Tom tardó unos minutos en asimilar la noticia de la venta del museo. Siguió tristemente a Melba y a Lotus mientras recorrían el museo, extrañándose de que Jos hubiera decidido rendirse tan pronto. Parecía totalmente impropio de él. Dentro de dos días, el museo pasaría a otras manos y todo se habría acabado. Se estremeció al pensar en qué le sucedería entonces.
—Viene aquí siempre que puede —estaba diciendo Melba mirando en su dirección—. Imagino que ya debes de haber explorado casi todos los rincones, ¿no, Tom?
Tom masculló alguna evasiva.
—Seguro que te has encontrado con sorpresas de toda clase —dijo Lotus sonriendo—. Este es un sitio genial para perderse.
—No lo dudes, querida —continuó Melba sacándose a Plancton del bolsillo y poniéndole otra pastilla de chocolate entre las patas rosas—. Ha estado revolviendo en todos los armarios, debajo de las escaleras, incluso en el cobertizo del jardín.
—Ah, ¿sí?
Lotus estaba intentando disimular su curiosidad.
—Oh, sí, fascinado por todo lo que cuentan de este sitio tan viejo y por el arte de la taxidermia. —Melba bajó la voz y le susurró al oído—: Hasta ha pedido un juego de química para Navidad.
Lotus abrió desmesuradamente los ojos.
—¿De veras?
—Le apetece adecentar un poco esto.
Lotus se volvió y Tom notó sus ojos clavados en él.
—Cuánto me gustaría saber qué has estado haciendo —dijo entusiasmada—. Seguro que, a estas alturas, ya eres todo un experto.
Tom se encogió de hombros y se puso a mirar el mono narigudo.
—En realidad, no sé mucho —dijo inexpresivamente—. Me temo que soy solo un principiante.
Aquello era cierto, por desgracia. August rara vez se había molestado en explicarle cómo elaboraba nada, en particular su poción, pero Lotus seguía mirándolo fijamente, sin estar segura de creerlo o no.
—Tu pariente August Catcher era un hombre muy listo —dijo Melba dando a Plancton un afectuoso achuchón mientras el roedor daba cuenta del chocolate que le quedaba—, pero estoy segura de que eso ya lo sabes.
—Eso decían. Aunque, naturalmente, siendo de Perú, apenas sabíamos nada de él. De hecho, solo descubrimos la existencia de este museo por casualidad.
—¿Ah sí? —Melba pareció levemente sorprendida—. ¡Cielos! Bueno, debió de ser una buena sorpresa.
—Oh, lo fue. Pero, a veces, cuando se busca algo muy concreto, hay que esperar lo inesperado, y sir Henry y August Catcher fueron una pareja muy misteriosa, ¿no cree? —dijo Lotus volviendo a sonreír.
—Así es, querida —respondió Melba sin estar muy segura de a qué se refería—. Da igual. Estoy segura de que Tom te enseñará el oficio. Sabe dónde está todo casi mejor que yo. ¿Verdad, Tom?
Tom sonrió fríamente.
—Eso espero —dijo Lotus con una sonrisa radiante—. Me muero de impaciencia.
Tom las siguió hoscamente cuando empezaron a subir las escaleras, sabiendo que también él se estaba muriendo de impaciencia. Ya llevaba demasiado tiempo jugando al ratón y al gato con Lotus y don Gervase. ¿Eran únicamente una banda de sofisticados ladrones de joyas que habían descubierto el modo de viajar en el tiempo? Desde su conversación con la gran águila, aquella explicación ya apenas le parecía plausible. ¿Podía el zafiro justificar todo lo que había sucedido? Era inmensamente valioso, sin duda, pero Tom tenía la sospecha, honda y persistente, de que el gran pájaro estaba en lo cierto. Allí había algo más en juego, una fuerza mayor y más siniestra que Tom no comprendía del todo. Y estaba acechando sobre él y el museo como una enorme garra negra, aguardando para atacar.
Tom observó a Lotus mientras ella caminaba por delante de él en la penumbra, con el largo cabello negro recogido en una apretada trenza que relucía como una serpiente. ¿Por qué querían matarlo? El mero hecho de pensar en eso lo paralizaba, pero estaba decidido a poner fin a aquella persecución. No quería despertarse en mitad de la noche para encontrar a un asesino desconocido con un machete junto a su cama. El ataque era la mejor defensa, como siempre decía su padre. Para descubrir de una vez por todas qué estaban buscando realmente los Askary, para averiguar qué querían realmente, iba a tener que tomar la iniciativa. Iba a tener que entrar en Catcher Hall para hallar la respuesta, antes de que el museo se vendiera y ya fuera demasiado tarde. Lo cual significaba esa misma noche.
