21 Un momento después

Tom Scatterhorn se quedó completamente inmóvil, intentando obviar la sangre que le latía en los oídos a un ritmo demencial. Desde su escondrijo, agazapado bajo el escabel, no podía ver nada salvo las botas negras de Lotus manchando de nieve la alfombra persa. ¿Qué estaba haciendo? Volvió la cabeza hacia la chimenea que tenía detrás y, alargando el cuello, alcanzó a ver el alto espejo colgado sobre la repisa, donde se reflejaba toda la habitación. Allí estaba Lotus, llevando un ajustado mono negro abrochado hasta el cuello, sacudiendo la nieve de su abrigo blanco y colgándolo cuidadosamente detrás de la puerta. Bajándose la capucha, se sacudió los largos cabellos sueltos. Luego cogió la mochilita azul y la arrojó a la mesa de caballete. Tom oyó un chillido amortiguado y la mochila se movió un poco, como si dentro hubiera algo vivo intentando salir.

—No te sulfures, bicho asqueroso —resopló Lotus—. Está a punto de llegarte la hora.

Enojada, se miró el dedo índice, donde tenía una pizca de sangre seca.

—Demonio.

Metiéndose el dedo herido en la boca, se lo chupó. Tom se estaba preguntando qué era lo que le había mordido cuando oyó unos pasos familiares bajando las escaleras y cruzando el vestíbulo. La puerta se abrió y apareció don Gervase, llevando una caja de madera llena de frascos.

—¡No se puede confiar en esos necios para que encuentren nada de nada! —bramó indignado—. Hasta una medusa habría tenido más iniciativa.

Lotus masculló algo. Luego se dejó caer malhumorada en una silla y observó a don Gervase mientras él iba dejando en la mesa los viejos frascos cubiertos de polvo.

—Creía que estos ya los habíamos mirado.

—Por desgracia, no, querida. Por muy tedioso que pueda parecerte.

Tom reconoció de inmediato aquella colección de frascos. Los había visto antes, en el alféizar de la ventana del taller de August. Don Gervase debía de haberlos robado de Catcher Hall en el pasado. Casi ninguno tenía etiqueta y la mayoría estaban vacíos. Obviamente, August había decidido que no eran tan importantes como para llevárselos cuando se marchó. Cuando terminó, don Gervase cogió la caja de madera y estaba a punto de dejarla en el suelo cuando vio algo rodando por el fondo.

—Un momento. —Con su mano huesuda, cogió un sucio frasquito azul, con el tapón aún intacto.

—Hummmmm.

Lo puso a contraluz y pegó uno de sus grandes ojos lechosos al vidrio azul. ¿Había algo dentro? Nada más ver el frasco, Tom se quedó lívido: era uno de los frascos que contenían la poción de August. ¿Por qué no se lo había llevado? No podía haber sido tan despistado como para dejarse uno de sus valiosos frascos, ¿verdad?

—Bueno, este podemos descartarlo —refunfuñó don Gervase, viendo que el frasco estaba completamente seco y no contenía nada aparte de un residuo morado en el fondo. Gruñendo, lo arrojó descuidadamente a la papelera. Tom oyó un clinc amortiguado a sus espaldas y, alargando el cuello, vio la pequeña silueta azul intacta, volcada sobre unos viejos periódicos en el fondo de la papelera. El tapón no se veía por ninguna parte.

—Ahora, querida, a trabajar, si no te importa.

Con impaciencia, don Gervase abrió un cajón del escritorio y sacó un frasco de vidrio transparente en cuya etiqueta había una calavera y dos tibias.

—Voy a alegrarme muchísimo si esto no da resultado —dijo de malhumor Lotus, mirándose nuevamente el dedo herido.

—Venga, Lotus, un mordisquito no va a matarte —se burló don Gervase—. Si es fiero, destrózale las patas y sácale los ojos, como te he dicho una infinidad de veces.

Metiéndose la mano en el bolsillo, sacó un par de lustrosos guantes de piel y se los arrojó. Lotus se los puso sin decir palabra.

—¿Estás lista?

Lotus no respondió.

—Bien.

