22 Huida a través del tiempo

Tom no se atrevió a mirar atrás. Se internó en los oscuros pasillos, corriendo más aprisa de lo que jamás había creído posible, viendo cómo se emborronaba la alfombra bajo sus pies. ¿Dónde iba? Hacia atrás, al único lugar donde podía perderse entre la multitud. Casi sin aliento, irrumpió en la galería de retratos, haciendo un último esfuerzo. La hilera de armarios. ¿Cuál era? Uno de los centrales… «Pruébalos todos… Tienes tiempo». Pero no lo tenía. Los pasos de don Gervase se oían cada vez más cerca y él abrió una puerta tras otra, solo para encontrar más fregonas y cepillos. Todos parecían idénticos. Cuál era… cuál… cuál…

—¡Ajá! —bramó una voz al fondo del pasillo.

Al volverse, Tom vio que don Gervase y Lotus venían hacia él y que don Gervase llevaba en la mano su pequeña navaja de acero. Intentó no dejarse dominar por el pánico. Estaba tan asustado que quería desmayarse.

«No mires atrás, idiota».

Pero estaba paralizado delante de los armarios. ¿Cuál era?

Si se equivocaba, ya podía ir despidiéndose. Estaba hecho un mar de dudas. Abrirlos todos solo solo dificultaría más las cosas. Sería una pérdida de tiempo.

Se metió rápidamente en el armario más próximo y cerró la puerta. El corazón le palpitaba con tanta fuerza en las sienes que apenas podía pensar, pero se abrió paso entre las fregonas y cepillos hasta el fondo del armario y buscó a tientas la anilla metálica. Allí estaba. ¡Gracias a Dios! Había acertado. Venga, adelante… Aún no había terminado de abrir la puerta cuando supo instintivamente que se había equivocado.

Detrás había un recinto oscuro, pero no era el almacén que él recordaba. Debía de haber escogido el armario equivocado, porque se encontraba en el interior de una cabaña diminuta y hacía tanto calor que le costaba respirar. ¿Dónde estaba?

Boqueando, fue tambaleándose hasta la tosca puerta de madera y, al abrirla, lo envolvieron los sonidos de la selva. El intenso olor a putrefacción era insoportable. Tapándose la nariz para evitar tener arcadas, miró a su alrededor y descubrió, para su sorpresa, que se hallaba en un claro de una selva lluviosa. Sobre él se erigían gigantescos árboles con enormes raíces tortuosas y el suelo estaba sembrado de malolientes frutos amarillos, cubiertos de moho verde y morado. Aquel lugar hediondo y putrefacto tenía algo terrible, algo tan terrorífico y peligroso que, pese a estar empapado en sudor, Tom notó un escalofrío por todo su cuerpo. Allí había ocurrido algo malo, lo sabía, y cuando miró las copas de los árboles, supo de qué se trataba. A todo su alrededor había relucientes piezas metálicas y pedazos de tela entre las ramas, como si fueran basura…

En ese instante, una ruidosa bandada de loros cruzó el claro persiguiéndose, y al volverse para verlos pasar Tom vio los restos del fuselaje de un avión, directamente detrás de él. Justo encima había un asiento azul, pendiendo de las ramas como un columpio. Forzando la vista, vio algo negro y pequeño colgando de él. Llevaba vaqueros y era posible que en otro tiempo hubiera tenido cara, pero ahora no era más que una cáscara reseca. Parecía que algo se lo hubiera estado comiendo… súbitamente, comenzó a rodarle la cabeza.

El accidente de aviación… la selva… le entraron náuseas, y cayendo de rodillas vomitó violentamente en la esponjosa tierra húmeda.

Así que era de allí de donde habían venido don Gervase y Lotus… el accidente de aviación en el corazón de la selva amazónica, al cual solo ellos dos habían sobrevivido. Era cierto. Pero no habían seguido las gotas de lluvia, sino que habían salido por aquella puerta… para entrar en Catcher Hall… La selva comenzó a dar vueltas a su alrededor mientras él boqueaba… ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Cómo conocían la existencia de aquellos lugares? ¿Y qué hacía él allí?

