—Este es para ti.
Tom contempló su gran regalo rectangular, preguntándose cómo iba a disimular su inevitable decepción al desenvolverlo, dado que ya tenía una idea bastante clara de lo que había dentro.
—Espero que sea lo que querías —dijo Jos guiñándole un ojo.
Ahora ya estaba claro del todo.
Era el día de Navidad y estaban sentados en el pequeño salón cargado de humo con un buen fuego crepitando en la chimenea. Tío Jos ya se había puesto su regalo: otra chaqueta de punto tejida por Melba que había conseguido ponerse y abotonarse encima de las dos que ya llevaba. Melba también se había puesto el suyo: un gran sombrero de color naranja con un ala muy ancha y flexible. Y ahora los dos estaban mirando a Tom, con los ojos brillantes de expectación.
—¡Venga! —dijo Melba.
Mejor no retrasarlo más. Con todo el entusiasmo que fue capaz de reunir, Tom rompió el papel y se encontró mirando una larga caja azul. En la tapa había una fotografía de dos niños sonrientes con batas de laboratorio y gafas de plástico, sosteniendo un tubo de ensayo y un par de pinzas. «Química para principiantes —decía—. Apta para niños de 9 a 90 años».
—Uau. Gracias, es genial —dijo intentando parecer lo más agradecido posible.
Melba miró la fotografía de los niños sonrientes.
—Es lo que nos habías pedido —dijo en tono de disculpa.
Melba tenía razón. Era lo que les había pedido, pero no en lo que había estado pensando.
—Bueno, es maravilloso, ¿no? —dijo alegremente Jos—. Me encanta cuando todo el mundo tiene el regalo que quería. Es genial.
Hubo un momento de silencio mientras Tom miraba el juego de química con aire de culpabilidad. Aquello no era en absoluto lo que él quería.
—¿Jos? —Melba le dio un fuerte codazo en las costillas y señaló a Tom con la cabeza, queriéndole indicar algo.
—¿Qué? —preguntó él enarcando las cejas.
—Anda. No lo hagas sufrir más al pobre.
Jos la miró sin comprender, haciendo otra de sus teatrales pausas.
—¡Oh, sí! Casi se me olvida. ¡Qué tonto!
Con cierta ceremonia, sacó la carta y la caja de cartón de debajo de su silla.
—Llegaron ayer por correo y son para ti, Tom —dijo dejándoselos en el regazo.
Tom miró la carta y la caja y, al principio, fue tanta su sorpresa que no supo qué eran. La dos iban remitidas al «señor T. Scatterhorn», escrito en dos letras distintas que le resultaban familiares. En los sellos había coloridos dibujos de caballos y águilas.
—¿Desconcertado? —preguntó Jos riéndose alegremente—. Debo confesar que yo sí, un poco.
Tom sonrió y miró la carta y la caja. ¿Cuál debía abrir primero? La carta. Con cuidado, rasgó el sobre por un borde, con los dedos temblándole de la emoción. Metió delicadamente la mano y, sacando las finas páginas, reconoció la letra de inmediato: ¡era la de su padre! Nervioso, volvió la carta y descubrió que, en el anverso, la letra era distinta: era la de su madre. Debía de haberlo encontrado.
—¿Tus padres? —preguntó Jos sonriéndole con sus ojillos redondos.
Tom apenas pudo asentir con la cabeza. Estaba demasiado emocionado para hablar.
—Me lo imaginaba.
