Cuando Tom se despertó al día siguiente, encontró a tío Jos inclinado sobre él con una humeante taza de té.
—Buenos días, bello durmiente —dijo sonriéndole con la mirada—. ¿Te encuentras mejor?
Tom abrió los ojos y miró a su alrededor con aire aturdido. ¿Estaba realmente allí? Solo por un momento, no estuvo seguro.
—Oh, hola.
—Ya veo por qué no te molestaste en quitarte la ropa —dijo Jos sorteando una pila de libros y cajas para cerrar la ventana—. Con razón hace este frío de muerte. No entiendo por qué no se queda cerrada esta maldita ventana. —Empujando con todo su peso, la encajó bien en el marco—. Así está mejor —dijo resollando—. Melba te está haciendo huevos con beicon, así que andando, chaval. Tu tía y yo saldremos a hacer las compras de Navidad después de desayunar, así que vas a tener la casa para ti solo.
—¿Compras de Navidad?
—Exacto, chaval. ¿No me digas que se te había olvidado? Solo quedan dos días para hacerlas y Melba no deja de recordármelo. ¡Es ahora o nunca! —Y, riéndose, bajó torpemente las escaleras.
Sintiéndose bastante confuso, Tom se sentó en la cama y dio un sorbo a su té. Navidad… ¿Significaba eso que aún era…? Miró el reloj que tenía junto a la cama y vio que era el 23 de diciembre. ¿Cuándo había estado en su época por última vez? Cuando la tigresa lo persiguió por las escaleras, y eso debía de haber sido el 22 de diciembre, ¡tan solo anoche! Pero ahora le parecía que hiciera una eternidad.
Restregándose los ojos, se puso una sudadera y fue cansinamente hasta la puerta. Estaba a punto de bajar cuando se dio cuenta de que llevaba una camisa de estopilla, unos calzones marrones de tweed con tirantes y unos largos calcetines blancos. Aquella ropa no era apropiada para su época. ¡Cuánto se le había complicado la vida! Quitándosela rápidamente, se puso una camiseta y unos vaqueros y ocultó las pruebas en su bolsa de lona.
—Buenos días, Tom —le dijo animadamente Melba cuando abrió la puerta de la cocina.
No estaba nada sorprendida de verlo.
—¿Qué me cuentas esta espléndida mañana?
—No mucho —masculló Tom sonriendo a duras penas.
Se sentó a la mesa aún aturdido, y Melba le sirvió un plato de huevos con beicon antes de volver a ocuparse en la cocina.
—Gracias.
Comenzó a comer distraídamente. Todo seguía igual que siempre. Casi parecía que no se hubiera ido jamás. ¿Se había ido?
—Las compras de Navidad —anunció Jos en tono pomposo, cogiendo una silla y sentándose en ella a horcajadas— son una tradición en el calendario de los Scatterhorn. ¿Alguna idea de qué quieres que te regalemos?
Tom se concentró. Le parecía que hacía siglos que no pensaba en juguetes, juegos, ordenadores, equipos de fútbol ni, de hecho, ninguna de las cosas en las que pensaban los niños corrientes. Pero entonces se le ocurrió algo.
—¿Se pueden comprar sustancias químicas en esta época?
—¿Sustancias químicas? —repitió Jos rascándose la nariz—. ¿Qué clase de sustancias químicas, chaval?
—No sé… esto… ácido bórico, bicloruro de mercurio, un poco de jabón de arsénico, quizá. Esa clase de cosas.
Melba y Jos dejaron lo que estaban haciendo y lo miraron estupefactos.
—Y dime, ¿qué diablos quieres hacer con todas esas cosas? —preguntó Melba.
—Espero, chaval, que no estarás pensando en matarte —dijo tío Jos negando gravemente con la cabeza—. Las cosas pueden estar mal, pero no es para tanto.
—Oh, no —se apresuró a responder Tom—. No, no. Es solo que se me ha ocurrido… esto… aprender un poco de química, probar unas cuantas cosas… como August Catcher. Eso es todo.
—Bueno —dijo Melba respirando hondo—, hay juegos de química para niños. He visto uno en Catchpole s, Jos. ¿Crees que eso te servirá?
—Oh, seguro que es estupendo —dijo Tom sonriéndole con todo el encanto de que fue capaz—. Es decir, si no es muy caro.
—Lo dudo mucho —murmuró Jos arrugando la frente.
