25 La hora cero

Tom abrió los ojos y, medio dormido aún, se descubrió ante un paisaje conocido. Allí, sobre él, estaba el bajo techo abuhardillado de su cuartito situado detrás del museo y él supo de inmediato que el águila había cumplido su palabra. Había vuelto; a su época, a su cama, tal como le había prometido el gran pájaro. «Gracias, águila, a ti y a tu intrépida golondrina guía, muchas gracias».

Bostezó perezosamente, observando el vaho de su respiración. Solo entonces advirtió el frío que hacía. Sentándose en la cama, vio que la ventana se había vuelto a abrir, nuevamente, y por ella entraba un viento glaciar procedente del río. Tiritando, se envolvió resignadamente en todas las mantas y, yendo a saltos hasta la ventana, la cerró.

—Ahora, hazme el favor de quedarte así.

Se prometió que, si alguna vez volvía a ver al águila, lo primero que haría sería enseñarle a cerrar una ventana. Seguro que no era tan difícil, ni siquiera para un pájaro tan enorme como aquel.

Rascándose la despeinada pelambrera rubia, le sorprendió encontrar en ella mechones de pelo quemado de mamut y, cuando giró la cabeza, se notó los hombros doloridos. Al estirar los brazos, que también le dolían, vio que seguía con toda la ropa puesta y que, además, olía como si hubiera estado saltando una fogata. De hecho, estaba incluso más sucio de lo habitual y, mirándose en el espejo, se sorprendió al ver que tenía la cara embadurnada de hollín. Claro. Ahora se acordaba de su disparatada aventura.

Lavándose lo mejor que pudo, se quitó la mugre de la ropa frotándola con una toalla. Luego bajó las escaleras y, con la cara más inocente que supo poner, abrió la puerta de la cocina. Estaba vacía. Qué raro. Jos y Melba quizá hubieran salido, pero solo eran las ocho de la mañana. Según el calendario colgado sobre el fregadero, hoy era 24 de diciembre, Nochebuena, un día que Jos había señalado con un gran círculo rojo y Melba había decorado colgando dos globos en un lado. Aquella fecha debía de ser importante, pensó, cogiendo distraídamente una tostada. ¿Era el cumpleaños de alguien? Entonces se acordó: hoy era el día en que tío Jos vendía el museo a don Gervase.

—La hora cero —susurró. Aquel era, efectivamente, un día importantísimo. Oyó una aspiradora en algún punto del museo. Ahí era donde estaban. Jos y Melba debían de estar limpiando el caos de la noche anterior. El mamut lo habría ensuciado todo, probablemente… ¡Un momento! Aquello no había sucedido la noche anterior. Había ocurrido en el pasado.

«Venga, Tom, despéjate».

Pero aún estaba lo bastante confuso como para querer cerciorarse. Saliendo al pasillo y yendo hasta la gran puerta de caoba que comunicaba con el museo, la abrió, y de inmediato, un fuerte olor a pelo quemado le asaltó la nariz: pelo de mamut. Pero… pero aquello era imposible. No podía ser, ¿verdad? Echó a correr, recordando una confusa secuencia de imágenes. El olor era cada vez más fuerte…

—¡Buenos días, Tom! —gritó Melba cuando él irrumpió en la sala jadeando. Estaba pasando una pulidora viejísima alrededor de las peludas patas del mamut, que seguía en la misma postura de hacía un siglo.

—¡Disculpa el mal olor! —le gritó alegremente Jos entre aquel estruendo—. Esta pobre tiende a calentarse mucho y me temo que a nuestro amigo peludo lo hemos quemado un poco.

Dio al mamut una afectuosa palmada en la trompa y Tom respiró profundamente aliviado. No había ocurrido nada, nada en absoluto. Echando un vistazo a su alrededor, vio a los raídos animales acechando en la penumbra, como siempre hacían. Estaban todos, sin excepción. Aunque, ahora que se fijaba, los flancos del mamut eran de un color ligeramente distinto al resto del cuerpo y las plumas del pájaro dodo no eran exactamente iguales en la nuca que en el resto de la cabeza. Pero, por otra parte, ellos siempre habían sido así. Solo que él no se había dado cuenta hasta ahora.

