando a su alrededor el milagro de la primavera, escuchando las arias de los azulejos y turpiales, recogiendo flores para meter en la manta y pensando, una y otra vez, en la alegría con la que había deseado cabalgar hacia el norte con su esposa, palideció literalmente por la furia reprimida y se prometió que en menos de un mes de su silla de montar colgarían una docena de cabelleras. Para mostrar su desprecio recogería y mostraría varios de sus recursos medicinales, como cabezas disecadas de lobos, o la piel, garras, colmillos y plumas de distintas aves y animales cuyas virtudes aquellas absurdas criaturas creían haber asimilado. Aun así, Windy Bill decía que no eran más ridículos que aquellos blancos que participaban en distintos sacramentos.

Por encima de todo, Sam quería que supieran quién estaba a punto de atacar cuando oyesen su grito; quién había matado a un guerrero cuando encontrasen la carne y los huesos. Así que decidió, mientras cabalgaba, dejar su marca en todos los bravos que matase; una marca que toda la nación Crow reconociese como suya. Toda la nación conocería también su grito de batalla. Deseaba haber tenido una trompeta. ¡Ojalá pudiese llevar a todo el condenado pueblo Crow al luto o a la locura! Eso sería una visión que ennoblecería el corazón, como cuando Napoleón y su maltrecho ejército se retiraron de Moscú. Cuando un Crow lloraba y lamentaba la muerte o la herida mortal de un guerrero, se cortaba por todas las partes del cuerpo, y a veces se cortaba uno o más dedos; ¡qué ríos de sangre haría correr! ¡En qué océanos sangrientos vengaría a su mujer y a su hijo! Hombres, mujeres y niños, toda la nación, todos ellos, se hundirían en lúgubres aullidos, gemidos y chillidos que le helarían la sangre al colimbo y al lobo. Si diez bravos lo atacaban al tiempo, como había hecho una vez una partida de guerra contra un jefe Pies Negros, de la que no regresó nunca más que los perros de carga que llevaban sus mocasines, ¡qué locura infernal llenaría los cielos con la ira y la frustración de la nación Crow! Pensarlo le abrumaba de alegría. Sería como la vez que le había contado Jim Clyman; un campamento que se había vuelto completamente loco de pena después de ver la escena de una matanza: cómo las mujeres y los niños se habían rasgado las carnes y habían gritado mientras a su alrededor se oían los frenéticos aullidos de los perros, los insanos relinchos y rebuznos de los caballos y las mulas, el lastimero ulular de los búhos y por encima de todo aquello el repugnante hedor del dolor, el sudor, los excrementos y la sangre caliente mezclado con los olores de coyotes mestizos y perros.

El grito de batalla de los Crows, «¡Hiii-ki-hü!», que había puesto la carne de gallina y había erizado los cabellos de Sioux, Pies Negros y Cheyennes, se quedaría congelado en muchas gargantas. Muchos bravos que ahora caminaban orgullosos con sus chillonas pinturas de guerra y ropa de batalla dejarían de contar coups. Coup, que en aquella tierra se pronunciaba «cuu», a la manera francesa, era el más alto heroísmo al que podía aspirar un guerrero indio: para contar un coup tenía que golpear a un enemigo con su cuarta, su arco, su cuchillo o su vara antes de que el otro lo atacase; o tenía que quitarle todas sus armas al enemigo; o tenía que deslizarse en pie y robarle a un enemigo el caballo que estuviese atado a su propia tienda. Había varios modos de conseguir un coup, todos ellos pensados para mostrar un valor más allá de lo ordinario. Después de que un guerrero hubiese contado un coup tenía el derecho a llevar una pluma de águila en el cabello y otra tras cada coup posterior. Si era tan torpe o estaba tan asustado intentando un coup que resultaba herido, tenía que llevar una pluma pintada de rojo. Sam había visto a un jefe Crow con siete plumas en su cabello. Contra alguien de tal valor dudaba de que fuese a tener alguna oportunidad; para acabar con él la nación sólo enviaría a los guerreros jóvenes que fuesen los más valientes, rápidos y letales, o los más duchos en estratagemas como rastreos y emboscadas.

