Por un momento, el tiempo se detuvo. Todos los animales del museo se quedaron mirando el diminuto dardo de fuego mientras surcaba la oscuridad y acababa cayendo sobre un flanco del mamut.
—No —gritó Tom cuando la cerilla, después de casi consumirse, prendió una larga hebra de pelo. Un momento después, se oyó un terrible sonido crepitante y el mamut se encendió como una montaña de paja.
—¡Fuego! —chilló el loro—. ¡Fuego a bordo!
El museo se llenó de gritos, rugidos y aullidos mientras los animales vociferaban en sus vitrinas.
—¡Maldita sea! —exclamó el mono narigudo saliendo rápidamente de la suya—. ¡Que no cunda el pánico! ¡Que no cunda el pánico!
En un santiamén estaba dando saltos por todo el museo, abriendo una por una las vitrinas con las manos y los pies. Uno tras otro, todos los animales capaces de hacerlo saltaron al suelo y corrieron hacia el mamut, intentando frenéticamente apagar las llamas con las patas. En un momento, Tom se había quitado la chaqueta y estaba junto a ellos, sofocando las llamas. Por el rabillo del ojo vio a don Gervase subiendo sigilosamente las escaleras con una diabólica sonrisa de satisfacción en los labios. ¿Dónde iba? No había tiempo para preocuparse de eso en ese momento: el fuego se estaba propagando rápidamente.
—Siento darte la lata, amigo —dijo el mamut al gorila mientras las llamas le lamían las patas—, pero ¿podrías traerme uno de esos cubos con agua que hay junto a la puerta? Tengo un poco de calor.
—Por supuesto —resolló el gorila, dirigiéndose a la puerta y regresando con dos cubos de agua en la mano.
—Gracias, amigo.
Aspirando el agua del cubo con la trompa, se la echó en el lomo.
—Increíble lo inflamable que es uno —murmuró vaciando el segundo cubo sobre él de la misma manera.
Para entonces, todos los pájaros capaces de hacerlo estaban volando a su alrededor, posándosele momentáneamente en el lomo y sofocando las llamas con las alas hasta que ya no aguantaban más y se veían forzados a alzar de nuevo el vuelo. No obstante, su rápido aleteo solo pareció agravar aún más las cosas. Y el museo se estaba llenando rápidamente de un acre humo negro.
—Creo que esto no funciona —dijo el mamut suspirando y moviendo la trompa de un lado a otro—. De hecho, está empezando a dolerme bastante.
—¡No te rindas, hermano mamut! —chillaron desde abajo—. ¡Alzate sobre las llamas de Gilgamesh!
En la base de una de sus inmensas patas en llamas, una legión de ratones estaban combatiendo el fuego con diminutas hojas muertas a un ritmo vertiginoso, gritando consignas al unísono.
—¡Lento pero seguro!
—¡Nuestras manos son menudas!
—¡Lento pero seguro!
—¡Y finas nuestras varas!
—¡Pero con algo de fortuna!
—¡Y muchas agallas!
—¡No temas! ¡Te sacaremos del apuro!
—Eso es, chicos —chilló el ratón predicador mirando el imponente infierno que se erigía ante él—. Puede llevarnos tiempo, pero…
—¡No hay tiempo! —gritó el oso hormiguero—. ¡Mirad!
Súbitamente, una enorme bola de fuego estalló alrededor del tronco del mamut y los animales se dispersaron, chillando y huyendo de aquel calor abrasador.
—¿Es grave? —bramó el mamut.
El gorila lo miró horrorizado mientras las crepitantes llamas iban acercándose al techo.
—Creo que sí, amigo.
—¡Oh! ¿Qué podemos hacer? —gritó el pájaro dodo mirando con impotencia a su amigo, que ahora se parecía más a un almiar en llamas.
—¡Solo el agua lo apagará! —jadeó la liebre polar—. Y se nos ha acabado.
—¿Qué hay del río? —gritó Tom.
—¿El río? —bramó el mamut—. ¿Has dicho que hay un río?
—¡Por supuesto! Justo ahí fuera. —Tom señaló la puerta—. ¡Al final de la calle!
—¿Un río al final de la calle? —repitió el mamut—. ¿Y por qué diablos no me lo había dicho nadie?