Sintiéndose desfallecer, se obligó a ponerse en pie y se apoyó en la pared de la pequeña cabaña. Había más asientos azules en los árboles circundantes, pero Tom ni siquiera quiso mirar las figuras sentadas en ellos. Ahora solo quería escapar de aquella hedionda pesadilla. Volvió a entrar en la oscura cabaña, cerró la puerta y, al hacerlo, vislumbró dos ojos rojos centelleando en un rincón. Oyó un furioso silbido: una serpiente. En un instante se olvidó de la pesadilla que tenía detrás, tensando todos los músculos del cuerpo.

¡Una serpiente!

Probablemente, la había despertado al irrumpir en la cabaña. Aquel era su hogar. ¿Qué tamaño tenía? Aquello era la selva lluviosa: podía ser enorme. Una pitón, una anaconda, una cobra. Escrutó la oscuridad. «Mantén la calma —se dijo—. Las serpientes no atacan a los humanos a menos que las provoquen». Y él no quería provocar nada. Solo quería regresar a aquel armario.

«Por favor, señora serpiente, déjeme entrar por esa puerta».

Respirando hondo, avanzó un paso y oyó otro feroz silbido. Se paró en seco. Puede que fuera una madre velando por su prole, puede que la cabaña fuera un nido de serpientes, que estuviera repleta de ellas. Mirando al techo, retrocedió de inmediato. Así era. Había ojos rojos mirándolo furiosamente desde todos los rincones, con unos cuerpos que se retorcían y enroscaban, aparentemente unidos como una horrenda planta trepadora con los tentáculos extendidos hacia él, listos para atacar.

—¡Dejadme salir! —vociferó a la pulsante masa de ojos y cuerpos.

No obtuvo respuesta.

—Pues muy bien —dijo con firmeza—. Matadme si queréis. ¡Me trae sin cuidado!

Agachándose, pasó corriendo por debajo de la viscosa maraña de cuerpos y, al llegar a la pared del fondo, abrió la puerta de un tirón. Entrando en el armario, la cerró rápidamente y se quedó inmóvil en la oscuridad, temblando de forma incontrolada. ¿Dónde había ido? Había viajado al infierno a través del tiempo. Había viajado al infierno y había regresado. Cerrando los ojos, notó las lágrimas rodándole por las mejillas. No quería volver a cruzar aquella puerta nunca más mientras viviera.

Rehaciéndose, admitió que su calvario estaba lejos de concluir. ¿Dónde se habían metido don Gervase y Lotus? ¿Por qué no lo habían seguido a la selva a través de aquel armario? Debían de haber supuesto que él huiría a la maqueta y habrían tomado esa vía. ¿O seguían esperándolo, al otro lado de la puerta? Pegó la oreja a la puerta y escuchó. No oyó ningún ruido. La casa estaba completamente en silencio. Ni tan siquiera un crujido de las botas de don Gervase. Tal vez debiera arriesgarse.

Abrió una rendija la puerta del armario y escrutó la larga galería de retratos. Estaba vacía. Quizá, después de todo, se habían ido. Si podía cruzarla y llegar a las escaleras, tendría al menos una oportunidad. Debía intentarlo. No podía quedarse allí. Saliendo sigilosamente del armario, cerró la puerta y aguzó el oído.

—Me estaba empezando a preguntar cuándo volverías —dijo una voz aterciopelada.

Las gruesas cortinas bordadas se sacudieron y una sombra salió por la abertura central. Era Lotus. Se detuvo en la zona iluminada por la luna y lo miró con curiosidad.

—¿Sabes?, a oscuras es muy fácil cometer errores. Solo quería asegurarme.

Comenzó a andar sin prisas hacia él, como un gato, y Tom retrocedió instintivamente un paso. ¿Qué iba a hacer? Su mirada rezumaba frialdad y premeditación y él buscó nerviosamente el tirador del armario más próximo.

—Por si estás pensando en salir corriendo, más te vale saber que hay mucha gente esperándote al otro lado de esa puerta.

Entonces, aquel era el armario correcto. Gracias, Lotus. Tom encontró el tirador.

—No es gente agradable.

—Tampoco es que tú seas maravillosa.

—Siento que opines eso, Tom —dijo dulcemente Lotus—. Creía que éramos amigos.

—¿Quién eres y qué quieres? —le espetó Tom.

—Yo podría hacerte la misma pregunta —respondió ella, acercándose todavía más—, aunque veo que has descubierto nuestro secretito. No es que me importe. No vas a seguir guardándolo durante mucho más tiempo.

