23 Un frasco azul

Así que aquel iba a ser el final.

Sin pensarlo, Tom se dio la vuelta y las distantes luces de los puestos de feria comenzaron a bailar ante sus ojos. Estaban lejísimos. De algún modo, se obligó a ponerse de nuevo en movimiento, pero había perdido el impulso y se notaba las piernas torpes y frías, como si hubiera estado corriendo una carrera y la línea de meta se hubiera esfumado justo cuando estaba a punto de cruzarla. Siguió patinando mecánicamente, como un robot, sabiendo en su fuero interno que aquella no era una carrera que pudiera ganar. Aquel trineo espeluznante se estaba acercando rapidísimamente. No había forma de evitarlo. Don Gervase había estado en lo cierto desde el principio. Tom se había implicado en algo que era mucho más grande de lo que él jamás habría imaginado. Lágrimas de frustración le empañaron la vista mientras el atronador ruido de cascos se acercaba. Él no había pedido formar parte de nada de aquello, pero, si querían matarlo, adelante. Ya estaba harto. Todo había terminado y ahora solo quería hacerse un ovillo y llorar. Pero, de algún modo, la llama del enfado siguió ardiendo débilmente en su fuero interno, negándose a dejarle arrojar la toalla…

¡Zum!

Algo plateado le pasó silbando junto a la oreja y él se apartó instintivamente hacia la izquierda.

¿Qué había sido eso…?

Luego, un segundo objeto le pasó silbando junto al otro hombro y se estampó ruidosamente contra el hielo. ¡Las flechas de Lotus! La próxima seguro que daría en el blanco. Instintivamente, se encorvó y entornó los ojos… debía de estar a punto de lanzársela. Aquel era el final. El cuello le quemó, antes incluso de que le tocara la flecha… «¡Venga, dispárala! Dispara la flecha, estúpida…».

Entonces, de pronto notó una fuerte corriente de aire por encima de él.

—¡Tom! —gritó una voz conocida.

Alzando la vista, vislumbró la inmensa sombra del águila volando por delante de él en la oscuridad.

—¡Coge la cuerda, socio! ¡Yo no voy a bajar más!

¿La cuerda? ¿Qué cuerda? ¡Esa! ¡Rebotando en el hielo justo por delante de él había una gruesa cuerda de cáñamo! El otro extremo estaba atado al cuello del águila. De pronto vislumbró un diminuto rayo de esperanza. Tenía una oportunidad.

—¡Deprisa! —gritó el águila—. ¡No tenemos todo el día!

Ignorando el estruendo de cascos que le pisaba los talones, corrió tras la cuerda colgante con todas las fuerzas que le quedaban. Tris tras… tris… tras… tras… tras… un poco más… más… ya casi estaba…

—¡Venga! —gritó el pájaro mirando nerviosamente el trineo.

Tres zancadas más, dos más…

—¡Venga, Tom!

Los pulmones estaban a punto de reventarle, pero ya casi la había alcanzado. Casi… Oyó los arneses tintineando, los feroces caballos resoplando… notó el hielo vibrando… una zancada más… solo una. De repente, se lanzó sobre la cuerda y la agarró con ambas manos. Le pareció que tenía el trineo casi encima, pero, justo entonces, notó un tremendo tirón que lo impulsó hacia delante. Se tambaleó peligrosamente, pero, de algún modo, consiguió mantener el equilibrio mientras surcaba el hielo a toda velocidad. Otra flecha le pasó silbando junto al hombro, pero la ignoró, y echando el cuerpo hacia atrás como un esquiador acuático detrás de una lancha motora comenzó a ganar cada vez más velocidad hasta que el ruido del viento lo dejó casi sordo y los patines comenzaron a silbarle.

«¡Sujétate, Tom, por lo que más quieras! ¡Sujétate!».

—Tom —gritó el gran pájaro—. ¿Listo para volar?

