12 La noche de la inauguración

A la mañana siguiente, el clima de tristeza continuó en Catcher Hall. Tom estuvo sentado a la mesa con aire abatido, jugueteando con el desayuno. En el otro extremo, August se tomó su café en silencio, con la cabeza enterrada en una publicación científica. Para cuando dieron las nueve, Tom se estaba preguntando si no sería hora de regresar a su mundo. ¿Tenía algún sentido seguir allí? No mucho, a su juicio. Distraídamente, deslizó el chuchillo por debajo de una tostada. Iba a echarlo a cara o cruz. Si caía por el lado quemado, se iría; si lo hacía por el de la mantequilla, se quedaría. Alzó el puño y estaba a punto de dejarlo caer sobre el mango del cuchillo cuando llamaron enérgicamente a la puerta. Se oyeron pasos en el vestíbulo y, un momento después, sir Henry irrumpió en el comedor con las mejillas coloradas.

—¡August! —gritó—. ¡Tienes que venir conmigo ahora mismo!

August alzó distraídamente la vista, absorto en cálculos químicos. Era como si una enorme bola de fuego hubiera irrumpido en la puerta.

—Siéntate y tómate un café.

—Me temo que el café va a tener que esperar. Insisto en que vengas inmediatamente al museo.

Sir Henry comenzó a pasearse de un lado al otro frotándose las manos con impaciencia.

—¡ Inmediatamente!

—¿Ha pasado algo? —preguntó August preocupado.

—¡Ha pasado todo! ¡Todo, August! El museo está por fin terminado, y es formidable. ¡Formidable! Insisto en que lo veas antes que nadie, y tú también, Tom. Salgamos pitando, amigos. El carruaje nos está esperando.

Tom vio que sir Henry era un hombre con un entusiasmo desbordante que no estaba habituado a admitir un no por respuesta. Suspirando, August se levantó de la mesa y salió obedientemente al vestíbulo.

—Tú sabes perfectamente que ya lo he visto todo —dijo poniéndose pacientemente el sombrero.

—¡Pues claro, amigo mío! Pues claro: lo has hecho tú. ¡Pero ahora está terminado! ¡Finito! Bueno, casi.

—¿Casi? —repitió August—. Pero ¡la inauguración es esta noche!

—Se me ha ocurrido una idea más; luego te la cuento. ¡Venga, venga!

Sir Henry los instó a bajar las escaleras y subirse al carruaje que los estaba esperando. Tras cerrar la puerta, golpeó el techo con su bastón y el cochero comenzó a bajar la colina a una velocidad de vértigo. Sir Henry se pasó todo el trayecto hablando del museo y del suntuoso baile de inauguración que iba a celebrarse esa noche y Tom sintió que su vitalidad comenzaba a derretirle el hielo que notaba en el corazón. Era como estar cerca del sol y cuando llegaron a las puertas del museo Tom casi había olvidado la tragedia de la noche anterior y estaba también lleno de expectación.

—¿Emocionados, amigos? —Sir Henry sonrió con satisfacción—. Dios sabe que yo sí lo estoy.

El carruaje se detuvo y, abriendo enérgicamente la puerta, sir Henry saltó a la acera. Al alzar la vista, Tom vio la familiar fachada del Museo Scatterhorn, pero no estaba preparado para lo distinta que parecía ahora que estaba nueva. Se perfilaba nítida y reluciente bajo el centelleante sol de invierno.

—¿Dios salve al rey? —dijo August leyendo la placa de piedra que los trabajadores estaban colocando entre los dos dragones que coronaban la entrada.

—¡Pues claro! ¿Por qué no? —exclamó sin Henry subiendo las escaleras al trote—. Es muy importante obtener la aprobación real.

—¿La tienes?

—¡No, no, no! Pero la intención es lo que cuenta. Anda, ¡daos prisa!

Dentro era un hervidero de actividad mientras se ultimaban los preparativos para la suntuosa fiesta. Guirnaldas de tela adornaban el techo y en el vestíbulo estaban erigiendo pirámides de copas de champán. Sir Henry comenzó a dar órdenes mientras hacía simultáneamente una visita guiada relámpago por el museo con August y Tom.

—Primero, el visitante se encuentra con la inmensidad ártica de Groenlandia, que da paso a las frondosas selvas del Amazonas y, seguidamente, a las interminables llanuras de África —dijo con entusiasmo, abarcando la sala con las manos—, y allí…

Pero Tom no lo escuchaba. Solo estaba mirando boquiabierto a su alrededor. No podía creer lo vibrante y deslumbrante que estaba todo. Los colores eran excepcionales. La selva lluviosa tropical tenía un intenso color verde botella, el zorro polar era de un blanco cegador, casi invisible en la nieve. El árbol de los colibríes vibraba y centelleaba con todos los colores del arco iris e incluso el mamut parecía real. Tom miró todo lo que él conocía tan bien como si lo estuviera viendo por primera vez, justo como quería August. «Qué potente debe de ser la poción», pensó.

—Es un triunfo —dijo August con admiración.

—Un triunfo de los dos —lo corrigió sir Henry. Y estoy seguro de que a los escritorzuelos de la prensa va a encantarles.

—Sir Henry Scatterhorn, el gran explorador y coleccionista —anunció August con una sonrisa escribiendo letras imaginarias en el aire.