Lotus entornó cruelmente los ojos y Tom no respondió. Para meterse en el armario, iba a tener que ser muy rápido, porque Lotus estaba empezando a flexionar los dedos como una gimnasta a punto de realizar una acrobacia. Fuera cual fuese la imprevisible patada de kárate que estuviera a punto de ejecutar, él iba a recibirla en los próximos segundos… tenía que ganar tiempo. Y entonces recordó lo crédula que era.

—Sí, pero no me ha extrañado nada, ¿sabes? —se apresuró a decir con la máxima naturalidad posible—. Lo cierto es que nunca me creí esa historia de que tardasteis meses en salir de la selva.

Lotus pareció ligeramente desconcertada.

—¿Oh? ¿Por qué no?

—Fue tu forma de explicarla —continuó Tom sintiéndose más envalentonado—. No parecía lógico, seguir el agua para salir de la selva lluviosa. Porque, en la selva lluviosa ecuatorial, el agua no fluye cuesta abajo. Fluye cuesta arriba. Allí, la gravedad actúa de otra forma, por el ecuador.

Lotus dejó de caminar hacia él. Estaba verdaderamente desconcertada.

—¿Estás seguro?

—Totalmente. Sir Henry me lo explicó. Me sorprende que no lo sepas. Tenlo en cuenta para la próxima vez. Parecerá mucho más convincente.

—Oh. —Lotus parecía muy confundida—. Pero…

Pero Tom ya no estaba. Cerró rápidamente la puerta del armario tras de sí, buscó la anilla metálica y, un momento después, había entrado ya en el frío almacén y se había escondido dentro del rollo de cuerda más próximo que pudo encontrar.

—¿Lo has visto? —chilló una voz lastimera.

—Hacia la izquierda, creo.

—No, hacia la derecha, seguro. Donde las cuerdas.

—Vale. Cúbreme mientras disparo. Cuando cuente hasta tres. Una, dos…

La puerta del armario se abrió bruscamente.

—¿Dónde está?

Lotus la cerró de golpe, indignada por que Tom hubiera vuelto a engañarla.

—¡Creía que don Gervase os había ordenado específicamente que pusierais una red en esa puerta!

—Así es, señorita, pero…

—¿Y bien?

—Hemos pensado que, teniendo escopetas, eran la mejor forma de cogerlo.

—¿Escopetas? —estalló Lotus—. ¡Escopetas! ¿Y si falláis, idiotas? ¿Tenéis idea de lo que hay en esos toneles?

Se hizo un incómodo silencio mientras Lotus se dirigía al tonel más próximo y le quitaba bruscamente la tapa. Los dos hombrecillos de negro armados con escopetas salieron de sus escondrijos y miraron el agua oscura.

—Oh, Dios mío —susurró uno, claramente aterrorizado.

El otro se quedó mudo, mirando las lisas esferas blancas que flotaban en ella.

—¿Son… son…? Imposible —farfulló—. ¡Imposible! ¡Imposible!

—Precisamente, imbéciles —les espetó Lotus indignada—. ¿Necesito decir más?

El efecto en los dos hombrecillos fue electrizante. Parecía que los hubieran clavado al suelo.

—Vamos —resopló Lotus articulando cada palabra para que ellos la entendieran—. Tiene que estar por aquí. Coged una red y atrapadlo.

—Sí, señorita.

—Claro, señorita Lotus.

Los dos hombrecillos retrocedieron y descolgaron una red de la pared. Tom no sabía de qué estaban hablando, pero, obviamente, aquellos extraños huevos blandos de los toneles eran tan valiosos que, si se mantenía cerca de ellos, sus perseguidores jamás se atreverían a dispararle. Era su única oportunidad. Tenía que aprovecharla.

«Venga, Tom».

Salió sigilosamente de su escondrijo, gateó hasta el primer tonel, lo rodeó y siguió hasta alcanzar el siguiente. Parecía que ahora hubiera en el almacén muchos más toneles que la vez anterior y el hedor a pescado putrefacto que rezumaban las paredes pegajosas era casi insoportable.

«Haz caso omiso. El olor no va a matarte. Consigue llegar a la puerta».

Contuvo la respiración y siguió adelante. Nada podía compararse con el infierno del que venía.