—¿Qué dicen, querido? —preguntó Melba sonriendo. Intentando mantener la calma, Tom fue al principio de la primera página y comenzó a leer en voz alta:
Queridísimo Tom,
espero de todo corazón que te llegue esta carta. Te escribo desde el valle de Tosontsegel, donde estoy tomándome un descanso. Ayer tuve un pequeño accidente, pero ahora me encuentro bien, creo. No te creerías lo que está pasando, Tom. Es increíble. Da un poco de miedo, de hecho. Las cosas están cambiando rapidísimamente. Pero ahora no te lo puedo contar todo, por si alguien más lee esta calta. ¿Sabes?, puede que yo no sea el único que está buscado lo que tú ya sabes. ¿Te acuerdas de la extraña carta que recibí del Movimiento Internacional para la Protección y el Fomentó de los Insectos Hace tantos años? Bueno, es largo de contar, pero ahora todo está comenzando a cobrar sentido…
—Así que tu padre está buscado «lo que tú ya sabes» —repitió Jos—. ¿Y qué es «lo que tú ya sabes»?
—Es… esto… algo relacionado con los insectos, los escarabajos —se apresuró a decir Tom—, y es confidencial. Un asunto del gobierno.
—Oh. Bien. Escarabajos, ya —repitió Jos—. Un asunto del gobierno.
—Sí.
—Si tú lo dices.
Jos enarcó las cejas y miró a Melba con complicidad. Era como él siempre había sospechado: Sam Scatterhorn estaba loco de remate.
—¿Y qué dice tu madre? —preguntó educadamente Melba. Tom volvió la carta.
Querido Tom, decía,
como ves, lo he encontrado, y justo a tiempo. Lleva la barba crecidísima y está hecho un fideo. Parece un cavernícola. ¡No lo reconocerías! He pensado mucho en ti, Tom, cariño, añorándote muchísimo, y papá también, aunque tú ya sabes que a él le cuesta decir estas cosas, y aún más escribirlas. Los dos nos hemos estado preguntando qué te parecen Jos y Melba. Son una pareja curiosa, ¿verdad? Espero que te estén dando bien de comer y que tengan arreglada la calefacción de tu habitación. Se me olvidó decirte eso. Tío Jos jurará que en Mongolia hace más frío, pero, créeme, sino es verdad. Dormimos ahí una vez hace unos diez años y casi nos morimos de frío…
Tom dejó la frase a medias y de pronto se sintió un poco avergonzado. Al alzar la vista, vio que tío Jos estaba mirando el suelo.
—Ah, sí. Tu madre tiene razón en eso. —Sonrió con aire arrepentido—. No me había dado cuenta de que ese maldito radiador llevaba tanto tiempo estropeado. No importa, ¿no has estado tan mal, no, chaval? Puede que el alojamiento no sea nada del otro mundo, pero tu tiíta es un genio en la cocina.
—Lo es —dijo Tom sonriéndoles. Pese a todo lo demás que le había sucedido, tía Melba y tío Jos habían intentado cuidar de él lo mejor que sabían y les estaba profundamente agradecido por ello. Pero eso no impedía que añorara a sus padres—. ¿Sigo?
—Léela en voz baja, querido —dijo cariñosamente Melba, dándole una palmada en el hombro—. A fin de cuentas, va dirigida a ti, no a nosotros.
Tom continuó leyendo, devorando ávidamente las descripciones que su madre hacía de los largos y accidentados trayectos en autobús y las polvorientas poblaciones hasta que casi estuvo al final de la carta.
Bueno, Tom —escribía su madre—, me he estado reservando lo más interesante para el final. Es sobre cómo encontré a tu padre. Las autoridades me habían dicho que estaba preso en una ciudad perdida de la estepa, pero, al llegar, descubrí que lo habían soltado el día anterior. Yo me puse a hacer preguntas y, por lo visto, él se acababa de ir al bosque con unas personas, por lo que cogí un autobús hasta el pueblo más cercano y esperé a que regresaran. Papá se había juntado con una gente muy poco recomendable, gángsteres que robaban escarabajos, por lo visto. En fin, aquí eso es totalmente ¡legal y su gente tuvo un terrible accidente. Él no me ha contado casi nada. Solo dice que tiene muchísima suerte de estar vivo. En fin, yo no sabía nada de eso y, después de pasarme dos días en el pueblo esperándolo, estaba comprando verdura en el mercado cuando llegaron dos señores mayores montados a caballo. Resultó que eran ingleses y me dijeron que tenían una cabaña en el valle, en el bosque, y que llevaban años yendo allí para estudiar a los escarabajos. Yo dije «Oh, mi marido está aquí haciendo eso», y cuando les dije cómo se llamaba los dos se echaron a reír. ¡Papá estaba con ellos justo en ese momento! Yo me quedé pasmada. Pero, Tom, eso no es lo más raro. No vas a creerte quiénes son…
Tom tenía el corazón desbocado. Apenas era capaz de volver la página.