—De todas formas, ¿qué más dan unas cuantas quemaduras? —dijo Jos guiñándole un ojo—. Dentro de poco, ya no va a ser problema nuestro, ¿no? Venga, chaval, échanos una mano con esto.

Jos había colocado una larga mesa en el centro del museo y - Tom le ayudó a disponer dos hileras de sillas, una en un lado para don Gervase, Lotus y sus abogados, y la otra en el otro para Jos, Melba y Tom. Todo parecía muy oficial y serio, como si estuvieran a punto de firmar un acta de rendición, lo cual estaban haciendo en cierto modo.

—Los Catcher comprando por fin la parte de los Scatterhorn, ¿eh? —murmuró Jos—. Mi padre se revolvería en su tumba. Aun así, no tenemos elección. Es inevitable.

Tom no dijo nada, pero algo le instó a preguntarse si aquel día iban a ver a don Gervase.

Cuando hubieron terminado, Tom fue hasta la maqueta de Dragonport, encendió las luces y volvió a mirarla con detenimiento. A primera vista, todo parecía igual: las calles nevadas seguían atestadas de minúsculos trineos tirados por caballos y las aceras estaban repletas de personas. No obstante, fijándose mejor, vio claramente que se habían producido cambios. En el río helado, los puestos de feria seguían instalados en el hielo, pero ahora unas grietas diminutas surcaban su superficie como una telaraña. En la otra orilla, donde estaba la caseta de Burdo Yarker, había pisadas de insectos en la nieve que salían del bosque en dirección a la ciudad y, siguiendo su rastro a través del ancho río, descubrió que se internaban en uno de los almacenes del puerto. La nieve que rodeaba la entrada de aquel bajo edificio de madera parecía aplastada, como si hubieran hecho rodar algo grande por ella, toneles, quizá, o tal vez algo más redondo, como una pelota. De inmediato, recordó aquellas extrañas esferas blancas. ¿Era eso lo que había dejado las marcas? ¿Eran huevos de escarabajo?

Rodeando la maqueta y colocándose enfrente, se fijó en el minúsculo Museo Scatterhorn y descubrió que también había sufrido cambios: la puerta de la entrada estaba reventada y parecía chamuscada, como si la hubieran quemado con una cerilla. En la parte de atrás, a la altura del primer piso, había un agujero en la pared no mucho más grande que un lápiz. Debajo, había otro orificio similar que conducía a la base de madera de la maqueta. ¿Podía ser ahí donde había ido don Gervase? Se paró ahí muchos minutos barajando las distintas posibilidades. ¿Qué había dicho la gran águila? La maqueta era únicamente una entrada, un portal para acceder al pasado, nada más. No obstante, allí parecía haber ocurrido algo distinto. Era casi como si los vestigios de sus aventuras hubieran dejado su huella en la maqueta. Y eso no podía ser una coincidencia, ¿no?

—Qué excavación tan curiosa, ¿no? —dijo tío Jos acercándose y mirando el orificio abierto en la pared trasera del museo—. ¿Qué crees que lo ha hecho, una termita?

Tom se encogió de hombros.

—Parece demasiado grande para una termita. Un escarabajo, quizá.

—¿Un escarabajo? —repitió Jos enarcando las cejas—. Vaya, vaya, esperemos que no, o puede que acabemos infestados. Créeme, es lo peor para un sitio como este. Ahora será mejor que nos apartemos, Tom —dijo dándole una palmada en el hombro y mirando furtivamente hacia el vestíbulo—. Haya lo que haya ahí dentro, no queremos que los buitres se enteren. Van a llegar en cualquier momento.

Y, como si lo hubieran oído, llamaron a la puerta.

—Hablando del rey de Roma.

Jos se sacudió nerviosamente las migas de pan adheridas a su chaqueta e hizo todo lo posible para alisarse los cuernos del pelo.

—Ha llegado, chaval. La hora cero.

Corrió las cerraduras y abrió la gran puerta, pero, en vez de la imponente figura de don Gervase que había anticipado, vio a un hombre macilento con unas gafas enormes y un maletín. Detrás de él había una mujer narigona muy parecida a un oso hormiguero, también con un maletín.

—Mastodonte y Napias —anunció el hombre tendiendo flojamente a Jos su mano enguantada—; somos los abogados que actuamos en nombre de don Gervase.

—Abogados, excelente —repitió Jos momentáneamente desconcertado—. Entonces… esto… ¿no está con ustedes el señor Askary?