Un minuto después, había conseguido atravesar el almacén a gatas hasta llegar al último tonel. Para entonces, estaba sucísimo y tenía las rodillas y los codos en carne viva. No importaba. Había llegado hasta allí y ellos aún no lo habían descubierto. Enjugándose el sudor de los ojos, se asomó por un lado del tonel y miró la tosca puerta de madera que conducía a la callejuela. ¿Qué debía hacer? Si allí dentro había gente, seguro que habría más vigilando fuera. Aguzó el oído, pero solo oyó gritos de hombres y gaviotas. ¿Podía tratarse de don Gervase? Tal vez, y parecía que también había otras personas. ¿Debía arriesgarse? Pensó en sus largos dedos huesudos haciendo girar la navaja corta y azulada, y se estremeció.

No. Tenía que haber otra salida, una trampilla quizá. Todos los almacenes tenían trampillas, ¿no? Miró nerviosamente a su alrededor y, en el rincón, vio tres tablones del suelo que eran más cortos que el resto. ¿Podía ser…? Se esperó hasta oír que Lotus y los dos hombrecillos habían pasado a la siguiente hilera de toneles, fue hasta los tablones arrastrándose por el suelo y descubrió que tenía razón. Era una trampilla. En un lado tenía dos largas bisagras oxidadas. Corrió el pestillo haciendo el menor ruido posible, tiró de la pesada anilla de hierro y vio que la trampilla se levantaba un poco, pero pesaba demasiado para que él pudiera abrirla tumbado en el suelo. El único modo de hacerlo era poniéndose de pie y, en cuanto lo hiciera, seguro que lo veían. Miró la anilla de hierro, con el corazón palpitándole. ¿Qué alternativa tenía? Ninguna. De todas formas, iban a encontrarlo antes o después.

«La fortuna sonríe a los valientes».

Se levantó de un salto, se agachó y tiró con todas sus fuerzas de la pesada trampilla. Las bisagras protestaron. Luego cedieron rechinando ruidosamente y sus perseguidores lo descubrieron.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Ahí, junto a la puerta!

No se atrevió a volverse. Se agachó rápidamente, se aferró al borde de la trampilla con las yemas de los dedos y estudió el montón de redes de pesca que había debajo. ¿A cuánta distancia estaban? Cuatro metros, cinco incluso, pero los pasos se oían cada vez más cerca y no había otra salida. Se soltó y, en un instante, las oscuras redes verdes vinieron a su encuentro y lo engulleron. Luego hubo un silencio.

—No se preocupe, señorita. No irá muy lejos —gritó una voz desde muy arriba.

Al abrir los ojos, Tom vio dos caras delgadas asomadas a la trampilla, que lo miraban con gran odio. Eran Shadrack y Skink. Shadrack se rió horriblemente y se llevó una mano a su nervudo cuello.

—Adiós, Tom Scatterhorn —espetó, y desapareció.

Tom se notó el corazón palpitándole en las sienes. Debía escapar, pero ¿cómo?, ¿adonde?

«Piensa, Tom. Piensa, deprisa».

Librándose de las redes, miró hacia la puerta abierta, donde un grupo de fornidos estibadores con impermeables negros estaban descargando toneles de un trineo. Uno a uno, los bajaban rodando por una plancha y los subían al almacén. ¿Podía confiar en ellos, explicarles que estaban a punto de matarlo y confiar en que lo protegieran? Escrutó sus caras sudorosas brillando a la luz de los faroles… No, su sexto sentido le dictó que no eran de fiar. Además, aquellos toneles parecían idénticos a los que había arriba. Pero ¿y si…?

No tuvo tiempo de seguir aquel hilo de pensamiento. De pronto, alguien lo cogió violentamente por detrás y lo arrastró hasta la parte posterior de un cajón de embalaje. Tom se revolvió con todas sus fuerzas, dando patadas a las espinillas que tenía detrás y, desesperado, mordió la mano que le tapaba la boca. Oyó un gruñido, la mano lo soltó de inmediato y él se dio rápidamente la vuelta, dispuesto a todo.

Su atacante no era un estibador. Ni tampoco era Shadrack, ni Skink, ni tan siquiera Lotus Askary. Era un muchacho de aspecto famélico no mucho más alto que él, vestido con harapientas ropas sujetas con una cuerda y un gorro de lana. Lo reconoció al instante. Era Abel.

—¿Tenías que hacer eso? —le susurró ferozmente el muchacho. Se metió la mano mordida entre las piernas y se la restregó con fuerza.

—Lo siento… Creía…

—Chist —siseó Abel llevándose un dedo a los labios—. Esto es peligroso.

