—No os mováis —dijo August—. Tres, dos, uno…
Mina, sir Henry, August y Pulany se quedaron callados, mirando gravemente a la cámara con la gran tigresa tendida a sus pies. Solo Tom, colocado un extremo del grupo junto al timonel y los dos niños indios, sonrió de oreja a oreja.
¡Clic!
Hubo un estallido de aplausos y una multitud de aldeanos se adelantó para felicitar al grupo. La noticia de que la tigresa había sido abatida se había difundido enseguida e, incluso en aquella región tan remota, ya había varias piraguas en la playa de guijarros, y estaban llegando más. Todos querían ver con sus propios ojos el magnífico animal que los había tenido aterrorizados durante tres largos años. De inmediato, un grupo de ancianos jefes rodeó a sir Henry, y se pusieron a hablar todos al mismo tiempo.
—¿Qué quieren? —preguntó Mina.
—La tigresa. Todos quieren un trozo para que les traiga buena suerte.
—¿Qué trozo?
—El que sea. —Sir Henry se rió—. Un shaitan es muy especial. Si te cuelgas un huesecillo suyo en el cuello, ahuyentarás a los espíritus de la selva.
Acto seguido, se sentó e indicó a los jefes que hicieran lo mismo. Con mucha diplomacia, les dijo que tenía intención de quedarse con el pelaje de la tigresa, pero que, si querían, ellos podían quedarse con todo lo demás. A cierta distancia, Tom y August medían el cadáver del enorme felino.
—¿En qué postura va a colocarla? —le preguntó Tom cuando hubieron terminado.
Al principio, August pareció no oírlo. Se quedó mirando con aire ausente el grupo donde sir Henry estaba escuchando pacientemente a los aldeanos, con Mina sentada a su lado. No pudo disimular su decepción.
—Perdona, Tom. ¿Qué decías?
—La tigresa. ¿En qué postura va a colocarla?
—Ah, sí.
August contempló el enorme felino tendido en el suelo.
—Hubo un momento, mientras yo estaba agachado en el matorral esperando a que saltara… Estaba agazapada, tensa, preparada, y yo me sentí… hipnotizado por ella. No me podía mover. Me sentía como un ratón delante de un gato.
Tom sabía exactamente cómo se había sentido August. El también había temblado como un ratón delante de la tigresa, pero eso no se lo podía decir.
—Supongo que esto de matar no es mi fuerte —murmuró August sonriendo cínicamente—. Irónico, ¿no crees? —Se puso a acariciar el lomo de la tigresa, absorto en sus pensamientos—. Pero quizá —continuó—, quizá haya otra forma.
—¿Qué quiere decir?
August estaba mirando la tigresa con una expresión particularmente decidida que Tom no supo interpretar.
—Otra… oportunidad —dijo por fin.
Justo entonces oyeron el grave eco de una sirena de niebla en el desfiladero, seguido de un fuerte grito. Tom se levantó y vio una pequeña flota de barcos doblando el recodo del río, todos engalanados con banderas y banderines. En el centro había un minúsculo barco de vapor con un ruidoso motor y, cuando la flota estuvo más cerca, Tom oyó el débil sonido de un gramófono.
Los harapientos aldeanos comenzaron a parlotear excitadamente, señalando al rechoncho hombrecillo tocado con un llamativo turbante verde que iba sentado en cubierta.
—¿Quién es? —susurró Tom a August.
—No tengo ni idea —respondió él, igual de intrigado—, pero parece bastante importante.
—El marajá de Champawander, sahib —exclamó Pulany sacudiéndose nerviosamente la tierra de su sucia camisa—. El marajá viene a ver si el shaitan está realmente muerto.
En cuanto el pequeño vapor llegó al muelle, tres criados saltaron al agua para tender una estrecha pasarela hasta la playa, seguida de una alfombra roja. Fueron tan rápidos que, apenas un minuto después, el marajá se levantó golpeando impacientemente la cubierta con su bastón, y Tom vio que, en efecto, era muy bajito. Parecía muy digno bajo su gran bigote de foca y llevaba un traje de rayas azules y blancas extrañamente ceñido, remetido en un par de botas de montar de caña alta. Con cierta ceremonia, recorrió la pasarela hasta la playa, donde los aldeanos se inclinaron ante él.