—¿A usted se lo parece? —dijo severamente la mujer. Ella debía de ser Napias.

—Bueno, no, no me lo parece.

Se quedó un momento callado.

—A menos, claro está, que se haya escondido en su maletín, señor Mastodonte.

-¿Qué?

—Oh, sé que tiene que estar en alguna parte. Salga, don Gervase, ¡no hay moros en la costa!

Mastodonte y Napias se lanzaron una mirada; luego lo miraron como si estuviera loco de remate.

—De acuerdo. Ya veo que no —dijo Jos subiéndose las gafas con bastante torpeza—. Si me hacen el favor. —Se volvió y los condujo a la sala principal—. El comentario debe de haberles caído como una carga de profundidad —susurró guiñándole el ojo a Tom al pasar—. Con esta gente, no puedo evitarlo.

Mastodonte y Napias lo siguieron en fila india, sentándose a la mesa sin mediar palabra. Jos, Melba y Tom se sentaron enfrente con mucha seriedad y los miraron mientras ellos abrían los maletines y comenzaban a examinar detenidamente un grueso documento que Tom supuso que era el contrato de compraventa.

—Parece que ha hecho usted un buen negocio, señor Scatterhorn —dijo el señor Mastodonte al cabo de un minuto, inclinándose sobre el documento para leer la letra pequeña—. Al señor Askary deben de gustarle mucho todos estos cachivaches.

—Estos «cachivaches», como usted los llama, llevan más de un siglo en nuestra familia —respondió Jos un poco ofendido por el término «cachivaches»— y eso tiene un precio.

—Ya veo —continuó el señor Mastodonte—. Y cuando haya vendido el patrimonio familiar, ¿qué va a hacer con el botín? Irse a alguna isla tropical y emborracharse, supongo.

—De hecho, hemos encontrado una casita al final de Flood Street que es ideal para nosotros —respondió animadamente Melba—. Tiene un tejado sin goteras, calefacción central, agua caliente y nada que reparar, pulir ni lustrar. —Se volvió hacia Jos, que seguía mirando el suelo con indignación—. De hecho, es perfecta.

—¿De veras?

—Desde luego —añadió Jos cruzándose de brazos—. Y puesto que también tenemos un barco, cuando nos aburramos a lo mejor damos la vuelta al mundo hasta esa isla tropical y quizá nos emborrachemos. Todos los días, si nos apetece.

El señor Mastodonte lo miró por encima de las gafas y le sonrió fríamente.

—Qué suerte la suya.

«Qué callado se lo tenían», pensó Tom. Pese a lo mucho que Jos se había jactado de que jamás vendería el museo, era obvio que se había dado cuenta de que sin él podría irle muchísimo mejor. Probablemente, hasta tenía ganas de desaparecer con su querido Ratoncito, dejando definitivamente atrás el museo y todos sus problemas. Así pues, era eso a lo que Melba se había referido al decir que por fin había convencido a Jos para que entrara en razón. Pero ¿iba a presentarse don Gervase? Tom se removió incómodamente en la silla, observando a los abogados mientras garabateaban con sus plumas. ¿Era posible que Mastodonte y Napias también fueran…? No, decidió, seguro que no. Por algún motivo, parecían demasiado reales. El tiempo transcurría y, media hora después, seguía sin haber ni rastro de don Gervase. Melba estaba comenzando a impacientarse.

—Disculpe, señor Mastidante… Mostadinte… Mastadente…

—Mastodonte —la corrigió el abogado—. M-A-S-T-O-D-O-N-T-E, como el animal prehistórico. Como este sujeto del período glacial —dijo riéndose brevemente y señalando el enorme mamut peludo que tenía detrás.

Se oyó una débil tos y el mamut parpadeó. Nadie lo había llamado nunca «sujeto del período glacial».

—Mastodonte y Napias.

—Bueno, señor Mastodonte y señora Napias…

—Señorita Napias —la corrigió la mujer sin levantar la vista de los documentos.

—Eso —continuó Melba con el máximo tiento posible—. ¿No sabrán ustedes a qué hora va a venir su cliente el señor Askary? Nos habían dicho que vendría a las nueve.

—También a nosotros —respondió Mastodonte—. Y cobramos por horas.

