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Ya estaba a quince kilómetros de la vista de la mujer cuando ella oyó que decían su nombre. «¡Kitty!», dijo la voz. Era la voz de su marido, y así era como su marido la llamaba. Poniéndose en pie, miró a su alrededor con los ojos desorbitados y entonces comenzó a correr hacia el lugar de la masacre. «¡John!», llamaba mientras corría. Tras doscientos metros se detuvo y miró en todas direcciones y volvió a llamar «¡John!» Sentía que él estaba presente no muy lejos. Miraba fijamente al árbol donde le había visto ensangrentado e inclinado cuando pensó en sus hijos. Girándose, corrió hacia la colina, esperando encontrarlos sentados junto a las tumbas; y cuando vio sólo los dos montículos se quedó mirándolos, escuchando, con el corazón en la boca. «¿John?», dijo. Se dirigió a la choza y miró dentro. Miró hacia el río y, recordando que su campamento estaba allí abajo, corrió hacia allí con la desgarbada actitud de alguien que no había comido ni bebido y casi no había dormido durante tantos días y tantas noches. Miró bajo el cobertizo que su marido y sus hijos habían montado, pero allí no había nada. Miró a su alrededor y llamó en voz baja «¿John?» Escuchó, pero sólo se oía el agua del río. Como una mujer esperando al hombre que sin duda aparecería, se quedó junto al cobertizo durante una hora, mirando y escuchando.

No tenía ningún arma junto a ella, ni siquiera un cuchillo. Era como si en aquel momento de soledad y pérdida absolutas ignorase por completo todas las armas y toda idea de armarse; pues ahora iría indefensa al río a por agua, a los valles en busca de comida, a las cumbres en busca de su esposo. Poniéndose en pie junto al cobertizo y temblando de esperanza, con los ojos abiertos de par en par explorando, los oídos atentos a todas las cosas que se encontraban entre el cielo y la tierra, regresó hacia la colina y se quedó en pie junto a las tumbas. Había visto pero no había identificado los cuatro cráneos; y una hora después, mientras caminaba hacia el norte y el este por las colinas buscando a su esposo, pasó cerca de una de las cabezas de los indios, pero pareció no verla. Su idea de lo que había ocurrido desde aquella mañana era sólo una débil sombra; había quedado apagada por el dolor, el cansancio y el abatimiento del alma. Caminó casi dos kilómetros por las montañas, deteniéndose aquí y allá para llamar en voz baja, para mirar a su alrededor y escuchar y luego regresó a las tumbas. Volvía a moverse una y otra vez; hacia el cobertizo, hacia el árbol de la masacre; porque él la llamaría una y otra vez en las semanas siguientes. En mitad de la noche su voz la despertaba de un sueño ligero y se incorporaba, diciendo «¿John?» Él volvería a llamarla cuando agosto se convirtiese en septiembre y los álamos y los chopos se volviesen dorados.

De vez en cuando le veía en la distancia y corría hacia él. Sabía que un día le encontraría. Una mente racional habría visto un mundo distinto al que veía Kate. De pie junto a las tumbas, habría mirado hacia el norte o el sur y habría visto la larga e irregular línea de árboles que ocultaban el río. Al oeste, más allá de la línea, habría visto colinas que parecían vacías y muertas de no ser por su raquítica población de atrofiados cedros. Mirando al otro lado, al este, habría visto la misma clase de montañas, de palidez celestial y de soledad gris; y en todas direcciones habría notado una extensión de silencio y vacío. Kate no veía nada de eso o lo veía tan indistinguiblemente que era sólo la niebla sobre el nítido mundo en el que vivía.

Sus sentidos no construyeron inmediatamente el mundo en el que iba a vivir; lo evocaba la oración, el anhelo y la esperanza, los sueños y las visiones, y llegó a crearse lentamente del cielo. Pues Dios fue bueno con ella. Era o esa ensoñación o la locura que la habría arrojado al nivel de los animales. Sin sus visiones se habría ido de allí y habría muerto, a manos de lobo o de indio; o habría perecido de hambre o frío cuando llegase el invierno. En unos pocos meses los tramperos que andaban de acá para allá, después de haber sabido su nombre, hablarían sobre la loca Bowden junto a las hogueras. Nunca volvería a casa, viviría y moriría allí junto a las tumbas. Aquello bastaba para que un hombre se sintiese despegado de sí mismo y hundido en el agua como un castor muerto. Aquello bastaba para que un hombre quisiera arrastrarse bajo un matorral y llorar como un niño.