—Pensaba…
—¡APARTAOS! —rugió— ¡NO OS ACERQUÉIS!
Unos segundos después, el mamut se dio la vuelta y corrió hacia la puerta.
—¿Estás seguro de que no quieres que te abra…?
El gorila no tuvo tiempo de terminar la frase porque, justo después, se oyó un estruendo de madera rota cuando el mamut reventó la puerta y, resbalando por las escaleras, cayó a la calle nevada.
—¡Es obvio que no! —dijo algo disgustado el gorila.
—¡DEJAD PASO! —bramó el mamut en llamas al levantarse del suelo—. ¡DEJAD PASO AL MAMUT!
Dando un bramido ensordecedor, echó a correr por la concurrida calle, apartando todo a su paso como un maremoto. Los perros ladraron, los caballos se encabritaron y la gente se quedó boquiabierta, viendo pasar a aquella bola de fuego del tamaño de una casa.
—El salto es fundamental —jadeó el mamut cobrando velocidad a cada paso—. Las patas rectas, los brazos extendidos, la cabeza baja y…
El mamut saltó de cabeza desde el puente y, al mirar al río, vio la superficie helada debajo de él.
—¡Vaya por Dios!
Se oyó un estruendo colosal, seguido de un cavernoso gruñido, cuando el mamut en llamas rompió el hielo con la cabeza y se hundió en el agua congelada. Todos los patinadores de la feria se pararon y se quedaron mirando asombrados el enorme y burbujeante agujero dentado.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el doctor Shadrack, parado delante del castillo de hielo.
—¿Una hoguera con patas? —sugirió el doctor Skink.
—Un perro gigante, más probablemente —dijo un tercero.
Entonces, el agua del agujero comenzó a borbotear y el mamut chamuscado salió bruscamente a la superficie, con nubes de vapor saliéndole del lomo.
—¡Bravo! —gritó lanzando un triunfal surtidor de agua al aire y dejando a todos los espectadores empapados—. ¡Siempre había querido hacer esto! —Sacudiendo su enorme cabeza tiznada, la humeante bestia comenzó a chapotear alegremente entre los trozos de hielo.
—¿Un mamut… que nada? —susurró el doctor Skink sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos—. Había sabido de cosas semejantes en Siberia, pero…
—Un mamut que nada… es un mamut que nada, un mamut que nada, dicen que es…
El rumor comenzó a difundirse entre la multitud de médicos que, poco a poco, fueron retrocediendo aterrorizados.
Buuuuuum…
Un fuerte retumbo recorrió la feria del hielo como un trueno y todo el mundo se quedó quieto y en silencio.
—¿Qué ha sido eso?
El doctor Shadrack miró nerviosamente el hielo que estaba pisando, de donde provenía el ruido.
B-b-buuuuuum…
Se oyó un segundo retumbo, que esta vez pareció propagarse directamente desde el agujero del mamut hasta el centro del río, hacia el lugar donde se había caído Noah.
Buuum… b-buuum… buuum… b-buuum…
Comenzaron a oírse cada vez más retumbos, uno tras otro, propagándose por toda la feria del hielo.
—¡Se está rompiendo! —gritó el vendedor de mazapán con farolillos de papel en el sombrero, mirando la grieta en zigzag que acababa de abrirse bajo sus pies—. Esa bestia debe de haberlo debilitado y…
—¡Mi padre está en el puesto de tiro al blanco! —gritó un niño señalando hacia un extremo de la feria, donde un puesto y su propietario se habían desgajado en un témpano de hielo.
—¡Voy a la deriva! —chilló el hombre agitando desesperadamente los brazos mientras la corriente se lo llevaba—. ¡Socorro!
—¡SALGAN DEL HIELO! —gritó un policía—, ¡TODOS A LA ORILLA! ¡EL HIELO SE ESTÁ RESQUEBRAJANDO!
—¿Salgan del hielo? —repitió el doctor Skink—. ¿Todos a la orilla?
