Tom se removió incómodamente en su sitio. Aquello era precisamente lo que esperaba que no ocurriera.
—Hola —dijo en voz baja.
Don Gervase se encorvó para ver mejor al delgado niño rubio que tenía frente a él y Tom se pegó aún más a la columna. Aunque don Gervase lo estaba inspeccionando concienzudamente de arriba abajo, Tom presintió que no terminaba de ubicarlo. Quizá se debiera a lo cambiado que estaba con aquel traje. Y a eso había que sumar el pelo, que no llevaba revuelto, sino alisado y pulcramente peinado hacia atrás por insistencia de August.
—Creo que ya nos conocemos, ¿verdad? —dijo don Gervase con cierta vacilación en la voz.
—No creo.
—Qué cosa más rara. Quizá seas otro Tom Scatterhorn.
—Quizá.
—Hummm. Eso sí que sería una coincidencia. Dos Tom Scatterhorn, ¿qué te parece?
Don Gervase se enderezó sopesando qué hacer a continuación. Entonces probó con otra táctica.
—¿Sabes?, el Tom Scatterhorn que yo conozco es un mocoso delgaducho y testarudo cuyos padres lo han dejado con su viejo tío loco. El está muy preocupado por ellos, y debería estarlo. —Don Gervase se quedó callado para que sus palabras surtieran más efecto y miró altivamente a Tom—. Entonces, ¿ese no eres tú?
Tom notó que estaba a punto de estallar, pero sabía que eso era precisamente lo que quería don Gervase. Haciendo un gran esfuerzo, se contuvo.
—No —dijo con indiferencia—. No tengo ningún tío. No tengo ni idea de a quién se refiere usted.
—Me alegro —respondió don Gervase bajando la voz en un susurro—, porque, si lo fueras, yo te aconsejaría que anduvieras con mucho cuidado.
—¿Por qué?
—Porque podrías estarte entrometiendo en asuntos que no te incumben.
—Ah, ¿sí?
Don Gervase se pasó la lengua por los labios resecos.
—Si lo fueras… sería una lástima.
Don Gervase le sonrió amenazadoramente y Tom estaba a punto de intentar poner fin a aquella conversación tan incómoda cuando ocurrió algo extrañísimo… Una mariposilla de hermosas alas azules apareció justo sobre la cabeza de don Gervase y comenzó a volar a su alrededor con curiosidad. El hombre alto se quedó momentáneamente sin habla, siguiendo a la minúscula criatura con sus enormes ojos amarillos mientras la mariposilla trazaba círculos descendentes que eran cada vez menores hasta que acabó posándose en la punta de su nariz.
—¿Qué clase de magia es esta? —refunfuñó en voz baja.
«August… —pensó Tom—. Un nuevo truco».
—¡Aaayyy!
Se oyó un fuerte chillido en el otro extremo de la sala y, al volverse, Tom vio a la señora Spong cayendo al suelo como un árbol talado. Los bailarines se acercaron de inmediato a abanicarle el ancho cuello, por el que ahora caminaban al menos una decena de mariposas azules.
—¡La señora necesita aire! —gritó una voz entre el gentío—. ¡Dejen paso!
Varios hombres fornidos se adelantaron y, cogiendo a la pobre señora Spong cada uno por una extremidad, se la llevaron hacia la puerta como si fuera un fardo. Mientras lo hacían, más y más mariposas comenzaron a bajar desde las vigas del techo, buscando alimento en los coloridos vestidos de las mujeres. Muy pronto las mariposillas azules habían llenado la sala cual confeti y los chillidos de pánico dieron paso a gritos de «¡Bravo!», «¡Viva!» y «¡Tres hurras por sir Henry!», como si todo respondiera a alguna clase de truco maravilloso.
Sir Henry saludó y sonrió cortésmente sin tener la menor idea de lo que había ocurrido. Y entonces, cuando una audaz mariposa se la posó en la mano con la que estaba saludando, el público comenzó a aplaudir espontáneamente. Era el momento ideal para escapar. Dejando a don Gervase hipnotizado con la mariposa azul que tenía posada en la nariz, Tom se perdió entre el gentío y se abrió paso hasta la puerta. Cogió su grueso abrigo de lana y su gorro, bajó las escaleras del museo y echó a correr por las nevadas calles.
