14 Azul

—¿Sigue dormido? —dijo una voz de mujer.

—Sí, sigue descansando.

—Bien. A esta hora hace demasiado calor para cualquier otra cosa.

Tom abrió los ojos y la intensa luz blanca lo cegó. Volvió a cerrarlos. Por un momento creyó que había vuelto a casa. Era temprano por la mañana y el sol de estío entraba a raudales en su dormitorio por una rendija de las cortinas. Sus padres aún no se habían levantado y parecía que fuera hubiera miles de pájaros parloteando y piando… Tom bostezó e intentó recordar lo que había soñado. Estaba sentado, envuelto en una manta, en la cubierta de un gran barco que se bamboleaba lentamente con el fuerte oleaje. Se oían gaviotas y risas, y había un joven de pelo oscuro sentado junto a él, leyéndole unos relatos increíbles que parecían no terminarse nunca… Tom volvió a abrir los ojos y vio que se había confundido. No se hallaba a bordo de ningún barco, ni tampoco en su dormitorio: estaba tendido en un baúl, en cuyos lados había dibujos de hombres a caballo dirigiéndose a una lejana duna de arena. Era el baúl de Catcher Hall, pero él ya no se encontraba en el cuartito de madera. La tapa estaba abierta y, por encima de él, había unas cortinas blancas de gasa ondeando al viento. Entonces oyó por primera vez un rítmico ronroneo por debajo de él. Se parecía mucho al sonido de un motor. Apoyándose en un codo, vio que estaba envuelto en sábanas de muselina.

—¿Dónde estoy? —dijo en voz alta.

—¿Tom? Tom, cielo, ya casi hemos llegado. ¡Mira!

Una mujer tocada con un sombrero de ala ancha corrió las cortinas y le sonrió dulcemente bajo su parasol. Era Mina Quilt.

—Te has pasado varios días durmiendo, cielo. Tienes que ver esto. ¿A que es maravilloso?

Mina señaló tres hombres de piel oscura y un elefante parados en la orilla del río. Les saludó y los hombres les devolvieron el saludo.

—¿No es el paraíso la India?

«La India…». Súbitamente, el presente devolvió a Tom a la realidad, arrancándolo de sus sueños. Estaba en un barco pequeño, navegando por la selva, ¡en la India! Pero ¿qué había de…? De pronto sintió pánico.

—¿Dónde está el tigre?

—¿El tigre? —preguntó otra voz familiar—. Bueno, aún no lo hemos encontrado.

Al alzar la vista, Tom vio cómo un hombre con un elegante traje blanco y sombrero venía a sentarse junto a él. Era August.

—¿Cómo te encuentras, muchacho? ¿Mejor?

August lo miró con cierta preocupación y Tom no supo qué decir. ¿Había estado enfermo?

—Creo que sí. No… no sé.

—Has estado bastante mal, Tom —le dijo August en voz baja—. De hecho, has estado extremadamente enfermo.

—¿Ah sí?

—Así es. Has estado delirando, muchacho. —August se inclinó hacia delante y le susurró al oído—: Y contando unas historias increíbles.

Tom intentó recordar. ¿Qué había hecho? No se acordaba de nada en absoluto. Miró a August y Mina sin comprender.

—¿Está despierto nuestro aventurero? —bramó otra voz familiar. Allí estaba sir Henry, con un raído gorro militar, de pie en la proa junto a un delgado indio de facciones aguileñas que llevaba turbante. Viendo que Tom se había despertado, vino resueltamente hacia él sonriendo de oreja a oreja.

—Eres un niño muy audaz, Tom —dijo dulcemente Mina.

—Demasiado audaz, quizá —añadió sir Henry, mientras se sentaba junto a ella—. No sé si a tu edad yo hubiera tenido el mismo arrojo que tú. ¡Menudo viaje!

Tom se quedó mirando su atractivo rostro sonriente. No tenía la menor idea de a qué se refería.

—¿Viaje? ¿Qué viaje ha sido ese?

—¿Me estás diciendo que no te acuerdas? —August lo miró con curiosidad.

—¿Acordarme de qué?

Los tres lo miraron con asombro y Tom solo pudo sonreírles con impotencia. ¿De qué querían que les hablara?, ¿de sus sueños?

—¡Maldita sea, chaval! ¡Pues nada más y nada menos que de uno de los viajes más grandes emprendido jamás por un niño de once años! —exclamó sir Henry.

—A lo mejor no se ha repuesto del todo —dijo dulcemente Mina cogiéndole la mano.