Mirando nerviosamente hacia la puerta, Tom vio que Shadrack y Skink aparecían en la callejuela y se ponían a discutir con los estibadores. Uno de ellos señaló un gancho de barco colgado cerca de Tom y Abel.

—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró Tom.

—Robando, como tú —respondió Abel en voz baja, frotándose aún la mano dolorida.

Al alzar la vista, vio a un grupo de estibadores dirigiéndose hacia el montón de redes. Uno llevaba un hacha.

—Parece que te tienen en el punto de mira. Sígueme, deprisa.

Acto seguido, se agachó y corrió entre la maraña de toneles y cajones hacia el otro extremo del almacén.

—Los ratones más listos siempre tienen sus vías de escape —dijo sonriendo cuando llegaron al rincón, y tras separar una madera suelta salió a la calle nevada. Tom lo siguió, y pronto estuvieron corriendo por un laberinto de estrechas callejuelas y pasarelas de madera que parecían comunicar todos los almacenes entre sí.

—¿Dónde vamos? —preguntó Tom casi sin aliento cuando llegaron a un puentecito de madera. Abel miró cautelosamente abajo antes de cruzarlo y pegarse a la pared del siguiente edificio.

—Enseguida lo verás. Venga.

Tom lo siguió y, juntos, resiguieron sigilosamente un muro de ladrillo hasta llegar a una diminuta cabaña, apenas más grande que una caseta de perro, situada al borde del hielo. Abel miró rápidamente a derecha e izquierda. Luego indicó a Tom que entrara.

—Aquí estamos seguros —susurró.

Tom seguía sin comprender el porqué de tanto secretismo, pero obedeció. Dentro de la cabaña, había un par de cajas de madera y una áspera manta de lana enrollada en el suelo. Nada más. Abel miró cautelosamente por la ventana antes de cerrar la puerta.

—Así que ahora eres una rata de almacén como yo, Tom Scatterhorn. No lo habría dicho nunca.

—No soy un ladrón exactamente —respondió Tom, recordando el frasquito azul que aún llevaba en el bolsillo—. Soy…

—Entonces, ¿qué diablos hacías en el almacén de los Askary? —Abel escupió ferozmente al suelo. Sí, ¿qué hacía? Era más fácil mentir.

—Está bien, sí que lo soy.

—Pues yo que tú iría con cuidado. Esos hombres no son mejores que perros. Te matarán si te pillan.

—Lo sé —dijo gravemente Tom. Eso era cierto, sin ninguna duda—. ¿Qué hacías tú ahí?

—Buscando material para venderlo —respondió Abel con aire beligerante—. ¿Qué otra cosa puedo hacer ahora que estoy solo?

Tom miró a su alrededor. Así que aquella minúscula cabaña era su hogar. No tenía nada salvo una manta.

—¿Qué hay de tu madre?

Con el rostro ensombrecido, Abel se dio un puñetazo en la palma de la mano.

—Mamá no está —dijo con amargura—. Se la llevaron al nuevo manicomio con todos los demás. Para que ese montón de médicos la estudie, seguro. —Se dio otro puñetazo en la mano—. Ya no ha vuelto.

Tom no lo entendía.

—¿Médicos? ¿Qué médicos?

—¿No los has visto? Están por todo Dragonport. Lo han invadido. Askary los ha traído para un congreso o algo parecido, ahí, en el manicomio. —Abel escupió en la dirección de Catcher Hall—. Siguen llegando a espuertas. Mira. —Señaló el río con la cabeza.

Tom se puso a su lado y miró el río por la mugrienta ventanita. En el hielo, una oscura masa de patinadores se movía en armonía alrededor del castillo de hielo. Había niños con trineos, vendedores de mazapán y parejas cogidas del brazo, pero, al fijarse mejor, vio que Abel tenía razón: prácticamente uno de cada dos patinadores era un hombrecillo de cara delgada con un sombrero de ala ancha y un largo abrigo negro, como Skink y Shadrack. Miró el puerto y vio más médicos, paseándose por los puestos en parejas, parados delante de los escaparates y pululando por las calles que daban al muelle. Dondequiera que mirara, había más. Debía de haber decenas de miles.