Se agarró con más fuerza, obviando el dolor de los dedos, y apenas había tenido tiempo de responder cuando notó que el pájaro comenzaba a cobrar altura… pero, en ese momento, un dardo plateado le pasó silbando junto a la cabeza y segó la cuerda, que quedó sujeta solo por tres hebras…

—¡No! —gritó con desesperación, mirando horrorizado las tres finas hebras que se retorcían fuera de su alcance—. ¡Le ha dado! ¡La cuerda! ¡Le ha dado!

El pájaro miró la cuerda casi partida y maldijo en voz alta.

—¡Muy bien! —gritó—. Haz… lo que puedas, socio.

La gran águila perdió altura y comenzó a acelerar. La velocidad era ahora realmente aterradora. Tom nunca había corrido tanto en su vida. Las cuchillas de sus patines dejaron una estela de cristales de hielo mientras cruzaba como un rayo el río iluminado por la luna. Milagrosamente, las tres hebras de cuerda estaban resistiendo…

«Por favor, no te rompas ahora… no te rompas…».

Volvió la cabeza y vio que don Gervase hacía una mueca y fustigaba a los caballos en los flancos, instándolos a correr todavía más, pero Tom se estaba distanciando.

—¡Ten cuidado! —le gritó el águila, y justo después notó un fuerte tirón hacia la derecha y vio que estaba entre los puestos de la feria del hielo. ¡Oh, no! ¡Aquello era una locura! Delgaduchos hombrecillos aterrorizados pasaron como un rayo por delante de él mientras zigzagueaba entre los puestos, casi incapaz de mantener el equilibrio.

—¡Detengan a ese niño ahora mismo! —rugió don Gervase.

Se oyeron gritos de pánico cuando el trineo irrumpió en la feria detrás de Tom, dispersando a las parejas de patinadores, los tenderos y los médicos en todas las direcciones.

—¡Matadlo! —gritó Lotus.

Pero nadie se atrevía a interponerse en el camino de Tom por temor a ser barrido por el veloz trineo. Súbitamente, el castillo de hielo se erigió en la oscuridad.

—¡Ve a la izquierda! —gritó el gran pájaro—. ¡A la izquierda!

Tom reaccionó demasiado tarde y, derrapando violentamente hacia la derecha, chocó con un hombre alto que llevaba un gran perro lobo gris atado a una correa. La cuerda se le resbaló de las manos y cayó al hielo de espaldas, deslizándose por él sin poder frenarse. En un intento desesperado de coger la cuerda que aún pendía por delante de él, agarró, en cambio, la correa del perro.

—¡Ahí está! —gritó un médico, viéndolo resbalar por el hielo fuera de control—. ¡Parad a ese niño ahora mismo!

—¡Y luego matadlo!

—¡Sí, eso es lo que han dicho!

—¡Paradlo y matadlo!

—¡Paradlo y matadlo! ¡Paradlo y matadlo!

Tom se quedó tendido impotentemente en el hielo mientras la oscura masa de hombres corría hacia él y empezaba a rodearlo.

—No… por favor… por favor —susurró—, no.

Dos frías manos lo habían cogido por los patines cuando oyó un fuerte aleteo por encima de él.

—La correa, Tom, no la sueltes, ¡hagas lo que hagas!

Acto seguido, los hombros casi se le dislocaron cuando el perro lobo echó a correr, sacándole los pies de los patines y arrastrándolo entre la multitud. Tom notó cómo algunas delgadas manos blancas intentaban agarrarlo mientras surcaba el caos de patines, manos y caras que el fuerte perro gris iba derribando a su paso. Don Gervase no se lo podía creer. Estaba lívido.

—¡Apartaos de mi camino! —rugió, y rodeando rápidamente el castillo de hielo, fustigó a los caballos y fue tras él. Tom alzó la vista y allí, entre los puestos que pasaban vertiginosamente por delante de sus ojos, estaba el águila, acercándose. Bajó hasta hallarse a unos pocos palmos del hielo y susurró algo al perro lobo en una lengua antigua que Tom no comprendió.

—¡No vuelvas a Catcher Hall! —le gritó mientras se encumbraba—. ¡Escóndete en el museo! ¡El te llevará hasta allí!