—¿Dónde está? —preguntó.
Nadie se atrevió a hablar, pero el gentío se separó, permitiéndole ver a la gran tigresa tendida en el suelo. De inmediato, su expresión se trocó en asombro. Un poco más cerca, se quedó contemplándola solemnemente durante un largo minuto. Nadie se movió. Luego, de pronto, su asombro dio paso a la furia, y alzando su bastón de bambú la golpeó en la panza.
¡Tras! ¡Tras! ¡Tras! ¡Tras!
Continuó apaleándola y las lágrimas comenzaron a rodarle profusamente por las mejillas. Más tarde dejó de hacerlo con la misma brusquedad con que había empezado. Sacándose un pañuelito blanco del bolsillo, se enjugó solemnemente los ojos.
—Eso ha sido por mi querida hijita Parvati —dijo con la voz quebrada—, y también por todas las demás personas que te has comido.
Tras recobrar la compostura, el marajá se volvió para dirigirse a los harapientos aldeanos reunidos en la playa.
—¿Dónde está el hombre que ha matado a esta bestia?
—Aquí, su majestad —dijo sir Henry, que había permanecido en un segundo plano observando. Se adelantó y el marajá le tendió su mano pequeña y rolliza.
—Sir Henry Scatterhorn, para servirle —dijo sir Henry inclinándose ante el hombrecillo de llamativos ropajes que tenía delante.
—Ah, sí. Sir Henry Scatterhorn. Lo he leído todo sobre usted y su museo en los periódicos. Es impresionante, por lo que me han dicho.
Sir Henry asintió cortésmente con la cabeza.
—Seguro que querrá llevarse a este tigre para sumarlo a su colección.
—Si es posible, su majestad; quiero decir, si no es mucha molestia.
—Hágalo si lo desea. Yo no quiero volver a ver esta criatura mientras viva.
—Gracias.
—Dígame, ¿se ha unido a su grupo el intrépido niño del que tanto he leído?
—En efecto, señor. ¡Tom!
Tom notó todas las miradas clavados en él y tragó nerviosamente saliva. Con cautela se abrió paso entre los aldeanos y se puso junto a sir Henry.
—Viajar en el techo de un tren, batallar con bandidos, escapar de los cocodrilos, ¿eh? ¡Una historia digna del mimo Phileas Fogg! —El rechoncho marajá lo miró de arriba abajo con curiosidad—. Bueno, jovencito, desde luego has recorrido un largo camino para cazar el tigre. Espero que hayas disfrutado de la cacería.
—Oh, sí, señor. Su majestad, quiero decir. Mucho.
—Bien, bien —dijo el marajá sonriendo—. Es una lástima que no llegaran ustedes un poco antes. Porque entonces mi hijita Parvati… —Se quedó callado y sorbió por la nariz—. No importa—. Lo hecho, hecho está, y nadie lo puede cambiar. —Se sonó ruidosamente la nariz—. ¡Biren! —gritó.
—¡Sahib!
Un hombre de aspecto feroz, con barba y armado con un rifle, corrió hasta él y le hizo una reverencia.
—Entrega a sir Henry lo que ha venido a buscar.
Biren se metió la mano en la túnica y sacó una bolsita de terciopelo atada con una cuerda. Miró al marajá, quien le indicó impaciente que se la entregara a sir Henry.
—Ábrala —le ordenó.
Sir Henry metió la mano en la bolsita y, con delicadeza, sacó lo que parecía un huevo de gran tamaño. Tenía una extraña tonalidad mate y era de un azul tan intenso que casi parecía que emitiera luz. Un excitado murmullo de voces recorrió la multitud.
—Era el zafiro más grande del mundo hasta la semana pasada —dijo el marajá algo incómodo—. Por desgracia, un magnate del ferrocarril de Estados Unidos acaba de descubrir uno más grande. Mis más sinceras disculpas.
Sir Henry sonrió cortésmente ante aquella broma.