Melba seguía mirando a Tom con curiosidad. Qué regalo de Navidad tan insólito para un niño de once años. A lo mejor se drogaba, el pobre. Aunque, naturalmente, sus padres eran rarísimos. A lo mejor se drogaban todos. Tal vez debiera llamar a la policía.
La extraña petición de Tom los dejó sin muchas ganas de seguir conversando y, después del desayuno, él agradeció poder regresar a su dormitorio. Era obvio que Jos y Melba lo veían como un bicho raro, y hasta él estaba empezando a plantearse si no se habría vuelto un poco loco. ¡Jabón de arsénico! ¿En qué estaba pensando? Maldiciéndose, subió su vieja bolsa a la cama, sacó los calzones, la camisa de estopilla y los largos calcetines blancos y los miró mejor. Aquellas ásperas ropas le resultaban agradablemente familiares. Eran suyas. Él lo sabía. Eran tan reales como la feria del hielo, la inauguración del museo e incluso la trágica cacería. Todo eso había ocurrido y él había tomado parte en ello. Y, no obstante, ahora estaba allí, en aquel cuarto con corriente de aire que parecía un congelador, y también eso era real. ¿Cómo era posible vivir en dos sitios al mismo tiempo, casi como dos personas distintas? Miró la camisa de estopilla y de pronto se le ocurrió una buena idea; de inmediato, como sucede con todas las buenas ideas, se extrañó de no haberla tenido antes. ¡La cacería, naturalmente! A lo mejor podía encontrar alguna constancia de ella, o tal vez aquel recorte de periódico del Times of India describiendo sus increíbles aventuras. Eso demostraría que había estado en el pasado. ¿Dónde podía encontrar una cosa así?
Entonces se le ocurrió su segunda buena idea. Saliendo de la casa por la puerta trasera, fue corriendo al destartalado cobertizo situado al final del jardín y encontró la puerta abierta, tal como él y tío Jos la habían dejado. Apartando las telarañas, se abrió camino entre los montones de viejas raquetas de tenis y banderas hasta la musaraña mecánica, que seguía preparada para saltar en un extremo de la estantería. Debajo, había varios cofres repletos de documentos, carpetas, recortes de periódicos, toda clase de objetos que el padre dejos había tirado hacía tiempo. Aquel debía de ser el mejor punto de partida.
Se puso a rebuscar cuidadosamente en un cofre, limpiando el polvo de cada carpeta con la manga de la camiseta y forzando la vista para leer la apretada letra impresa. Había libros de grandes dimensiones, viejas facturas y llaves de armarios que ya no existían. Entre los arrugados fajos de documentos, había algunas fotografías viejas que encontró realmente interesantes. En una aparecían la señora Spong y otra mujer, posando con bastante rigidez junto al pájaro dodo, y no pudo evitar fijarse en que los tres tenían un increíble parecido. En otra aparecía August muy serio, llevando al gorila por la calle en un carrito para instalarlo en el museo, seguido de dos hombres con enormes bigotes que llevaban la anaconda a hombros como si fuera un tronco. Por último, había una fotografía de sir Henry, montado a lomos del mamut y sonriendo alegremente a la cámara. Todo aquello era muy entretenido y, de no haber estado tan obsesionado por encontrar las pruebas que necesitaba, no le habría importado pasarse horas hojeando aquella extraña colección. Estaba a punto de guardar todas las fotografías y recortes de periódico cuando se fijó en un delgado álbum verde de recortes que estaba justo en el fondo del cofre. En la tapa habían escrito con letra de trazo delgado e inseguro la palabra «India». ¿Era lo que buscaba?
Excitado, lo sacó del cofre y sopló para quitarle el polvo. Quizá fuera lo que estaba buscando, pero, en cuanto lo abrió, se le cayó el alma a los pies. Las amarillentas páginas estaban todas vacías, como si alguien hubiera comprado el álbum hacía mucho pero no hubiera encontrado tiempo para llenarlo. No contenía ningún recorte de periódico. Decepcionado, lo dejó en su sitio, y estaba a punto de ponerse a buscar en el siguiente cofre cuando vio una fotografía caída en el suelo boca abajo que debía de haber estado guardada en la última página del álbum.