Fuera lo que fuese lo que había dicho el águila, solo instó al perro lobo a correr incluso más aprisa, y ya se estaban acercando rápidamente al viejo puente que había justo debajo del Museo Scatterhorn. Dentro de poco, el hielo se terminaría y Tom se vería obligado a soltar la correa, pero la tenía tan ceñida a la muñeca que le resultaba imposible librarse. Esconderse en el museo, el último refugio. Ojalá pudiera hacerlo.

Casi habían llegado al viejo puente cuando un silbido cortó el aire a poca distancia de su cabeza. Acto seguido, estaba resbalando por el hielo sin control, pasando junto al perro lobo, que yacía desplomado con una flecha de acero temblándole en el cuello.

—¡Ya lo tenemos! —gritó una voz aguda.

Se volvió y vio a Lotus gesticulando como una loca junto a don Gervase que tiraba bruscamente de las riendas para que los enfurecidos caballos se detuvieran.

La siguiente flecha sería la última que Lotus dispararía. Tensando la cuerda, colocó una delicada flecha de acero en el surco de la ballesta, se la apoyó en el hombro y apuntó a Tom mientras él subía desesperadamente a gatas la cuesta que conducía al puente.

—¿Disparo?

Lotus tenía los labios separados y las mejillas arreboladas de la excitación. Esta vez no iba a fallar.

-¿Sí?

—¡Espera! —le ordenó don Gervase. Entornó los ojos mientras Tom subía las escaleras del museo tambaleándose.

—¡Pero se escapará!

Tom se lanzó frenéticamente contra la puerta, intentando abrirla. Don Gervase lo vio forcejear y esbozó una sonrisa.

—Oh, no, no lo hará —masculló, y se rió cruelmente—. Al contrario…

Lotus ya no lo estaba escuchando.

—Demasiado tarde, Tom. —Se dispuso a disparar la fecha—. Adiós.

—¡He dicho que NO!

De un manotazo, don Gervase le arrancó la ballesta del hombro, que cayó inofensivamente al hielo. Lotus lo miró con incredulidad, fulminándolo con sus enormes ojos.

—¿Por qué lo has hecho? —gritó irritada—. ¿Por qué, por qué, por qué? ¡Es injusto! ¡Nunca me dejas matar a ninguno!

—¡Cálmate, jovencita! —resopló don Gervase bajándose del trineo.

—Has dicho…

—He cambiado de opinión —la interrumpió don Gervase mirando a Tom justo cuando él conseguía abrir la puerta del museo lo bastante como para poder entrar—. Ese niño es increíblemente astuto, así que debo asegurarme del todo.

Y ahí dentro, donde ese ridículo pájaro no puede ayudarlo, me aseguraré, créeme.

Lotus lo miró malhumorada, pero don Gervase la ignoró.

—Tendrás otra oportunidad, te lo garantizo. Limítate a hacerlo todo como te he dicho y nos encontraremos en el otro lado. En breve.

Lotus seguía demasiado enfadada para hablar. Se frotó el hombro magullado y miró indignada los lomos de los caballos.

—Lo tomaré como un sí. Bien, gracias, Lotus. Ahora, deja que yo me ocupe de ese miserable.

Y girando sobre sus talones, comenzó a subir la cuesta.

Dentro del museo hacía tanto frío y estaba tan oscuro como Tom recordaba. Aunque había regresado al pasado y los animales casi eran nuevos, el aire estaba impregnado de un olor a viejos trapos húmedos. ¿Qué debía hacer ahora? Estaba tan cansado que apenas se tenía en pie. Cuando se dirigió tambaleándose a la sala principal, vio puntitos negros danzando delante de sus ojos. ¿Dónde podía esconderse?

Rascándose la cabeza con desesperación, se detuvo delante de la peluda mole marrón del mamut. Ese era el lugar, allí arriba, en su lomo. Ojalá pudiera subirse…

—¿Necesitas algo? —preguntó una voz cavernosa que parecía provenir de muy lejos pero que, de hecho, estaba muy cerca. Tom se sobresaltó. Luego recordó que no había motivo para hacerlo. Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.