—El doble en Nochebuena —interrumpió Napias sonriendo fríamente—. Eso suele sacarlos de la cama.

—¿Alguno de ustedes ha… esto… hablado hoy con el señor Askary? —preguntó Tom con un hilillo de voz.

Mastodonte dejó bruscamente su pluma y lo miró por encima de sus gafas para la vista cansada.

—Lo siento, no he oído bien tu nombre. ¿Tú eres?

—Tom Scatterhorn.

Mastodonte se quedó callado, sin estar muy seguro de si debía molestarse en justificarse ante un niño.

—No, Tom Scatterhorn, de hecho, no. Nosotros somos sus abogados, no sus niñeras, y seguro que es un hombre muy ocupado. Es cosa suya si decide llegar temprano o tarde.

—No es la primera vez que hacemos esto, ¿sabes? —dijo entre dientes la señorita Napias.

Tom se encogió de hombros y no dijo nada. Él tenía sus propias ideas con respecto a lo que estaba ocurriendo, pero no tenía intención de compartirlas con Mastodonte y Napias. Se arrellanó en la silla y esperó.

Transcurrió una hora. Los imperturbables abogados continuaron garabateando en sus contratos y ninguno dijo una palabra. Pasó otra hora. Para entonces, Melba se había quedado dormida y estaba roncando suavemente mientras Jos se paseaba de acá para allá, rascándose la cabeza y maldiciendo entre dientes. Aquel viaje alrededor del mundo a bordo de Ratoncito se estaba alejando por minutos… Finalmente, el reloj dio las doce y Jos ya no pudo aguantar más.

—¡Por las barbas de Neptuno! —estalló—. ¡Ese marinero de agua dulce con cara de lagartija ya se retrasa tres horas! ¡No debería haber esperado más de un Catcher!

Mastodonte lo miró con hastío. Parecía que incluso él estaba finalmente empezando a perder la paciencia.

—Quizá debiera hacerle usted una visita —dijo fríamente.

—Quizá lo haga, señor —bramó Jos—. Y dado que es su cliente, ¡usted va a venir conmigo! ¡Tom, acompaña al señor Mastodonte al coche, si eres tan amable!

Jos tenía la cara tan colorada y parecía tan fuera de sí que el señor Mastodonte no tuvo más remedio que acceder.

—Esto es muy poco ortodoxo —dijo la señorita Napias entre dientes, pero tampoco ella estaba dispuesta a enfadar a tío Jos. A fin de cuentas, una expedición a Catcher Hall solo supondría más tiempo y más tiempo siempre significaba más dinero para Mastodonte y Napias.

Embutiéndose los tres en el baqueteado mini rojo de Jos Scatterhorn, cruzaron la ciudad a una velocidad de vértigo, con tío Jos pisando a fondo el acelerador y derrapando en la nieve como un conductor de rally.

—Con esta nieve, hay que pisar el pedal a fondo —dijo ignorando las quejas del motor. La cara macilenta del señor Mastodonte fue adquiriendo rápidamente una pálida tonalidad verde cuando subieron la cuesta a trompicones y doblaron bruscamente por el camino particular de Catcher Hall, casi llevándose los laureles por delante y derrapando al detenerse en la entrada.

—¡A ver! —bramó Jos—. ¿Dónde está don Gervase Askary?

Fue resueltamente a la puerta y tocó el timbre tan fuerte como pudo. Tom salió del coche un poco mareado también, y al alzar la vista vio que la casa estaba completamente a oscuras. Las ventanas estaban cerradas, las luces apagadas, y ni tan siquiera el Bentley de don Gervase seguía aparcado en el camino particular.

—¿No está? —preguntó débilmente el señor Mastodonte enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo y con aspecto de estar marcadísimo.

—No contesta nadie —resopló Jos furioso—. Seguro que se ha largado. —Dirigiéndose a un lado de la casa, miró por las ventanas del salón de baile—. ¡Lo ha hecho! —estalló—. Y se lo ha llevado todo. ¡Mire!

Tom se acercó a la ventana del estudio y, mirando a través de los postigos cerrados, vio que Jos tenía razón. Todos los periódicos habían desaparecido, y también los ordenadores, incluso los libros. Lo mismo ocurría con el resto de las habitaciones. Estaban vacías y no había nada salvo algunos muebles desperdigados. Era como si don Gervase, Lotus, su ama de llaves peruana y quizá incluso Zeus, el perro furioso, se hubieran esfumado. O regresado al futuro.