Cogiéndola, le dio la vuelta y miró la granulada imagen marrón. La reconoció enseguida. Allí estaban Pulany, August, Mina y sir Henry posando solemnemente unos junto a otros, allí estaba el timonel con los dos niños indios a su lado y, tendida delante de ellos, con la cabeza apoyada en el suelo como si estuviera dormida, estaba la enorme tigresa de Bengala. Y a la izquierda, en un extremo, había un niño con un sombrero de paja y pantalones cortos sonriendo.
—¿Era él?
Tragó saliva y se fijó mejor. La cara estaba en sombra, semioculta por el ala del sombrero, pero, debajo de la fotografía, había una lista de nombres. «T. S.», ponía debajo del niño sonriente. ¡Era él! Lo ponía, tenía que serlo. Aquella era la prueba. Se quedó mirando la fotografía y no pudo evitar sonreír a su imagen. Así que, después de todo, no estaba loco, no lo había soñado todo. Allí estaba retratado. La fotografía era real, y también lo era él.
Sintiéndose mucho más seguro de sí mismo, dejó la fotografía aparte y se puso a buscar en el segundo cofre, sacando una gran fotografía enmarcada de lo que parecía la ceremonia de inauguración del museo. Quitándole el polvo, examinó el mar de rostros que miraban a cámara. Había muchas personas desenfocadas porque se estaban moviendo y, fijándose mejor en los bailarines, parpadeó al toparse de repente con el rostro de Lotus. Y unas cuantas filas por delante de ella estaba don Gervase, con su largo abrigo negro, justo como él lo recordaba. A su izquierda, asomada a una columna, se veía una cabeza borrosa. Aquel manchón era él, de eso estaba seguro. Aquel era justo el sitio donde se había escondido. Así pues, ahora había dos fotografías, dos pruebas que demostraban que aquello no había sido un sueño ni nada que remotamente se le pareciera. Él había estado en la India, así como en el museo, al igual que don Gervase y Lotus. Todos habían estado allí…
—¿Buscas algo?
Se sobresaltó. Alzando la vista, vio la silueta redondeada de tío Jos que lo observaba desde la puerta.
—¿Sustancias químicas quizá?
—No, no —respondió notando que se ponía colorado—. Solo unas cuantas fotografías viejas.
—Ya veo —dijo Jos enarcando las pobladas cejas—. ¿Y cuál es esa que has encontrado? Parece interesante.
Jos señaló la fotografía de la cacería.
—Es… esto… de hecho, no estoy seguro de lo que es.
Tío Jos se la cogió de la mano sin darle tiempo a pensar en algo que decir. «Ahora sí que la he hecho buena —pensó—. Seguro que me reconoce y tendré que explicárselo todo».
—Bueno, que me aspen si este no es nuestro tigre —dijo Jos resollando—. Esta no la había visto nunca.
Subiéndose las gafas a la calva, pegó el ojo a la fotografía.
—Está August, y sir Henry… y…
«Y Tom Scatterhorn», esperaba Tom que dijera, pero, por algún motivo, no lo hizo.
—¿Mina Quilt? —exclamó Jos con incredulidad—. Pero el tigre está… muerto. Creía que el tigre había matado a Mina Quilt.
Jos le devolvió la fotografía con aspecto de estar muy desconcertado.
—Ahora sí que estoy hecho un lío. Esa historia debe de ser totalmente falsa.
Y comenzó a limpiarse las gafas con un viejo pañuelo deshilachado.
—Esto es cada vez más interesante —dijo entre dientes.
Y aquí hay un niño algo desenfocado que se parece un poco a ti, Tom. Supongo que es eso lo que te ha llamado la atención, ¿no?
—Esto… sí. —Tom se rió incómodamente, mirando su imagen con el sombrero de paja—. Puede.
—Algún ayudante, imagino. Jamás sabremos quiénes son la mitad de estos personajes. Que nosotros sepamos, pudo ser él quien se inventó toda esa patraña sobre el shaitan. Vaya panda de fantasiosos eran. ¿Eh?
Tom no dijo nada. Solo se sentía aliviado de que sir Henry le hubiera prestado su sombrero de paja para la fotografía y él estuviera casi irreconocible con él.
—Venga, veamos a quién encontramos en esta.
Jos estaba mirando la gran fotografía de la inauguración del museo.
—Ajá. Veo a August y a Mina, justo en el centro.
Tom miró por encima del hombro de su tío y, efectivamente, allí estaba Mina, al final de su dedo rollizo, sonriendo radiantemente a la cámara. August estaba detrás de ella, pero parecía absorto en algo que Mina tenía en el hombro, como si le estuviera inspeccionando el vestido. Fuera lo que fuese, era obvio que había captado su atención, porque estaba completamente enfocado.