¡Pues que vengan esos asesinos indescriptiblemente cobardes que mataron a una mujer sola y a su hijo nonato! Que el jefe enviase a aquellos que estuviesen curtidos en la batalla; a aquellos que habían luchando contra los Lacotas, Sioux, los Flecha Rayada o los Cheyennes, contra los Pecho Pintado o los Arapahoes. ¡Que vengan todos! ¡Que vengan incluso los Aguja de Pino! Una leyenda contaba que cuando Aguja de Pino sólo tenía doce años perdió a un hermano en una batalla y juró que nunca se casaría o haría trabajo de mujeres hasta que hubiese matado a cien enemigos. Sam no sabía si había matado a alguno ni qué había sido de ella; o siquiera si esa mujer había existido. También estaba la squaw llamada Debería Estar Muerta, a cuyo marido habían matado; se volvió tan loca como dos gatos monteses atados por la cola: montada en un caballo y armada sólo con un arco, flechas y un cuchillo había atacado sola a los Cheyennes. Nadie parecía saber qué había sido de ella, pero en las leyendas allí estaba: cabalgando, cabalgando, cabalgando eternamente a gran velocidad por praderas y quebradas, su bronceado rostro manchado de ocre, sus flechas, de punta de relámpago, clavándose veloces en el pecho del enemigo. Sam había oído al menos una docena de historias sobre furiosos e intrépidos ataques de mujeres indias a cuyos esposos habían matado. De vez en cuando, decía un relato, una de ellas regresaba del sendero de guerra con la cara tan negra como la noche en señal de haber triunfado sobre su enemigo. Las semanas pasadas con Lotus le habían enseñado el espíritu y la osadía de la mujer india.

Deseó, mientras cabalgaba y hacía planes o se detenía para practicar con sus revólveres, haber tenido un buen conocimiento de la lengua Crow para poder lanzarles insultos abominables y sobrecogedores en el momento de su ataque. Río Powder Charlie hablaba el idioma tan bien (eso decía él) como los propios Crows; le gustaba burlarse de ellos traduciendo lo que les había oído decir: «Por la mañana esa vieja su huerto cuando llegó estaba todo arrancado. Esta mujer estaba. Lo que me pregunto es esto, voy y llego todo estaba arrancado. Lo que me pregunto es esto, dijo ella. Todo el tiempo criaturas ninguna me ataca de verdad, ¿esto es lo que es que me ha robado? Las huellas pequeñas cuando mirando ella. Malas criaturas pensó ella mal. Esta vieja esta noche se tumbó rezó. Cuando llega mañana luego el jardín en escondió. Ellos hombres malos ellos quería atrapar. Pasó tiempo. Pasó más tiempo. Luna viene, luna enferma, luna va. Esto cual ella escondió en el huerto lo que volvió esta vieja no había nada no había nada. Esta vieja allí comida guarda en árbol hueco. Entonces pasa tiempo esta viejo no estaba allí ella donde fuera se ido. En el huerto siempre no hay nadie. ¿La comida que guardó en el árbol hueco quien comió ella mata? Maldición, no me preguntes a mí».

Charley se sentaba en la hoguera, fumaba su pipa, miraba con sus pálidos ojos a todos los presentes y decía: «Ese ahí y aquel aquí viento viene con él cae lo mata. Cuando cerca él corrió y vino. Cuando deprisa iba estaba debajo deprisa cuando este viento soplaba estaba». Esa, decía, era una traducción palabra por palabra de la lengua Crow. Vaciaba su pipa, la volvía a llenar y decía: «Ahora allí diez duerme algunos malos hay. Duermen ellos no. Odian ellos sí matarte sí cabellera tu fantasmas como esos guerreros se deslizan no ruido que hacer nadie ahí sus cuchillos sacan alrededor de tu cuello cortan vieja corriendo ella viene pero salvarte no puede su cabeza cortada será».

—¿No se paran nunca para tomar aliento?

—Uno diría que no. Hablan como los niños. Y dejad que os diga que no los llaméis nunca Crows. Creen que los llamáis así porque los cuervos roban de los nidos de los pájaros y dicen que ellos nunca roban, jamás de los jamases.

—Son unos condenaos embusteros —decía alguien.

—Los Apsahrokee, eso es lo que son. El pueblo Sparrowhawk.

De Charley y otros Sam había aprendido unas cuantas palabras y frases. Xatsi-sa, que él pronunciaba Szat-sii-sou, significaba «No te muevas». Di-wap-e-wima-tsiky, que él decía como Di-uappi-uimmi-tesicky, significaba «Te mataré». Mientras cabalgaba recordó aquella frase y se esforzó por dominarla y fijarla en su mente. Pero lo que necesitaba eran insultos e injurias que les paralizasen y les helasen la sangre. Ahora recordaba Bi-i-kya-waku, que significaba «Cuidaré de mí mismo»; y Dara-ke-da-raxta?, «¿No reconoces a tu propio hijo?» De una de las noches parlanchínas de Charley recordó K-ari-c, que significaba «Viejas». Charley lo había pronunciado Ka-rii-sii o algo parecido. Se lo llamaría a los guerreros. Les haría pedazos los huesos del cuello, les clavaría el cuchillo en el hígado y les daría patadas tan fuertes en la columna vertebral que se les desplomarían las cabezas hasta el trasero. ¡Ojalá pudiese llamarles cobardes viejas enfermas que se arrastran entre los matorrales!