—¿Qué me dice usted de esto, señor Mastodonte? —inquirió Jos cuando regresó al coche.

—Es insólito, desde luego —admitió el abogado, cuya cara ya había recuperado su tono macilento habitual—, aunque estoy seguro de que hay una explicación totalmente lógica. Quizá haya salido a almorzar o algo parecido.

—¿A almorzar? —farfulló Jos mientras volvía a poner el coche en marcha—. ¡A almorzar!

—Sí, me refiero a que lo más probable es que lo haya olvidado —añadió Mastodonte sin inmutarse—. A fin de cuentas, ¿qué significa un simple museo para un hombre con sus medios económicos? Probablemente, ya habrá comprado diez museos. Para ustedes, claro está, es toda su vida y, si la compraventa fracasa, será una auténtica catástrofe. Se quedarán sin su casita de Flood Street y sin sus viajes a islas tropicales. Pero, para él, el Museo Scatterhorn es una baratija, ¡una simple fruslería! ¡Una fruslería navideña, je, je!

Mastodonte comenzó a reírse de su bromita.

—¡Por las barbas de Neptuno! —masculló tío Jos. Aquel abogado estaba empezando a fastidiarle.

—Pero tenga la seguridad de que, haya o no compraventa, don Gervase va a tener que pagarnos lo que nos debe —observó alegremente Mastodonte—. Oh, sí, los honorarios son sagrados. No puede haberse esfumado, ¿no?

Llegaron al principio del camino particular y frenaron bruscamente delante de una larga hilera de bolsas de basura pulcramente apiladas a la espera de ser recogidas.

—¿Ah no? —gruñó Jos mirando las bolsas, que daban la impresión de que alguien hubiera vaciado la casa entera y ya no fuera a regresar nunca más. Pero el señor Mastodonte no parecía haberlo oído. Se le había borrado la sonrisa y estaba con la boca abierta, mirando horrorizado la otra acera.

—¿Qué es eso, por el amor de Dios? —dijo susurrando roncamente.

Jos siguió su mirada y vio, apoyado en un árbol, lo que parecía un maniquí de Lotus de su mismo tamaño. Llevaba un ceñido mono negro y botas, pero las piernas y los brazos estaban totalmente desgarrados, aunque la cara seguía intacta. Parecía estar hecho de alguna clase de grueso plástico amarillo y tenía una sonrisa cómplice en los labios.

—Es como su… su… —Mastodonte no daba con la palabra.

—¿Piel? —sugirió solícitamente Tom desde el asiento trasero.

—Imposible —se apresuró a responder el abogado—. Vaya sugerencia. Qué desagradable. Repugnante, de hecho.

—Pues en algo estamos de acuerdo —gruñó Jos sin despegar los ojos de aquel objeto insólito—. Los Catcher pueden ser rarísimos. A veces, cuanto menos sabe uno, mejor.

Cuando llegaron al museo, Melba salió a recibirlos con aspecto de estar muy desconcertada.

—Creo que puede haber malas noticias —dijo mientras el señor Mastodonte pasaba por su lado para ir al encuentro de Napias, que estaba paseándose de acá para allá en la penumbra, rugiendo sola.

—¿Qué diablos le pasa? —susurró Jos.

—Acaba de recibir una carta de su bufete. Creo que es sobre don Gervase…

—Se ha largado, ¿verdad?

Melba parpadeó.

—¿Cómo lo sabes?

—La casa está cerrada a cal y canto. No queda nada. Se ha ido —dijo Jos chasqueando los dedos—. Así, sin más.

—Oh, no.

—Señor Mastodonte, hay un problema —anunció la señorita Napias, yendo hacia él con un papel en la mano.

—¿De veras? Me lo imaginaba —respondió él sin alterarse, quitándose cuidadosamente el abrigo—. No se preocupe, señorita Napias, sus muchas horas de duro trabajo no serán en vano. Las facturas deben abonarse. Don Gervase lo sabe tan bien como cualquiera.

—¿Ah sí? —La señorita Napias apenas era capaz de dominarse—. Entonces, ¡lea esto! —aulló, no sin antes poner el papel en la mano—. ¡Léalo en voz alta!