—Mel-bi-ta —canturreó Jos con voz de borracho cuando abrió la puerta—. Melbita, Melbita, Mel-bi-ta.
No obtuvo respuesta. Había salido tardísimo del bar y Melba ya llevaba horas acostada.
—¿Melbita? ¡Por las barbas de Neptuno! —dijo entre dientes y, andando a tientas por el pasillo a oscuras, comenzó a silbar una desafinada tonadilla mientras subía lentamente las escaleras.
Tom estaba en la cama, vestido y escuchando. Nada más oír que se cerraba la puerta del dormitorio, miró el reloj y comenzó a contar mentalmente los minutos. Estaba excitado y un poco nervioso por su misión de aquella noche y, para cuando hubo contado siete minutos, reinaba un silencio absoluto. Bien. Con un poco de suerte, Jos estaba tan ebrio que se habría quedado dormido al instante. Dirigiéndose sigilosamente a la ventana, se puso los guantes y miró los tejados de las casas. La fuerte lluvia que había estado cayendo durante todo el día se había convertido en aguanieve y los grandes copos se arremolinaban desordenadamente en torno a las farolas naranjas. «¿Qué importa una ventisca de nada?», pensó, y sonriendo resueltamente se caló el gorro hasta las orejas, sabiendo que ahora ya no había vuelta atrás. Se había embarcado en aquella descabellada aventura en el momento en que cayó por el fondo de la cesta de mimbre, quizá incluso en el momento en que puso un pie en el Museo Scatterhorn. Había llegado la hora de zanjarla de una vez por todas.
Abriendo cuidadosamente la ventana, se encaramó al alféizar y, volviéndose, alargó un pie hasta tocar la cañería que descendía por un borde de la casa. Empujándola un poco, decidió que era lo bastante sólida como para soportar su peso y, con un ágil movimiento, se agarró primero con una mano y luego con la otra. Segundos después, se estaba deslizando por ella antes de caer al patio trasero dándose un buen golpe. La cañería estaba tan fría que las manos le quemaban. Frotándoselas en los pantalones, corrió hasta el muro del jardín y utilizó el cobertizo para encaramarse a él. Ahora estaba nevando copiosamente y, quitándose los grandes copos de los ojos, iba a descolgarse hasta la acera cuando notó un cosquilleo en la nuca, como si alguien lo estuviera observando. Al mirar el museo, vio la gran cara triste del gorila pegada al cristal. El primate alzó su inmensa mano peluda y abrió una rendija la ventana.
—Buena suerte —susurró.
—Oh, gracias.
Tom le dijo adiós con la mano sonriendo resueltamente.
—La fortuna sonríe a los valientes, amigo.
«La fortuna sonríe a los valientes». Tom se caló el forro polar hasta la nariz, bajó sigilosamente a la acera y comenzó a cruzar la ciudad. Era como caminar entre fantasmas, porque Dragonport parecía casi abandonada en la ventisca, sus edificios parecían nada más que sombras grises en el embravecido mar de copos. Salvo por unas cuantas chicas que tiritaban junto a un cajero automático y un taxi, llegó al pie de la colina de Catcher Hall sin ver a nadie. Se alegró. Como ladrón, no quería que hubiera demasiados testigos. Comenzó a subir por la empinada cuesta, y al pasar por delante de las hileras de casas adosadas que se apiñaban en la oscuridad, en cada ventana, vio árboles de Navidad cargados de luces y regalos. Fue como vislumbrar otro mundo, un lugar acogedor y familiar donde había rostros felices y sonrientes, igual que en un anuncio de televisión. Apretó los dientes y siguió adelante, esforzándose por obviar. Aquello era la vida normal. Aquel era el tipo de lugar donde él había vivido hacía muchos años. Ahora, Tom era distinto. Tenía que serlo.
Pero no era tan distinto. Pese al viento glacial que estaba comenzando a cortarle las mejillas, se descubrió añorando a sus padres más que ninguna otra cosa. ¿Dónde estaban? Imaginó a su padre en su tienda de campaña rodeada de nieve al borde de un bosque inmenso, con el ojo pegado al microscopio, abstraído, mientras su madre se abría paso por un solitario puerto de montaña gritando su nombre. Y allí estaba él, a la intemperie en aquella noche desapacible a punto de allanar una casa. Los Scatterhorn estaban dispersos por la faz de la tierra y él no podía hacer nada al respecto, salvo seguir adelante. El gran pájaro estaba en lo cierto: ahora tenía un destino, y era aquel.