—Pero ahora es suyo y usted debe hacer con él lo que desee —continuó el marajá—, aunque debo advertirle que algunas de mis gentes creen que semejante premio trae mala suerte. Sin duda habrá oído hablar del shaitan.
—Sí, señor.
—No haga ningún caso —dijo el marajá acercándose más—. Es una vieja superstición india. Ese tigre es un tigre, nada más.
Y el zafiro es solo un zafiro, nada más. Lléveselo a casa y diviértase. Regáleselo a una muchacha, quizá. Ahí veo una muy bonita. —Miró con admiración a Mina—. Pero no se crea lo que le digan estos aldeanos —añadió bajando la voz en un susurro—. Esto es como el salvaje Oeste. Yo quiero traer coches y la electricidad, el mundo moderno, pero a esta gente todo eso le da igual. Lo único que le interesa son los shaitanes y las maldiciones. En nuestra época, ¿se lo imagina?
Tras lo cual el marajá se rió entre dientes, tendió la mano a sir Henry por segunda vez y él se la volvió a estrechar. Concluidos los formalismos, el rechoncho hombrecillo se volvió hacia los harapientos aldeanos y sonrió brevemente en su dirección. Ellos se inclinaron otra vez ante él. Luego, el marajá encabezó la solemne comitiva y recorrió la pasarela de regreso al vapor seguido de su séquito.
Justo antes de partir, susurró algo a Biren, quien gritó una orden a los jefes de las aldeas.
—Les he dicho a todos que se vayan y les dejen en paz —gritó el marajá—, así que ahora podrán disfrutar de mi maravillosa selva, ¡tranquilamente! —Señaló con aire triunfal las hermosas laderas verdes que lo rodeaban. Biren tradujo sus palabras y todos los aldeanos se pusieron inmediatamente a aplaudir. El marajá sonrió y volvió a arrellanarse en su cojín con una expresión de honda satisfacción. Un criado dio rápidamente cuerda al gramófono, pero la música enseguida quedó ahogada por el traqueteo del motor mientras el minúsculo vapor trazaba una majestuosa curva y se alejaba río abajo. En cuanto el marajá hubo zarpado, todos los aldeanos corrieron a sus canoas, salpicándose y gritando alegremente mientras se retaban unos a otros para ser los primeros. Una a una, las canoas fueron doblando el recodo del río hasta que, finalmente, la última desapareció tras las rocas como por arte de magia y ellos volvieron a estar solos en el estrecho desfiladero. Tom miró el morado pedazo de cielo que se divisaba por encima de los árboles y vio que pronto oscurecería. No obstante, ahora que la tigresa estaba muerta, la selva le pareció totalmente distinta. Ya no había ojos observándolo a cada instante. Las enmarañadas murallas verdes solo eran árboles, nada más. El reinado del terror había concluido.
—Dime, August, ¿por qué no has disparado tú a la tigresa? A fin de cuentas, tú has sido el primero en verla.
—Quería hacerlo, créeme —dijo August enérgicamente—, y estaba a punto cuando… cierto niño me ha jugado una mala pasada.
—¡Una mala pasada! —exclamó Mina, con los ojos brillándole—. Tom, eres un bruto. ¿Qué has hecho?
Tom sonrió cortésmente, siguiéndole el juego a August.
—Yo estaba a punto de disparar cuando él me ha susurrado: «¿Qué fue primero, August, el huevo o la gallina?». Bueno, ¿qué podía hacer yo? ¡Es la eterna pregunta!
Sir Henry sonrió y Mina se rió a carcajadas.
—Vaya pregunta tratándose de ti, August —observó—, y justo en tu gran momento, además.
—En efecto —dijo August obligándose a sonreír.
Era de noche y estaban sentados alrededor del fuego, contando a Mina lo que había ocurrido dentro del laberinto de túneles.
—Ha sido una sensación extrañísima… —continuó sir Henry—, como estar dentro de un nido gigantesco. Para serte sincero, querido August, no puedo imaginarme qué se ha apoderado de ti para que te hayas atrevido a meterte ahí dentro.
—Pensaba que a lo mejor la había herido —respondió August. Seguía sonriendo, pero era evidente que lo que había sucedido le incomodaba—. Supongo que solo quería asegurarme.