¡August Catcher y sir Henry Scatterhorn!
Tom se sintió como si acabara de arrollarlo un tren expreso. Intentó dominar su temblor de manos.
Y están convencidos de que te conocen. ¿Es eso cierto, Tom?
No veo cómo. En fin, fueron bastante insistentes, y cuando les dije dónde estabas se entusiasmaron muchísimo y quisieron enviarte un regalo por Navidad, así que les di la dirección del museo. Son unos tipos curiosos, los dos. /August parece haber tomado a tu padre bajo su protección. Quiere que se quede aquí con él, pero papá no quiere decirme por qué. Ya sabes lo reservado que es, nunca cuenta nada. Pero, por muchas vueltas que le doy, no se me ocurre cómo pueden conocerte…
El corazón le estaba latiendo tan deprisa y con tanta fuerza que apenas podía respirar.
—¿Seguro que están bien, querido? —preguntó Melba, súbitamente preocupada al verlo más pálido que nunca—. ¿Hay algún problema?
—No, no, todo va bien, bien —farfulló Tom—. Es solo que…
Tom miró la caja de cartón y reconoció la letra de inmediato. Era la caligrafía de trazo delgado e inseguro de August. Sacándose la navaja del bolsillo, la desplegó rápidamente y cortó el envoltorio. Luego levantó la tapa y hurgó en el interior de la caja hasta encontrar un paquete envuelto en papel de periódico y atado con una cuerda. ¿Qué era aquello? Parecía una figura. Cortó la cuerda y fue quitándole las capas de sucio papel de periódico hasta encontrar en el centro un pequeño guerrero chino pintado con colores muy chillones que tenía la espada alzada por encima de la cabeza. «Gengis Kan», decía el rótulo de la base. Melba alargó el cuello y, asombrada, miró aquel horrible personaje en miniatura.
—¿Es también de tus padres, querido? —preguntó educadamente—. Un regalo muy original.
—Gengis Kan, ¿eh? —dijo Jos soltando una risita—. Todo un personaje, ¿no?
Tom no entendía nada de nada. ¿Por qué diablos le habían enviado aquello? Gengis Kan llevaba un sobre pegado a la espalda y Tom lo abrió de inmediato.
Estimado Tom, decía la espigada letra de August,
¡estás vivo! ¡Vaya sorpresa! Ahora, todo parece completamente lógico, cómo aparecías y desaparecías al azar. Siempre nos pareció que tenías algo muy poco corriente, Tom, y sir Henry estaba convencido de que los humanos podían «viajar». Jura que vio a unos gansos hacer algo similar durante una tormenta en Alaska. Confieso que siempre fui un poco escéptico, hasta ahora. Bueno, como ves, nosotros seguimos aquí, y en bastante buena forma además, considerando que los dos rondamos casi los ciento cincuenta años. Y quizá te sorprenda saber que ahora nos han empegado a interesar bastante los coleópteros. Todo comenzó en un volcán hace unos setenta años. No voy a aburrirte con los detalles, pero, desde entonces, sir Henry y yo no le hemos quitado ojo al reino de los insectos y en concreto a los escarabajos. Son redomadamente astutos, casi evolucionan ante tus propios ojos para convertirse en algo mucho peor que lo de antes, y ahora algunos son casi indestructibles. Gracias a Dios que lo único que continúa conteniéndolos es su ciclo vital. Incluso los más grandes, que se pasan casi cincuenta años en estado larvario, alimentándose de árboles muertos y engordando hasta ser casi tan grandes como una calabaza, solo consiguen vivir unos cuantos meses a lo sumo. Solo Dios sabe qué ocurriría si se hicieran con mi pequeño invento y descubrieran cómo fabricarlo. Son tan fuertes y numerosos que, un buen día, es posible que se apoderen de la tierra, ¡ya tienes algo en lo que pensar!