El señor Mastodonte se quedó bastante desconcertado. Jamás había visto a la señorita Napias tan enfadada y aquella era, desde luego, una faceta muy poco atractiva de su carácter. El no iba a olvidar su pequeño arrebato, eso seguro. No obstante, dadas las circunstancias, iba a acatar sus deseos y hacer lo que le pedía. Despacio, poniéndose las gafas, se aclaró la garganta y comenzó a leer:

Estimados abogados,

sin duda estarán leyendo esto en el museo Scatterhorn. ¡ Qué lugar tan maravilloso es ! ¡Tan lleno de sorpresas! Y qué lástima que, al final, no vaya a comprarlo. Bebido a circunstancias imprevistas, he decidido abandonar el país inmediatamente, y regresar a mi hacienda de Perú, pasando por Asia central…

—¡Seguro que sí! —resopló la señorita Napias—. ¿Quién vuelve a Perú pasando por Asia central?

No tengo intención de regresar a Inglaterra nunca más —continuó Mastodonte— y no voy a dejar ninguna dirección de correo, así que no cuenten con ponerse en contacto conmigo ni esperen que les pague, porque no voy a hacerlo, y no hay nada que puedan hacer para evitarlo.

—¿Qué? —balbució el señor Mastodonte. Hasta él estaba teniendo dificultades para creerse aquello. Aclarándose la garganta, continuó:

Si el joven Tom Scatterhorn está con ustedes mientras leen esta carta, sean tan amables de saludarle afectuosamente de mi parte y díganle que estoy seguro de que, con el tiempo, demostrará ser un digno custodio del legado de sir Henry, siempre que no se exceda en sus atribuciones. Lo último que querría es que le sucediera algo por abrir las puertas que no debe.

Mis disculpas y hasta siempre,

Don Gervase Askary

24 de diciembre

Nadie habló durante un rato. El señor Mastodonte parecía estupefacto. Con cuidado, se quitó las gafas y, doblando la carta, se la metió pulcramente en el bolsillo.

—Custodio del legado de sir Henry, que no te suceda nada, ¿de qué habla ese memo? —gruñó tío Jos, que ahora estaba extremadamente desconcertado—. ¿Significa algo para ti, chaval?

—Nada —respondió Tom, intentando parecer lo más inocente posible—. A lo mejor… esto… se ha vuelto loco de remate.

Pero Tom sabía perfectamente que aquello era una advertencia, aunque no supiera con respecto a qué.

—Parece que estaba usted en lo cierto, señor Scatterhorn —dijo Mastodonte en un tono que se había vuelto frío y despiadado—. Como usted ha dicho, nuestro cliente «se ha largado». No obstante, dado que nos debe miles de libras en honorarios…

—Decenas de miles, señor Mastodonte…

—Eso es, señorita Napias. No puede esperar salirse con la suya. Nadie juega sucio con Mastodonte y Napias sin recibir su merecido.

—Efectivamente —gruñó Napias—, retorciendo los dedos ante la perspectiva de vengarse. —Nadie.

—Debemos informar a la policía ahora mismo —dijo bruscamente Mastodonte—. Van a tener que poner controles en todos los transbordadores y carreteras, vigilar todos los aeropuertos. Radio, televisión, necesitamos fotografías suyas en las primeras páginas de todos los periódicos… —anunció con voz aguda—. Señorita Napias, ¿tenía pensado irse fuera estas Navidades?

—Ya no —dijo ella—. Las Navidades están canceladas.

—Bien hecho —gorjeó él, y se dirigió ajos, Melba y Tom con un brillo triunfal en los ojos—. Vamos a encontrar a ese don Gervase Askary, créanme. Aunque tengamos que ir al infierno… ¡y volver!

Después de aquello, los dos abogados parecieron entusiasmadísimos mientras ordenaban sus documentos.

—Que tengan un buen día —gritó la señorita Napias, cerrando su maletín con un sonoro chasquido y, girando sobre sus talones, se dirigió rápidamente a la puerta.

—Feliz Navidad —dijo Jos saludándolos con la mano, pero no obtuvo respuesta. La puerta se cerró y volvió a reinar el silencio.

—Dios mío —dijo Jos conteniendo la risa.

—¿Crees que lo encontrarán? —preguntó Melba.