—Una decisión muy audaz, y puede que un poco insensata también, dado que habías errado por completo el tiro —dijo sir Henry con una nota de reproche en la voz—. Has estado a punto de que te maten, amigo mío.
—Puede —reflexionó August encogiéndose de hombros—. No obstante, ese era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
Hubo un momento de incómodo silencio mientras los dos hombres contemplaban las brasas, evitándose la mirada.
—Pero si tú no hubieras perseguido a la tigresa cuando volvía a su guarida —insistió Mina—, sir Henry no te habría seguido ni habría disparado a la bestia que ha causado tanto dolor y sufrimiento.
—En efecto —admitió sir Henry.
—Así que bravo por eso.
Se quedaron callados. Tom advirtió cuánto incomodaba a August que le recordaran lo que había sucedido en el laberinto de túneles. Estaba hundido en su silla, absorto en sus pensamientos. En cambio, Mina no podría haber estado más animada y, a la luz de las llamas, los ojos le brillaban de expectación.
—¿Y bien, sir Henry? —dijo dulcemente—. ¿Qué va a hacer usted con el hermoso zafiro que ha ganado?
—Bueno, creo que antes que nada lo haré tallar —respondió él con indiferencia— y luego, ¿quién sabe? Puede que cumpla un propósito.
—¿Y qué propósito es ese?
Sir Henry se rió.
—Bueno, ¿sabes?, puede que se lo haya prometido a alguien.
—Ah, ¿sí? —dijo Mina con aire inocente, sabiendo perfectamente que se trataba de ella.
—Quizá cumpla esa promesa.
—¿Quizá? —preguntó Mina sonriendo—. ¿Solo quizá?
—Ya veremos —dijo él negándose a ser más concreto.
Los ojos de Mina centellearon ávidamente.
—Yo creo que las promesas, una vez hechas, deberían cumplirse. Y recibir un regalo así le ablandaría el corazón a cualquiera.
—¿Lo haría?
—Estoy segura de ello.
Mina miró el fuego y las llamas le danzaron en los ojos.
—Del todo.
August no soportó más aquella conversación.
—Debo decir que, de pronto, me siento terriblemente cansado —anunció levantándose con tanta brusquedad que volcó la silla—. Me temo que debo daros las buenas noches.
—Buenas noches, August —dijo sir Henry sonriendo a su viejo amigo.
—Bu-buenas noches a todos —farfulló August, y sin apenas mirarlos se fue rápidamente a su tienda. Era evidente que estaba furioso.
—Esto… creo que yo también voy a retirarme —se apresuró a añadir Tom. Siempre que podía prefería evitar las discusiones.
—Buenas noches, querido Tom —dijo dulcemente Mina.
—Buenas noches.
Tom bajó la cortina de su tienda y, tendiéndose en la cama, se dio cuenta de cuán extraña era aquella situación. Lo que a él le había parecido una competición entre dos amigos no estaba resultando ser nada amistosa. Y no solo se trataba de la tigresa. Ahora, era evidente que también se trataba de Mina. Ambos debían de haberse prometido que iban a ser ellos quienes le regalaran el zafiro. Por eso se había dejado convencer August, pero era obvio que no soportaba haber sido derrotado, ni tan siquiera por sir Henry, su mejor amigo. El zafiro los había dividido.
Tom escuchó las risas de Mina y sir Henry, y de repente sintió más incertidumbre que nunca con respecto a su futuro.
Puede que se hubiera precipitado al descartar la historia de Jos, puede que aquello no hubiera terminado todavía. «El tigre era un shaitan y nadie lo podía matar… se acercó una noche al lugar donde estaban acampados…». No podía dejar de pensar en aquellas palabras. Pero ¿cómo? La tigresa estaba muerta. Muerta. Muerta. Muerta. El lo había visto con sus propios ojos. Haciéndose un ovillo, pegó el mentón al cuello y se sumió finalmente en una duermevela repleta de sueños y fantasmas.