La leyenda llegaría a decir que John Bowden estaba allí. Su esposa sabía que estaba allí; ella le veía de vez en cuando, siempre de lejos, siempre sonriéndole, y su sonrisa y su mirada le decían que estaba bien, que todos estaban bien y que algún día estarían todos juntos de nuevo, con Dios. Llegaría el momento en que ya no le llamaría ni correría hacia él. Ella contestaba con una sonrisa a la de él, y su mirada decía que sí, así era, estarían juntos de nuevo, estaban juntos ahora.

Su más asombrosa transformación por la pérdida y la soledad tenía que ver con sus hijos. Unas tres semanas después de que Sam se fuese, miró las tumbas y decidió que necesitaban belleza. Buscó arriba y abajo del río flores silvestres y encontró unas cuantas, pero la planta que le llamó la atención fue una especie de salvia con una belleza propia verde grisácea. Tomó algunas de esas plantas con la pala sin levantar la tierra que albergaba las raíces y las colocó en huecos en el extremo sur de su diminuto cementerio. Llevaba agua del río para regarlas. Crecieron y llegó el momento en que tuvo un jardín, allí en la desolada ladera. Llegó el momento en que ya no supo exactamente dónde estaban las tumbas. Llegó el momento en que de su alma se borró todo recuerdo y toda necesidad de ellas, pues sus hijos ya no estaban en la tierra, sino arriba, sonriéndole tal y como le sonreía su padre.

La primera visión tuvo lugar en una fría noche iluminada por la luna antes de que el decadente recuerdo de las tumbas la hubiese abandonado por completo. Había salido de la choza y había ido hasta las tumbas para arrodillarse allí y rezar cuando se quedó paralizada por la débil figura celestial que se arrodillaba tras un matojo de salvia, o dentro de él o al lado de él… Nunca fue capaz de determinar dónde estaba. Aquella visión era de su hija. No era ella como había sido en vida: aquella chica en la salvia, o tras ella, era tan etérea, tan parecida a un vaporoso rayo de luna, tan onírica, tan parecida a una pálida y delicada parte del cielo que Kate, mirándola, contuvo el aliento y pensó lo dulce que era morir. Tras largos momentos se dirigió hacia ella, sólo para verla desvanecerse y desaparecer, no rápidamente, sino como se disuelve y se desvanece una nube en movimiento. Horrorizada, se retiró, y tan lentamente como había desaparecido, la visión regresó, saliendo de la nada y convirtiéndose en una exquisita aparición que la miraba y sonreía e inclinaba lentamente la cabeza como movida por la brisa. Kate sólo tuvo ojos para ella hasta que, al mirar otras plantas, vio a sus hijos, que emitían exactamente el mismo brillo trémulo tras una salvia, o dentro de ella, o junto a ella. Igual que la hija, la miraban y sonreían y movían lentamente la cabeza arriba y abajo.

Toda la noche, hasta que desapareció la luna, Kate llenó su alma con esos tres rostros. Habría estado algo peor que loca si hubiese dudado de que sus hijos estaban allí. Si cerraba los ojos no los veía. Si avanzaba demasiado hacia ellos, sencillamente se disolvían en la noche y ante ella quedaban sólo las salvias. Pero cada vez, sin fallo, volvían cuando se retiraba y la sonreían del mismo modo angelical. La miraban como seres de fragancia y ropajes exquisitos recién bajados del cielo. Los ojos de los tres le sonreían a sus ojos, no para sondear su alma, sino sólo para tranquilizarla. «¡Queridos míos!», les susurraba, sonriendo y moviendo la cabeza arriba y abajo como hacían ellos.