Cuando alcanzó la cima de la colina, atravesó la calle y entró sigilosamente en el camino particular de Catcher Hall, listo para esconderse entre los laureles si veía el Bentley, a Zeus, el perro, o a cualquiera que estuviera vigilando la casa en aquella fría noche. No vio a nadie y pronto se encontró ante la inmensa mole de Catcher Hall, perfilada contra el pálido cielo nocturno. Dando un rodeo por los tejos, llegó al murete que discurría por delante del estudio y, asomándose a él, miró entre los huecos de los postigos. Vio los reflejos azules intermitentes de pantallas de ordenador en las vitrinas acristaladas y oyó un piano sonando a lo lejos. Tras quitarse los copos de los ojos, esperó ver pasar a Lotus o a don Gervase por delante de la ventana en cualquier momento, pero, al cabo de cinco largos minutos, seguía sin detectar ningún movimiento en el estudio. Tal vez no estaban. Tal vez debía intentar abrir la ventana. No, eso era demasiado peligroso. Lo mejor sería ceñirse al plan original y utilizar la entrada secreta de August.
Saltando el murete con mucho sigilo, se dirigió al borde de la casa y, buscando a tientas la vieja cañería de hierro, le alivió descubrir que seguía allí, ahora semioculta por un arbusto. Agarrándose a las enmarañadas ramas lo mejor que pudo, se puso a trepar por ellas hasta alcanzar la pared. Lentamente, comenzó a subir por la fría cañería metálica, poniendo los pies y las manos en los mismos apoyos y asideros de la pared que había utilizado la última vez, hacía más de un siglo. Era un ejercicio fatigoso, y también sofocante, y cuando llegó al segundo piso, estaba jadeando y el sudor le picaba bajo el gorro de lana. Con un último esfuerzo, se encaramó a las almenas y saltó al ancho canalón, donde se quedó sentado hasta recobrar el aliento. ¡Caramba, menuda subidita! Más le valía que la bajada fuera más fácil. Con el corazón palpitándole, miró el tejado y vio que la estrecha claraboya del taller de August seguía allí. Aquello lo alivió, pero le pareció que estaba muy arriba y pronto supo por qué: la corta escalera de madera que antes conducía hasta ella no estaba. Debía de haberse podrido. Se maldijo enfadado. ¿Cómo podía haber cometido un error tan simple? El tejado era demasiado empinado para subir por él sin la escalera y estaba cubierto de nieve. Sería como intentar ascender por una pared de hielo. Iba a tener que bajar y buscar otro modo de entrar. No. No ahora que ya había llegado hasta allí. Tenía que haber otro modo. «Piensa, Tom».
«¡Piensa!».
Volviendo a mirar el tejado azotado por la ventisca, se fijó en la chimenea que se alzaba hacia el cielo por encima de la claraboya. Parecía tener algo asegurado a un lado: una barra metálica. ¿Podía ser un pararrayos? «Los pararrayos están clavados en tierra —razonó—. Tienen que estarlo. Quizá…». —Metió la mano bajo la nieve y sus fríos dedos dieron con algo. Retiró la nieve y encontró un grueso cable de cobre, tendido sobre las tejas como una cuerda. Al quitar más nieve, vio que, cada pocos palmos, había grandes abrazaderas sujetándolo al tejado. Respiró aliviado. Ahora podía seguir adelante. Lo único que tenía que hacer era trepar por el pararrayos hasta situarse por encima de la claraboya, bajar hasta ella y rezar para que estuviera abierta. ¿Y qué haría si no lo estaba? Miró abajo y sintió vértigo. Con toda probabilidad, resbalaría por el tejado, rebotaría en las almenas como una pelota y caería al suelo desde tres pisos de altura. Aquello era una auténtica locura. «Bien hecho, Tom; ¡buen plan!», se dijo negando con la cabeza. ¿Se había vuelto loco de remate? Quizá sí. Por alguna razón, desde que se había ido a vivir con tío Jos había descubierto su faceta intrépida y estaba seguro de que un día eso iba a traerle graves problemas. Pero no aquella noche. Aquella noche no iba a sucederle nada.
No podía sucederle nada.
Apretó los dientes y empezó a trepar por el resbaladizo cable de cobre. Cinco minutos después, lo había logrado y estaba inestablemente agachado en el borde de la claraboya. Pese al cortante viento nocturno, sudaba tanto que los ojos le escocían. No se atrevió a mirar abajo. Daba demasiado miedo. Parecía estar a kilómetros de altura, aferrándose al borde de un precipicio. Un resbalón en el tejado nevado y ya no lo contaría. Agarrándose bien al borde de la claraboya, corrió el pestillo y golpeó el marco de hierro con todas sus fuerzas. La oxidada bisagra chirrió y cedió un poco, luego otro poco y después dejó de hacerlo, dando la impresión de haberse trabado. Tom volvió a golpear el marco con el pie varias veces más, queriendo obligarlo a ceder.