Se apartó de la ventana. Estaba profundamente desconcertado. ¿Era aquello de lo que hablaba don Gervase, el Contagio, o algo parecido? ¿Formaba todo aquello parte de un gran plan? Quizá sí… El miedo le hizo un nudo en el estómago cuando empezó a caer en la cuenta de que, de algún modo, él también debía de formar parte de aquel gran plan. Y ahora que don Gervase sabía que tenía el frasco, seguro que estaba en su punto de mira. Inconscientemente, se llevó la mano al bolsillo. El frasquito seguía allí. En aquel momento, era la única cosa que podía mantenerlo con vida. Tragó saliva.

—Abel, tienes que ayudarme a escapar.

—¿Ah sí? —dijo Abel con sarcasmo—. Claro, ¿dónde te apetece ir? Australia, Africa, América, elige. Como puedes ver, soy un ricachón.

—Por favor —le suplicó Tom con la voz cargada de desesperación—. Lo digo en serio. Si no escapo, me matarán.

Abel entornó los ojos. Escrutándole el rostro, vio que su miedo era real. Después escupió groseramente al suelo.

—¿Escapar? ¿Cómo?

Tom intentó pensar… ¿cómo podía escapar de aquella gran multitud? Mirando la otra orilla del río, vio una oscura hilera de árboles a menos de dos kilómetros de allí, entre los cuales brillaba un parpadeo de luces.

—¿Qué son esas luces de ahí?

—La casa del piloto fluvial —resopló Abel—. Burdo Yarker.

Burdo Yarker… el nombre le resultó familiar. Se le encendió una lucecita.

—¿Tenía una trompetilla? —preguntó intentando recordar al hombre anciano del abrigo de terciopelo azul que había asistido a la inauguración del museo.

—Ese mismo. Sordo como una tapia.

—¿No cogía huevos de las copas de los árboles y se los metía en la boca?

Abel lo miró con curiosidad.

—Bueno, no me extrañaría nada. Desde luego, está lo bastante chiflado como para hacerlo. Un buen amigo de August Catcher, si no recuerdo mal.

Tom se animó. Burdo Yarker, un amigo de August. Seguro que le ayudaba.

—¿Crees que el hielo está suficientemente firme para cruzar por ahí?

—Puede —respondió Abel encogiéndose de hombros.

—¿Tienes patines?

—Tal vez.

—¿Podrías prestármelos?

Abel miró la oscura masa de hombres que atestaba el río helado. Sus ojos se tiñeron momentáneamente de resignación.

—Por favor, Abel.

—Son de Noah —murmuró—. Son lo único que me queda de él. Pero tú le caías bien, Tom, así que no veo por qué no.

Volviéndose, metió la mano detrás de las cajas que le servían de camastro y sacó de ella una bolsita de arpillera. Dentro había un par de patines recién estrenados, limpios y en perfecto estado.

—Se los compró con el soberano que nos dio August, ¿te acuerdas?

—Sí.

Abel acarició cariñosamente la piel roja y limpió las relucientes cuchillas de acero con el puño de la camisa.

—Corría como una flecha con ellos, ¿verdad?

—Sí.

Los dos se quedaron mirando los patines en silencio, cada uno absorto en sus recuerdos de Noah.

—Bueno, tú tienes más o menos su misma estatura —dijo por fin Abel, y se los puso bruscamente en las manos.

—Será mejor que te los pongas y te vayas. No van a tardar en encontrar este sitio.

Escupió violentamente al suelo, volvió a la ventana y se puso a vigilar. Tom vio que tenía lágrimas en los ojos.

Cinco minutos después, habían salido de la cabaña y estaban junto a un pequeño embarcadero que había río arriba. Tom llevaba puestos los patines de Noah, lo más apretados posible, y los zapatos metidos en los bolsillos del forro polar. Abel miró los patines con admiración.

—¿Cómo te los notas?

—Bien.

—Me alegro. ¿Y cómo te notas tú?

Tom sonrió valientemente, esforzándose por ocultar su nerviosismo. Ante él, el hielo estaba atestado de médicos que patinaban tranquilamente en círculo alrededor del castillo de hielo. ¿Y si lo reconocían? ¿Qué sucedería entonces? Estremeciéndose, se caló el gorro de lana hasta las orejas para protegerse del viento y respiró hondo.

—Yo que tú patinaría entre ellos hasta llegar a los puestos y luego iría en línea recta —susurró Abel señalando las lucecillas que parpadeaban en la otra orilla—. Por ahí es por donde el hielo está más firme. Y, hagas lo que hagas, no mires a ninguno a los ojos. Están todos compinchados.