No aparecían durante el día o cuando no había luna; y si la luna era sólo un fragmento, o un cuarto, o estaba pálida, no aparecían. Su marido llegaba en cualquier momento del día o de la noche en cualquier estación. Podía verle sobre un caballo y tirando de un caballo de carga, subiendo o bajando por el río; y siempre le saludaba con la mano y ella le respondía. Sabía que tenía trabajo de hombres que hacer. O podía llegar por la noche cuando ella estaba dormida; por las mañanas encontraba junto a su puerta, o justo dentro de la choza, un saco de cuero lleno de cosas para ella y dentro de otra piel carne curada de uapití o de bisonte. Encontraba pólvora y balas, agujas e hilo, semillas de flores, azúcar, sal, café, harina; y una vez había un reluciente cuchillo nuevo, y muchas veces pieles curtidas, medicinas como alcanfor, aloe, bálsamos, glicerinas, bicarbonato y un vestido o un par de zapatos.

Nunca disparó su arma para alejar a los asesinos. Acabó pensando en su mundo como en un mundo sin cazadores ni cazados, aunque de vez en cuando los lobos la obligaban a tomar otro punto de vista. Era principios de noviembre durante su primer otoño allí cuando una noche la despertaron unos gritos lastimeros. En lo primero en lo que pensó fue en sus hijos; agarrando el hacha, que tenía junto a la cama, salió corriendo al exterior. No había luna, pero no era una noche oscura. Escuchó. Volvió a oír el grito; ahora era algo constante, un quejumbroso balido de dolor y tormento que no venía desde el río, sino desde alguna parte detrás de la casa. Corriendo hacia el sonido, se detuvo cuando vio los tres cuerpos pardos. En el largo viaje con su esposo e hijos había visto al gran lobo gris; durante la semana anterior había visto a aquellas bestias insolentes, audaces, con las lenguas fuera y unos agudos ojos buscando algo que matar.

Convencida de que estaban matando aquella noche ahí fuera, no dudó y salió corriendo hacia ellos como había corrido hacia los guerreros Pies Negros, y era tan fuerte y ágil y estaba tan empujada por la furia que estaba junto a los lobos y le había cortado la cabeza a uno antes de que estos se diesen cuenta de que estaba allí. Los otros dos saltaron lejos de su alcance increíblemente veloces y, con un grito más salvaje que el de ellos, Kate los obligó a huir. Al regresar vio que su víctima era una cría de bisonte: los lobos se habían estado comiendo la parte superior de sus flancos, donde habían hecho un agujero para llegar al hígado, el lomo y los riñones. El pobre animal no estaba muerto y seguía llamando a su madre.

Kate no sabía, y Dios quiso evitarle el conocimiento, que la familia de los perros salvajes se comen vivas a sus víctimas si estas tienen la resistencia y la fuerza para seguir respirando hasta que el hambre de su enemigo estuviese saciada. Aún correteaban por las praderas muchos bisontes a los que les faltaba la cena que se había comido algún lobo. Dependiendo del hambre que tuviese o del humor del que estuviera el lobo, le cortaría y arrancaría con sus largos dientes afilados el costado o la grupa para llegar al hígado; y a menudo devoraba toda la tierna carne a lo largo de la columna inferior antes de que su víctima muriese. O podía abrir un agujero en el vientre. Si le apetecía jamón, podía comerse casi toda la carne de unos cuartos traseros. Muchas crías de bisonte o de uapití sobrevivían a un lobo que se hubiese comido su carne y bebido su sangre y vivían como tullidos, espantosamente marcados. Kate nunca sabría que aquel letal asesino que, en manada, era capaz de hacer huir al monstruoso grizzly macho, a menudo atacaba y torturaba, o mataba, por pura diversión gratuita. Tres o cuatro de ellos podían apartar de la manada a una cría de bisonte y perseguir a la aterrada criatura, que no dejaba de chillar, por todas partes de la alta hierba de la pradera, dándole mordisquitos, arrancando agujeros en la carne y pasarse quizá una hora o más jugueteando y retozando antes de acabar con la agonía del animal.

La cría a la que estaba viendo Kate no estaba muerta, pero sabía que debía morir. Apartando al lobo muerto con salvajes patadas, examinó las heridas del becerro. Cuando vio que le habían abierto uno de los costados y le habían sacado algunas de las entrañas, se dio un fuerte golpe en la frente y puso una compasiva mano en la carne temblorosa mientras agonizaba.