—Maldita sea —dijo entre dientes tío Jos—. Reconocería esa figura en cualquier parte. Mira, Tom.
—¿Quién es? —preguntó Tom con toda la inocencia de que fue capaz, sabiendo perfectamente a quién había visto tío Jos.
—¿Ves aquí? —preguntó él señalando la imagen desenfocada de don Gervase parado entre los bailarines—. Este debe de ser uno de los parientes peruanos de los Catcher. Es idéntico, ¿no? Y si no me equivoco… ¡Mira esto! También está doña Sabihonda. —Acercó más el ojo para estudiar la borrosa imagen de Lotus—. Qué raro. Bueno, admito que estaba equivocado, chaval. No terminaba de creerme que fueran primos lejanos, pero aquí están sus parientes, justo al lado de August. Supongo que debe de ser cierto.
Jos negó con la cabeza y volvió a dejar las fotografías en el cofre. Tom se preguntó qué feliz casualidad había desenfocado también la imagen de sus dos compañeros de viaje en el tiempo, don Gervase y Lotus, hasta el punto de que ni siquiera tío Jos podía reconocerlos. O quizá lo hubiera hecho, pero sencillamente no lo creyera. Y solo era una casualidad, ¿no? Y entonces pensó en otra cosa.
—¿Tienes alguna fotografía de sir Henry? —preguntó.
—Dios mío, hay muchas —respondió Jos—. Montones de ellas.
Jos bajó un puñado de pequeñas fotografías enmarcadas de la última estantería.
—Lo más raro de las fotografías de sir Henry es que siempre está igual. No cambia nunca. Ten, compruébalo tú mismo.
Quitándoles la mugre, las colocó en el aparador como una baraja de cartas.
—Sir Henry en la India, sir Henry en África, sir Henry en Tíbet, sir Henry en Rusia, sir Henry en Alaska, sir Henry en Borneo… después de abrir el museo, viajó por todo el mundo. Casi no paró en treinta años.
Tom leyó ávidamente la lista de nombres y lugares. Así que aquellas eran las aventuras que él podría haber vivido si hubiera aceptado la oferta de sir Henry. Y qué grandes aventuras podrían haber sido… Jos tenía razón. En todas las fotografías, sir Henry estaba más o menos igual: aparte de llevar un sombrero o una chaqueta distintos, tenía el mismo rostro atractivo y de rasgos duros y los mismos ojos límpidos y perspicaces; daba la impresión de que nunca envejecía. El único elemento poco corriente de aquellos retratos, por lo demás enteramente convencionales, era el gran broche que sir Henry siempre llevaba prendido de su chaleco debajo de la chaqueta, que parecía tener forma de escarabajo. Aunque las fotografías eran todas en blanco y negro, Tom se fijó en que la piedra ahuevada que formaba el cuerpo del escarabajo era pálida y parecía emitir luz. Se le ocurrió una idea. ¿Podía ser…? Eso era imposible, ¿no?
—¿Qué es ese broche? —preguntó inocentemente, señalando el extraño objeto.
Jos pegó más el ojo a la fotografía.
—No tengo ni idea, Tom. Alguna manía, sin duda. Con la edad, sir Henry empezó a interesarse por todo tipo de cosas raras: mundos paralelos, viajes en el tiempo, la vida después de la muerte y todo eso. Probablemente, la insignia de alguna sociedad secreta a la que pertenecía. Se volvió bastante excéntrico, ¿sabes?
—¿Lo conociste?
—¿A sir Henry? Sí, faltaría más. Yo debía de tener unos cinco años, calculo —dijo Jos ladeando la cabeza—. Era un hombre afable y reservado. Era muy cariñoso conmigo. Siempre me acordaré de su piel.
—¿Por qué?
—Bueno, era viejo, debía de tener más de setenta años por aquel entonces, pero no tenía arrugas en la cara. Ni una.
—Qué raro.
—Sí que lo era. Eterno, casi. Un poco escalofriante, para serte franco.
—¿Y qué le pasó al final?