—Por favor —susurró a la claraboya—, ábrete…
Pero el marco se negaba a moverse, como si dentro hubiera algo que se lo estuviera impidiendo. Tom tenía los dedos tan fríos que le dolían. Sabía que no iba a poder aguantar mucho más. La bajada lo mataría…
—¡Ábrete, puñetera! —chilló, y maldijo en voz alta. Desesperado, alzó ambos pies y comenzó a dar violentas patadas al vidrio. Si se cortaba, le daba igual, pero tenía que salir de aquel tejado… De repente, oyó un ruido amortiguado y cayó como una piedra.
¡Puf]
Se dio un golpe tan fuerte contra el suelo del taller que se quedó sin aire en los pulmones. Los vidrios rotos de la claraboya llovieron a todo su alrededor.
Permaneció mucho rato inmóvil, con la cara pegada al suelo. La cabeza le daba vueltas y, por un instante, se preguntó si no estaría paralizado. Abriendo un ojo, vio su mano delante de él, temblando de forma incontrolada. Solo ahora que se encontraba dentro de la casa estuvo dispuesto a admitir el riesgo que había corrido. Estaba muerto de miedo. Volvió a cerrar los ojos y respiró el aire frío y húmedo del taller, que seguía conservando un inconfundible olor a animal. Aquello había sido una locura y él había salido ileso, no sabía cómo. Puede que la próxima vez no tuviera tanta suerte.
«Puede…».
El olor a animal del taller le resultó curiosamente reconfortante, pero, poco a poco, comenzó a darse cuenta de que no tenía ningún motivo para sentirse seguro allí.
Sin August, Catcher Hall era un lugar peligroso. Una tela de araña en la que él había entrado voluntariamente.
Levantándose del sucio suelo, encendió su pequeña linterna plateada y miró a su alrededor. El taller era un caos. Habían arrancado las estanterías de las paredes, los armarios estaban destrozados en el suelo y había alambres y trapos esparcidos por doquier. La vitrina de las «Rarezas» estaba volcada en un rincón, con los despojos del patito de cuatro patas diseminados junto a ella. Casi parecía que un animal salvaje desbocado hubiera puesto aquel lugar patas arriba.
¿Y ahora qué? Tom no estaba seguro. Si don Gervase había estado buscando algo allá arriba, había sido muy descuidado, porque la destrucción era total. Por otra parte, cualquiera podía haber destrozado el taller en el último siglo. Eso no demostraba nada. Tenía que seguir indagando. Respiró hondo y fue hasta la puerta de puntillas para salir a la escalera sumida en la oscuridad. Oyó ruido de cañería a lo lejos, pero, aparte de eso, en la casa reinaba un silencio sepulcral. ¿Hacia dónde?
¿Abajo, al estudio? No, pensó rápidamente, aún no. No quería entrar todavía en el centro de la telaraña. Mejor quedarse arriba. Justo entonces oyó unos rápidos pasos en las losas del vestíbulo y, asomándose al barandal, vio fugazmente el abrigo blanco de Lotus en la puerta.
—¿Cuánto vas a tardar? —preguntó don Gervase desde el estudio.
—Una hora, a lo sumo.
—Asegúrate de no tardar más.
Lotus no respondió, pero Tom oyó un portazo y supo que había salido.
«Bien —pensó—. Una preocupación menos. Venga, concéntrate». A su izquierda estaba el largo pasillo que conducía al cuartito de madera por donde él había llegado al pasado. A su derecha, había otro pasillo que discurría por el ala este de la casa. Llevaba al dormitorio de August, pero Tom tenía únicamente un vago recuerdo de lo que había después. Solo se acordaba de que era una parte de la casa mucho más vieja que se abría rara vez o nunca. Miró rápidamente a ambos lados y optó por dirigirse al cuartito de madera. Puede que el baúl siguiera allí, puede que don Gervase y Lotus también lo hubieran encontrado. Al menos, eso explicaría algo.