—Sí, parece que aún tiene fiebre —añadió August tocándole la frente.

—Bueno, viendo que no te acuerdas —dijo enérgicamente sir Henry—, creo que vamos a tener que recordártelo, porque es un relato digno de un Scatterhorn.

—O un Catcher —añadió August.

—También —dijo sir Henry guiñándole un ojo—. Te hiciste polizón, Tom. Tan desesperado estabas por venir a cazar el tigre. Te escondiste en el bote salvavidas de un vapor que viajaba a Bombay. Te hiciste amigo del grumete, que te llevó comida y te mantuvo con vida. Soportaste un huracán en el cabo de Buena Esperanza y, cuando llegaste a la India, abandonaste el barco. Te embadurnaste el cuerpo de jugo de saúco, te pusiste betún en el pelo y, haciéndote pasar por un vendedor de bananas, ¡hiciste mil kilómetros en el techo de un tren hasta Delhi!

—Donde te uniste a una caravana de mercaderes de especias que se dirigía a Champawander —continuó August—. Pero la caravana no llegó a su destino porque fue asaltada por bandidos. Hubo una violenta batalla en la selva, y solo tú lograste escapar. Te quedaste escondido hasta que se hizo de noche, y entonces intentaste cruzar un río muy peligroso por un puente colgante…

—Donde perdiste pie y te caíste —continuó sir Henry—. Un error fácil de cometer en la oscuridad. Pero bastante desafortunado, porque el río estaba infestado de cocodrilos. Tú no podías saber eso, naturalmente. Aun así, conseguiste nadar hasta un tronco y encaramarte a él. Y allí te quedaste dormido.

—La corriente te arrastró río abajo durante días y días, Tom —dijo August—, hasta que al final te despertaste y descubriste que estabas atrapado en una red de pesca.

—Así es —continuó sir Henry—. Te pusiste a pedir socorro, dando un susto de muerte a los pescadores que te habían capturado.

—Y ellos saltaron al agua, creyendo que eras alguna clase de espíritu fluvial —dijo Mina sonriendo—. Me gusta esa parte. Y luego, por una increíble coincidencia, justo cuando estabas de pie en el tronco pidiendo socorro…

—Te vio un grupo de personas que viajaba río arriba para dar caza a un infame tigre asesino…

—Que resultamos ser nosotros.

Tom los miró, mudo de asombro.

—¿Yo he hecho eso?

—Si tú lo dices —dijo August guiñándole un ojo. Y sir Henry también se estaba riendo.

—Pues claro que sí, cielo —exclamó Mina dando a Tom un recorte de periódico. Era de The Times of India y el artículo decía: «La increíble aventura de un niño de once años. Narrada por Mungo Natteijee».

Allí estaba, toda la historia impresa. Entonces, debía de ser cierta…

—¿Quién es… Mungo Natteijee?

—Vino a vernos la semana pasada, Tom. Un periodista, un joven muy agradable —dijo August—, con muchas ganas de triunfar. Bastante impresionable.

Tom seguía sin terminar de entenderlo. Tenía una confusa película de imágenes rondándole por la cabeza.

—Pero… no es cierto, ¿verdad?

—No, querido —dijo Mina soltando una risita—. Has estado muy enfermo, y venías con nosotros desde el principio.

—Solo que, en el momento en que recobraste el sentido, te sentaste en la cama de golpe, delirando, y lo soltaste todo.

Y Mungo Natteijee tuvo la suerte de estar ahí, lápiz en mano, para escribirlo todo como si fuera la palabra de Dios —dijo August.

—Así que ahora toda la India lo cree —añadió picaramente sir Henry— y tú eres famoso, muchacho. Todo el mundo habla de ello.

—Pero… ¿por qué?

—Dínoslo tú —respondió August enarcando las cejas—, porque recuerdo perfectamente que no terminabas de aprobar nuestra expedición de caza, ¿no?

Tom no dijo nada. Se quedó mirando las cortinas blancas ondeando al viento, esforzándose por recordar. Despacio, comenzó a acordarse de todo. August tenía razón. Él había intentado convencerlo para que no fuera a la India, pero August no le había hecho caso y ahora, no sabía cómo, también él estaba allí. Debió de desmayarse aquella noche en el suelo del taller. Puede que aquellos hubieran estado a punto de acabar con él y, de algún modo, le hubieran llenado la cabeza de extrañas historias…

—Creo que ese joven tan serio del barco ha tenido bastante que ver —dijo sir Henry sonriendo—. Ese montón de relatos épicos que le leía a Tom en cubierta. ¿Cómo se llamaba?