El nuevo mundo de Kate era sin duda un mundo de cazadores y cazados. Veía a halcones atacar y matar patos en pleno vuelo. En el fondo del río, mientras buscaba raíces y bayas, veía los huevos del tordo y el carrizo, del azulejo, de la paloma torcaz y la alondra empalados en espinas en la vieja carnicería del alcaudón. Llegó a imaginarse cosas que no había visto ni oído y, tras un tiempo, se convirtió en hábito en ella coger el hacha y salir corriendo por la noche y temblar de ira mientras escuchaba y miraba. Según pasaba el tiempo, llegó a oír a crías de otros animales gritando bajo los asesinos dientes y a ninguna más frecuentemente que a las del conejo. Su vida se vería atormentada por el grito de los conejos atrapados por un halcón o por los de las liebres vencidas por un lobo.

Nunca entendería por completo que vivía en un mundo de seres salvajes, muchos de los cuales eran asesinos: la comadreja, el armiño, el halcón, el águila, el lobo, el glotón, el puma, el grizzly, el gato montes… Esos eran feroces y letales; pero el conejo, el ciervo, el uapití, el bisonte, el berrendo y muchas de las aves no mataban nada, aunque a ellos mismos los matasen y devorasen a miles. En su vida en un pequeño pueblo de Pensilvania, Kate apenas sabía que este era esa clase de mundo. Sabía que había criaturas que mataban a otras criaturas, hombres que mataban a otros hombres, fuese por Dios o por pasión; pero el mundo allí era uno en el que la primera ley de vida era matar o escapar del que mataba.

Sus sentimientos femeninos sobre esos asuntos habrían dejado pasmados a la mayoría de los tramperos. Windy Bill habría dicho: «¡Caray, que me parta un rayo! ¿Se cree que Chimbly Rock es el campanario d’una iglesia?» Bill Williams, con expresión astuta y hermética en todos los pliegues y poros de su largo y delgado rostro, quizá habría mordisqueado su tabaco una vez o dos antes de decir: «Pobrecilla. Me parece q’esa mujer nunca ha sabido qué clase de mundo creó el Todopoderoso». Tres Dedos McNees habría sido lacónico: «¿Por qué no se vuelve pa casa?»

Los tramperos gruñirían asombrados al saber que Kate se sentaba a la luz de la luna para leerles la Biblia a sus hijos en voz alta. Era una Biblia muy vieja que había pertenecido a la madre de su madre; y como muchos versículos habían sido subrayados al margen con tinta azul, sólo tenía que pasar las páginas y buscar las marcas. Cuando llegaba a alguna que estaba marcada, la leía. Sus labios se movían, pero no producían sonido alguno. Y si le parecía que era algo que a sus sonrientes seres queridos les gustaría oír, se lo leía: «Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las tinieblas».

Tras leer esos versículos miraba a sus hijos y sonreía y asentía; y como flores de tallo largo, ellos asentían y sonreían. No tenía una voz educada, pero era clara y fuerte; les había leído a sus hijos el Libro Sagrado desde que eran lo bastante mayores como para comprenderlo. A veces cerraba el Libro y dejaba que se abriese por donde fuera. A veces era un salmo: «Mi Dios, en ti confío; no dejes que mis enemigos se burlen de mí». Sonriéndoles, les decía: «Vuestro padre nos dejó algunas cosas anoche. Últimamente está muy ocupado; quiere que le esperemos aquí, porque algún día volverá con nosotros».

Entre la niebla de sus sentidos sabía que su esposo no estaba muerto, pues si lo estuviese, sería un ángel allí, con sus hijos. Se preguntó por qué cabalgaba arriba y abajo del río. Hubiese dicho que no estaba colocando trampas, pues nunca lo había hecho; había sido granjero durante un tiempo, luego había sido tendero. El porqué nunca enganchaba sus caballos a una carreta, lo ignoraba; hacía su trabajo de la manera que le parecía mejor y cuando todo estuviese terminado volvería con ellos.

