19 El águila se explica

—Oh, Dios mío —dijo el mamut entre dientes—. Ha vuelto el trotamundos. Mantened la calma, chicos.

La liebre polar gritó horrorizada y corrió a esconderse tras la pata del oso pardo.

—Garras afiladas, pico afilado, cabeza de chorlito —dijo el pájaro dodo con desdén regresando cautelosamente a su podio.

—De mosca —lo corrigió el puercoespín— y, además, no es de los nuestros.

El águila obvió aquellos insultos y bajó volando desde el barandal, posándose ruidosamente en las lisas losas del suelo.

—Tranquilos, chicos. No hace falta que os pongáis así. No he venido a daros ninguna paliza —graznó—. De momento.

Y, volviéndose hacia Tom, clavó en él su furioso ojo amarillo.

—Solo quiero tener una conversación con Tom en privado.

Tom la miró con aire desafiante. Recordó que aquel pájaro tenía la costumbre de empujarlo a hacer cosas que no entraban forzosamente en sus planes.

—Fuera de aquí —añadió.

—¿Por qué?

—Solo necesito tener una charla contigo —dijo el pájaro con naturalidad, mirando a los animales disecados—, lejos del club de campo.

Tom debió de parecer poco convencido, porque el pájaro bajó la cabeza y le susurró en tono cómplice:

—Creo que ya va siendo hora de que sepas unas cuantas cosas referentes a… viajar. —Señaló la maqueta con la cabeza—. Si sabes a qué me refiero.

Tom pensó unos instantes. Lo último que quería era correr otra aventura más. Pero algo le decía que debía confiar en aquel pájaro, por muy feroz que fuera su aspecto. A fin de cuentas, parecía ser el único animal de aquel museo que sabía de lo que hablaba, además de haberle salvado la vida, ¿no?

—¿Me prometes que no va a pasar nada?

—Te doy mi palabra, socio —dijo animadamente el águila—. Sube a bordo y daremos un paseíto.

—¿Subir a bordo? ¿Es que vamos a volar?

—Si eres pájaro, lo normal es que vueles. Y, además, nunca le he cogido el tranquillo a eso de andar.

Tom observó la enorme águila con aire indeciso, viendo cómo le resbalaban las grandes garras por las bruñidas losas del suelo.

—¿Me prometes que no vamos lejos?

—¡Sí, sí, sí! Anda, deja de lloriquear y súbete.

Tom respiró hondo. ¿Qué otra opción tenía?

—De acuerdo.

—Ten mucho cuidado, amigo —susurró el mamut—. Está como una regadera y es un patán…

—¡Esa lengua! ¡Montón de paja! —le espetó la enorme rapaz.

Con cautela, Tom se encaramó al lomo de la criatura y se le abrazó al cuello.

—¿Así? —dijo con nerviosismo. No había mucho más a lo que agarrarse.

—Eso servirá, para empezar —dijo el pájaro—. Ahora, cógete bien y no te sueltes, por lo que más quieras.

Tom hizo lo que le pedía. Luego, batiendo unas cuantas veces sus enormes alas, la gran rapaz alzó el vuelo y se dirigió hacia el tragaluz. Momentos después, había salido por el hueco del vidrio roto y estaba sobrevolando los tejados mojados por la lluvia. Aferrándose bien a su cuello, Tom vio la gris ciudad pasando vertiginosamente por debajo de él. Habían encendido las luces de Navidad y las aceras estaban atestadas de figurillas cargadas de bolsas y encorvadas para protegerse de la lluvia. Unos cuantos niños se detuvieron boquiabiertos y señalaron el gran pájaro cuando los sobrevoló, pero nadie más pareció darse cuenta.

—Me temo que hace un tiempo horrible —observó malhumorada el águila—. Veamos si podemos deshacernos de él. Agárrate bien.