¿Dónde debía ir? Donde fuera, daba igual. Subiéndose el cuello del abrigo, se puso a caminar contra el viento mientras intentaba encontrar sentido a lo ocurrido. Don Gervase lo había amenazado, de eso estaba seguro, y su ridícula actuación no había engañado a nadie. Pero ¿qué era lo que realmente le interesaba? ¿Los secretos de August? ¿O el zafiro? ¿O entre ambas cosas había alguna relación? Tom barajó varias posibilidades, pero no supo con cuál quedarse y, antes de darse cuenta, volvía a encontrarse junto al río helado. De no haber estado tan absorto en sus pensamientos, quizá habría reparado en que lo seguía una esbelta figura con un abrigo blanco de pieles.
El panorama que tenía ante él era muy parecido al de la noche anterior. Los puestos de feria estaban muy concurridos y el castillo de hielo estaba repleto de niños haciendo carreras y arrojándose bolas de nieve. La única diferencia se encontraba en el centro del río, donde habían colocado una guirnalda de luces. Debajo, Tom vio las siluetas de unos operarios que cercaban el inmenso agujero en el hielo que se había tragado al caballo y el trineo. Y a Noah. Súbitamente, volvió a recordar aquellas grises fauces y las pálidas caras mirando el cuerpo sin vida tendido sobre el hielo. Noah debía de tener más o menos su edad. Tom se estremeció y se arrebujó en el abrigo. Qué cruel parecía el destino. Sabía que deberían haber intervenido. August debería haber hecho algo. Justo cuando la frustración comenzaba a embargarle de nuevo, miró hacia los patinadores y sus ojos se cruzaron con los de un muchacho demacrado y encogido que llevaba a una mujer del brazo. Eran Abel y su madre. Alzó la mano e intentó sonreír, pero Abel siguió mirando al frente, como si Tom no estuviera allí.
Él y su madre pasaron en silencio por delante de él, mirando ciegamente al frente, como si estuvieran en un sueño.
—Es extraño, ¿verdad? Que algunas personas sobrevivan y otras… no.
Tom reconoció la voz. Era Lotus detrás de él. Lo estaba mirando fijamente.
—Tú eres el aprendiz de August Catcher, ¿verdad?
—Así es —masculló Tom calándose más el gorro—. ¿Quién quiere saberlo?
«Seguramente me ha reconocido».
Pero, por alguna razón, Tom tuvo la impresión de que no lo había hecho. Era como si Lotus, al igual que don Gervase unos momentos antes, no supiera ver más allá de la ropa que llevaba puesta. Parecía otro.
—Oh, me llamo Lotus Askary —dijo ella enérgicamente, y le tendió la mano. Él se la estrechó brevemente. Estaba tan fría como un carámbano de hielo—. He venido a la feria con mi padre —continuó Lotus—. Vi lo que pasó anoche. Fue horrible. ¿Conocías a ese niño?
—Sí —musitó Tom mirándose los pies—. Sí que lo conocía.
Se fijó en que Lotus llevaba unos patines blancos con pulidas cuchillas de acero. Le parecieron excepcionalmente largas.
—Eran familiares suyos a los que acabas de sonreír, ¿verdad?
—Así es.
Tom no podía despegar los ojos de sus patines. Aquellas cuchillas parecían peligrosas, con las puntas tan afiladas como cuchillos.
—Por supuesto que lo conocías —continuó Lotus—, porque ¿no trabajaba Noah para el señor Catcher como tú?
—Hummm.
Decididamente, aquellas cuchillas eran lo bastante afiladas como para cortar el hielo, de eso no le cabía duda. Entonces, un escalofrío le recorrió el espinazo y comenzó a hacerse preguntas. ¿Y si la muerte de Noah no había sido accidental? ¿Y si hubieran hecho el agujero a propósito? Don Gervase y Lotus, compinchados, el uno prendiendo fuego al trineo y la otra abriendo un agujero en el hielo… ¿No había visto Tom a Lotus patinando por en medio del río antes del accidente? ¿No había visto a don Gervase entre los puestos de feria? No podía asegurarlo. Pero ¿por qué? ¿Por qué habrían de hacer una cosa así? Tom no tenía la menor idea. Mirando aquellas largas cuchillas negras, notó que se le helaba la sangre. «No reacciones, no reveles nada —se dijo—. Ella todavía no sabe quién eres».
—¿Y qué haces en Catcher Hall? —preguntó Lotus—. August Catcher es un hombre inteligentísimo. Debe de ser fascinante.
—En realidad no. Solo estoy empezando. Es un galimatías, básicamente.
—¿Galimatías? ¿Galimatías?
Lotus se aferró a aquella palabra tan poco habitual como si fuera algún tipo de pista.