—Qué va. Ese don Gervase Askary es más escurridizo que una anguila. Aunque a nosotros nos da lo mismo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tom.

—Ahora volvemos a estar como al principio. Solo tenemos que vender el museo a otra persona —respondió Jos rascándose la cabeza—. Seguimos teniendo que vender. No podemos eludir ese hecho. ¿Qué sentido tiene quedarnos con este viejo museo si nos falta el dinero para reabrirlo?

Tom sabía que su tío tenía razón. El solo había estado intentando negar la cruda realidad. Jos se quedó mirando el suelo, con los ojos tan entornados que parecían balines. Con sus pobladas cejas y el ceño fruncido, se parecía mucho a un gnomo gruñón.

—Pero, al menos, lo hemos limpiado para Navidad —dijo Melba en tono tranquilizador—. Ahora lo único que tenemos que hacer es encontrar a esa persona.

—¡Bah!

—Bueno, ¿tienes una idea mejor?

Tío Jos sabía que no la tenía. Y no se le daba muy bien seguir mucho tiempo enfadado.

—Venga, fortachón —dijo Melba sonriendo y despeinándole juguetonamente los mechones de pelo que le crecían en la calva como matojos de hierba—. Tenías razón. Don Gervase era un mal elemento desde el principio. ¿Y qué? Ya aparecerá otra cosa, normalmente lo hace.

Y tía Melba tenía razón: apareció algo. Dos cosas, de hecho. La primera fue Plancton, la rata de ojos rojos. Tras pasarse horas buscándola, Tom la encontró dormida bajo la maqueta de Dragonport. Parecía muy satisfecha de sí misma.

—Dios mío —gorjeó Melba al sacarla—. Parece que te hayas tragado un globo, Plancton. ¿De qué has estado atiborrándote ahí abajo? —Insertando su linterna plateada en el agujero que Plancton había roído en la base de la maqueta, Tom se quedó estupefacto al ver una montañita de pieles negras de insecto resplandeciendo en la oscuridad.

—¡Escarabajos! —dijo excitado—. ¡A espuertas!

—Bien hecho, Plancton —dijo Melba sonriendo y dándole un beso en el hocico—. Aquí no queremos tener ningún maldito escarabajo, ¿eh? Buena chica. —Tom tampoco pudo evitar sonreír. Por fin, aquella rata había hecho algo bien. Debía de haberse comido centenares de escarabajos. «Ellos» no iban a tener prisa en volver.

«¿Se habrá comido uno marrón, especialmente grande y con pinzas que llevaba un frasquito azul?», pensó Tom.

Pero, por desgracia, eso habría sido esperar demasiado.

La segunda cosa apareció justo al final del día, cuando llamaron a la puerta del museo. Tío Jos salió a abrir y se encontró al joven cartero en las escaleras nevadas.

—Aquí tiene, señor Scatterhorn —dijo y le puso un gran montón de cartas en los brazos.

—¿Facturas? —exclamó Jos mirando los sobres marrones—. ¿Es esto lo que me traes en Nochebuena, muchacho?

—También hay unas cuantas postales —respondió alegremente el joven rubicundo—, y un par de cosas para el señor T. Scatterhorn. —¿Es esta su dirección?

—Sí.

—Entonces, espere.

Volviendo a entrar en su furgoneta, sacó una carta y una caja de cartón con etiquetas de correo aéreo y exóticos sellos.

—Deben de ser regalos, ¿no? —dijo al dárselos. Jos estudió detenidamente los sellos y advirtió que tanto la carta como el paquete habían sido enviados desde el mismo país.

—Parece que vienen de muy lejos.

—Creo que en eso tienes razón —dijo Jos con una sonrisa mientras miraba la carta— y sé que van a hacer muy feliz a una persona. Gracias, muchacho.

—No hay de qué, señor Scatterhorn. Por hoy ya he terminado la ronda. Feliz Navidad, señor.

—Igualmente —dijo Jos diciéndole adiós con la mano cuando la furgoneta se alejó—. Igualmente.

Sonriendo picaramente, se colocó la caja y la carta bajo el brazo y, al entrar en casa, cerró la pesada puerta del museo. Ya había decidido guardar aquella entrega inesperada hasta mañana para dar una sorpresa a Tom. A fin de cuentas, una pequeña demora no le hacía daño a nadie, ¿no?