Súbitamente, el enorme pájaro se internó en el espeso manto de nubes bajas y Tom comenzó a notar el peso del cuerpo en los brazos mientras ascendían casi en vertical, azotados por el fuerte viento. Por fin, una deslumbrante explosión de luz lo cegó cuando emergieron a un paisaje completamente distinto. Ante ellos se extendían interminables lomas de nubes rosas, perfiladas de dorado sobre un intenso cielo azul. El águila dejó de encumbrarse y tomó una trayectoria horizontal.

—¡Creía que habías dicho que no iríamos lejos! —gritó Tom.

—¡Y no lo estamos haciendo! —respondió el águila—. Mira adelante.

Protegiéndose los ojos del sol, Tom vio una antena de radio con una luz roja intermitente en el extremo, sobresaliendo como un periscopio por encima del banco de nubes a unos quinientos metros de ellos.

—No es un mal sitio para tener una charla, ¿no crees?

Un minuto después, habían llegado. A Tom le alivió descubrir que lo que le había parecido tan endeble desde lejos era, de hecho, una gran estructura metálica lo bastante amplia como para poder sentarse. Cuando el águila se hubo posado en ella, Tom bajó las piernas a los soportes metálicos y, sujetándose bien, se dio la vuelta para contemplar el sol poniente. El águila tenía razón: aquel sitio era magnífico. Se sentía como si estuviera en la cima del mundo.

—Así está mejor —murmuró el águila acomodándose enfrente de él—. Prefiero quedarme en las alturas, si a ti no te importa. Me gusta ir de incógnito, si sabes a qué me refiero.

Ahora que estaban parados, Tom pudo fijarse mejor en aquel pájaro inmenso. Desde luego, no era como ningún águila que él hubiera visto y, bajo aquella dorada luz oblicua, le pareció majestuosa. Sus plumas eran grandes y anchas y tan negras que casi parecían moradas, con manchas blancas en los extremos, y tenía el vientre moteado como un leopardo. La cabeza, enorme y de un apagado color gris, tenía unos penetrantes ojos amarillos y un largo pico blanco que le confería una expresión de enfado permanente. Alrededor de la base del cuello lucía una curiosa gorguera azul y sus inmensas garras anaranjadas eran tan grandes como rastrillos. Aquel pájaro parecía inmensamente fuerte y rápido y, por algún motivo, no parecía oriundo de ninguna parte del mundo que Tom conociera.

—Supongo que te estás preguntando qué clase de criatura soy, ¿verdad Tom?

Tom asintió con la cabeza. Nunca había visto ninguna gran águila tan de cerca, pero estaba bastante seguro de que no eran así.

—Entonces, tú eres un…

—Un pupurri, socio. Un cruce, si quieres. Avestruz, búho, águila real, casuario, cóndor, picozapato, quebrantahuesos… de todo. Los mejores pedazos juntos. Y por eso no les gusto a esa gente de ahí abajo.

—¿Por qué no?

—Porque no soy de fiar. No soy una criatura que haya existido o pudiera haberlo hecho. Así que no soy digno de estar en su museo. Aunque, por otra parte, tampoco es que yo quiera quedarme encerrado en ese agujero infecto —espetó—. Y no soy de los que se quedan mucho tiempo en el mismo sitio.

—Entonces, August… te hizo…

—Efectivamente. En uno de sus mayores momentos de locura, supongo. Una fantasía es lo que soy. Y es increíble cuando lo piensas. Es decir, mírame. ¡Me funciona todo! Desde luego, ese August era bueno juntando cosas, ¿no?

Tom observó a aquella insólita criatura. Era increíble pensar que estuviera hecha a partir de muchos pájaros distintos y, no obstante, fuera tan, bueno, «real».

—¿Y por qué estás tan interesada en mí?

—Bueno, Tom Scatterhorn, tú viajas como yo. Nos parecemos. No hay muchos pájaros como yo ni muchas personas como tú.

Tom no sabía a qué se refería.

—¿Qué significa que viajo como tú? Tú y yo no somos iguales.

—Oh, sí. Sí que lo somos, socio. Yo sí me creo esa historia tuya de la cestita, porque yo también viajo. Solo que utilizo otras vías. —El pájaro clavó en él su furioso ojo amarillo y asintió con la cabeza—. Así es, socio.