—Sí. No entiendo nada.
—Oh. —Lotus pareció un poco decepcionada—. ¿Y qué hacías antes de trabajar para el señor Catcher?
Tom la miró sin comprender.
—¿A qué te refieres?
—¿Eras su deshollinador, su mozo de cuadra o qué? Solo me preguntaba cómo has terminado trabajando con él, eso es todo —dijo Lotus atravesándolo con sus ojos lechosos—. Al fin y al cabo, es un trabajo estupendo. A mí me encantaría ser la aprendiza del señor Catcher.
Tom notó que se ruborizaba. ¿Qué podía decir a eso? «No le cuentes una mentira completa, ella jamás te creerá». Solo una media mentira, o una media verdad, como le gustaba decir a su padre.
—Mis padres lo conocen. Son cartógrafos… esto… geógrafos, más bien, y me han dejado a su cargo hasta que regresen. Ya hace un tiempo de eso.
—Comprendo —dijo ella con cautela—. Y tus padres, ¿se han caído por un glaciar o algo así?
—Creo que no.
—¿Están muertos?
—No.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Lotus seguía atravesándolo con la mirada.
—Me refiero a que, si no has tenido noticias suyas, ni conoces su paradero, ¿cómo sabes que no han muerto?
Tom notó la sangre palpitándole en las sienes.
—Simplemente lo sé —respondió con la máxima calma posible. Aquel interrogatorio ya había durado suficiente.
—Entonces, ¿va a quedarse August Catcher contigo, indefinidamente? —insistió Lotus.
—Quizá. Si él quiere. —Tom se encogió de hombros, fingiendo indiferencia—. Eso depende de él, ¿no?
—Qué suerte tienes.
Lotus estaba justo delante de él, cerrándole el paso. Si hubiera sido una completa desconocida, Tom estaba seguro de que ya le habría dado un puñetazo y habría salido huyendo; pero, naturalmente, era Lotus, y él no podía hacer eso. Y, además, había algo en su modo de actuar que le decía que no lo reconocía, o al menos que no estaba segura. Mejor seguir disimulando y encontrar otra salida. Decidió probar con el truco más viejo del mundo.
—¿Te gustaría conocer al señor Catcher?
A Lotus se le iluminó la cara.
—¿Podría?
—Sí. Estoy seguro de que te lo contaría todo sobre cómo diseca y conserva los animales, si estás interesada.
—¿De veras lo crees?
—Sí. Él me cuenta un montón de cosas, pero yo no las entiendo. ¿Por qué no se lo preguntas? Está justo ahí. —Tom señaló detrás de ella—. ¡ Señor August!
En cuanto la tuvo de espaldas, Tom corrió a ocultarse tras un puesto de tiro al blanco y, cuando un arrugado anciano pasó por delante con un trineo lleno de ramas, él saltó dentro. El hombre refunfuñó un poco pero no se detuvo, y cuando estuvo lo bastante lejos de la orilla del río Tom miró rápidamente atrás. Allí estaba Lotus, paseándose de acá para allá como una avispa enfadada, inspeccionando el gentío. No lo había visto. Entonces apareció junto a ella la alta figura de don Gervase. Tom saltó del trineo y se coló en el castillo de hielo, mezclándose con la multitud de niños justo a tiempo de ver a Lotus y a don Gervase pasar patinando por delante de la ventana.
—Tienes que prestar más atención —la regañó don Gervase, que seguía buscando a Tom entre el gentío.
—No estoy segura de que sea él —resopló Lotus con indignación—. ¿Cómo se supone que voy a saberlo? Tú no puedes hacerlo.
—Bueno, no debemos volver a perderlo de vista. Ordena a Humphrey que vigile la casa.
—Ya está allí. No soy idiota, ¿sabes?
Rodearon el castillo de hielo y se perdieron de vista. Tom tenía el corazón desbocado; había escapado, pero saber que seguían buscándolo no era ningún consuelo. Se pegó a la pared de hielo, esperando a que reaparecieran.
—Y si es uno de ellos, ¿qué harás? —susurró Lotus cuando volvió a pasar por delante de la ventana.
—Lo que hay que hacer, por supuesto —bramó don Gervase en tono amenazador—. Los viajeros no se toleran, ya lo sabes. Da igual quiénes sean.
Y volvieron a perderse de vista.