Sabía que, siendo ángeles, sus hijos no podían darle respuestas excepto las celestiales sonrisas y los dulces cabeceos. Durante la luna llena, cuando los veía con más claridad, Kate no se acostaba hasta que la luna hubiese desaparecido. Pues, ¿cómo podía dejarlos allí, arrodillados entre la salvia y sonriéndole? A veces la luna no desaparecía hasta por la mañana, o no desaparecía en absoluto y simplemente se iba desvaneciendo en el cielo diurno; sólo después de que sus hijos regresaban a su hogar celestial se levantaba de la piel de bisonte que le había dejado su marido. Si después de que sus hijos la dejasen, su soledad era demasiado amarga para soportarla, no entraba en la choza sino que se quedaba junto a ella. En aquellos momentos era cuando más cerca se encontraba de darse cuenta de dónde estaba… No, no de dónde estaba, dado que después de dejar el Big Blue nunca había sabido dónde estaba; sino de su soledad, su desvalimiento y sus enemigos. Entonces quizá se dirigía a mirar casi con curiosidad los lugares donde se habían arrodillado sus hijos; era entonces cuando más cerca estaba de un impulso de buscar en la tierra las huellas de pisadas.

Pero se pasaba en unos momentos. Entonces era consciente del libro que sostenía en las manos y le llegaba, infinitamente dulce y tierno, el recuerdo de sus tres ángeles, que volverían a estar presentes cuando hubiese salido la luna. Aquello era lo que esperaba ansiosa y le daba sustento durante los largos días vacíos. Sus más profundas emociones, de las que no era consciente, y que rara vez se reflejaban en sus rasgos, las revelaba de las maneras más curiosas. En lugar de hacer su cama en la cabaña, lejos de la puerta, la hacía justo al lado de modo que tuviese que pasar por encima de ella; de ese modo, cuando estaba tumbada, podía extender una mano fuera de su fea prisión y tocar el gran mundo exterior. Contra una pared en ambos lados de la cama apilaba su comida y sus utensilios, y allí estaba su rifle. Cuando no estaba llevándole agua a sus plantas se sentaba en la cama, con aguja y pieles, y cosía chaquetas de cuero, faldas o mocasines. Levantaba la mirada innumerables veces para ver si sus hijos habían vuelto o la elevaba hasta el cielo para ver si había salido la luna. A veces, al volver del río, le parecía oír a uno de sus hijos llamando y corría como una salvaje, todos sus nervios temblando. Al llegar a la cabaña y comprobar que sus hijos no estaban allí, se convertía en un trágico retrato de la pérdida y la desesperanza, demasiado afectada para mirar o escuchar.

O si mientras les leía a sus queridos niños y respondía a sus sonrientes caras de ángel oía el ruido de un enemigo, como el desafiante gruñido de un lobo casi junto a su puerta o el chillido de un halcón que descendía, se transformaba al instante en una tigresa y, cogiendo el hacha, corría ciegamente gritando hacia la amenaza. Ningún animal aguantó nunca su ataque.

Esta clase de cosas era la que se extendía como leyendas. En una noche iluminada por la luna, un año o dos después de la masacre, Windy Bill pasaba cerca cuando oyó unos gritos salvajes y recortada contra el cielo sobre una colina vio a una mujer correr y correr, y el filo de su hacha brillaba. «Me quedé alelao», dijo. «Me se pusieron los pelos de punta como briznas de hierba y la sangre me se volvió como los géiseres de Yellowstone que vio John Colter». Mejoraba o, en cualquier caso, embellecía su relato cada vez que lo volvía a contar hasta que lo que había visto se convirtió en una bruja montada sobre una escoba volando por el cielo chillándole a los vientos.

Otros hombres fueron a ver a Kate cuando pasaban cerca y contaban historias sobre ella, y la leyenda de la mujer creció en una zona de más de dos millones y medio de kilómetros cuadrados; pero, aunque todavía se encontraban en sus inocentes comienzos, otras leyendas que serían aún más asombrosas e increíbles estaban madurando, y una de ellas tendría que ver con la gigantesca figura de Samson John Minard.

Tuvo su origen en su decisión de tomar una esposa.