—¿Cómo?

La inmensa criatura sacudió las plumas y miró hacia el sol poniente.

—¡Hirundo! —gritó—. ¡Compañera!

Una mota diminuta emergió de las nubes y vino hacia ellos a una velocidad vertiginosa. Trazando un arco sobre la antena de radio, bajó en picado y comenzó a volar en círculos a su alrededor. Cuando la diminuta forma azul pasó velozmente por delante de él, Tom vio que se trataba de una golondrina. El gran pájaro alzó la cabeza, se puso a hablar en una extraña lengua que Tom no había oído nunca y la golondrina le respondió.

—Es mi piloto, Tom —dijo el águila en voz baja—. ¿Ves? Nos entendemos.

El águila siguió comunicándose con la golondrina, que, de pronto, se posó en un soporte metálico por encima de ellos.

—Puede que te estés preguntando cómo diablos aprendí a hablar con esta pequeñina. Bueno, te contaré el secreto —graznó—. Cuando August Catcher me trajo a este mundo, me dio, fortuitamente, una ventaja sobre nuestros amigos de ahí abajo. Tengo el privilegio de hablar la lengua de las aves. Las aves auténticas, se entiende, no las disecadas. Está todo aquí dentro. —Alzó una enorme garra y se tocó la cabeza—. Diccionario descriptivo de las lenguas aborígenes de Australia occidental, 1891. Eso es. El diccionario contenía un antiguo dialecto, antiguamente conocido por los humanos, y ahora perdido para siempre.

Pese a su asombro, Tom la creyó. Había visto a August rellenar las cavidades cerebrales de sus especímenes con periódicos o cualquier viejo libro que tuviera a mano.

—Y viendo que en ese sitio no iban a terminar nunca de aceptarme y siendo de carácter aventurero, comencé a hablar con estos pequeñines en mis paseos —continuó diciendo el gran pájaro—. Y así es como descubrí que existen modos de ir hacia atrás. O hacia delante, si lo prefieres.

—Ir hacia atrás y hacia delante… ¿Te refieres a viajar en el tiempo?

—Eso mismo, sí.

El sol se había puesto tras las nubes rosadas y el cielo que lo rodeaba se estaba tiñendo de morado. A Tom le daba vueltas la cabeza, intentando asimilarlo todo.

—Entonces, ¿las aves pueden viajar en el tiempo?

—No, no, socio —graznó el águila—. No todas. Unas cuantas muy especiales que conocen los sitios adecuados. Hay que saber de fenómenos atmosféricos, de magnetismo y de un montón de cosas que vosotros desconocéis.

—¿Qué clase de sitios? —preguntó Tom.

—Bueno, veamos. —El gran pájaro se quedó pensando un momento, observando el mar de nubes rosadas que lamía la antena de radio por debajo de ellos—. El desfase entre un trueno y un relámpago, ese podría ser uno, o a veces percibes uno en el borde de un arco iris, o deslizándose por la pared de un ciclón. Tienes que estar alerta, no dormirte, todo eso.

Asombrado, Tom se quedó mirando aquel pájaro magnífico. Hablaba con tanta naturalidad que parecía estar diciendo la verdad.

—Entonces, ¿puedes ver esos sitios?

—Verlos exactamente no. Al cabo de un tiempo, intuyes dónde pueden estar. Sé que puede parecerte una fanfarronada, pero es cierto.

—Entonces, ¿has estado en el futuro?

—Sí, chico.

—¿Cómo es?

—Oh, ideal, socio —respondió sarcásticamente el águila—. Un paraíso. Excelente.

—Y el pasado…

—Tú sabes que sí. Igual que tú, socio.

Tom miró el manto de nubes rosadas ribeteadas de dorado, intentando hallarle un sentido a todo aquello. Una cosa era que un pájaro recurriera a determinados conocimientos antiguos para encontrar un modo de volar de un mundo a otro, pero él se había caído por el fondo de una cesta en un armario. Así sin más. No podía ser lo mismo, ¿verdad?