Inclinándose hacia delante, don Gervase desenroscó cuidadosamente el tapón del frasco de veneno con sus dedos largos y huesudos. Rápidamente, vertió tres gotas en un pañuelo e hizo una seña a Lotus con la cabeza, la cual metió una mano en la mochila. Se oyeron unos chillidos y quejidos desgarradores, pero Lotus los ignoró, rebuscando violentamente en la mochila hasta haber capturado a la aterrorizada criatura.

—Ya te tengo, amiguita —resopló, y apretando bien sacó al animalillo de la mochila.

—¡Puaj!

Don Gervase miró con repugnancia la pelota de pelo blanco y ojos rojos que se retorcía frenéticamente en la mano enguantada de Lotus. Era Plancton.

A Tom nunca le había gustado aquella rata, pero, viendo la situación en que se encontraba, le dio lástima. Aterrorizada y con los ojos desorbitados, Plancton hincó los dientes en el guante de piel de Lotus en un intento desesperado de escapar. Pero ya era demasiado tarde para eso. Con un hábil gesto, don Gervase le puso el pañuelo envenenado en la cara y apretó. Plancton se debatía, sacudiendo las patas en el aire, pero sus movimientos pronto fueron más débiles. Luego, con una última convulsión, se quedó completamente inmóvil en las manos de Lotus.

—Excelente.

Sonriendo satisfecho, don Gervase volvió a tapar el frasco de veneno. Luego, encendió el ordenador y el sensor que había junto a él. La máquina se puso ruidosamente en marcha.

—Estás muerta, rata —susurró Lotus con la voz cargada de odio—. Más muerta que un pájaro dodo.

Don Gervase cogió el sensor y lo pasó lentamente por el cuerpo sin vida de Plancton. Se oyeron algunas interferencias, pero la máquina no registró nada más.

—Parece que tenías razón, querida —gruñó.

Lotus miró con repugnancia los ojos fijos y la boca retorcida de Plancton.

—¿No podemos… dejarla así?

—Sabes perfectamente que no podemos, Lotus, ¿o es que no estás aprendiendo nada? Los animales recién muertos son los mejores y hasta estos despojos pueden resultarnos útiles. —Chasqueó enérgicamente los dedos—. Algodones, si eres tan amable.

Lotus suspiró y apartó una silla de la mesa. Agachándose, cogió unos cuantos alambres y un rollo de algodón que había debajo. Arrancando un trozo de algodón, lo enrolló hábilmente alrededor de un alambre.

—Gracias —dijo él cogiéndolo—. Ahora crucemos los dedos. Número uno.

Empezando por el primer frasco de la fila, don Gervase lo destapó y metió el alambre para que el algodón se empapara del líquido transparente que tenía en el fondo. Sacándolo, lo pasó cuidadosamente por el hocico de Plancton, y cuando juzgó que ya era suficiente cogió el sensor y lo pasó despacio por su cuerpo inerte. La máquina zumbó, crepitó brevemente de un modo casi inaudible y no hizo nada más.

—¡Cáspita! —gruñó claramente frustrado.

Limpiando los restos de líquido del hocico de la rata, repitió el mismo proceso con el segundo frasco. El sensor tuvo una reacción idéntica, y también con el siguiente frasco. Don Gervase repitió el proceso con todos los frascos, enojándose por segundos.

—Espero de veras que tu deseo no se haga realidad, querida —murmuró descartando otro algodón—. El tiempo ya no está de nuestra parte.

A cada nuevo fracaso, a don Gervase se le desorbitaban más los ojos, como si estuviera hirviendo por dentro, pero Plancton seguía totalmente inerte, con una expresión fija de pavor en la cara. Lotus no abrió la boca, limitándose a anotar el tamaño y la forma del frasco y a escribir una cruz junto a los datos antes de preparar otro algodón y dárselo. Ya había visto aquello muchísimas veces y estaba más que harta. Siempre fracasaban.

Para entonces, el aire del estudio estaba impregnado de un mareante olor a sustancias químicas, pero ni don Gervase ni Lotus parecían haberse dado cuenta. Haciendo un gran esfuerzo por dominarse, don Gervase cogió el último frasco de la fila.