Cruzando rápidamente el rellano, comenzó a recorrer el pasillo que conocía, procurando no salirse de la deshilachada alfombra para que sus pasos se oyeran lo menos posible. Cuando llegó a la puerta, giró el pequeño picaporte de ébano, pero, al abrirla, lo que vio le cogió totalmente por sorpresa: el cuartito lleno de baúles que esperaba ver se había transformado en un baño, con papel pintado en las paredes y una alfombrilla lanuda en el suelo. En el rincón, donde antes estaba el baúl, había una bañera de hierro fundido. Cerró la puerta sin hacer ruido y volvió al rellano con la cabeza a mil. Fuera cual fuese su vía para viajar a la maqueta, al pasado, definitivamente no lo hacían por allí. Tenían que haber encontrado otra forma… Al llegar al final de la escalera, se detuvo, aguzó el oído y, una vez más, no oyó nada. El silencio significaba que don Gervase debía de seguir abajo en el estudio.
¿Y ahora qué? El otro pasillo. A lo mejor encontraba alguna pista allí. Puede que aquella vieja ala ya no estuviera cerrada. Armándose de valor, cruzó rápidamente el rellano y echó a correr por el tortuoso pasillo, pasando por delante del dormitorio de August y deteniéndose ante la puerta del fondo. Cautelosamente, probó el picaporte y la puerta cedió, abriéndose a una galería alargada y escasamente iluminada en la que Tom no había entrado nunca. Colgados a lo largo de toda una pared, había adustos retratos de miembros de la familia Catcher vestidos con armaduras y pelucas. Enfrente, bajo una serie de ventanales, había un lucio, un salmón y una trucha puestos en fila, todos pescados y disecados por August. Tom comenzó a avanzar muy despacio por aquella sala húmeda y mal ventilada, viendo el vaho de su respiración y mirando los austeros retratos uno a uno. Apenas había dado unos pasos cuando oyó un débil murmullo…
—H u mmmmmm-h u mmmmmm-hu nimmmmm.
Se quedó paralizado. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo.
—Grummmmmm… Mummmmmm-hummmmmm.
Otra vez: parecía provenir de la pared. Alumbró el lucio con su linterna y vio que estaba moviendo los labios de forma casi imperceptible. ¿Era un efecto de la luz? Entonces oyó otro sonido, emitido por la trucha. Murmullos… como monjes recitando… De repente, supo qué era. Se trataba de los peces. ¡Estaban cantando! Sonrió para sus adentros y apagó la linterna. Así que August también debía de haber utilizado su poción allí. Despacio, fue internándose en la sala, escuchando los tristes murmullos que provenían de cada vitrina.
—Gloria haya en el último día —murmuró el lucio.
—En el día final, para ser más exactos —lo corrigió la anguila.
—Cuando suenen las trompetas y concluya la espera —añadió la trucha—. Y el canon de los peces clausure la era.
—Mandando al mar a unos, y a otros a las llamas.
—Para que en ellas ardan por siempre jamás.
—Por siempre jamás —canturrearon—, por siempre jamás, por siempre jamás, en las llamas del averno.
—Seáis pez, bestia, ave u obispo.
—Arderéis todos en las llamas del averno.
Tom contuvo una risita. ¡Así que era aquello lo que August había hecho con el librito de Sermones para el día del Juicio! Lo había utilizado para rellenarles la cabeza. Ojalá pudiera verlos ahora. Aquello lo habría hecho reír. Tom estaba tan absorto en la extraña canción de los peces que no oyó los pasos hasta que casi fue demasiado tarde.
¡Clip-clop! ¡Clip-clop! ¡Clip-clop!
Parecían piquetas golpeando piedra, cada vez más cerca… ¡Clip-clop! ¡Clip-clop!
Miró frenéticamente a su alrededor. ¿Dónde podía esconderse? Más adelante había una ventana con gruesas cortinas bordadas. Aquel era el lugar. Corrió hasta él y se ocultó tras la gruesa tela, pegándose a la ventana justo a tiempo para ver la alta figura de don Gervase caminando por la sala en su dirección, vestido con un largo abrigo negro. Parecía demasiado interesado en el papelito que llevaba para apreciar el bulto de la cortina, y pasó por delante de Tom sin detenerse hasta alcanzar el final del pasillo.
—Bueno, aquí está —refunfuñó con impaciencia.
Dobló el papelito, se lo metió en el bolsillo y abrió el armario que tenía delante. Agachándose, se metió dentro y volvió a cerrar la puerta.
Tom se quedó donde estaba, sin atreverse a mover un solo músculo. Seguramente, don Gervase reaparecería en cualquier momento. Esperó, aguzando la vista y el oído para captar el menor movimiento, pero no vio ni oyó nada. Poco a poco, los segundos dieron paso a los minutos, pero don Gervase seguía sin reaparecer. Quizá aquello no fuera un armario, pensó Tom, sino una puerta que comunicaba con otra parte de la casa donde él no había estado nunca; las nuevas dependencias de los criados, tal vez. Quizá fuera allí donde ahora vivían don Gervase y Lotus.