—Sencillamente, no comprendo cómo llegué hasta allí, eso es todo. Es como la maqueta…

—Piensa en la maqueta como en una puerta, Tom —lo interrumpió el gran pájaro—. Es una entrada. Una vía de acceso. Un portal. Una vez que lo atraviesas, ese mundo se despliega ante ti y tú te sumerges en él. No soy ningún filósofo, pero, tal como yo lo veo, el tiempo no es una línea recta. No puede serlo. Es más bien como… millones de papeles, capas y capas, envueltos unos alrededor de los otros hasta formar una pelota inmensa. Hoy, mañana, hace un siglo, la semana pasada, todos los días que han sido y todos los días que serán, están ahí, uno junto al otro. Todos existen al mismo tiempo, pero no podemos verlos. Y entre todas esas capas, en ciertos sitios muy especiales, hay pliegues y dobleces, recodos, si lo prefieres, donde un mundo se comunica con el otro. Y es por ahí por donde creo que te caíste tú. Podría ser un agujero, un túnel, una escalera, a lo mejor hay tantos recovecos y grietas en la tierra como en el aire, Tom, no lo sé. Y puede que vosotros supierais de su existencia hace muchísimo tiempo. Puede. Pero, como dos y dos son cuatro, ahora lo habéis olvidado, igual que habéis olvidado todo lo demás. —El águila sacudió las plumas y miró el crepúsculo con enfado—. Ahora, solo nosotros los pájaros recordamos esas cosas. Y, ya sabes… esos otros.

Tom no dijo nada. Le parecía estar entendiendo lo que decía, aunque solo fuera por los pelos. El debía de haber sido muy afortunado, o desafortunado, según cómo se mirara, encontrando aquel agujero en la cesta. Y quizá el águila tuviera razón, quizá hubiera muchos lugares de esos y aquello le sucediera a la gente continuamente. Quizá… Contempló el mar de nubes que se extendía a sus pies y notó los furiosos ojos del águila clavados en él.

—Sí, socio. Definitivamente, has ido al pasado —murmuró escrutándolo— y debo decir que ese no es el único sitio donde irás.

—¿Qué quieres decir?

El gran pájaro se aclaró la garganta y miró a su alrededor, como si creyera que alguien podía oírlo. De pronto se había puesto muy serio. Por encima de ellos, la golondrina comenzó a cotorrear ruidosamente.

—Bueno, es un tema delicado, Tom, y no es fácil de expresar en palabras. Pero, dado que estoy cuidando de ti y soy una especie de mensajero, hay algo importante que deberías saber. Es…

El águila se interrumpió cuando la golondrina se puso a revolotear a su alrededor, piando más fuerte que nunca.

—Lo sé. Ten paciencia, ya voy —graznó el águila con irritación, y le respondió con un extraño ululato.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Tom mirando al agitado pajarillo.

—El caso es —continuó el águila, haciendo caso omiso de la pregunta— que tú vas a jugar un papel muy importante en los acontecimientos futuros, Tom Scatterhorn. Puede que un día hasta seas el eje.

Tom la miró sin comprender y se encontró con sus duros ojos amarillos. No tenía la menor idea de a qué se refería. ¿Qué quería decir con «el eje»? ¿El eje de qué? El no quería ser el eje de nada.

—Pero que… que haya viajado al pasado cayéndome por el fondo de una cesta no significa nada, ¿no? Fue por casualidad —protestó Tom.

—No lo dudo.

—Podría haberle pasado a cualquiera.

—Efectivamente, socio. Pero ese es el problema. Que no ha sido así.

—¿Y qué? —preguntó audazmente Tom, aunque cada vez se sentía más inseguro—. Continúo siendo como el resto de las personas, ¿no?

—Puede que en algún momento lo fueras —respondió enigmáticamente el gran pájaro—. Antes.

Tom notó sus penetrantes ojos amarillos escrutándole el rostro y se dio la vuelta. No estaba seguro de querer seguir oyendo nada de aquello.

—Entonces, ¿qué estás diciendo? ¿Que no ha sido únicamente… suerte?