—Elias no sé qué. Un apellido galés. Jones, eso es. Elias Jones.

—Ese mismo.

Elias Jones… el nombre no evocó nada en la confusa mente de Tom. ¿No escribía…?

—Lo cierto es, Tom, que durante la inauguración del museo desapareciste —continuó August—. Yo me pregunté si no te habrías ido con ese tal don Gervase, dado que parecías conocerlo.

—La verdad es que yo me alegré bastante de que no lo hubieras hecho —añadió sir Henry—. Era un tipo muy raro. Pero, nada más llegar a Catcher Hall, tuviste la mala suerte de encontrarte con un ladrón. Pero supongo que no te acuerdas de mucho, ¿no?

—Esto… no, no… exactamente.

—Bueno, no me sorprende. ¿Se llegó a saber quién era?

August frunció el entrecejo como si acabaran de recordarle algo bastante desagradable.

—Lamentablemente, no. Algún chiflado. Dios sabe qué quería. Nunca llegamos al fondo del asunto, y yo diría que no lo haremos nunca.

—No. Pero, Dios mío, tú te portaste como un valiente, Tom. De eso no cabe duda —dijo sir Henry riéndose—. Creo que ni siquiera August habría defendido su propio taller como lo hiciste tú. Fuiste como un león. ¿Sabías que arrojaste a un hombre adulto por la ventana?

—Un caso curioso, en efecto —convino August, recordando el enorme pájaro que había salido volando por la ventana—. Y, lo que es más, tú tragaste tanto veneno como para matar a un caballo.

—Bueno, gracias a Dios que ahora estás bien —dijo Mina—. No vamos a permitir que vuelvas a dejarnos, ¿sabes?

Tom dedicó su mejor sonrisa a los rostros que le estaban sonriendo afectuosamente.

—No os preocupéis. No lo haré.

—Me alegro mucho de oírlo —dijo August.

—En fin —continuó alegremente sir Henry—, dada tu sed de aventuras, Tom, no va a sorprenderte estar al principio de otra. Pulany es el mejor cazador de esta región y nos ha estado dando información.

En un idioma que Tom no entendió, sir Henry llamó al indio que estaba en la proa apoyado sobre una sola pierna como una garza real. Pulany volvió su ajado rostro hacia Tom y le sonrió, enseñando un solo diente. Luego dijo algo a sir Henry con mucha rapidez.

—Pulany dice que haberte despertado va a traernos buena suerte —tradujo sir Henry—. Y desde luego vamos a necesitarla, porque aquí —señaló las abruptas laderas que descendían hasta el río— es donde vive el tigre. Casi trece mil hectáreas. Será como buscar una aguja en un pajar.

Tom miró los achaparrados árboles que se aferraban a los lados del desfiladero. No había caminos ni claros de ninguna clase en la vegetación. La espesura era un compacto manto verde. Se preguntó si el tigre no los estaría observando en aquel mismo instante.

—Los aldeanos se parapetan en sus aldeas por las noches —explicó sir Henry—. Ya no se atreven a salir. Pulany dice que la semana pasada se llevó a una pobre mujer que estaba lavando los platos junto a la puerta de su casa. A plena luz del día. No teme a los humanos, ¿comprendéis?, sabe que están indefensos. Que no van armados.

—Me alegro de que nosotros sí vayamos armados —susurró Mina estremeciéndose mientras miraba la frondosa selva. El río había empezado a estrecharse, y enseguida los grandes árboles que lo bordeaban comenzaron a arañar el barco. Pulany se volvió, gritó una orden al timonel indio y el barco redujo la velocidad.

—Dice que la cabecera del río está después del próximo recodo —informó sir Henry—. Ahí se acaba el agua. Ahí es donde acamparemos esta noche.

Al salir lentamente del recodo, vieron un pequeño desembarcadero junto a una estrecha playa de guijarros blancos. Allí sentados al borde del agua, había dos niños harapientos, un niño y una niña, observándolos mientras se acercaban. El desfiladero se había estrechado tanto que casi parecía que estuvieran en el fondo de un profundo pozo, con solo un pedazo de cielo visible encima de ellos. Conforme se aproximaban al muelle, los sonidos de la selva fueron haciéndose más fuertes y, un espeluznante gruñido surgió de la espesura.