La orden corrió como la pólvora entre los miles de médicos que estaban apiñados alrededor del castillo de hielo. Moviéndose como si fueran un solo cuerpo, se pusieron todos a patinar hacia la orilla justo al mismo tiempo, pero, en ese preciso instante, el hielo gruñó bajo la suma de todo su peso y se oyó un espantoso chasquido. De pronto, el gran trozo de hielo sobre el que estaban se ladeó violentamente y se resquebrajó, arrojando al agua a docenas de ellos.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritaron chapoteando desesperadamente en las removidas aguas—. ¡No sabemos nadar!
La feria se llenó de gritos de horror cuando los médicos que aún permanecían en la superficie ignoraron a los que ya habían caído al agua y retrocedieron en tropel hacia el castillo de hielo, pisándose y agarrándose al hielo para no caerse.
—¡No os quedéis ahí parados! —chilló el doctor Skink a los estibadores, que los miraban impotentes desde la orilla—. ¡Rescatadnos, idiotas!
—¡Sí, rescatadnos, idiotas! —gritó el doctor Shadrack.
—¡Rescatadnos! —gritaron todos al unísono.
Pero nadie podía hacer nada para ayudarles, porque el hielo estaba comenzando a resquebrajarse por todas partes. Aterrorizados, los patinadores se pusieron a saltar de un témpano a otro para llegar a la orilla mientras los tenderos se afanaban por salvar cuanto podían conforme los puestos iban desgajándose uno a uno en islas diminutas o se hundían en el agua.
—Debo decir que me lo estoy pasando en grande —murmuró el mamut, nadando tranquilamente por las canales que se abrían en el hielo para coger con la trompa a perros abandonados, gallinas y niños y llevarlos a la orilla subidos en el lomo.
—Ya está, jovencita —dijo a una andrajosa niña depositándola delicadamente en la orilla del río—. Ahora corre a casa, métete directamente en la bañera y no digas a nadie quién te ha rescatado.
—¿Es usted… un… un… elefante socorrista? —tartamudeó ella, mirando boquiabierta a la inmensa criatura peluda.
—Algo parecido —bramó el mamut, volviendo a internarse en el agua cogelada.
—¡Nada usted muy bien! —le gritó la niña, y el mamut se hinchió de orgullo.
—Es agradable sentir que, por una vez, tengo un propósito en la vida —se dijo—. Casi me entran ganas de no haberme extinguido.
Tom se quedó en la puerta reventada del Museo Scatterhorn, apenas capaz de creer lo que estaba sucediendo. Parecía increíble que el chapuzón del mamut hubiera podido desencadenar una secuencia de acontecimientos tan catastrófica.
—De hecho, no es mal tipo para ser un grandullón, ¿verdad? —graznó una voz junto a él. Tom miró abajo y vio al pájaro dodo, ahora con una gran quemadura en la nuca, mirando al mamut con mucha admiración.
—Es tan parlanchín que no estaba seguro de si daría la talla.
—Oh, sí, sí que la da —dijo el gorila detrás del pájaro do-do, y Tom vio que también sonreía—. Está dejándose la piel, ¿no os parece?
Se quedaron mirando mientras un barquito iba en busca de los médicos a la deriva, cuya isla flotante estaba siendo rápidamente engullida por la oscuridad.
—Lo que de entrada no entiendo es por qué les gusta montar una feria en el hielo —silbó la anaconda—. ¿Qué tiene de malo el suelo, digo yo?
—Bueno, obviamente, no se imaginaban que un mamut fuera a destrozársela —dijo el pangolín, asomándose entre las patas del gorila.
—¡No lo habría hecho si un maldito pirómano no le hubiera prendido fuego! —graznó el pájaro dodo con sentimiento. Dando a Tom un fuerte picotazo en la rodilla, miró las ventanas del primer piso—. Sigue ahí, ¿sabes?; el pirómano —susurró nerviosamente—, arriba.
Con aquel caos, Tom casi había olvidado cuál había sido la causa de todo y, siguiendo la mirada del pájaro dodo, reconoció la inconfundible silueta de don Gervase en las ventanas del primer piso, que miraba hacia el río con una mezcla de asombro y furia.
—Yo diría que no está muy contento —murmuró el gorila—. No le han salido las cosas como quería. Seguro que, una vez conseguido su valioso frasco, lo único que quería era darte el museo para prenderle fuego después.