—Creo —dijo despacio— que si este no surte efecto se me habrá agotado definitivamente la paciencia.

Los ojos le brillaron con furia contenida mientras intentaba descifrar los fragmentos de etiqueta.

—¿Cabra?

—¿Esencia de cabra, quizá? —sugirió Lotus con sarcasmo—. Puede que August Catcher quisiera que su cabra disecada tuviera un aspecto más cabruno, por lo que hirvió una, le añadió una ramita de romero, dos ojos de oveja cortados a rodajas, una cucharadita de cerebro de chorlito, hocico de vombat…

—Muy agudo, Lotus —la interrumpió don Gervase—. Menudo sentido del humor tienes.

Lotus se rió de su chiste mientras preparaba el último algodón y se lo pasaba. Líquido de Cabrat, pensó Tom. Contenía estricnina, ¿no? Observó mientras don Gervase extendía el veneno en el hocico de Plancton, sabiendo que si había algo que seguro que no resucitaba a la rata era eso. El sensor zumbó y luego se paró. Como era de prever, no había registrado nada en absoluto.

—¡MALDITA SEA!

Don Gervase se levantó bruscamente y arrojó el cuerpo inerte de Plancton a la papelera. La piel macilenta se le había enrojecido y tenía los ojos inyectados en sangre.

—Esto es… es… es… —Le faltaban las palabras.

—¿Una pérdida de tiempo colosal? —sugirió Lotus con expresión de hastío—. Entonces, ¿por qué no esperamos simplemente hasta que el museo sea nuestro y podamos hacerlo pedazos?

—¡Eso es! —exclamó don Gervase en español—. ¡Eso haremos, destrozarlo! ¡Pero incluso entonces es posible que no lo encontremos a tiempo! —Comenzó a pasearse de arriba abajo con rápidos pasitos—. ¿No te das cuenta, Lotus, de que apenas quedan unas horas para el Contagio? Van a reunirse millones de millones en todas partes. ¿Y qué se supone que voy a decirles? ¿Qué le digo a la Cámara? Que sí, que después de dedicar toda mi vida a buscarlo, en todos los siglos, en todos los rincones del planeta, yo, don Gervase Askary, he descubierto por fin la fuente, en Dragonport, un lugar totalmente improbable, ¡dentro precisamente del museo donde centenares de nuestros agentes ya han inspeccionado! Pero, por desgracia, no, sus ilustrísimas, no puedo aportar ni una gota, nada, ni siquiera el más mínimo átomo. Y, peor aún, debo admitir que el propio August Catcher se me ha escapado. ¡A MÍ!

Don Gervase dio una patada tan fuerte a la pared que la agujereó y comenzó a retorcer los dedos como si fueran serpientes.

—Ese tendría que ser mi gran momento —resopló—, ¡mi gran momento! Pero no, en vez de eso, estoy humillado. ¡Rodeado de necios e ineptos!

Lotus bostezó. Ya estaba habituada a sus arrebatos.

—Aún puedes interrogar al niño antes de que lo matemos —sugirió con pretendida indiferencia—. Si es uno de ellos, seguro que sabrá algo.

—¡Exactamente, Lotus! ¡Lo cual podría haber hecho! ¡Hasta podría haberlo cortado en rodajitas y haber examinado cada milímetro de su cuerpo si tú no lo hubieras dejado escapar! —Don Gervase había alzado la voz y estaba a punto de perder los estribos—. ¿O es que ya lo has olvidado?

—No estaba segura…

—¡No estabas segura! Vamos a pagar un precio muy alto por ese fallo, Lotus, ¡un precio altísimo!

Don Gervase la miró con la frente aún más abombada que de costumbre. De pronto, la voz se le había teñido de amenaza.

—Alguien va a tener que responsabilizarse de esto. Habrá un ajuste de cuentas y no será agradable. ¿Debo recordarte que ahí fuera hay criaturas cuya existencia apenas podrías imaginar?

—¿Como qué? —resopló Lotus fingiendo que aquello le traía sin cuidado.