Tom ya había oído más que suficiente para estar preocupado. ¿Qué debía hacer? ¿Era él un viajero? No estaba seguro, pero sí sabía que no debía quedarse en la feria del hielo ni un minuto más. Solo era cuestión de tiempo que lo encontraran. Debía regresar a un lugar seguro. Cruzando la multitud como si fuera un fantasma, dobló por una oscura callejuela y comenzó a subir la cuesta nevada camino de Catcher Hall.
La casa estaba totalmente en calma cuando Tom llegó. Iba a entrar en el camino particular para llamar a la puerta cuando vio por el rabillo del ojo una forma delgada asomando por detrás de los tejos. ¿Quién era? August no, desde luego; él seguía en el baile. Ocultándose entre las sombras, esperó y observó. La forma volvió a aparecer y esta vez la reconoció: era el ala de un sombrero de copa, perteneciente a un hombre corpulento con un largo abrigo negro que se estaba frotando las manos para combatir el frío. Tom no le veía la cara, solo el cuello ancho y musculoso y el cruel contorno de la mandíbula. Parecía muerto de frío. ¿Era Humphrey, el conductor mexicano de los Askary?
Puede que lo fuera. Estaba vigilando la casa, justo como Lotus le había ordenado. Tom se puso a pensar. ¿Cómo podía entrar sin ser visto? Entonces recordó que la segunda vez que había visto a August había aparecido como por arte de magia en la claraboya del tejado. Quizá tuviera una entrada secreta que solo él conocía.
Ciñéndose a las sombras de los árboles, Tom fue de puntillas por la nieve hasta el otro lado de la casa, donde estaba el estudio de la planta baja. Al llegar encontró las ventanas cerradas, pero en la esquina había una vieja cañería de hierro que subía directamente hasta las almenas. Quizá fuera la ruta de August; desde luego, la cañería parecía suficientemente sólida.
Cuando se encaramó por ella, Tom encontró, efectivamente, apoyos para los pies y asideros para las manos en las baldosas de la pared. Aquel era el camino privado de August hasta su taller. ¿Por qué mantenerlo en secreto? Tom no imaginaba por qué habría August de necesitar entrar por aquella vía en su propia casa, si bien ahora le resultaba de lo más útil. Encaramándose a las almenas, encontró una escalerita de madera apoyada en el tejado que conducía hasta una claraboya. Subiéndola con cautela, se asomó a la claraboya y supo que lo había logrado. Se encontraba justo encima del taller, y el pestillo de la claraboya estaba abierto.
Un rato después, Tom estaba sentado en la mecedora de August, calentándose los pies fríos delante de las brasas que ardían en la chimenea. Por fin estaba a salvo. Y August pronto volvería del baile y seguro que ellos no se atreverían a atacarlo entonces. Aun así, no podía terminar de relajarse. No se podía quitar de la cabeza la conversación que acababa de oír.
«Y si es uno de ellos, ¿qué harás?».
«Lo que hay que hacer. Los viajeros no se toleran…».
Pese a las muchas vueltas que le dio, no logró saber qué significaban aquellas palabras.
Acercándose a la gran ventana redonda, contempló la ciudad a la luz de la luna. Allí abajo, en algún lugar, había personas que él sabía que estaban conspirando contra él. Quizá fuera hora de huir, de abandonar aquel lugar y regresar a su mundo. Pero Lotus y don Gervase también estaban allí; de cualquier forma, lo encontrarían, si era a él a quien realmente buscaban. Y Tom no estaba nada seguro de que así fuera. A fin de cuentas, ¿qué demonios podía contarles él?
Se puso a tamborilear distraídamente con los dedos sobre una de las mesas mientras se preguntaba qué debía hacer. Entonces, mirando los objetos varios que tenía delante, le llamó la atención un movimiento casi imperceptible. Fijándose más, vio que se trataba de un pequeño escarabajo negro que, después de abrirse paso entre el amasijo de alambres, clavos y agujas, se encaramó a una llavecita de plata. Tom la reconoció de inmediato: era la llave del armario metálico, la caja de las sorpresas de August. Se le debía de haber caído. Qué raro, porque él siempre tenía la precaución de guardársela en el bolsillo. Pero allí estaba, un objeto corriente, dejado descuidadamente en la mesa. Y, no obstante, por alguna razón, lo estaba invitando a cogerla.
Por un momento, Tom vaciló. ¿Debía olvidarse de la llave? No, ¿cómo habría de hacerlo? Se trataba del santuario de August, y acceder a él estaba estrictamente prohibido. August jamás le permitiría abrirlo por su cuenta. Por eso precisamente debía abrirlo ahora. A fin de cuentas, él solo quería echar un vistazo, y ¿qué mal había en eso? Solo un vistazo, eso era todo. Dejándose vencer por su curiosidad innata, se dirigió al estante de los búhos chicos y, apartándolos, descorrió la cortinilla negra. Allí estaba, el armario metálico negro.