En ese momento, don Gervase pareció darse cuenta de que estaban hablando de él, porque volvió su enorme cabeza y, frunciendo el ceño, se quedó mirando la extraña colección de animales apiñados en la puerta alrededor del niño.
—Oh —gimoteó el pájaro dodo, escondiéndose tras las piernas de Tom. La anaconda volvió la cabeza hacia la pared y el pangolín se hizo una bola. Hasta el gorila evitó su fulminante mirada. Solo Tom lo miró directamente a los ojos y el mero hecho de ver su fea y enorme cabeza encendió en él la llama de una furia que comenzó a quemarle las entrañas. Las promesas que le había hecho no tenían ningún valor. El gorila estaba en lo cierto. Don Gervase no había conseguido destruir al mamut, pero eso no iba a detenerlo. Probablemente estaba a punto de prender fuego a todo lo demás. No se lo podía permitir. Inconscientemente, cerró los puños y, de algún modo, don Gervase presintió su desafío, porque se retiró de la ventana justo después.
—Ve tras él, Tom, cógelo antes de que pruebe otro de sus trucos —silbó la anaconda; pero Tom ya estaba corriendo al interior del museo. Al ver que la alargada sombra de don Gervase se internaba en la sala de las aves, subió las escaleras de dos en dos hasta llegar al rellano. Aguzó el oído y advirtió que la tigresa no estaba.
Clip-clop clip-clop clip-clop…
Los rápidos pasitos de don Gervase reverberaron en la parte de atrás del museo. ¿Dónde estaba? Tom cruzó rápidamente la sala de las aves y entró a oscuras en un largo pasillo con grabados de cocodrilos y serpientes en las paredes. ¿Por dónde había ido? En un extremo, una estrecha escalera de piedra conducía de regreso a la planta baja y, en el otro, había una portezuela negra. Mientras recuperaba el aliento, Tom la miró con curiosidad. No se había fijado en ella hasta ahora y estaba seguro de que en su época no estaba. Quizá condujera a algún anexo que ya no existía. Volviéndose, aguardó en el centro del pasillo y aguzó otra vez el oído. De repente, oyó un portazo debajo de él.
Clip-clop, clip-clop, clip-clop…
Allí estaba, ¡don Gervase estaba volviendo! Parecía que estuviera subiendo rápidamente las escaleras. Tom regresó a la sala de las aves justo cuando el sonido cambió y don Gervase pisó la alfombra del pasillo. Los pasos venían directamente hacia él… aquel era su momento. ¿Qué debía hacer?, ¿esconderse?, ¿pelear?, ¿qué? Cerró los ojos. No lo sabía. Algo, lo que fuera…
De pronto, los pasos se detuvieron bruscamente. Don Gervase debía de haberse parado en mitad del pasillo. Tom comenzó a notar la tenaza del miedo en el estómago. ¿Qué debía de estar haciendo? ¿Prendiendo fuego a alguna otra cosa? Pero en el pasillo no había nada… Pegó la cara a la pared y se asomó cautelosamente al pasillo. Allí estaba don Gervase, inmóvil, a menos de diez metros de él, retorciendo los dedos con impaciencia. Vio que tenía sus fríos ojos amarillos clavados en alguna cosa del final del pasillo y que su expresión era de pura maldad. Conteniendo la respiración, se retiró muy despacio y, volviéndose, miró en esa dirección. La portezuela negra estaba exactamente igual que hacía un momento, solo que ahora había una gran sombra agazapada delante de ella.
—Grrrrrrrrr.
El familiar gruñido se propagó por el largo pasillo y pareció pasar justo por delante de él y continuar hacia el otro extremo. Combatió el impulso de salir huyendo, de escapar lo antes posible, pero supo instintivamente que la tigresa no estaba interesada en él, sino en don Gervase. La mente se le disparó. ¿Qué iba a suceder ahora? Era como un duelo de pistoleros. La tigresa no quitaba ojo a don Gervase, como si estuviera midiendo las fuerzas de su presa, pero él no se movió ni un milímetro. Sus dedos siguieron retorciéndose. Entonces, con un golpe de muñeca apenas perceptible, la pequeña navaja de acero resbaló en su palma abierta.