—Prototipos, híbridos, perversiones. Fenómenos. —Don Gervase abrió los ojos de forma exagerada—. Yo lo sé, Lotus. Los he visto. Conozco todas sus tretas. —Se pasó la lengua por los finos labios y entornó mucho los ojos—. Pero tú, querida mía… tú no los conoces.

Lotus miró a don Gervase, que se erigía sobre ella como un gigantesco murciélago. Por primera vez, Tom percibió un destello de miedo en sus ojos.

—¿Qué estás diciendo, papá? —le espetó—. ¿Que es culpa mía? ¿Que yo debo pagar por tu fracaso?

—Alguien debe hacerlo —razonó don Gervase—. Y deja de llamarme «papá», ¿quieres? Es una sensiblería.

Lotus lo miró con el ceño fruncido mordiéndose el labio.

—¿Y qué quieres que haga?

—Tráeme a Tom Scatterhorn —gruñó don Gervase casi en un susurro—. Ya es hora de que nos deshagamos de él para siempre.

Justo entonces, Tom oyó unos débiles arañazos tras de sí. Volviendo la cabeza para mirar la papelera, vio el cuerpo blanco de Plancton tendido sobre los periódicos.

Cric… cric… cric…

Otra vez. Tom se preguntó si no se estaría imaginando aquel ruido; apenas era audible bajo el de los troncos que crepitaban en la chimenea. Entonces, de repente, Plancton parpadeó. Tom contuvo la respiración. Luego, la rata parpadeó otra vez, y otra. Acto seguido, se incorporó y miró a Tom, que casi gritó de la sorpresa. ¡Plancton estaba viva! Pero… debía de haber sido el frasco azul. No contenía líquido, pero… ¡eso daba igual! Tenía aquel residuo morado cristalizado en la base… de algún modo, debía de seguir produciendo aquel intenso olor a jacinto y cera de suelo…

Ni Lotus ni don Gervase se habían percatado de lo que estaba sucediendo en la papelera, lo cual era una suerte, porque Plancton se había erguido sobre sus patas traseras y estaba olfateando el mareante cóctel de sustancias químicas que impregnaba el aire.

—Plancton —susurró Tom tan bajo como pudo—, ven aquí, bonita.

Se puso a hacerle señas frenéticamente mientras la rata lo miraba asomada al borde de la papelera. Al principio, parecía reconocerlo, aunque también parecía estar preguntándose qué diablos hacía agazapado bajo el escabel.

—Ven, bonita, ven…

Si pudiera convencer a aquella rata espantosa para que saliera de la papelera y fuera hasta él, podría cogerla y metérsela en el bolsillo hasta que todo hubiera terminado. Lo último que quería era que Lotus o don Gervase descubrieran que había resucitado. Pero Plancton era una rata testaruda que jamás había hecho lo que le pedían, y no tenía ninguna intención de empezar a hacerlo ahora. Arrugando el hocico con aire desafiante, saltó de la papelera y echó a correr por la alfombra.

—¡Vuelve! —suplicó Tom—. ¡Plancton!

Sin poder hacer nada, la vio meterse entre las pilas de periódicos de camino a la puerta.

«Ya está —pensó—. Ahora seguro que la ven». Pero, cuando se volvió para mirar el espejo, se dio cuenta de que había una posibilidad remota de que no lo hicieran. Lotus estaba hundida en una silla junto al fuego, escuchando a su padre, mientras don Gervase se paseaba por delante de la librería. Había recobrado la calma y estaba dándole un sermón soberanamente aburrido.

—Es del todo inconcebible, te lo aseguro, que ese crío viaje por casualidad —dijo cogiéndose la nuca con las manos y volviendo a soltársela—. Obviamente, lo ha enviado alguien, o algo, para que encuentre el elixir antes que nosotros. A su padre lo podemos descartar de inmediato. Se dirigieron a él del modo habitual, con cartas del Movimiento, halagos, zalamerías, la promesa de revelarle grandes secretos, las artimañas de siempre. Y lo vigilaban. Pero ¿qué encontró? Nada, no sabe miente. Igual que todos los demás, una pandilla de aficionados.