Se despertó al cabo de un rato. Para entonces, la selva estaba mucho más silenciosa. Solo se oían el rumor del río y el suave canto de los grillos, interrumpido de vez en cuando por el canto de un pájaro solitario en las copas de los árboles. Todo estaba en orden. Entonces, ¿por qué se sentía tan intranquilo? La historia de Jos seguía atormentándolo, ardiendo en sus pensamientos como una cerilla que no termina de consumirse. No podía dejar de darle vueltas.
En un intento de volver a quedarse dormido, se dio la vuelta y pensó en Sam Scatterhorn, su padre. ¿Estaría, en aquel preciso instante, acostado como él en una tienda de campaña en un remoto bosque? ¿Habría encontrado la chispa divina, o lo que fuera que estuviera buscando, y acaso lo habría encontrado la madre de Tom? Tom deseó que aquello fuera cierto. De pronto se descubrió extrañando terriblemente a sus padres. Quería saber que estaban sanos y salvos, quería saber eso más que ninguna otra cosa en el mundo. Su casa, su escuela, todas esas pequeñas cosas de su vida cotidiana, jamás le habían parecido tan lejanas como en aquel momento y se preguntó si alguna vez volvería a ellas. Pero mientras pensaba en todo aquello, lo distrajo un ruido de pasos amortiguados. Alguien estaba saliendo de su tienda.
Al principio intentó no hacer caso, pero no pudo evitar oír los pasos subiendo por la playa de guijarros hacia selva, donde se detuvieron. Luego, el ruido cesó. Tom aguzó el oído, pero no oyó nada.
¿Quién era?
Ahora estaba totalmente desvelado. No iba a poderse dormir. Arrodillándose junto a la cortina de su tienda, la alzó cautelosamente por un extremo y miró fuera. La estrecha playa desprendía un destello blanco a la luz de la luna y, cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, vislumbró una oscura figura en el extremo más alejado del campamento parada junto al cadáver de la tigresa. Era August y parecía estar hablando entre dientes. Tom no oía lo que decía, pero se volvía continuamente hacia las tiendas, como si estuviera haciendo algún cálculo mental. Por su modo de actuar, Tom supo que no debía revelar su presencia. Lo que August estuviera haciendo, fuera lo que fuese, era secreto y no quería ninguna intromisión.
A continuación, August se arrodilló junto a la cabeza de la tigresa y la inspeccionó. Seguía hablando entre dientes, pero más aprisa, casi balbuciendo, cuando se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un frasquito oscuro y un pañuelo blanco. Colocándose el pañuelo desplegado en la palma de la mano, destapó el frasco con los dientes y vertió cuidadosamente en el pañuelo unas gotas del líquido incoloro. Tom ya le había visto hacer aquello en otras dos ocasiones… De pronto, se le hizo un nudo en el estómago. Apenas podía dar crédito a sus ojos. ¿Qué estaba a punto de hacer August? ¿Iba a resucitar a la tigresa? Pero ¿por qué? ¿Por qué diablos querría hacer una cosa así? ¿Para poder volver a cazarla? ¿Tanto deseaba aquel zafiro? Debía de haberse vuelto loco…
Tapando el frasco, August se levantó de golpe, dando efectivamente la impresión de haberse vuelto loco. Tenía el pelo empapado de sudor y una expresión febril en los ojos cuando miró hacia el campamento. Arrojó violentamente el frasco al río, donde se hundió dejando un reguero plateado, y volvió a concentrarse en la tigresa.
Tom se notó el corazón palpitándole en las sienes. ¿Cómo debía actuar? August no sabía lo que estaba haciendo… se había vuelto loco… tenía que detenerlo antes de que… antes de que…
Pero ya era demasiado tarde. August se agachó y puso el pañuelo en el hocico de la tigresa.
—¡No! —gritó Tom saliendo de su tienda como una flecha.
En ese momento se oyó un ronco gruñido y la tigresa se sacudió como si hubiera recibido una descarga eléctrica. August corrió hacia la hoguera, arrojando el pañuelo al fuego y cogiendo un palo humeante. Con la otra mano desenfundó nerviosamente su revólver. Se oyó otro gruñido, más fuerte esta vez, y la tigresa alzó su enorme cabeza y se sentó. Parecía confusa y mareada, pero no por mucho tiempo, porque estaba volviendo a la vida por segundos. Su pelaje estaba recobrando sus flamantes tonalidades anaranjadas y la llama de la ira estaba comenzando a arder en sus ojos amarillos. Levantándose con cierta dificultad, aquella bestia enorme inspeccionó la selva que tenía tras de sí. Luego, se volvió para encararse con August.