—La guarida del monstruo —susurró August, no sin antes dirigir una mirada nerviosa a las abruptas laderas y los viejos árboles que los rodeaban. Tom tampoco pudo disimular el miedo que le causaba aquel lugar. Los dos niños corrieron al desembarcadero para coger la amarra que Pulany les arrojó y, atándola a una estaca, tiraron del barco para arrimarlo al muelle.

—¿Viven aquí? —preguntó Mina.

—Lo dudo mucho —respondió August—. Probablemente llevan todo el día esperando aquí solo para coger esa amarra, porque saben que Pulany les dará una propina luego.

Pero August se equivocaba, porque, en cuanto el barco estuvo amarrado, los niños subieron a bordo y se pegaron a las piernas de Pulany, hablándole muy deprisa los dos a la vez. El indio intentó calmarlos y Tom les oyó repetir la palabra shaitan mientras señalaban la selva. De pronto, Pulany mudó la expresión y pareció muy preocupado. Acercándose a sir Henry, le susurró unas cuantas palabras al oído y sir Henry asintió gravemente con la cabeza. Fue bajo cubierta y emergió con un rifle de aspecto antiguo y una cartuchera.

—Quizá estemos de suerte, si podemos llamarlo así.

—¿Qué pasa? —preguntó Mina preocupada.

—Su madre ha ido al valle a recoger frutos secos para el desayuno. Aún no ha vuelto.

—¿Qué significa eso? —preguntó Tom.

—Significa que August debería quedarse aquí con un arma cargada y que vosotros deberíais montar el campamento y esperar hasta que volvamos —respondió sir Henry mientras bajaba al pequeño desembarcadero—. No os preocupéis. No tardaremos.

Diciéndoles alegremente adiós con la mano, se internó en la selva a grandes zancadas, con Pulany corriendo a su lado.

Al cabo de una hora más o menos, August, Tom y Mina habían montado las tiendas en la estrecha playa de guijarros y el timonel había encendido una hoguera sobre la cual había un gran cazo echando humo. Ni August ni Mina mencionaron al tigre, prefiriendo, en cambio, hablar animadamente de la vida en la selva y la emoción de acampar en un lugar tan remoto, aunque, de vez en cuando, Tom los sorprendía mirando hacia la espesura con preocupación.

Entretanto, el niño indio y su hermana permanecieron sentados a cierta distancia, observando a los extranjeros. Estaban asustados, pero también fascinados por todos los accesorios que habían bajado del barco. Al final, Mina se acercó y les ofreció dos tazas de té con galletas, que ellos aceptaron y engulleron ávidamente, como si fuera lo primero que hubieran comido en todo el día. Pero no quisieron acercarse más.

Cuando sir Henry y Pulany regresaron, el pedazo de cielo azul de antes había adquirido un pálido tono morado. Los dos parecían muy preocupados y sir Henry dio un largo sorbo a su cantimplora antes de sentarse junto al fuego con aspecto abatido. Sacándose un puro del bolsillo de la chaqueta, lo encendió e inhaló profundamente, viendo cómo ascendían las volutas de humo acre en el cálido aire vespertino. August, Mina y Tom aguardaron en silencio, observándolo.

—¿La habéis encontrado? —preguntó August por fin.

—Por desgracia, sí. Seguimos su rastro durante casi un kilómetro hasta un desfiladero muy angosto.

Nadie abrió la boca; la sombría expresión de sir Henry les dijo lo que necesitaban saber.

—Dios mío —dijo Mina suspirando y mordiéndose el labio—. ¿Qué crees que ha pasado?

—Creo que la ha sorprendido por la espalda, probablemente, justo cuando se estaba subiendo a un árbol. Así que, al menos, ha sido rápido. Tenía el cuello roto limpiamente. Pero el hecho de que la hayamos encontrado indica que también el tigre ha sido sorprendido.

—¿Por nosotros? —sugirió August.

—Eso es —respondió sir Henry—. Debe de haber oído el motor del barco viniendo río arriba y ha decidido abandonar su presa. Probablemente, incluso nos ha visto bajar del barco.

—Dios mío —dijo Mina en voz baja. Miró los árboles cada vez más oscuros que los rodeaban—. ¿Crees que nos está observando ahora?

—Lo dudo —respondió sir Henry—. Probablemente, la tigresa esperará a que nos hayamos ido antes de volver a buscar su comida.

—¿Tigresa?

—Eso creo. Pulany ha encontrado una huella. Se pueden saber un montón de cosas a partir de las huellas. La edad, el peso, ese tipo de cosas.

—¿Dónde la habéis encontrado? —preguntó August, impresionado por los conocimientos de la selva que tenía su viejo amigo.