Con cautela, insertó la llave en la cerradura y la puerta se abrió con suavidad, revelando los frascos de vidrio alineados en los estantes. Parecían tan inofensivos… Costaba creer que todos contuvieran un veneno mortífero. Todos, salvo uno; de hecho, el único que le interesaba. Alargando la mano, buscó en el estante superior el frasquito hexagonal azul que contenía la poción de August y lo encontró detrás, en una esquina. Cogiéndolo con ambas manos, miró el líquido incoloro a través del vidrio. ¿Era realmente el elixir de la vida? ¿Un rayo embotellado? ¿La chispa divina? ¿Para eso había recorrido su padre medio mundo? ¿Era ese líquido el que podría haber salvado a Noah?
Despacio, giró el frasco entre sus dedos, observando el líquido que contenía. Era solo una pizca de esto y otra de aquello; parecía todo tan increíble…
«Además, no estoy seguro de que surta efecto en un ser humano. ¿Y si algo saliera mal?».
«¿Cómo va a averiguarlo si no está dispuesto a probarlo?».
La discusión de la noche anterior con August volvió a ocuparle el pensamiento. ¿Y si…? De pronto se le ocurrió una idea disparatada. ¿Y si lo probaba en su propia persona? Entonces lo sabría, entonces podría dejar de sentirse culpable por Noah.
«No…». Tom sonrió y negó con la cabeza; era una idea absurda y, además, si daba resultado, ¿qué demostraría? Ahora, ya nada podría devolverle a Noah.
Pero entonces cayó súbitamente en la cuenta de que la poción de August quizá podía devolverle a otras personas: sus padres. A fin de cuentas, ¿no era precisamente eso lo que buscaba su padre? Si Tom se llevaba la poción a su época a través del baúl del tiempo y podía informarles de que la había encontrado, ellos estarían de regreso en un santiamén. ¡Qué cara pondría su padre cuando se enterara!
Tom volvió a mirar el frasquito azul, fijándose en cómo danzaba el reflejo de las llamas en el vidrio. Qué poderoso era; ahora que conocía la fuerza que albergaba… tenía que llevárselo y marcharse de inmediato. Pero ¿y si August echaba de menos la poción? No le importaría, concluyó. Siempre podía fabricar más. ¿Y si lo echaba de menos a él? Bueno… mala suerte.
—Hola, socio.
Tom se quedó paralizado; se le erizaron todos el vello de la nuca. ¿Quién había dicho eso? La voz era rasposa y parecía provenir de arriba… Mirando las vigas del techo, Tom vio que la claraboya seguía abierta, tal como él la había dejado, pero, en la viga central, vio la silueta de un gran pájaro posado en un extremo.
«Oh, no…».
Notó un nudo en el estómago y, acto seguido, echó a correr hacia la puerta, pero nada más empezar, el gran pájaro desplegó las alas y se posó delante de él.
—Tienes un poco de prisa, ¿no?
Era el águila, la gran águila negra que lo había perseguido por el pasillo. Y ahora estaba justo delante de la puerta del ta-11er. Tom retrocedió instintivamente un paso, con los nervios a flor de piel. Aquello era justo lo último que esperaba.
—¿Quién eres? —se atrevió a preguntar—. ¿Y por qué me persigues?
—Yo no te persigo, Tom. Es justo al revés.
—Entonces… entonces, ¿cómo has llegado hasta aquí?
El águila clavó en él su ojo amarillo.
—Yo provengo de aquí, ¿recuerdas?
Tom miró al enorme pájaro sin saber muy bien qué pensar. Quizá tuviera razón. A fin de cuentas, aquel era el taller de August en el pasado, donde habían sido creados todos los animales. Pero, aun así, aquella criatura tenía algo muy extraño. De algún modo, no le parecía del todo real…
—De acuerdo. Entonces, ¿por qué no estás en el museo con los demás? —le preguntó en tono desafiante—. ¿No deberías estar en la inauguración?
—Oooh —graznó indignado el pájaro, negando con la cabeza—. Te gusta poner el dedo en la llaga, ¿eh? Oye, nadie es perfecto, ¿no? O sea, mírate tú. ¡Nunca me habría imaginado que fueras un ladrón, Tom Scatterhorn! —El enorme pájaro comenzó a pasearse de acá para allá, mascullando extraños juramentos. Era evidente que estaba muy ofendido por no haber sido incluido en el museo.