—¡Anda, vete! —gritó August blandiendo el palo—. ¡Vete! ¡Vuelve a la selva!
Pero la tigresa hizo caso omiso de sus gritos y se puso a avanzar hacia él.
—¡Vete! —volvió a gritar August, con voz más alta esta vez, intentando darle el palo como si estuviera ahuyentando a un perro.
La tigresa no le hizo caso. Siguió avanzando hacia él, agachando las orejas y levantando los belfos. August se mantuvo firme hasta que el miedo lo obligó a dar media vuelta y correr hacia su tienda. La tigresa irguió las orejas y comenzó a trotar tras él, pero, en cuanto vio a Tom, se detuvo. Clavó en él sus ojos llameantes, mirándolo con cierta vacilación, casi como si le tuviera miedo. Tom sabía que debía hacer algo, pero tenía el cuerpo paralizado. Estaba demasiado asustado incluso para hablar.
De pronto oyó un grito a su derecha. Mina estaba a la entrada de su tienda mirando horrorizada a la tigresa.
—¡Vuelve a la selva, bestia, fuera! —gritó August con desesperación, pero la tigresa ya no estaba interesada ni en August ni en Tom. Mina volvió a chillar y se metió en la tienda, perseguida por el animal.
—¡No! —gritó August—. ¡N-n-no! ¡Esto no tenía que pasar! ¡BASTA! —Y en ese momento cerró los ojos y disparó al aire.
¡PUM!
—¿Qué diablos está pasando? —Sir Henry salió súbitamente de su tienda en camiseta—. August, ¿qué estás haciendo con esa pistola?
August parecía aterrorizado e impotente.
—Yo… yo…
Se oyó otro grito de Mina en el interior de la tienda, seguido de un gruñido espeluznante.
—¿Qué demonios…?
Antes de que sir Henry pudiera terminar la frase, la enorme tigresa reapareció llevando a Mina entre sus fauces como si fuera una muñeca de trapo.
—¡Mina! —gritó sir Henry horrorizado.
Pero Mina no respondió. No podía. Sir Henry corrió a coger un largo machete y llegó a la playa antes que la tigresa, cerrándole el paso.
—¡Ven, bestia! —rugió—. ¡Suéltala!
La tigresa gruñó, pero no soltó a Mina. Sacudiendo furiosamente la cabeza, se metió en el agua, intentando sortearlo.
—¡Eso sí que no! —gritó sir Henry metiéndose también en el agua—. ¡Suéltala AHORA MISMO!
La tigresa resopló.
—¡GRRR! —le respondió sir Henry. Con un fuerte rugido, comenzó a avanzar por el agua hacia ella, haciendo girar el machete por encima de su cabeza. La tigresa bajó las orejas y volvió a resoplar, claramente confundida por la conducta agresiva de sir Henry. Retrocedió hacia un lado, luego hacia el otro.
—¡Sir Henry! —gritó Tom—. ¡No!
Pero ya nada podía detener a sir Henry. Estaba avanzando por el agua como un hombre poseído, haciendo girar el largo machete por encima de su cabeza.
—¡VENGA! —gritó—. ¡VENGA!
La tigresa estaba furiosa. De repente, rugió y soltó a Mina, que cayó al agua. Sir Henry fue a cogerla y, en ese momento, la tigresa saltó para abalanzarse sobre él. Sir Henry solo tuvo tiempo de colocar el largo machete por delante de él antes de que la tigresa lo derribara. Hombre y felino cayeron estrepitosamente al agua. Durante un segundo, el tiempo se detuvo. Tom casi esperaba ver a la tigresa saliendo del río y corriendo hacia la selva, pero, después de arremolinarse, las plateadas aguas se calmaron, dando paso a un silencio sepulcral.
—¡Sahib! —gritó Pulany, rompiendo el hechizo y arrojándose al río—. ¿Sir Henry, sahib?