En cualquier caso, estamos seguros de poder seguir llevándoles la delantera. De hecho, hace tres semanas, ¡encontramos a un tal Sam Scatterhorn que estaba casi hasta el cuello de escarabajos! Por suerte, sir Henry lo sacó de allí justo a tiempo. Es un placer conocer por fin a tu padre, aunque no haya sido en las circunstancias que habríamos deseado. Fuerte como un roble y terco como una mula, va a ser un buen miembro de nuestra sociedad. Un día te lo explicaremos todo sobre ella.
Bueno, un pajarito nos ha dicho que has tenido algún que otro problemilla en nuestro querido museo, por lo que sir Henry ha pensado que regalarte una estatuilla de Gengis Kan para Navidad quizá sea justo lo que necesitas para alegrarte las fiestas. Parece un tipo encantador, ¿verdad? Aquí tienen estatuas suyas por doquier, es una especie de héroe nacional.
Con nuestros mejores deseos,
August y Henry
Despacio, Tom dejó la carta profundamente abatido. ¿Qué cosa tan terrible había hecho? El entusiasmo por haber tenido noticias de sus padres se le había evaporado de golpe al darse cuenta de las enormes consecuencias de sus actos. Había dado la poción de August a don Gervase y ahora sabía por qué la anhelaban tanto los escarabajos. No vivían mucho tiempo. No podían.
Solo Dios sabe qué ocurriría si se hicieran con mi pequeño invento y descubrieran cómo fabricarlo… un buen día, es posible que se apoderen de la tierra…
Bueno, ahora la tenían, y Tom no podía hacer nada para cambiar esa realidad. Su única esperanza era que el frasco fuera tan pequeño y la poción tan compleja que ellos no pudieran descubrir cómo se elaboraba. A fin de cuentas, nadie más lo había hecho. No obstante, en aquel momento, aquello apenas lo consolaba.
—¿Malas noticias? —preguntó Jos pareciendo desconcertado.
—Más o menos —respondió Tom rehuyéndole la mirada.
Tenía la sensación de que el mundo se estaba derrumbando a su alrededor. Jamás en su vida se había sentido tan mal. Había fallado a su padre, a su madre, a August y a sir Henry, quizá incluso a toda la raza humana. Ahora, los aterradores escarabajos del futuro poseían el secreto de la inmortalidad y todo era culpa suya y de nadie más. Sintiéndose culpable, miró el feo guerrero que tenía en la mano. ¿Cómo iba Gengis Kan a levantarle el ánimo en ese momento? Distraídamente, volvió la carta y vio que también estaba escrita por detrás.
P. D. —decía—: Ven a vernos en vacaciones si puedes, y si Gengis Kan no te gusta, rómpelo y cómprate algo que quieras de verdad.
Miró la estatuilla de Gengis Kan y notó un hormigueo en todo el cuerpo. Su frustración estaba dando paso a la ira, ira contra sí mismo. «Rómpelo, rómpelo… ¡rómpelo!… Muy bien. Eso haré». Se levantó bruscamente de la silla.
—¡AAAAAAHHH! —gritó, y arrojó a Gengis Kan contra la pared.
¡CHAS!
La estatuilla de porcelana se rompió en mil pedazos, que volaron por los aires y cayeron sobre Jos y Melba.