—Ah. Suerte. ¿Sabes?, yo no creo mucho en la suerte —respondió el águila—. Cuando se viaja en el tiempo como hago yo, es imposible no ver pautas en las cosas. Razones. Orígenes. No hay casualidades. Llámalo coincidencia, incluso destino, si lo prefieres. Pero no te equivoques: ahora tienes un destino, chico. —Se quedó un momento callada y contempló el sol poniente—. Ah, sí. Y, quién sabe, tal vez… tal vez por eso quieren matarte.

—¿Quiénes?

—No sé quiénes son exactamente. Pero creo que tú sí lo sabes, chico —respondió el águila negando con su enorme cabeza—. No me digas que te has olvidado de la última vez que nos vimos.

—No.

—Bien —dijo ferozmente—. Te conviene recordar eso.

De mala gana, Tom rememoró la noche del baile en el taller de August. Era como recordar los detalles de una pesadilla ya olvidada. La navaja casi rozándole la cabeza, el vidrio hecho añicos y el hombre de la máscara de acero, sus enormes manos enguantadas apretándole el cuello… su aliento con olor a chocolate. Estremeciéndose, recordó al águila subiéndosele a los hombros y quitándole la máscara con sus afiladas garras…

—Entonces, ¿era… quien yo pienso que era?

—Eso creo —masculló el gran pájaro.

Tom notó que se le aceleraba el pulso y se aferró al soporte metálico con mayor fuerza. Sabía exactamente qué estaba a punto de decir el águila, pero, de algún modo, él casi había conseguido borrar de su memoria lo ocurrido aquella noche en el taller de August. No quería que nada de aquello fuera cierto.

—El mexicano con el machete —graznó por fin el águila—. El hombre de don Gervase Askary. Y vaya que si gritó.

—Pero ¿por qué matarme? —gritó Tom—. Yo no sé nada. ¡Yo no he hecho nada!

—Lo sé, chico, lo sé —graznó el águila—. Tú sabes tanto como yo. Pero… —Se quedó bruscamente callada. Luego clavó en Tom su furioso ojo amarillo.

—Deberías comprender que esa gente va en serio, que va totalmente en serio. He visto más que suficiente para saberlo. Y puedo decirte que no van a echarse atrás. Jamás. Así pues, yo que tú me andaría con muchísimo cuidado. Porque ahora contamos todos contigo, socio. Mucho más de lo que te imaginas.

El águila emitió un largo reclamo dirigido a la golondrina, que había estado escuchando en silencio. Luego desplegó sus negras plumas caudales y se volvió.

—Aquí termina la primera lección, chico. Yo ya he dicho lo que tenía que decir. Saca tus propias conclusiones. Ahora sube a bordo.

Ya había oscurecido cuando llegaron a Dragonport. Descendiendo en círculos cada vez menores, el águila se posó ágilmente en el tejado del dormitorio de Tom. Volviendo la cabeza, lo cogió con el pico y lo dejó delicadamente en el alféizar de la ventana para que él pudiera sujetarse al marco.

—Gracias.

—No hay de qué.

—Es decir, gracias por… —Tom quería decir «por salvarme la vida», pero, por algún motivo, no pudo hacerlo.

—Todo.

El gran pájaro negó con la cabeza.

—Estoy cuidando de ti, Tom. Haré cuanto pueda, siempre que pueda hacerlo. Pero cuídate también tú —dijo asintiendo afablemente con la cabeza—. Y prométeme que no vas a ir contándole nuestra pequeña charla a todo el mundo.

—No te preocupes. No lo haré.

—Me alegro de oírlo —respondió el águila— porque, créeme, aquí abajo hay un par de personas que estarían encantadas de enterarse de todo.

Tras lo cual, la enorme criatura emitió un extraño grito y se puso a caminar torpemente por el tejado. La diminuta golondrina apareció como llovida del cielo y, juntas, se alejaron en dirección al río.