—¿Me subes? —graznó—. ¿Por favor?

El mamut le sonrió con sus ojillos redondos.

—Pues claro, amigo —bramó—. Quien no se arriesga, no cruza la mar.

Lo cogió ágilmente por la cintura con su peluda trompa y lo levantó del suelo, dejándolo con suavidad en la tupida alfombra de pelo. Y, en ese momento, la puerta se abrió bruscamente.

—Bien, bien, bien.

Don Gervase entró en la sala arañando las losas del suelo con los tacones de sus botas.

—¿Qué mejor sitio para esconderse que el Museo Scatterhorn?

Al llegar al centro de la sala, giró como un bailarín, mirando de una vitrina a otra.

—Querría tener una charla contigo, Tom Scatterhorn, dondequiera que estés. —Su vozarrón retumbó en el silencio— ¡AHORA!

No obtuvo respuesta.

—Bien —dijo quitándose los guantes de piel, dedo a dedo—. Seguro que estás oyendo todo lo que digo. Ya estoy harto de jugar al ratón y al gato y no voy a seguir malgastando el tiempo en intentar hacerte salir.

Doblando pulcramente los guantes y metiéndoselos en el bolsillo, comenzó a pasearse por la sala con pasos cortos y mecánicos.

—Como puede que ya sepas —dijo—, mañana, en tu época, claro está, tomo oficialmente posesión del Museo Scatterhorn. Cuando eso ocurra, todo lo que hay en este museo me pertenecerá y yo podré hacer con ello lo que quiera. Y lo que quiero es muy simple. Tras la milagrosa recuperación de esa rata, sé exactamente lo que es y, después de tu aventurita en mi estudio, es evidente que también lo sabes tú. Lo cual, por cierto —añadió—, aún no te he perdonado. —Miró a su alrededor echando fuego por los ojos—. Pero se me puede persuadir.

Viendo que seguía sin haber ninguna señal de movimiento, don Gervase dejó de pasearse y se sacó un puro largo y fino del bolsillo del chaleco.

—Así que se me plantea un dilema —dijo mirando el pájaro dodo—. Puedo ceñirme a mi plan original y destrozar todos los animales de este sitio, uno a uno, hasta terminar encontrando lo que busco… —Se detuvo para encender una cerilla en la columna y chupó con fuerza hasta que el extremo del puro se puso al rojo vivo—, o puedo no hacerlo, según vea. Pero puedes estar seguro de que, sea cual sea la vida que estos animales tienen ahora, habrá cesado por completo cuando termine con ellos.

Sostuvo la cerilla encendida entre los dedos, viendo cómo ardía.

-Qué cosa tan curiosa es el fuego —murmuró pasando varias veces su larga mano huesuda por la llama—, tan útil para unos y tan destructivo para otros.

Sopló para apagar la cerilla y cogió al pájaro dodo por el cuello.

—¡Aaaaaah!

El pájaro dodo dio un grito desgarrador y comenzó a debatirse frenéticamente para soltarse, pero, cuanto más forcejeaba, más se cerraban los largos dedos huesudos de don Gervase en torno a su cuello. Inexorablemente, el puro encendido comenzó a hacerle un agujero en la nuca.

—¡Por favor! —chilló el pájaro—. No, por favor, no, ¡no! ¡NO!

Tom no pudo soportarlo más. Se levantó de un salto en el lomo del mamut, miró abajo y vio a don Gervase agarrando al desesperado pájaro dodo por el cuello.

—¡NO! —gritó indignado—. ¡BASTA!

—Así que estás ahí —dijo desdeñosamente don Gervase—. Me preguntaba cuándo darías la cara.

El pájaro dodo se estaba retorciendo de dolor mientras un humo blanco comenzaba a salirle de la nuca.

—¡Deje de hacer eso!

—Pero ¿por qué? —dijo fríamente don Gervase sin soltar al atemorizado pájaro—. ¿Por qué posponer lo inevitable? Ya les queda poco a todos.

El pájaro dodo se puso a chillar incluso más alto y Tom notó que le hervía la sangre.