Después de esperar varios largos minutos más, ya no pudo seguir conteniendo su curiosidad. Salió de detrás de la cortina, fue sigilosamente hasta la hilera de armarios y se detuvo. Contó nueve puertas, y todas parecían idénticas. ¿Cuál era? Una de las centrales, pensó. Alargó la mano y cogió cuidadosamente el tirador. Pese al frío, le sudaba la mano. ¿Y si don Gervase salía? Entonces ¿qué? ¿Y si dormía en aquel armario o algún otro disparate parecido? Demasiado tarde: ya había abierto la puerta.
Dentro no había nada salvo cepillos de barrer y fregonas. Tragó saliva. Debía de haberse equivocado de armario. Con vacilación, probó los dos armarios contiguos, pero también parecían idénticos: nada, salvo cepillos y fregonas. Se le tenía que estar escapando algo. Don Gervase no podía haberse esfumado sin más, ¿no? Eso era imposible. Tras cerrar las puertas, volvió a mirar en el primer armario. Detrás de los cepillos y fregonas vio la oscura madera gris del fondo. Parecía maciza, sin duda. Entonces recordó que don Gervase había cerrado la puerta justo después de entrar en el armario. A lo mejor era eso, alguna clase de mecanismo con truco, donde había que cerrar la primera puerta para poder abrir la segunda. Quizá. A fin de cuentas, aquello era Catcher Hall y August era una caja de sorpresas. Esa sería otra más.
—Está bien —dijo en voz baja—. Puedo hacerlo.
Se secó el sudor de las manos, entró cuidadosamente en el armario y cerró la puerta. No sucedió nada. Estaba en la más absoluta oscuridad, el corazón palpitante. ¿Qué debía hacer ahora? Encontrar la otra puerta. Con los brazos por delante, avanzó a tientas hasta palpar la áspera madera del fondo del armario. Fue bajando lentamente los dedos hasta dar con una pequeña anilla metálica que le pareció que podía ser un tirador. La cogió con suavidad y la giró un cuarto de vuelta. La anilla se movió.
—¡Sí! —Le dio un vuelco el corazón. Tenía que ser aquello.
Sin pensárselo más, giró la anilla y empujó. Se oyó un crujido y, justo después, se abrió una portezuela de madera no más grande que él. Se parecía bastante a una vieja puerta dentro de otra puerta, como Tom había visto una vez en un castillo. Detrás había un oscuro recinto alargado que, a primera vista, le pareció un almacén. De serlo, era un almacén muy raro, porque parecía estar repleto de aperos de pesca y grandes toneles de madera. Se acercó a uno, levantó un poco la tapa y la nariz se le impregnó de un hedor a pescado rancio tan fétido que tuvo que ponerse la mano en la boca para no vomitar. Tapándose la nariz, alumbró el agua turbia con la linterna. Allí, flotando justo por debajo de la superficie, había cinco grandes esferas amarillas del tamaño de balones de fútbol. ¿Qué eran? Al principio, pensó que tal vez eran huevos gigantescos o alguna especie rara de medusa marina, pero el olor era tan repugnante que tuvo que cerrar la tapa para no vomitar. A lo mejor eran alguna clase de cebo.
Se esforzó por ignorar el olor a podrido que lo impregnaba todo y se abrió camino entre la maraña de boyas y redes hacia la gran puerta corredera del fondo. A cada paso que daba, estaba más convencido de hallarse en un almacén de pesca que se comunicaba de algún modo con Catcher Hall. ¿Cómo era eso posible? A menos que hubiera un edificio completamente nuevo en la parte de atrás… «A lo mejor no —pensó tras oír algunos graznidos de gaviotas y el débil gemido de una sirena de niebla—. A lo mejor ya ni siquiera estoy en Catcher Hall». La gran puerta corredera estaba cerrada, pero, a su izquierda, vio otra tosca puerta de madera, junto a la cual había colgada una larga hilera de fracs negros. Debía de haberlos a cientos y cogió uno para inspeccionarlo con curiosidad. Tenía dos elegantes bolsillos a cada lado y una larga hilera de lustrosos botones negros en la parte delantera. No parecía que aquellas prendas pudieran pertenecer a ningún pescador y, además, estaba seguro de haber visto fracs similares en alguna parte…
Afuera, la sirena de niebla volvió sonar. Abriendo una rendija la puerta, descubrió, para su sorpresa, que estaba en lo alto de unas desvencijadas escaleras de madera que bajaban a una estrecha callejuela nevada. Se encontraba en un almacén, cerca del mar. ¿Era aquella la maqueta de Dragonport? ¿Había regresado al pasado? Un frío viento levantó remolinos de nieve en la callejuela y fuegos artificiales estallaron en el cielo. A lo lejos oyó la música de un organillo y voces riéndose. Quizá fuera… Armándose de valor, bajó las escaleras cubiertas de nieve y se puso a andar por la callejuela en dirección al ruido. Casi había llegado al arco de la entrada cuando percibió el intenso olor a carbón de los castañeros.