—Ojalá lo supiera, Tom. Con toda certeza, se fue de Dragonport hace años, dejó el museo a cargo de mi abuelo, que era un primo lejano suyo. Luego, un buen día, debió de ser en los años cincuenta, salió de casa y ya no volvió. Se esfumó. Ya nadie volvió a verlo. Según dicen, se fue en busca de su viejo amigo August Catcher, quien le había escrito diciéndole que estaba en una situación desesperada. Lo había sorprendido un terremoto fortísimo, o un volcán, creo. En algún lugar de la antigua Unión Soviética, en uno de esos países de Asia central, creo, parte del antiguo bloque comunista. Ahora no recuerdo los detalles. Un cuento chino en cualquier caso, decía mi padre. —Tosió ruidosamente haciendo otra de sus teatrales pausas—. Él siempre creyó que sir Henry había ido en busca de venganza.
—¿Venganza? —repitió Tom—. ¿Por qué motivo?
—Oh, por algo que había hecho August. Puede que fueran muy buenos amigos, pero un Catcher siempre termina quitándose la careta. —-Jos hizo una mueca y miró en dirección a Catcher Hall—. Como esos que han venido ahora. Primero, son todo amabilidad, «encantado de conocerle» y todas esas chorradas. Luego, antes de que te des cuenta, te tienen entre la espada y la pared.
Tom no dijo nada. Había olvidado el ultimátum de don Gervase. Jos tenía dos días para decidir si le vendía el museo y seguía sin saber qué hacer.
—Lo cierto es, Tom —dijo Jos resollando—, que, aunque realmente se hubiera ido a Kirguizistán, Turkmenistán o algún otro sitio así de raro, eso era una empresa peligrosa en aquella época. No eran países lo que se dice accesibles y, además, a los soviéticos no les gustaba tener a ningún occidental fisgoneando. Y recuerda que era un hombre anciano. No me extrañaría nada que en algún sitio lo hubieran tomado por un espía, al que —inhaló ruidosamente— hubieran liquidado sin llamar la atención. Tirándolo por un precipicio, algo así. Sucedía, ¿sabes?
—¿Y el zafiro?
—Ah, sí. —Ajos le brillaron los ojos bajo sus enormes cejas—. El zafiro. Lo había olvidado. Bueno, nadie lo vio nunca, ¿no? Me pregunto si llegó siquiera a existir. Y, de haber existido, imagino que se lo llevaría consigo. ¿No lo harías tú?
Más tarde, cuando Jos y Melba hubieron salido a comprar, Tom entró en el museo y miró la gran maqueta de Dragonport. Era temprano por la tarde, pero la oscuridad ya se estaba apoderando del museo y él apenas pudo distinguir las minúsculas casas y calles. Su cabeza era un hervidero de ideas y posibilidades. Aunque no abrigaba ninguna duda de haber viajado al pasado, a un lugar parecido a aquella maqueta, seguían acosándole una serie de preguntas fundamentales. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué era aquella cesta? Y, quizá la más importante de todas, ¿por qué nadie salvo él pensaba que aquello era extraño? Casi parecía que se hubiera transformado en dos personas distintas —ambas casualmente con el mismo nombre y aspecto—, y ahora su vida se había convertido en una extraña fantasía que se estaba desarrollando en dos lugares al mismo tiempo, en el pasado y en el presente…
Se fijó en los raídos animales que lo miraban solemnemente desde sus vitrinas. Quizá ellos conocieran la respuesta. A fin de cuentas, debían de sentir curiosidad por saber cómo podía él —el niño de once años que ellos habían conocido como aprendiz de August Catcher— reaparecer de repente, sin haber cambiado, más de un siglo después. Quizá fuera hora de preguntarles qué estaba sucediendo, la hora de hacerles una serie de preguntas importantes.
—¿Hola?
Su voz resonó en la oscuridad del museo. No obtuvo respuesta.
—¿Hola? —repitió.
Oyó un ruido detrás de él.
—De hecho…
Tom se volvió y vio que el mamut le había acercado la trompa al oído.
—De hecho…
—¡Chist! —silbó la pared. Era la anaconda.
—De hecho —continuó susurrando la voz cavernosa—, aquí tenemos una regla, Tom, y es no hablar durante las horas de luz.
—Oh. Lo siento. —Tom bajó la mirada sintiéndose culpable.
—Pero, dado que el museo está cerrado y a las dos de la tarde esto ya está tan oscuro como la boca del lobo, personalmente yo no veo por qué no habríamos de hacer una excepción. Después de todo —dijo en voz alta—, ¿para qué están las reglas si no es para transgredirlas?