—¡Está bien! —gritó—. ¡Suéltelo y bajaré!

—Como quieras —dijo don Gervase sonriendo. Soltó al pájaro de inmediato y le dio una manotada en la cabeza. El ave se desplomó en el suelo y comenzó a sollozar violentamente.

—Oh, cállate, bicho asqueroso —gruñó don Gervase dándole una cruel patada. El pájaro dodo gimió y continuó lloriqueando, restregándose las plumas chamuscadas contra el suelo.

Tom se deslizó por la trompa del mamut y saltó al suelo; sentía tanta rabia que estuvo a punto de abalanzarse sobre don Gervase, olvidando que él era un flaco niño de once años y don Gervase era un hombre adulto altísimo. De algún modo, consiguió dominar su genio y se colocó a unos diez metros de él, de espaldas a la puerta. Olvidando por completo su cansancio, se quedó tenso y temblando de rabia, esperando a que don Gervase diera el primer paso. Pero aquel hombre alto y huesudo no parecía nada interesado en pelear. Se limitó a apoyarse en una columna mientras se fumaba el puro.

—Eso está mejor —dijo—. Prefiero tener nuestra pequeña charla cara a cara.

Tom gruñó ferozmente. Era obvio que estaba intentando tenderle una trampa.

—Creo que tú tienes algo que me pertenece —dijo lentamente don Gervase—. Un frasco. Un frasquito azul.

Tom no movió un solo músculo, pero supo, por el bulto del bolsillo, que el frasco seguía allí.

—¿Por qué lo quiere? —preguntó con voz pastosa.

—Entonces, ¿aún lo tienes? —Don Gervase sacó voluptuosamente el humo—. Es una buena noticia, porque ese frasco contiene algo que llevo muchísimo tiempo buscando.

Tom lo miró con inquietud. En la penumbra, el surco vertical que tenía en el centro de la frente pareció latirle cuando clavó en él sus lechosos ojos amarillos.

—¿Sabes, Tom? —continuó bajando la voz hasta convertirla en un amenazador gruñido—, aunque ya nos hemos visto antes, en tu presente, yo no soy quien tú crees. Soy un empleado. Increíble, ¿no? Tengo muchos premios y mucho talento, pero, no obstante, soy un subordinado puesto al servicio de un bien mayor. Y mi tarea consiste en encontrar determinadas cosas, digamos, que son muy útiles… en otros sitios, digamos. En… el futuro, digamos. Por eso tu frasquito es tan importante para mí y para nosotros y, desde luego, para ellos. Mi… gente.

—¿Su gente? —Tom lo miró enfadado—. ¿Quiénes?, ¿esos ridículos hombres disfrazados de médicos de ahí fuera?

—Correcto. Algunos están aquí, y hay muchísimos más en otros sitios.

—¿Y qué les importa a ellos?

—Probablemente, no mucho —explicó don Gervase fumándose ávidamente el puro—, porque ellos no son como tú ni, hasta cierto punto, como yo. Ellos no tienen el lujo de contar con una larga vida adulta para expandir su mente y civilizarse. Son tipos fundamentalmente simples. Infantiles, delincuentes, si quieres. Pero no es culpa suya. Tardan tantísimo en crecer, créeme, que cuando… cuando… —se quedó callado, como si estuviera buscando la palabra adecuada— «maduran», simplemente no hay tiempo para enseñarles todo lo que hay que saber aparte de algunas habilidades básicas. Tales como imitar a sus hermanos, aprender a usar el cuchillo y el tenedor, comer con la boca cerrada, utilizar el váter, ese tipo de cosas.

—¿Y matar gente?

—Efectivamente, eso también. Pero matar es, de hecho, una habilidad básica, ¿no crees? Rara vez exige mucha inteligencia, solo fuerza bruta. Por eso —curvó la boca sonriéndole con maldad—, hasta tú has conseguido eludirlos. Hasta tú has sido demasiado listo para ellos. Casi toda esta chusma pertenece a los órdenes inferiores, son unos descerebrados, para serte sincero. Pero al final te encontrarán y te matarán. Simplemente, son demasiados para ti.