—Está bien —dijo Tom con la máxima calma posible—. Siento mucho que no estés en el Museo Scatterhorn, de veras, pero…
—¡Yo soy como soy! ¡No es culpa mía!
—Vale. Pero, por favor, déjame pasar. Me voy a casa.
Tom avanzó un paso y, de inmediato, el águila le cerró amenazadoramente el paso.
—No con ese frasco.
Pese a ver únicamente su sombra en la oscuridad, Tom supo que aquella gran ave rapaz era mucho más grande que él y que no iba a poder llegar a la puerta sin tener que pelearse con ella.
—¡No puedes ir robando estas cosas! —graznó el águila, sin quitarle el ojo al frasco—. Devuélvelo, hijo. ¡Va a volverte loco! ¡Chiflado!
Tom tragó saliva. ¿Qué opción tenía? Era obvio que el águila hablaba en serio.
—Pero… es que no lo comprendo. ¿Qué tiene esto que ver contigo? —protestó enfadado—. ¿Quién eres tú, una especie de…?
—Pato —lo interrumpió el águila.
Tom parpadeó varias veces.
—¿Pato…?
—¡¡¡PATO!!!
Un segundo después, Tom vio un objeto plateado que pasaba volando y silbando junto a su cabeza, se clavaba en el armario de los venenos de August y arrojaba todos los frascos al suelo haciéndolos añicos. ¿Una navaja…? Horrorizado, se dio la vuelta rápidamente y vio una gran silueta negra empujando la ventana redonda desde fuera y saltando al interior del taller.
—¡Eh! —gritó el águila—. ¿Qué…?
Pero no llegó a terminar la frase, porque en ese instante la enorme figura se abalanzó sobre Tom con la fuerza de un rinoceronte, levantándolo en el aire antes de caer con él al suelo. Tom notó un terrible dolor en la nuca y, al alzar la vista, aturdido, vio sobre él una máscara gris de acero con una rejilla por boca y dos orificios negros por ojos. Un peso aplastante le vació los pulmones de aire y, acto seguido, dos manos inmensas lo agarraron por el cuello y comenzaron a apretar. Intentó gritar frenéticamente, pero se había quedado sin voz.
—¿Aún no estás muerto, amigo? —gruñó la máscara—. ¿Aún no?
Las dos manos enguantadas lo levantaron por el cuello y comenzaron a golpearle la cabeza contra el suelo. Tom sintió que el pánico y la impotencia se apoderaban de él y el taller comenzó a darle vueltas. Notó en la mejilla un aliento caliente que olía a chocolate.
—Oh, sí, amigo. Pronto lo estarás.
Tom notó que la nuca volvía a crujirle. El taller se estaba oscureciendo por segundos. Vagamente, vio que la máscara de acero se volvía y la oyó desenvainar una navaja.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —gritó una voz—. ¡Oh, no! ¡No! ¡OH! ¡NO! ¡NO!
Entonces, un graznido espeluznante atravesó la oscuridad.
De repente, Tom notó que los guantes de cuero habían dejado de apretarle el cuello y, boqueando, vio que en los ojillos de la máscara la sorpresa era rápidamente sustituida por el más puro horror.
—¡VETE AHORA MISMO DE AQUÍ!
Una especie de sombra negra golpeó al hombre con tanta fuerza que lo levantó del suelo y lo arrojó hacia atrás, estampándolo contra la ventana redonda. Un segundo después, el enorme pájaro se le subió a los hombros y le arañó la cara con la garras, arrancándole la máscara. El hombre chilló y se cayó de espaldas contra el cristal, haciendo girar la ventana…
—¡Dios mío!
August abrió la puerta de su carruaje justo a tiempo de ver una figura cayendo pesadamente de espaldas por la ventana de su taller, seguida de cerca por un pájaro inmenso, que se alejó volando en la oscuridad.
—¿Qué pasa aquí, por el amor de Dios?
El hombre se dio un horrible golpetazo contra los escalones de piedra, pero Tom no lo oyó. Resollando, la cabeza se le cayó flojamente hacia un lado y, con la vista nublada, solo pudo ver las formas de los frascos hechos añicos, con sus venenos derramados deslizándose hacia él por las tablas del suelo. Detrás, en alguna parte, había un frasquito azul, pero, en cuanto lo vio, el azul comenzó a tornarse negro…