—Dios mío —susurró Melba, mirándolo nerviosamente desde debajo de su gran sombrero naranja. Jos estaba demasiado atónito incluso para hablar. Se quedó mirando la pared con la boca abierta. En el centro del salón, Tom se puso a temblar, con las mejillas encendidas. ¿Qué iban a pensar de él? Estaba enfadado y avergonzado por su súbito arrebato, pero no había podido contenerse. Necesitaba desahogarse. «Rómpelo», decía la nota, y él lo había hecho, y debía admitir que ahora se sentía muchísimo mejor. Tragando saliva, miró los pedazos de porcelana esparcidos por todo el suelo.
—Lo siento —farfulló avergonzado—. Será mejor que vaya a buscar un recogedor y… —La frase se le quedó a medias cuando vio un pequeño objeto marrón en un rincón junto a la chimenea. Antes no estaba. Arrodillándose, recogió lo que parecía una bolsita de arpillera con forma de piedra, no mucho más grande que una ciruela, desgastada y deshilachada de tantos años de viajes. A través de la áspera tela, vislumbró un objeto oculto en su interior.
—¿Estaba eso dentro de Gengis Kan? —preguntó Melba mirando la bolsita con curiosidad—. ¿Qué crees que puede ser, Tom?
Tom no sabía qué pensar. Sacó su navaja, hizo un corte en la bolsita y, al apretarla con suavidad, un objeto liso y frío le resbaló sobre la palma de la mano. Era una piedra, tan redonda como el mundo, del color azul más intenso y puro que él había visto jamás. Las llamas danzaron y brincaron en su superficie.
—¿Es eso un… un… zafiro? —preguntó Melba sofocando un grito y mirando la piedra maravillada.
—No será el za-za-firo, ¿no? —farfulló Jos—. ¿No… será el gran zafiro de Champawander?
Tom miró la piedra azul y sonrió. Sabía que sí lo era.
Más tarde, cuando Jos y Melba se hubieron ido a la cama, Tom fue a su habitación, se sentó y se puso a escribir una carta.
Estimados August y sir Henry —comenzó a escribir—, no se me ocurre qué decir salvo gracias. Gracias por hacerme el mejor regalo de mi vida. Ya he decidido qué voy a hacer con él. Voy a venderlo e invertir el dinero en reparar el museo y todos sus animales, para que el Museo Scatterhorn pueda reabrirse. Tío Jos me ha prometido que me echará una mano y hasta ha dicho que quiere que un día lo herede yo.
Por favor, denle las gracias a mi padre por su carta y cuiden de él, porque a veces es un poco alocado, y díganle a mi madre que me muero de ganas de verla cuando vuelva a casa.
Me encantaría ir a visitarles a Mongolia, porque tengo muchas cosas que explicarles que no puedo escribir aquí, pero hay una cosa muy importante que deberían saber. Si alguna vez vuelven a encontrarse con don Gervase Askary, o con su hija Lotus, tengan muchísimo cuidado, por favor, porque ahora tienen un frasquito azul que es suyo.
Saludos,
Tom
Cuando hubo terminado, dobló cuidadosamente la carta y puso la siguiente dirección en el sobre:
Señor A. Catcher y sir H. Scatterhorn
Valle de Tosontsengel
Mongolia Exterior
El presente
Abriendo la ventana, Tom dejó el pequeño sobre en el alféizar y miró el cielo nocturno esperanzado. ¿Encontraría el águila aquella carta? Siempre cabía una posibilidad… y de todas formas, él no podía hacer nada más hasta las próximas vacaciones de verano, y tenía mucho en que pensar hasta entonces. A fin de cuentas, ¿a cuántos otros niños les regalaban para Navidad el segundo zafiro más grande del mundo? Dejando el sobre en el alféizar, cerró la ventana sonriendo y saltó a la cama. Esa era una pregunta cuya respuesta ya conocía.