—No creas que vas a salirte con la tuya —gruñó la tigresa.
—Oh, sí que voy a hacerlo. ¿De veras crees que puedes detenerme? Tú, una simple…
—Yo que tú no me subestimaría —dijo la tigresa con la voz cargada de amenaza—. Otros han cometido ese error.
—Pues ven —susurró él, y la boca se le curvó como una hoz—. Minina.
La enorme tigresa clavó en él sus feroces ojos llameantes y, levantando los belfos, emitió un gruñido aterrador, enseñando sus enormes colmillos. Comenzó a avanzar, sacudiendo el rabo. Don Gervase no se inmutó. Permaneció en el centro del pasillo con aire arrogante, mirándola malévolamente mientras ella se acercaba…
—Ven, minina —la incitó—. Pero que minina tan grande eres.
Tom tenía el corazón desbocado. ¿Por qué no estaba asustado don Gervase? ¿Por qué no salía corriendo? Aquella minúscula navaja no iba a salvarlo. La tigresa llegó a la altura de Tom y, pegándose al suelo, bajó las orejas. Volvió a resoplar con saña y don Gervase se limitó a mirarla con desprecio. Luego arrojó inesperadamente la navaja de acero al suelo.
—¿Lo ves, gatita? —dijo riéndose ferozmente y enseñándole las manos—. Ahora estoy completamente desarmado.
Tom estaba con el corazón en un puño. A lo mejor se había vuelto loco. ¿Acaso no sabía lo que podía hacerle aquella criatura? Mirando a la tigresa, vio que levantaba la grupa, preparándose para saltar. Don Gervase también lo presintió y la cabeza comenzó a abombársele.
—¡Fu! —resopló, volviendo a provocarla—. ¡Fu! ¡Fu!
La tigresa se puso a menear violentamente el rabo… en cualquier momento… en cualquier momento iba a hacerlo pedazos, seguro. Tom se tapó las cara con las manos, casi incapaz de mirar, pero la conducta de don Gervase seguía intrigándole… se estaba riendo como un loco y la cabeza parecía estar latiéndole, hirviéndole por dentro, creciéndole casi por segundos, y el pecho había empezado a hinchársele… La tigresa se dispuso a saltar y él pareció tener dificultades para mantenerse derecho sobre sus diminutos pies… algo le estaba ocurriendo por dentro… don Gervase estaba perdiendo el control…
Súbitamente, Tom oyó un feroz gruñido y vio un destello naranja y rojo cuando la enorme tigresa de Bengala cortó el aire como un rayo. En ese mismo instante, los largos brazos de don Gervase se convirtieron en dos pinzas enormes y del pecho le brotaron otras cuatro extremidades. Alzando ágilmente las pinzas, cogió a la tigresa de cuatro metros en el aire y la arrojó al suelo como si fuera una muñeca. Recogiéndola, la sacudió furiosamente y la lanzó con tanta fuerza contra la pared que el golpe la mató. Tom se quedó clavado en el suelo, paralizado de horror. La piel de don Gervase estaba comenzando a desgarrarse por todas partes. La frente se le partió por la mitad y debajo aparecieron lustrosas placas de color marrón chocolate cada vez más abombadas. Dos enormes ojos azulados se abrieron paso hasta la superficie, rasgándole la piel de las mejillas. En todo el cuerpo se le estaban desgarrando la piel y la ropa, estirándose y retorciéndose para revelar el lustroso cuerpo liso de un enorme escarabajo. Tom comenzó a tener arcadas. Quería vomitar, pero estaba demasiado asustado. El don Gervase que él conocía no era más que una carcasa vacía de piel hecha jirones, resbalando por los élitros monstruosos. Entonces, el gigantesco escarabajo se quitó las botitas negras de don Gervase y se pasó una inmensa pinza espinosa por la cabeza, quitándose los restos de piel.
—Qué alivio —dijo la criatura rebuscando cuidadosamente entre la ropa hecha jirones y metiendo una pinza en el bolsillo del chaleco—. Excelente —susurró sacando el frasquito azul con delicadeza—. Al final, no voy a decepcionarlos.