—-Justo al lado de ese árbol —respondió sir Henry sin inmutarse, señalando un tocón a menos de dos metros de distancia—. De esta mañana, diría yo.

Tom tragó saliva nerviosamente y reparó en que August también parecía preocupado. De pronto, la selva que los rodeaba por todos lados parecía llena de centenares de ojos observándolos.

—¿No crees…?, ¿no crees que deberíamos ir tras ella esta noche? —preguntó August esforzándose por disimular su nerviosismo.

—Por desgracia, no conviene ir a ciegas por la selva después de que anochezca, amigo mío —dijo sir Henry dando una calada a su puro—. Los tigres ven siete veces más que nosotros, con lo que estamos en clara desventaja. No. Lo mejor es esperar a que amanezca y vigilar la presa, si sigue allí. Seguro que la tigresa vuelve a por ella.

Se quedaron en silencio durante un rato observando el fuego crepitante. Tom se devanaba el cerebro en un intento por recordar qué le había contado Jos aquella mañana de invierno en el barco. ¿Cuál iba a ser el desenlace de aquel drama? ¿Iba a ser el que Jos le había contado? ¿Vendría la tigresa hasta el campamento y se llevaría a Mina de su tienda? ¿Dejaría a August sin sentido y moriría finalmente a manos de sir Henry, víctima de su daga de plata? Tom miró los rostros reunidos alrededor del fuego y se estremeció. Aquello no podía ser cierto. Solo era una leyenda. Jos tenía razón. Pero, aun así, de algún modo aquella historia se había transmitido hasta su época. ¿Quién era el testigo? ¿Era Pulany? El arrugado cazador indio estaba en cuclillas removiendo el arroz del cazo. Debía de ser él. Pasara lo que pasase, Pulany debía de haberlo visto todo.

—Pulany —dijo sir Henry, y le hizo una pregunta en su idioma. Tom volvió a oír la palabra shaitan.

—El shaitan ya ha matado a cuatrocientas trece personas, sahib —respondió Pulany en inglés—. Es el demonio. Si le disparan, ¡puf! —Se dio una fuerte palmada en el pecho, como si la bala hubiera rebotado—. Las balas no sirven. No matan al demonio. Algunas personas piensan eso, sí, sahib.

—Hummm.

—¿Tú lo crees? —preguntó Mina.

—Por supuesto que no —dijo sir Henry.

—Pero las supersticiones indígenas son muy poderosas —añadió August.

Mina miró a los dos niños, que se habían ido acercando paulatinamente al calor del fuego.

—Pobrecillos —dijo en tono compasivo—. ¿Saben que…?

—Aún no —respondió sir Henry—. Pulany va a llevarlos a la aldea de su tío cuando esto termine.

—¿Por qué no con su padre?

Sir Henry hizo otra pregunta a Pulany, quien le dio una breve respuesta. Sir Henry asintió con la cabeza y volvió a mirar el fuego con expresión grave.

—Me temo, querida, que nuestra tigresa también lo mató. El año pasado.

Mina se quedó mirando las llamas mordiéndose el labio. Tenía el hermoso rostro arrebolado y la mirada cargada de ira.

—¡Pues quien mate a esa bestia va a hacer algo noble y decente! —exclamó con vehemencia—. Y si evita que más niños se queden huérfanos, ¡tanto mejor! —Miró a sir Henry y a August—. Uno de los dos tiene que hacerlo. Deprisa. Mañana.

Con lágrimas de ira en los ojos, Mina miró a los dos niños que dormían en la playa. Ni sir Henry ni August dijeron una sola palabra. Los dos estaban calculando sus posibilidades de ser el san Jorge que mataría al dragón y se quedaría con la damisela en apuros.

—Bueno, bueno, August, amigo mío —murmuró finalmente sir Henry—. Zafiros, tigresas asesinas, por no hablar de todo lo demás. Esto promete ser toda una aventura.

—Efectivamente —respondió August, calibrando la magnitud del desafío que les aguardaba.

Miró a su viejo amigo y supo en qué estaba pensando. Aquello era una competición y Mina había arrojado el guante. Sonrió irónicamente.

—¿Quién iba a decir que llegaríamos a esto?

—Desde luego.

Tom no percibió en ese momento lo que estaba ocurriendo entre sir Henry y August. De haberlo hecho, quizá hubiera ocupado la mente en asuntos distintos, pero, dadas las circunstancias, no podía dejar de preguntarse qué iba a depararles el día siguiente.