—Amén a eso —dijo el gorila desde su árbol.
Tom miró la inmensa mole del mamut y vio que le guiñaba uno de sus ojillos negros.
—Está bien —silbó la anaconda con desaprobación—, pero si entra alguien, la culpa será tuya.
—De acuerdo, amiga —bramó el mamut mientras se desentumecía las patas—. Dime, Tom, ¿en qué puedo serte de ayuda?
Tom se preguntó cuál sería el mejor modo de empezar… había tantas cosas. Más le valía ir al grano.
—¿Os acordáis de haberme visto antes?
El mamut se rió entre dientes.
—¿Que si nos acordamos de haberte visto antes? Oh, sí —bramó—. Sabemos quién eres, Tom.
—No me refiero a ayer —continuó Tom—, ni siquiera a la semana pasada. Me refiero a hace mucho tiempo, a cuando inauguraron el museo, por ejemplo, hace un siglo.
—Así es. Yo te recuerdo —dijo el gorila sonriendo—. ¡Menuda fiesta!
Aquello iba bien. Por fin parecía estar progresando.
—Muy bien —dijo ordenando sus pensamientos—. Entonces, si yo estuve en la fiesta y ahora estoy aquí, ¿por qué no soy más viejo? ¿No os parece raro?
—¿Por qué ibas a envejecer? —graznó el pájaro dodo—. ¿Acaso te parezco más vieja yo?
Tom miró al raído pájaro parecido a un pavo.
—Bueno, mucho más no —dijo titubeando—. Pero yo no soy como tú, ¿no? Yo estoy vivo.
—¿Y nosotros no? —preguntó el mono narigudo saliendo de su vitrina. Comenzó a recorrer el museo abriendo todas las vitrinas.
—Desde luego, tú llevas aquí tanto tiempo como yo, chaval —graznó el pájaro dodo desplegando las plumas y bajando del estrado— y yo estoy extinta, ¿sabes?
Tom no lograba entenderlo.
—Pero… eso es imposible. Es decir, yo solo tengo once años, mis padres están en Mongolia, he venido aquí a pasar una temporada. No conocía a tío Jos.
—Tú di lo que quieras —dijo el gorila poco convencido—. Continúas siendo el aprendiz del señor Catcher.
—Sí, lo soy. Es decir, lo era… entonces, pero yo… ¡yo no soy del pasado! He estado allí solo por casualidad. Yo… yo… —Tom se descubrió levantando la voz. ¿Cómo podía hacérselo entender? Quizá fuera mejor contárselo todo, quizá fuera ese el único modo.
—Está bien —dijo respirando hondo—. ¿Y si os explicara por qué me habéis visto antes?
Miró a su alrededor y vio que había captado la atención de todo el museo. Los animales estaban inmóviles dentro o encima de sus vitrinas, esperando pacientemente a que continuara.
—Adelante —bramó el mamut.
Tom señaló el armario.
—En ese armario que hay debajo de las escaleras hay una cesta de mimbre con un doble fondo.
El pájaro dodo alargó el cuello para mirar el armario.
—¿Doble fondo? —graznó—. ¿Qué significa eso exactamente?
—¡Ajá! Yo sé lo que es —exclamó el gorila—. No me digas que es una de esas cestas trucadas, como las que utilizan los magos para hacer desaparecer a la gente.
—Pero no es ningún truco —continuó Tom—, porque, si uno se mete dentro, se cae por el fondo, vuela y llega a otro sitio. A un baúl de viaje metálico.
—¿Un baúl de viaje metálico? —repitió el mono narigudo—. ¿Así que hay una cesta y un baúl, con un vacío entre los dos?
—Eso es —respondió Tom titubeando.
—¿Están uno encima del otro? —preguntó el mamut.
—No, no, no puede ser, porque el baúl está en un cuartito de Catcher Hall hace más o menos un siglo. Es como en la maqueta.
Señaló la gran maqueta nevada de Dragonport expuesta en un rincón del museo.
—Y así es como fui al pasado. Me caí por el fondo de la cesta por casualidad. Y me convertí en el aprendiz de August Catcher. Por eso estaba en la inauguración del museo. Esa es la razón.
Ya estaba. Lo había dicho. La noticia fue recibida con un silencio sepulcral, mientras los animales, nudos de asombro, miraban alternativamente del armario a la maqueta.
—Perdona —dijo el oso hormiguero—. Me parece que se me ha escapado algo. ¿Has dicho que hay un túnel?