Guardándoselo en algún lugar detrás de la cabeza, el escarabajo miró el pasillo con sus ojos inexpresivos y, no viendo a nadie, se puso a cuatro patas y pasó por delante del escondrijo de Tom en dirección a la portezuela negra. Mirando el museo por última vez, la gigantesca criatura giró el picaporte con la pinza y se embutió por el hueco, cerrando la puerta al pasar. Se había ido.
Durante unos segundos, Tom se quedó agazapado en silencio, demasiado aturdido para moverse. Lo que acababa de presenciar era tan extraño y perturbador que pertenecía a la peor clase de pesadilla, la clase de pesadilla de la que uno se despierta y teme volver a dormirse. De hecho, no estaba en absoluto seguro de que no fuera una pesadilla. Levantándose, salió temblando al pasillo y miró hacia el lugar donde la gran tigresa de Bengala yacía en un rincón, partida por la mitad como un juguete roto. Aquello parecía bien real. Y en la alfombra, delante de él, estaba la carcasa vacía de don Gervase, rota y desinflada como un globo reventado. Armándose de valor, se acercó cautelosamente a la piel y la tocó con la punta del pie. No cabía duda de que aquello también era real. La cabeza comenzó a darle vueltas. Todo aquello era tan extraño, tan increíble…
Recomponiéndose, se puso de rodillas y se obligó a inspeccionar la piel de don Gervase. No faltaba ni un solo detalle. Era él, sin duda. Alargó la mano y rozó lo que había sido su rostro. Estaba tibio y tenía una textura gomosa y ligeramente pegajosa… Tragó saliva. ¿Significaba eso que don Gervase había sido un gigantesco escarabajo desde el principio, con la misión de encontrar el elixir de August? Eso parecía. Debía de serlo. Quizá fuera un híbrido del futuro, quizá lo fueran todos: Skink, Shadrack, las legiones de médicos, los estibadores, incluso aquellos extraños inspectores del museo, y los hombres del coche de Middlesuch Cióse. Puede que todos ellos fueran insectos monstruosos. Y también Lotus. Movió la cabeza desconcertado, intentando asimilarlo. Aquello casi escapaba a su comprensión. ¿Se habían comido a personas? ¿O las habían infestado quizá? ¿O acaso se habían metido de alguna forma bajo su piel? Tal vez. Puede que don Gervase y Lotus hubieran sido personas de carne y hueso en algún momento, antes… y, lo que era más, sabían cómo viajar de un mundo a otro. Pero ¿cómo? ¿Cómo podían hacerlo?
«Ahora, solo nosotros los pájaros recordamos esas cosas. Y, ya sabes… esos otros». Volvió a oír las palabras de la gran águila. ¿Era eso lo que había querido decir con «esos otros»? ¿Los insectos? ¿Lo era? Miró las pruebas, la piel y la ropa de aquel hombre alto hechas jirones en la alfombra delante de él. Eso parecía. Debía de serlo.
¿Y dónde había ido ahora don… esa criatura? Miró la portezuela negra. ¿Qué había detrás? ¿Conducía a otro lugar, a otro tiempo? Enderezándose, dio un paso hacia ella y escuchó. La puerta pareció vibrar ligeramente y, aunque podría habérselo imaginado, estuvo seguro de oír truenos retumbando a lo lejos y el viento aullando en un bosque. Fuera lo que fuese, estaba seguro de que no era parte del mundo donde ahora se encontraba.
¿Era… el futuro, quizá? Dio otro paso, aguzando más el oído… aquello era definitivamente el sonido del viento entre los árboles. Hasta oía las ramas doblándose y las hojas susurrando, y había un ruido de fondo… ¿era un río? Un bosque, con un río fluyendo junto a él… un revoltijo de imágenes se le cruzó fugazmente por la mente y, de pronto, se apoderó de él una nostalgia desgarradora. ¿Y si aquello no era el futuro? ¿Y si era una puerta que conducía a un bosque del otro extremo del mundo, en su propia época? ¿Y si era Mongolia, o un lugar semejante…? Se le aceleró el pulso. Quizá fuera allí donde estaba su padre, donde su madre había ido a buscarlo. Tal vez por eso sabía don Gervase tanto de ellos. ¿Y si no había sido un farol y los dos corrían un terrible peligro… rodeados de escarabajos, a punto de atacarlos…?