Momentos después, August y Tom se unían a él, corriendo por el agua hacia el lugar donde había sido derribado sir Henry.
—¡No tardará en ahogarse! —gritó August y, juntos, le quitaron de encima el cadáver de la gran tigresa, que yacía inmóvil en el agua con el machete clavado en el corazón. Cuando lo hubieron arrastrado a la playa, vieron que estaba blanquísimo. Tenía un delgado reguero de sangre en la nuca.
—¡Henry! ¡Henry, despierta, por el amor de Dios! —musitó August golpeándole desesperadamente el pecho. Sir Henry escupió agua unas cuantas veces y tosió, pero no abrió los ojos.
—Está vivo —susurró febrilmente August—. Gracias, Dios mío, por esto… Yo nunca…
—¡Señor August, sahib, venga enseguida!
August alzó la cabeza y vio a Pulany arrodillado junto a Mina en el agua. Cuando corrió hasta allí, la encontró flotando boca arriba con los ojos abiertos. Tenía una extraña expresión angelical en la cara, como si estuviera contemplando las estrellas con asombro. ¿Lo estaba haciendo? Delicadamente, Pulany metió la mano en el agua y palpó el largo zarpazo morado que tenía en el cuello. Luego miró a August y negó con la cabeza. Mina estaba muerta.
—N-no —farfulló él—. No, no lo está. ¡NO LO ESTÁ! ¡Puedo salvarla! Puedo… —Poniéndose a gatas en el agua, comenzó a buscar frenéticamente el frasco.
Tom se quedó mirando el hermoso rostro de Mina y notó lágrimas en sus ojos. Él sabía desde el principio que Mina iba a morir, incluso antes de que pisaran la India, pero, con la poción de August, el poder de la vida, había confiado en que la historia pudiera cambiarse, invertirse de alguna forma. Jamás había imaginado que la poción de August pudiera ser la culpable de su muerte.
—¡Lo tengo! —exclamó August mientras salía del río con un frasquito azul en la mano.
—Todo va a ir bien, todo va…
La cara se le ensombreció al ver que el tapón no estaba. Dentro del frasco no había nada salvo agua dulce. Arrojándolo de nuevo al río con impotencia, salió del agua arrastrando los pies. Tom tan solo pudo mirarlo con indignación. Estaba enfadado, triste, pero sobre todo muy, muy confuso. Aquello no era lógico.
—¿Por qué lo ha hecho? —le espetó—. ¿Por qué? ¿Ni siquiera ha pensado en lo que podía ocurrir?
August se encogió ante la feroz mirada de Tom. El niño debía de haberlo visto todo y ya no tenía sentido seguir fingiendo. El sudor le corría por las mejillas.
—Yo… yo… yo solo quería cambiar las cosas. Con mi poción, podía tener otra oportunidad —farfulló— y demostrar que podía hacerlo mejor… ¡porque podría haberlo hecho mejor! Podría haberlo hecho mejor, pero…
Desesperado, August volvió a mirar a Mina y a sir Henry, ambos tendidos en la playa sin moverse. Estaba deshecho.
—Créeme, Tom. ¡JAMÁS quise esto!
—Pensaba que usted no quería el poder de la vida y la muerte.
—¡No lo quería! —respondió apasionadamente August—. No lo quería. Pero… se ha interpuesto algo y… y… ¡mira lo que he hecho! Parece que lo haya destrozado todo. —Se dejó caer en una piedra profundamente desconsolado.
—Lo siento, Tom —dijo—. De veras. —Y cogiéndose la cabeza entre las manos, rompió a llorar.
Tom contempló la trágica escena que tenía ante sí y se preguntó cómo habían podido llegar a aquello. Resucitar colibríes y perritos era una cosa, pero ¿tigresas asesinas? August tenía razón cuando había dicho que el destino no se podía controlar. No se podía esperar que hiciera lo que uno quería. Y, no obstante, en un momento de locura, hasta él lo había olvidado. Y aquel era el resultado. Enojado, Tom miró el lugar donde Mina yacía sin vida junto a la orilla del río. A su lado, una pequeña forma negra flotaba en el agua. Allí estaba, el frasco azul… vacío. El frasco centelleó misteriosamente a la luz de la luna. La poción de August era poderosísima, quizá demasiado poderosa para confiársela a nadie, ni tan siquiera a él. Tom se encontró con los ojos de Pulany y reconoció la expresión de su rostro ajado. Aquello era también lo que el shaitan había querido. Aquello estaba destinado a ocurrir.