—No.
El pájaro dodo lo miró interrogativamente.
—¿Y nos estás diciendo que te lo crees?
—Sí.
—¿Y no nos estás tomando el pelo?
—No.
—Pues entonces, Tom —graznó—, me temo que te has vuelto loco de remate. Qué decepción.
—Qué idea tan increíble —bramó el mamut.
Tom estaba exasperado. Miró a su alrededor con impotencia.
—Entonces… ¿no me creéis?
—¡Claro que no! —gorjeó el armadillo—. ¡Vaya disparate!
—¡Qué sandez! —trinó el pangolín.
—¡Está bien! —gritó Tom—. ¡Pues os lo enseñaré!
Enfadado, se dirigió resueltamente al armario y abrió la puerta.
—¿Quién quiere venir conmigo?
—¿Ir contigo adonde exactamente? —bramó el mamut.
—¡Ahí! —gritó Tom señalando ferozmente el rincón, con la sangre bulléndole en las venas—. A la maqueta, al pasado, ¡yo qué sé!
¿Por qué no lo entendían?
—Será mejor que te calmes, amigo —dijo el mamut—. No te sulfures.
—El pobre no está bien —susurró el oso hormiguero.
—Lleva aquí demasiado tiempo —convino el esturión—. He oído que los peces globo tienen el mismo problema. También creen que pueden hacerse pequeñitos.
—Pero, Tom, amigo —dijo el gorila mirando la maqueta y rascándose la cabeza—, incluso si te creyéramos, ¿no crees que somos un poco… bueno, grandes?
—No todos —dijo solícitamente el oso hormiguero—. ¿Qué hay de un ratón, o de una musaraña, quizá…?
—Pero no puedes llevarte únicamente a una sola musaraña —dijo el mono narigudo—. Van juntas a todas partes, y son demasiadas.
—¡Pero no tantas como las multitudes que recorrieron la tierra el día del juicio! —trinó una aguda vocecilla.
—¿Comprendes a qué me refiero? —dijo el mono suspirando.
Tom miró el cajón en cuyo borde había sentada una larga hilera de pequeños roedores.
—¿No visteis los millones de ratones, aguardando a las puertas del cielo? ¿No oísteis las trompetas? —preguntó la musaraña predicadora alzando una huesuda pata hacia el techo.
—¡Así es! ¡Sí! —repitieron al unísono ratones y musarañas.
—¡Muchos acudieron al llamamiento!
—¡Pero pocos fueron los elegidos!
—Hermanos —exclamó la musaraña predicadora—. Si un humano, mamut o marsupial necesita nuestra ayuda, se la prestaremos encantados. La unión hace la fuerza.
—¡Aleluya!
Ratones y musarañas alzaron simultáneamente el puño y su grito resonó en toda la sala. El oso hormiguero sonrió.
—¿Lo ves, Tom? Tienes muchos voluntarios.
—Pero no hay que ser forzosamente pequeño —dijo Tom lamentando haber dado pie a aquel amplio tema de debate—. De hecho, no se va a esa maqueta, solo…
—¿Algo que imponga un poco más? —sugirió el puerco-espín con interés—. Entonces, la comadreja. No es muy grande, pero tiene unos dientes que dan miedo.
—¿Qué hay de una rana arbórea? Son venenosas, y no hay quien las pille.
—Muy buenas nadadoras, las ranas —convino el mamut asintiendo con su enorme cabeza—. Cuando se trata de deportes acuáticos, yo siempre voto por una rana.
—Pero Tom dice que se vuela. ¿No debería llevarse un pájaro?
—Los colibríes son diminutos…
—Ni hablar —interrumpió el puercoespín—. Tienen la cabeza hueca. Decidme, ¿habéis tenido alguna vez una conversación inteligente con un colibrí?
De repente, un murmullo de voces inundó el museo mientras se debatían a viva voz los méritos de todos los pequeños mamíferos, aves, reptiles y peces presentes, y Tom vio que no estaban progresando.
—Quizá yo pueda serte de ayuda —graznó una voz desde arriba.
La conversación cesó de inmediato y todos los animales miraron al techo.
—A fin de cuentas, tú y yo ya hemos vivido alguna peripecia en el pasado, ¿no, Tom?
Mirando el barandal del primer piso, Tom vio una familiar silueta posada en él. Era la gran águila, y él nunca se había alegrado tanto de verla.