Se quedó mirando la portezuela negra, escuchando el viento que aullaba detrás. Lo único que tenía que hacer era atravesarla. Podría encontrarlos y contárselo todo, y debía prevenirles contra don Gervase, Lotus y todos los demás, debía…
Alargando la mano, cogió cautelosamente el pequeño picaporte de ébano. Estaba tibio. Parecía que lo estuviera incitando a girarlo. Con un golpecito de muñeca bastaba. Ahora veía claramente a sus padres, sentados en la linde de un gran bosque, justo al otro lado de esa puerta, a solo unos segundos de él, en aquel mismo instante… Pero entonces vaciló. ¿Y si no lograba encontrarlos? El bosque podía ser un lugar inmenso y hostil. ¿Y si se extraviaba y no hallaba nunca el camino de regreso a la portezuela? ¿Quería realmente verse atrapado en el mismo mundo que don Gervase, ese… monstruo? Él quizá fuera uno de los miles, de los millones incluso, y Tom podía encontrarse en pleno Contagio, fuera lo que fuese eso. Entonces estaría solo, totalmente solo, en un mundo absolutamente aterrador.
De pronto sintió que una gran debilidad se apoderaba de él. No podía hacerlo. Fueran cuales fuesen sus posibilidades, ya no le quedaban fuerzas. Dejó caer las manos a los costados y notó lágrimas en los ojos. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sintió exactamente como lo que era: un niño de once años flaco y cansado que se sentía solo.
—Una decisión muy sabia —graznó una voz a sus espaldas—, y también muy audaz.
Mordiéndose violentamente el labio, se volvió y miró el otro extremo del pasillo, donde vio la silueta de la gran águila, incómodamente posada sobre el cuerpo de la tigresa.
—Solo un necio atravesaría esa puerta —dijo afectuosamente— y tú no eres ningún necio, ¿verdad, Tom?
Tom intentó sonreír, pero fue incapaz.
—No —dijo en voz baja—, no. No lo soy.
—Bien —respondió el pájaro saltando al suelo y yendo torpemente hacia él—. Entonces no pondrás objeciones a mi próxima sugerencia, que es más bien una orden, de hecho.
—¿Cuál es?
—Llevarte a casa, chico. Aquí ya no hay nada más que hacer. Se acabó.
—¿Se acabó?
El águila asintió con la cabeza.
—Pero ¿qué pasa con don Gervase? Tiene el frasco de la poción de August y…
—No te preocupes por eso ahora —le interrumpió el gran pájaro—. Tú no puedes cambiarlo, nadie puede. Has hecho cuanto has podido. Nadie podía haberte pedido más. Así que déjame llevarte a casa.
Casa… la palabra le pareció tan melodiosa que se descubrió sonriendo. En ese preciso instante, no había nada en el mundo que deseara más.
—¿Lo dices en serio?
—Sería un honor —graznó el águila y, alzando su inmensa cabeza, emitió un largo reclamo ululante. Segundos después, la diminuta silueta de la golondrina surcó el pasillo como una flecha y se posó en el marco de un cuadro, piando ruidosamente.
—Estamos listos, socio, si lo estás tú. Sube a bordo y ponte cómodo.
El enorme pájaro se inclinó torpemente hacia delante y Tom se encaramó ágilmente a su lomo.
—¿Ya estás?
Tom asintió con la cabeza y se agarró bien a su cuello, notando la tibieza de las suaves plumas que lo envolvían.
—Muy bien. Allá vamos.
El águila batió tres veces sus poderosas alas y echó a volar por el pasillo, irrumpiendo en la sala de las aves y planeando hacia la sala principal.
—Agárrate bien —graznó, y siguiendo a la golondrina bajó en picado, atravesó la puerta destrozada del museo y salió a la intemperie. Enseguida estaban encumbrándose hacia el estrellado cielo nocturno.
—Yo que tú, Tom —gritó la gran águila mientras ganaban cada vez más velocidad—, me echaría una siestecita, porque el viaje va a ser largo.
Pero Tom no oyó ni una palabra de lo que le había dicho: ya estaba profundamente dormido.