Cuando amaneció al día siguiente, sir Henry había abierto los ojos pero seguía sin moverse, como si estuviera sumido en una especie de trance. Pulany y el timonel habían ido a la selva al despuntar el alba y de regreso traían consigo un árbol pequeño, la mitad del cual iban a utilizar para construir una camilla para sir Henry y el resto para el improvisado ataúd de Mina.
Entretanto, August se dedicó a desollar la tigresa. Era una tarea larga y ardua que a él parecía gustarle y, cuando hubo extraído la piel con la cabeza, la extendió en la playa y la frotó de arriba abajo con una mezcla de jabón de arsénico y sal. De vez en cuando se detenía para dar un largo sorbo a su cantimplora, pero, por lo demás, no decía nada, y prefería trabajar solo y en silencio. Quizá fuera más fácil de ese modo, pensó Tom mientras permanecía sentado a la sombra junto a sir Henry, enjugándole el sudor de la frente y dándole pequeños sorbos de agua de vez en cuando. No tenía sentido pensar en la noche anterior. Eso pertenecía al pasado. Era mucho mejor concentrarse en el viaje que les aguardaba.
Solo Pulany parecía incómodo con tanto silencio. Se pasó el día trabajando con el hacha, murmurando entre dientes y mirando de vez en cuando a su alrededor con una mezcla de miedo e indignación.
—¿Qué pasa, Pulany? —preguntó Tom en una ocasión, y el viejo indio se apoyó en su hacha y miró la tupida selva que los rodeaba.
—El shaitan sigue aquí —dijo entornando los ojos y escupiendo al suelo.
—El shaitan está muerto —afirmó August con irritación—. Tu shaitan está ahí. —Señaló el gran saco de lona cargado ya en el barco.
—No, sahib. El espíritu del shaitan sigue aquí, entre los árboles.
—No digas bobadas —le espetó August, si bien había una nota de incertidumbre en su voz. No podía negarlo. Aquella cárcel selvática tenía algo que lo aterraba.
—Sir Henry ha matado al shaitan dos veces —continuó Pulany, cortando dos veces el aire con sus dedos huesudos—. ¡Dos veces! —Pero él aún no está muerto.
—La tigresa está bien muerta, Pulany. Te lo garantizo.
El indio negó con la cabeza sin saber si creerlo o no.
—Usted tal vez crea que lo está, sahib —masculló enigmáticamente—, pero el shaitan ha maldecido el zafiro, sahib, y el zafiro está en el barco. Puede que nos ahoguemos todos.
—Te aseguro que eso no va a pasar —dijo categóricamente August—. Créeme, Pulany.
—Como usted diga, sahib —masculló Pulany asintiendo con la cabeza—. Como usted diga.
—Venga. Salgamos de aquí.
—Vayamos a casa —dijo Tom suspirando, y lo decía en serio.
—Sí, sahib Tom. Eso será lo mejor. Vayamos a casa.
Cuando se puso el sol, terminaron de cargar el barco y estuvieron por fin listos para zarpar. El pequeño motor de gasóleo se puso ruidosamente en marcha y Tom sintió un enorme alivio cuando soltó las amarras y saltó al barco desde el desembarcadero. Despacio giraron hacia el centro del río y comenzaron a alejarse.
—Gracias a Dios —dijo August con aire abatido, frotándose la cara con una mano. Por primera vez en aquel día hizo un amago de sonrisa, y de pronto pareció agotado.
—Sienta bien marcharse, ¿verdad?
Tom no dijo nada. Solo se volvió para contemplar las murallas de vegetación y la estrecha playa de guijarros que aún relucía bajo el pálido cielo rosa. Pese a la belleza de aquel lugar misterioso y salvaje, estaba totalmente seguro de que no quería volver a verlo en su vida. Y también sabía que jamás podría olvidarlo.