Tom gruñó, y en ese momento oyeron tras de sí un crujido de madera partiéndose. Al volverse, vieron que un estibador enorme con un impermeable negro estaba destrozando a hachazos la puerta de la miserable caseta de perro de Abel. Cuando hubo terminado, el médico de cara huesuda que había junto a él entró resueltamente en la cabaña.

—¿Ves a qué me refería? —dijo Abel arrepentido—. Ahora nos persiguen a los dos. Y, en cuanto empiezan, ya no paran. Nunca. Será mejor que también me vaya yo. Mirándolo, se despidió de él con un leve gesto de la cabeza.

—Adiós, socio. Buena suerte.

—Adiós.

Tom lo miró mientras su escuálida silueta corría hacia el oscuro laberinto de edificios.

—Y gracias.

Abel se volvió para hacerle un rápido gesto levantando el pulgar. Luego, mirando a derecha e izquierda, se metió entre dos almacenes y desapareció. «Muy bien —pensó Tom—. En línea recta».

Empezando a un ritmo lento, descubrió que las largas cuchillas de los patines de Noah se deslizaban muy bien por el hielo y no tardó en alcanzar una velocidad considerable. En un santiamén se había mezclado con la parlanchína multitud de médicos y, sin despegar los ojos del suelo, se puso a patinar más despacio para escuchar la algarabía de conversaciones que lo rodeaban.

—Dicen que lo ha encontrado.

—Sí, eso es lo que he oído.

—Entonces, seguro que se hace público…

—Desde Mongolia hasta Canadá…

—En todas partes, en todos los continentes…

—Esta vez seguro que lo eligen…

—Lo cual señalará los albores…

—De un nuevo orden mundial…

Y así siguieron, centenares de voces idénticas terminándose las frases unas a otras y hablándose al mismo tiempo. ¿Era de don Gervase de quién hablaban? ¿Y se referían a la poción de August? Tom no lo sabía, pero en ese momento le daba igual. El frasquito azul seguía en su bolsillo y eso era lo único que importaba. Solo tenía que llevarlo hasta la otra orilla para ponerlo a buen recaudo.

Apartándose del gentío, dejó atrás el último puesto y se adentró en la helada superficie del río iluminado por la luna. Se animó y comenzó a dar zancadas cada vez más largas hasta que el reluciente hielo empezó a desdibujarse bajo sus pies. Por delante de él, las parpadeantes luces de la cabaña estaban cada vez más cerca.

«Ve en línea recta. Es por donde el hielo está más firme».

Las piernas le quemaban, y, aspirando una bocanada de frío aire nocturno, miró a su izquierda, donde vislumbró las fantasmales barreras de mimbre colocadas alrededor del agujero que se había tragado a Noah. Ya estaba a medio camino.

«No pares. Sigue en línea recta».

Echando el cuerpo hacia delante, alargó aún más la zancada y sus patines comenzaron a silbar. Tris… tras… tris… tras… Aquello era genial, iba a conseguirlo. Solo tenía que mantener aquel ritmo. Cuando hubo dado otras diez zancadas, volvió a alzar la vista, pero esta vez algo había cambiado: las luces de la cabaña habían desaparecido, sustituidas ahora por una oscura niebla azul que parecía estar avanzando por el hielo hacia él. «Niebla del mar», pensó.

Pero, un momento… por encima de la niebla, los árboles de la otra orilla también parecían estar moviéndose, como cornamentas recortadas contra el cielo. ¿Qué estaba sucediendo? Frenó en seco. Recobrando el aliento, miró la oscura nube de niebla azul que se arremolinaba por delante de él. Algo iba mal… casi parecía que la orilla del río hubiera comenzado a moverse.

Y entonces lo oyó. El repiqueteo. Cascos repiqueteando en el hielo como truenos. Y parecían estar cada vez más cerca. Se le heló la sangre. Algo venía hacia él, rápidamente, y el hielo estaba comenzando a vibrar a su alrededor, a retumbar y sacudirse como en un terremoto. Segundos después, un trineo emergió de la niebla azul, tirado por dos caballos negros con la mirada enloquecida. De pie en el trineo, restallando un látigo inmenso, estaba la inconfundible figura de don Gervase, con su enorme cabeza ahuevada reluciendo como el acero a la luz de la luna. Junto a él iba Lotus, con los largos cabellos negros ondeando al viento y una especie de ballesta bajo el brazo. Venían directos hacia él y los dos parecían completamente locos.