Y esos cretinos con los que viajaba lo mismo, unos gorrones, unos bufones que confían en tener un golpe de suerte. Pero ese pájaro repugnante me desconcierta. Ya he tenido tratos con criaturas parecidas y son increíblemente irritantes. ¿Por qué lo protege? No será porque se lo haya pedido el memo de Jos Scatterhorn, ¿no? O su ridicula esposa, Snelba, Zelba, ¿cómo se llama?

Lotus no respondió. De hecho, ya no estaba escuchando ni una sola palabra. Por el rabillo del ojo había visto algo blanco abriéndose camino entre las pilas de periódicos y, muy lentamente, giró la silla para verlo de frente. Cuando llegó a la última pila de periódicos, Plancton salió súbitamente a campo abierto y corrió hasta el rincón. Estaba a punto de colarse por debajo de la puerta cuando echó un último vistazo al estudio. En ese preciso instante, sus ojillos rojos se encontraron con los de Lotus y, durante una milésima de segundo, las dos se quedaron demasiado estupefactas para reaccionar.

—Naturalmente, se ha presentado por algún motivo —dijo don Gervase a la librería—. Ese crío debe de saber que el Contagio solo sucede cada dos mil años, bueno, casi cada dos mil…

De repente, Plancton chilló despavorida y se coló por debajo de la puerta justo cuando Lotus se levantaba de un salto y corría tras ella. Volviéndose, don Gervase se sorprendió al ver que se había quedado solo.

—¿Lotus? —espetó enojado—. ¡Lotus! ¡Vuelve ahora mismo!

Se oyó un chirrido en el pasillo, seguido del ruido de una raqueta de tenis rebotando en las losas del suelo.

—¿Qué pasa ahora? —gruñó don Gervase, y salió rápidamente al vestíbulo.

Al oír el alboroto del pasillo, Tom se dio cuenta de que aquella era su única oportunidad. No tenía la menor idea de quiénes eran don Gervase y Lotus ni de cómo habían influido ya en su vida. Quizá fueran del futuro, o del pasado, pero una cosa estaba clara: no se detendrían ante nada para encontrar la poción de August. Destruirían el museo, y estaban preparándose para matarlo a él. No debían tenerla. Él debía robarla para protegerse.

Saliendo de su escondrijo, se arrodilló delante de la papelera y, rebuscando frenéticamente entre los periódicos, sacó el frasquito azul y el tapón de vidrio. Llevándoselo a la nariz, reconoció el olor de inmediato. Jacinto y cera de suelo; seguía allí, tan intenso como siempre. Tapó el frasco y tuvo el tiempo justo de metérselo en el bolsillo antes de oír unos pasos furiosos acercándose.

—¡Esto es imposible! —rugió don Gervase.

Tom se escondió rápidamente detrás del sillón que había junto a la chimenea justo cuando la puerta se abrió.

—¡Completamente imposible!

Don Gervase entró en el estudio como si estuviera poseído, y dando rápidos pasitos fue hasta la papelera, donde comenzó a inspeccionar los periódicos en busca de pistas. No había ningún rastro de sustancias químicas. Los periódicos ni siquiera estaban mojados. ¿Cómo podía haber resucitado la rata?

—Me niego a creerlo —gruñó con voz pastosa—. Estaba vacío, totalmente seco.

Pero ¿dónde estaba el frasco vacío? Puso la papelera boca abajo y la sacudió con fuerza, arrojando todos los periódicos al suelo. Allí no estaba. Presa de otro arrebato de cólera, alzó la papelera y la arrojó contra la librería.

¡CHAS!

El cristal se rompió y Tom se protegió con las manos cuando los pedazos cayeron sobre él.

—¡NI RATA, NI FRASCO, NI POCIÓN!

Don Gervase chillaba, totalmente fuera de sí. Parecía dispuesto a destrozar todo el estudio, si era necesario. Inclinándose hacia delante, clavó las uñas en la piel del escritorio, en un intento desesperado por calmarse.

—Pero ¡cómo! —balbució—. ¿Cómo, cómo, cómo?