Tom no lo dudaba. Se removió incómodamente en su sitio mientras don Gervase sacaba una voluta de humo y lo miraba tan fijamente que le pareció que le estaba atravesando el cráneo y le veía el cerebro.

—Naturalmente, yo siempre podría levantarles la orden, si quisiera —continuó diciendo—. ¿Sabes, Tom?, tener ese frasco solo te perjudica. Los dos sabemos que, antes o después, voy a conseguir lo que quiero, y resulta que antes me conviene más que después. Por eso estoy dispuesto a hacer un trato contigo. —Sus ojos, que había entornado hasta casi cerrarlos, atrajeron a Tom como imanes—. ¿Y si te dijera que estoy dispuesto a levantarles la orden? Y no solo eso. También te daría todo este museo a cambio de ese frasquito que llevas en el bolsillo. ¿Qué te parece?

Aquello era sin duda lo último que Tom se esperaba y le llevó uno o dos segundos disimular su sorpresa. Su primer impulso fue sospechar que se trataba de otra artimaña y una voz interior le dijo que no entregara el frasquito. Y, no obstante…

—¿Por qué debería confiar en usted? —preguntó con voz titubeante.

—Tienes buenas razones para no hacerlo —respondió melosamente don Gervase—. Y no estoy muy seguro de que yo confiara en mí. Así que vas a tener que fiarte de mi palabra. El tiempo es crucial, Tom, y en este momento ese frasquito azul es lo único que quiero. Cuando me lo des, te prometo que no volverás a vernos jamás, ni a esos médicos ni a mí.

Tom vaciló. ¿Cómo podía creerse una sola palabra de lo que don Gervase estaba diciendo? La razón le dictaba que no debía hacerlo. Cualquier promesa que él le hiciera podía no tener ningún valor, pero, en su situación, ¿qué otra alternativa tenía? En cuanto saliera por aquella puerta, las legiones de flacos médicos volverían a perseguirlo y don Gervase tenía razón. Terminarían matándolo. Simplemente, eran demasiados para él. Incluso si, por algún milagro, conseguía escapar, ¿qué ocurriría entonces? Don Gervase compraría el museo y lo destruiría. Ahora sabía qué estaba buscando y seguro que encontraba suficientes vestigios de jacinto y cera de suelo entre todos aquellos animales para servir a cualquier vil propósito que tuviera en mente. Mirando las vitrinas, advirtió que todos los animales tenían los ojos clavados en él: el gorila, el mamut, la anaconda, el mono narigudo, el pangolín, el antílope… incluso la tigresa. ¿Debían morir todos por culpa de su obstinación? Vaciló y don Gervase se dio cuenta. Un atisbo de sonrisa le crispó los labios cuando el resplandor rojo del puro le iluminó la cara. Sabía que el pez estaba a punto de morder el anzuelo…

Tragando saliva, Tom se sacó del bolsillo el frasquito azul de August y comenzó a darle vueltas en la palma de la mano. ¿Qué sentido tenía quedárselo? A fin de cuentas, era un frasquito vacío. Hasta aquel momento, lo había mantenido con vida. Ahora, si se aferraba a él, iba a matarlo. Don Gervase se quedó mirando cómo giraba el frasco en la mano de Tom. Le brillaron los ojos. Estaba tan cerca… tan cerca… venga, pececito…

Tom tenía el corazón tan desbocado que apenas era capaz de pensar. Se devanó desesperadamente los sesos, intentando encontrar algo, cualquier cosa que pudiera utilizar para obligar a don Gervase a mantener su palabra, porque, en aquel momento, creerlo era su única opción.

—Dígame si mis padres están bien —le espetó.

Don Gervase pareció tan sorprendido que podría haberse echado a reír.

—¿Qué? —balbució.

—¡Dígamelo o lo tiro al suelo! —dijo ferozmente Tom, y alzó el frasquito por encima de su fino cuello, dejándolo suspendido sobre las losas—. ¡DÍGAMELO AHORA MISMO!