—¡Mira por dónde vas, chaval!
Tom se subió a la estrecha acera justo antes de que un caballo uncido a un trineo pasara rápidamente por delante de él con un furibundo estruendo de campanas. Recobró el aliento, dobló la esquina y, allí, ante él, vio el río helado, repleto de patinadores en la feria del hielo.
Así que estaba en lo cierto. Para él, la vía para viajar al pasado era la cesta de mimbre del museo. Para don Gervase y Lotus, era un armario de Catcher Hall: dos formas distintas de regresar a la maqueta.
El águila tenía razón: en la tierra había otros rincones y recodos donde un mundo se conectaba con otro. Pero ¿por qué en Catcher Hall? No podía ser una casualidad, ¿no? Tenían que estar relacionados de algún modo. Se quedó un momento bajo el arco, intentando descifrar el enigma, y estaba a punto de salir al puerto cuando el instinto le dictó no hacerlo. Alguien, o algo, lo estaba observando.
En la acera de enfrente vio dos hombrecillos con abrigos negros parados bajo una farola, dando patadas al suelo para evitar que se les congelaran los pies. Parecía que estuvieran esperando a alguien y, pese a estar tan arrebujados en sus abrigos, ambos tenían algo que le resultaba familiar. No obstante, antes de poder averiguar qué era, un tercer hombre con una larga capa negra cruzó la calle para unirse a ellos. Era don Gervase y, nada más verlo, los dos hombrecillos se encogieron y bajaron la cabeza mientras él los acosaba impacientemente a preguntas. Aunque Tom no oía ni una palabra de lo que decían, saltaba a la vista, por lo nerviosos que estaban los hombrecillos, que don Gervase era el jefe y ellos eran sus secuaces y habían cometido algún error. Al final, uno de ellos señaló sumisamente hacia el centro de la ciudad, después de lo cual don Gervase alzó las manos exasperado y se puso a andar a grandes zancadas, con los dos hombrecillos correteando detrás de él.
Lo primero que pensó Tom fue en seguirlos y averiguar dónde iban, pero luego se le ocurrió una idea muchísimo mejor: mientras don Gervase permaneciera en el pasado, él sabía dónde estaba. Aquella era una oportunidad ideal para registrar el estudio de Catcher Hall sin ser descubierto. Pero debía marcharse ya, antes de que Lotus regresara.
Volvió rápidamente a la callejuela, subió las escaleras de madera y se abrió camino entre los hediondos toneles hasta llegar al fondo del almacén. La portezuela se abrió con facilidad y, metiéndose rápidamente en el armario, la cerró y se puso a andar a tientas, buscando el tirador interior de la otra puerta. Por fin lo encontró y, girándolo, volvió a salir a la galería de retratos de Catcher Hall. ¡Era facilísimo! No había tenido que enterrarse bajo ningún montón de trapos, intentando encontrar una abertura. No había tenido que precipitarse al vacío, esperando caer en el lugar correcto. Volvió sobre sus pasos por los oscuros pasillos y enseguida llegó a las escaleras, donde se detuvo a escuchar por si Lotus había regresado antes que él. No oyó nada. La casa estaba tan silenciosa y quieta como él la había dejado. Debía de estar solo. Aún tenía tiempo.