Tom se quedó mirando las dos motas negras hasta que desaparecieron entre las nubes. Luego se volvió, se encaramó a la ventana abierta y entró en su habitación vacía. No estaba seguro de si debía sentirse aliviado o preocupado por todo lo que acababa de descubrir. En cierto sentido, era un consuelo que aquella águila enorme lo estuviera protegiendo, pero, cuando pensó en don Gervase y Lotus, un escalofrío le recorrió el espinazo como una ráfaga de aire frío. ¿Qué le había dicho don Gervase a Lotus en la feria del hielo hacía meses?

«Los viajeros no se toleran, da igual quiénes sean». ¿Era eso a lo que se refería con no tolerar? ¿A matar?

Se dejó caer en la cama y miró el techo abuhardillado con enfado, notando el escozor de las lágrimas en los ojos. Había una parte suya que no quería participar en nada de aquello. Casi deseaba no haberse metido nunca en el armario que había bajo las escaleras. Qué fácil sería volver a ser el Tom Scatterhorn de siempre, el que tenía un padre raro, vivía en la casa más destartalada de Middlesuch Cióse y pasaba las vacaciones en una vieja caravana oxidada.

«Ahora tienes un destino, chico…».

¿Qué significaba aquello? «Tienes un destino». Todo el mundo tenía uno, ¿no?…

Justo entonces oyó pasos fuera de la habitación.

—Son muy empinadas, querida, así que ten cuidado —dijo la voz de Melba en las escaleras—. Y disculpa el desorden. Solo Dios sabe cómo se las apaña su madre en casa. Y te lo advierto, dentro también hace un frío que pela, una temperatura que no sé por qué, él contribuye a empeorar dejando la ventana abierta de día y de noche.

La puerta se abrió y Tom vio a Melba con abrigo y bufanda puestos.

—¡Tom! —gritó mientras se comía una pastilla de chocolate—. Cuánto me alegro de que estés aquí. Tengo una visita sorpresa para ti.

Una niña vestida con un abrigo blanco de lana apareció de detrás de Melba.

—Hola, Tom.

Tom sofocó un grito. No había podido contenerse. Lotus lo miró entornando sus grandes ojos amarillos como si fuera un gato, y un intenso olor a chocolate impregnó toda la habitación.

—Me preguntaba si volveríamos a vernos —dijo sonriéndole con dulzura.

—Ho-hola.

Tom intentó aparentar el máximo desinterés posible, pero, en su fuero interno, tenía el corazón desbocado. ¿Qué hacía Lotus allí? ¿Lo había reconocido? No estaba seguro… Desde luego, él sí la había reconocido a ella. Llevaba prácticamente la misma ropa que la última vez que se habían visto, pero, en vez de patines, ahora calzaba unas lustrosas botas negras muy ceñidas.

—Tom, esta es Lotus Askary, ¿te acuerdas?

Melba se sacó a Plancton del bolsillo y le dio una pastillita de chocolate. Los ojos rojos casi se le salieron de las órbitas cuando comenzó a roerla ávidamente.

—Sí. Sí que me acuerdo.

—Lotus ha venido a aprender. A conocer un poco el oficio, ver cómo dirigimos esto, ese tipo de cosas, antes de la venta.

—¿La venta? —Tom no estaba seguro de haberlo oído bien—. ¿Qué venta?

—La del museo, querido. ¡Bah! ¡Qué memoria la tuya! No te habrás olvidado de ayer, ¿no?

Melba le guiñó un ojo con complicidad sin que él supiera a qué se estaba refiriendo. Le parecía que había transcurrido mucho tiempo desde ayer.

—Bueno, tu tío ha estado yendo y viniendo como una pelota de ping-pong, pero, gracias a Dios, al final don Gervase ha conseguido persuadirle para que entrara en razón. Hemos estado en Catcher Hall hace un momento y ya lo hemos pactado todo. En Nochebuena, esa es la fecha, ¿no, querida?

—Así es —respondió Lotus con una sonrisa irresistible—. No sabe lo emocionada que estoy.

—También yo —gorjeó Melba.

—¡Vaya regalo de Navidad!

—Sí, Tom. Ese día don Gervase Askary va a convertirse en el orgulloso propietario del Museo Scatterhorn. ¿No te parece maravilloso?