Los pieles rojas sentían una apreciación infantil por los insultos. Sam había oído la historia de Jess Danvers que, junto con sus cinco o seis tramperos, estaba cruzando las llanuras desde un río hasta el siguiente cuando de repente, sin advertencia alguna, su partida fue rodeada por guerreros Sioux que se arrastraban hacia ellos de matorral en matorral. Los indios estaban a menos de doscientos metros de Jess cuando un jefe se levantó y, haciendo el gesto de la paz, se acercó hasta Jess y sus hombres. Según se iba acercando iba haciendo más gestos de paz, y le dijo a Danvers que él y sus hombres, los cuchillos largos, habían estado quemando los árboles de la tierra de los Sioux y matando a su caza y comiéndose su hierba. El viejo pícaro, todo astucia, dijo que sabía que Jess había ido allí a pagar por aquellas cosas con sus caballos, armas y tabaco, con todo lo que él y sus hombres tuviesen. Era el Jefe Oso Feroz, cuya lengua era corta pero cuya lanza era larga; prefería hablar con sus armas en lugar de parlotear como una mujer. Con gestos hostiles repitió que los cuchillos largos le habían robado a su pueblo y que ahora iban a pagar con sus caballos, armas, tabaco y todo lo que tuviesen. Si no pagaban en el acto sus bravos tendrían sangre en el ojo y no podría controlarlos. En ese caso no sólo se llevaría sus caballos, armas, tabaco y toda la ropa, sino que les quitarían las cabelleras y posiblemente las vidas.

A esas alturas Danvers estaba tan ciego de ira que apenas podía hablar. Dijo, con signos y palabras, y con furiosos gestos, que su corazón era grande y los de sus hombres también, pero no para aquellos que lo amenazaban mientras fingían ser amigos. Si iban a entregar sus caballos y armas lo harían a hombres valientes, no a una banda de squaws tambaleantes y cobardes que se arrastraban sobre sus vientres como serpientes entre los matorrales. Él y sus hombres no eran voluntarios franceses ni viejas desdentadas que comían bichos, ni perros o coyotes enfermos, sino audaces guerreros con rifles que nunca fallaban un disparo y cuchillos que se clavaban siempre en el corazón. Las criaturas que había entre los matorrales, arrastrándose sobre sus vientres y con arena en los ojos le parecían viejas enfermas que buscaban les bois de vache. ¡Argh!

Entonces al Jefe Oso Feroz le llegó su turno de insultar. Dijo que Danvers y sus hombres habían matado tanta caza, habían cogido tanto pasto y habían quemado tantos árboles en tierra Sioux que los niños estaban hambrientos y debilitados y no podían sostenerse en pie; las mujeres temblaban gimiendo y lamentándose el día entero; y no había ni cinco caballos en toda la nación que pudiesen mantenerse en pie. Él y sus guerreros amaban la paz, nunca habían matado a un hombre; pero si pensaban tratarlo a él y a sus bravos como si fuesen coyotes enfermos y pensaban robarles, lo harían luchadores valerosos y no rostros pálidos que tosían y estornudaban. Él y los hombres que estaban con él eran los más valientes de la tierra; sólo sentían desprecio por los rifles largos y los cuchillos en manos de criaturas femeninas que habían palidecido la primera vez que se habían enfrentado a un enemigo y nunca habían vuelto a recuperar su color. Repetiría, por última vez, que sus hombres tenían la sangre caliente y que su honor clamaba venganza. Los caballos, las armas, el tabaco y todo lo demás debían entregárselo en el acto.

Según la historia que contaban los tramperos, Danvers y el jefe intercambiaron insultos durante una hora o más y entonces, retirándose, ambos regresaron con sus hombres. La batalla comenzó de inmediato. A Danvers le dispararon en los pulmones y sufría de tal modo por la hemorragia que sólo podía andar tambaleándose; incapaz de usar sus armas o de hablar, sólo podía permanecer indefenso mientras expulsaba torrentes de sangre por la boca y la nariz. Sólo un hombre blanco escapó para contar la historia.

La mente de Sam vagó de nuevo a Windy Bill, Bridger, Charley y sus historias; y, de repente, salidas de hogueras, humo de tabaco y olores nocturnos, le llegaron, agudas y claras como la despedida de su madre, estas palabras:

El hombre de la vieja sus hijos sus fantasmas allí en la noche más oscura están en el matorral están llorando.

Esas palabras, conocidas por todos los tramperos libres de las montañas, sin duda se las había enviado el Todopoderoso sobre la mujer del Musselshell. Sam miró al norte hacia el territorio Crow. ¿Cómo estaría ella ahora? Después de haberse hecho con unas cuantas cabelleras iría a verla.