—No, no, ¡n-n-no, no lo hagas! —tartamudeó don Gervase, con los ojos a punto de saltársele—. Pero ¿cómo voy a saber yo dónde están?

—En una ocasión me dijo que corrían un grave peligro, y luego me dijo que podían morir, ¡así que debe de saberlo!

Por la dureza con que Tom le había hablado, don Gervase supo que cumpliría su amenaza. Abriendo la mano, Tom comenzó a dejar que el frasco le resbalara entre los dedos.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Están bien, te lo prometo —gruñó don Gervase sin despegar los ojos del frasquito azul.

—¿Cómo sé que no está mintiendo?

—¡No estoy mintiendo! ¿Por qué habría de hacerlo?

—Bien —dijo Tom aprovechando la ventaja—, porque, si está mintiendo, el águila se enterará.

—¿El águila?

—Sí, ese pájaro repugnante, como usted la llama. Y todos los que son como ella. Estamos aliados.

Tom se estaba echando un farol, pero, por algún motivo, don Gervase no se dio cuenta. La frente comenzó a llenársele de perlas de sudor.

—Aliados, ¿eh? —gruñó con sarcasmo.

—Así es. Todos nosotros.

—Hummm. —Don Gervase murmuró entre dientes, retorciendo los dedos como si fueran anguilas—. Siempre lo había sospechado.

—Y le estaremos vigilando, esté donde esté, no le quepa duda.

Don Gervase se llevó bruscamente la mano al pecho y comenzó a rascárselo con saña, y Tom se quedó a la vez complacido y sorprendido de que su amenaza hubiera surtido efecto. Por primera vez, fuera cual fuese el motivo, don Gervase parecía estar tomándoselo en serio. ¡Ojalá supiera por qué! ¿Lo obligaría aquella amenaza a mantener su palabra? Tom no tenía la menor idea, pero ya había sacado todo el jugo a aquella situación y, por el momento, no podía hacer más.

A fin de cuentas, don Gervase seguía teniendo todas las bazas en su poder.

—De acuerdo —dijo hoscamente, rehaciéndose—. Eso no me supone ningún problema. Ninguno en absoluto. Trato hecho. Ahora, dámelo, chico.

—Está bien —dijo audazmente Tom—. ¡Cójalo!

Lanzó el frasquito azul a don Gervase, quien se quedó tan sorprendido que, al cogerlo, casi se le cae de las manos.

—Gracias, Tom —dijo entrecortadamente, acunando el frasco contra su pecho—. Muchísimas gracias. No puedes imaginarte cuánto me complace esto.

Recobrando la calma, alzó cuidadosamente el frasquito azul vacío para verlo a contraluz.

—Por fin —murmuró—. Por fin hemos encontrado el elixir. Y he sido yo. —-Jadeaba ligeramente y la sudorosa frente se le estaba abombando de un modo extraño.

—Eres un niño valiente, Tom, con muchísimos recursos para tu edad. Es una lástima, porque esperaba que algún día quizá pudieras convertirte en… —Una perla de sudor le resbaló hasta el labio desde la punta de la nariz y se la lamió con su fina lengua—. Pero, por desgracia, no. Como todos los demás, al final… eres un sentimental. ¿Por qué será eso?

Tom se encogió de hombros. No tenía la menor idea de a qué se refería. Se estaba comportando de un modo tan extraño que se preguntó si no se habría vuelto loco.

—De todos modos, aquí está.

Don Gervase se metió el frasco en el bolsillo del chaleco y lo acarició. Sacando las cerillas, se detuvo para volver a encenderse el puro. Tom lo miró con nerviosismo.

—Entonces… ¿va a cumplir su promesa?

Don Gervase sopló en la cerilla y observó cómo se avivaba la llama.

—Promesas; padres; criaturitas peludas que hablan. Sinceramente, Tom, es una tragedia. —Le sonrió grotescamente y sacó una espesa nube de humo por la nariz—. No es extraño que estéis casi extintos.

Y, acto seguido, arrojó la cerilla encendida al mamut.