Bajó sigilosamente las escaleras, cruzó el vestíbulo y entró en el estudio. Allí todo estaba bastante igual a como él lo recordaba de sus tiempos como aprendiz de August. Las paredes seguían revestidas de madera de roble y la chimenea de mármol aún estaba flanqueada por dos altas librerías repletas de antiguos volúmenes encuadernados en piel. Lo distinto era el desorden. Esparcidos por todas las superficies planas había centenares de papeles llenos de garabatos y ecuaciones y la gran alfombra persa estaba repleta de periódicos apilados. Tom se acercó al primer montón y comenzó a leer. «Extraña desaparición de sir Henry Scatterhorn» decía el titular del Dragonport Mercury. fechado el 12 de mayo de 1953. Dejándolo en su sitio, Tom hojeó unos cuantos periódicos más. «Conferencia en la Sociedad Científica de Dragonport sobre los principios de disecar aves a cargo de August Catcher», «Sir Henry encuentra el guacamayo de Spix», «Mamut en grave estado de deterioro». La lista era interminable. Parecía que todos los artículos que se hubieran escrito sobre August, sir Henry o el Museo Scatterhorn habían sido recortados y recopilados en aquella habitación. Tom se quedó profundamente desconcertado. ¿Por qué habrían de molestarse en documentarse tanto si, de todas formas, estaban a punto de comprar el museo? ¿Qué podían contener los periódicos que no contuviera el propio museo? Fuera lo que fuese lo que estaban buscando, era obvio que iban a remover cielo y tierra.
Sorteando los montones de periódicos, Tom fue hasta la mesa de caballete que ocupaba el centro del estudio, donde encontró un par de pantallas de ordenador conectadas a una especie de sensor que emitía un débil zumbido. Nunca había visto nada parecido, pero estaba muy abollado y parecía haber recorrido mucho mundo. Quizá fuera un dispositivo militar de tecnología punta. Recorriendo la mesa con la mirada, reconoció objetos más familiares. Allí estaba la cucaburra (así que, después de todo, el ladrón de la claraboya sí había sido Lotus), ahora con la cabeza separada del cuerpo y partida por la mitad como una manzana. Detrás de los despojos del pájaro había fragmentos de la garza real y del anguila de August, diseccionados y dispuestos cuidadosamente en la mesa. En un extremo encontró unos montoncillos de plumas rojas que debían de haber pertenecido al colibrí zunzunito y, junto a ellos, estaba la bolita de lana que August había utilizado para rellenar la minúscula criatura. Tom se quedó mirando los despojos, rememorando el momento mágico en que el pajarillo de cabeza roja había revivido, tambaleándose en la palma de August como si estuviera ebrio. Y ahora estaba allí, presentado como un plato exótico para algún emperador romano demente. Tom comenzó a enfadarse. Si andaban tras el zafiro, ¿por qué molestarse en diseccionar un colibrí? Aquel animalillo apenas medía cinco centímetros y ellos debían de saber que el zafiro era el doble de grande. No. Era evidente que estaban buscando otra cosa. Ahora no le cabía ninguna duda. Y, por lo que parecía, aún no la habían encontrado.
Estaba a punto de regresar a la puerta cuando se fijó en un montón de periódicos dejados en un escabel junto a la chimenea. Eran de un color ligeramente distinto al resto y tenían algo peculiar: parecían estar impresos en algún tipo de plástico. Acercándose, cogió uno y palpó la extraña superficie encerada que casi parecía húmeda al tacto.
Debajo de un titular escrito en un inglés casi ininteligible, había una fotografía de lo que debía de ser un transbordador. No obstante, se parecía más a una enorme pastilla de jabón, flotando de lado en un mar embravecido. La imagen era extrañamente tridimensional, como un holograma más bien, y mientras la miraba, le pareció que las olas se movían y, de algún modo, estuvo seguro de oír gritos de socorro. La noticia de la catástrofe estaba escrita en un inglés que no terminaba de entender, pero ni las palabras, ni la fotografía, ni tan siquiera el material en que estaban impresas eran lo más extraño de aquel periódico. Lo más extraño era la fecha. Aquel periódico no era del pasado, ni tampoco del presente. ¡Era del futuro! De novecientos setenta años más adelante, de hecho.
Se sonrió. Debía de ser una errata. ¿Cómo era posible? Agachándose, examinó los periódicos similares que había debajo: también estaban impresos en el mismo papel céreo, escritos en el mismo dialecto, en el mismo año. No podía ser una errata. ¿Cómo podían tener la misma fecha centenares de periódicos distintos? Eran demasiados. Se enderezó y se quedó mirando el verdoso montón de periódicos, totalmente desconcertado. ¿Cómo diablos habían conseguido don Gervase y Lotus hacerse con periódicos del futuro? A menos que… comenzó a ocurrírsele una idea a la que apenas osaba dar crédito… a menos que…
En ese momento, oyó un portazo.
—¿Papá? Papá, ya he vuelto.
Tom oyó los pasos de Lotus cruzando el vestíbulo.
—Papá, ¿dónde estás?
Tom tuvo el tiempo justo de esconderse bajo el escabel antes de que la puerta se abriera.
—¿Hola?
Lotus se detuvo en la puerta, llevando consigo una mochilita. Parecía extremadamente irritada.
—Por cierto, la tengo.