Entonces se le ocurrió una idea y entornó sus grandes ojos lechosos. Puede que, después de todo, tuviera razón. Puede que el frasco sí estuviera vacío y esa rata sí estuviera muerta. Eso significaría que la había revivido alguna otra sustancia, contenida en el frasco… algo que él no veía… ¿qué podía ser? Se pasó la punta de la lengua por los feos dientes cariados.

—Claro —bufó de pronto, y la revelación que acababa de tener le abrió desmesuradamente los ojos.

Estaba comenzando a verlo claro. Lo que buscaba no era un líquido. Era algo incoloro e invisible: ¡un gas! Un gas que había estado atrapado en aquel frasco azul vacío, ¡un gas tan concentrado que hasta su más mínima emanación podía resucitar una rata! Y por eso no lo encontraba, porque no lo olía. De hecho, él no tenía olfato. Por eso le había sido inaccesible durante todo aquel tiempo el secreto de August Catcher.

—Bien, bien, bien.

Se rió entre dientes. Qué necio había sido, precisamente él. Un error tan elemental. Tener olfato podría haberle ahorrado muchos problemas. Pensar en todos los lugares donde había estado, todo el caos que había ocasionado, en busca de algo tan simple como un olor… vaya, vaya. Pero ¿dónde estaba el frasco? Comenzó a pasearse por el estudio, dando patadas a los periódicos y esparciéndolos por doquier. No se podía haber perdido. Llamaba demasiado la atención… los frasquitos azules que contenían el secreto de la vida no desaparecían así como así… Se detuvo un momento y la mirada se le encendió. Alguien que conocía su valor lo había robado, alguien que estaba muy cerca. Un viajero del tiempo, un enemigo, ¡un asesino! Tom Scatterhorn, ¿quién si no?

Miró amenazadoramente a su alrededor y, sacándose una pequeña navaja de acero de la manga, la abrió con mucha destreza. Tom se encogió al ver el filo: era corto y azulado y acabado en punta, como el aguijón de un escorpión.

—Veamos, ¿dónde hay un buen escondrijo? —susurró dirigiéndose a la chimenea, haciendo girar la navaja en la mano—. ¿Aquí, quizá?

Tom se notó el corazón palpitándole en las sienes y se esforzó por no respirar. Por debajo de su sillón, vio venir directamente hacia él dos pies diminutos calzados con unas botas negras terminadas en punta.

—Será mejor que salgas —susurró melosamente don Gervase. Las botas fueron acercándose cada vez más, deteniéndose justo delante de su sillón. Tom notó un escalofrío por todo el cuerpo mientras el aire parecía enfriarse a su alrededor y casi pudo oler a don Gervase abalanzándose sobre él.

—Sal, ratoncito, sal, sal, dondequiera que estés…

Don Gervase se quedó callado y tosió. Entonces, las botas rechinaron y giraron bruscamente, volviéndose otra vez hacia la habitación.

—Sé que estás aquí —continuó—. ¿Quién si no iba a querer el frasco? Y sería una lástima que tuvieras que correr la misma suerte que… tus padres. Sería una verdadera pena, ¿no crees, Tom? —Miró de un lado a otro, pendiente del menor movimiento—. Casi imperdonable.

Tom no tenía la menor idea de si aquella amenaza era o no cierta. Le traía sin cuidado. Poniéndose rápidamente a gatas, se lanzó contra el respaldo del sillón, empujándolo con tanta fuerza que se volcó y golpeó a don Gervase por detrás, derribándolo en la alfombra. Justo después, Tom pasó velozmente por encima de su cuerpo desmadejado y corrió hacia la puerta.

—¡Lotus! —rugió don Gervase mientras se ponía de pie—. ¡Lo tiene el crío! ¡Está huyendo!

Tom subió las escaleras de dos en dos. Cuando llegó al rellano, se volvió y vio a Lotus saliendo del salón con Plancton retorciéndosele en la mano. Al verlo, la sorpresa la dejó boquiabierta.

—¿Tom? ¿Dónde…?

—¡No te quedes ahí parada! —gritó don Gervase saliendo al vestíbulo, arrebatándole la rata y arrojándola al suelo—. ¡Mátalo! ¡Mata a Tom Scatterhorn!