—Y August Catcher, el gran taxidermista —continuó sir Henry—, han creado la que es casi con toda seguridad una de las mejores colecciones de especímenes de Inglaterra. —Sir Henry miró con admiración las vitrinas que los rodeaban.

—Realmente, no sé cómo has conseguido que parezcan tan vivos, August. Es magia.

Se detuvo delante del gorila, sentado en la horcadura de su árbol.

—Un día, espero que este museo se utilice como un cofre de rarezas. Para que las personas vengan a admirar animales que quizá ya no existan en estado salvaje.

—O animales que, de hecho, no han existido nunca en estado salvaje —dijo August sonriendo—, dando una cordial palmadita al mamut.

—En efecto —dijo sir Henry riéndose—, pero es idéntico a un mamut de verdad y, además, ¿quién va a saberlo? Venid, quiero enseñaros una cosa a los dos.

Sorteando a cocineros y camareros, sir Henry subió las escaleras hasta un receso vacío del rellano. Estaba ocupado por un macizo de flores, pero faltaba algo y, por un momento, Tom no recordó qué era.

—¿No os parece —dijo sir Henry, entrando en el receso— que esto queda un poco vacío, comparado con los deslumbrantes paisajes de abajo?

August se encogió de hombros. Pensándolo bien, parecía un poco pobre.

—Yo también lo creo. Entonces, ¿qué os parece poner un animal salvaje, feroz y asesino como un…?

—¿Tigre? —sugirió solícitamente Tom.

Acababa de acordarse y no había podido contenerse. Sir Henry lo miró con curiosidad: aquel niño era francamente perspicaz.

—Eso es, Tom, eso es —dijo—. Imagínatelo, August, un felino enorme, fulminando a los visitantes con la mirada cuando suben por las escaleras.

No le hizo falta convencer a August.

—Una sugerencia brillante —comentó él riéndose—, pero ¿dónde diablos vas a encontrar…?

—Aquí.

Sir Henry se metió la mano en la chaqueta y, sacando un pequeño recorte de periódico doblado, se lo dio a August para que lo leyera.

—Cuatrocientos aldeanos, incluyendo a la hija del marajá de Champawander —dijo él con incredulidad—. Salvaje parece, desde luego.

—Todavía hay más —añadió sir Henry guiñando un ojo a Tom—• Hay más.

August leyó el final del artículo.

—¿La recompensa es un zafiro en bruto, el más grande de su colección?

—¡Imagínatelo! —A sir Henry le brillaban los ojos—. Vamos a ir, amigo mío, vamos a ir. Yo lo mataré, tú lo disecarás y Mina escribirá el relato de nuestra aventura.

—¿Mina?

—Por supuesto. ¿Te acuerdas de Mina?

—¿Cómo iba a olvidarla?

—Bueno, ella se crió en la India. Lo sabe todo sobre tigres, serpientes, elefantes, todo. Es mucho más valiente que tú o que yo, ¿sabes?

August no supo qué decir. Hasta entonces, nunca había acompañado a sir Henry en ninguna de sus expediciones. Ahora tenía la oportunidad… y, naturalmente, estaba la deliciosa Mina.

—¿Y bien? —dijo sir Henry expectante.

August se dejó contagiar por el entusiasmo de sir Henry.

—¿Cuándo nos vamos?

—¡Mañana, por supuesto! —dijo jubilosamente sir Henry, dando a August una palmada en la espalda—. Después del baile, amigo mío. Después del baile.

Mientras subía las escaleras del Museo Scatterhorn aquella noche, Tom se hizo la promesa de llamar la menor atención posible. Se había pasado casi toda la tarde mirando en los armarios de August, buscando ropa apropiada para la suntuosa inauguración, y finalmente había encontrado un incómodo traje viejo que August había llevado en la escuela. Tenía un chaleco y un rígido cuello blanco, y era tan incómodo y ridículo que Tom se preguntó si sería capaz de aguantar durante toda la velada sin quitarse alguna pieza. Y para empeorar aún más las cosas, August había insistido en que se peinara hacia atrás con gomina. Tom tenía la sensación de estar asistiendo a una horrible fiesta de disfraces. Pero no debería haberse preocupado, porque, al entrar en el vestíbulo, vio que no era el único. Allí había gente con disfraces de todo tipo. Había mercaderes con fajas rosas y bigotes de foca, rubicundos granjeros con inmensas patillas que llevaban trajes de tweed con polainas azules, soldados con casacas rojas y pantalones de cuadros, con damas del brazo. En el centro del vestíbulo estaba sir Henry, tan ágil y elegante como un león, aceptando cortésmente las felicitaciones de sus invitados. Y también estaba August, que en ese momento gritaba a la trompetilla de un hombre anciano que llevaba un abrigo azul de terciopelo.

Pasando del perfumado vestíbulo a la sala principal del museo, Tom descubrió que la habían transformado en un salón de baile. Había parejas bailando alrededor del mamut al vertiginoso son de una banda pequeña pero muy entusiasta. Allí estaba el pájaro dodo, con una guirnalda alrededor del cuello, y el gorila, sentado en su árbol con un sombrero de paja en la cabeza. ¿Estaba moviendo los dedos al son de la música? De ser así, nadie lo había notado. Tom se apoyó en una columna, desde donde podía contemplarlo todo. El pasado era un lugar mucho más animado y colorido de lo que había imaginado. Quizá parecía serio y melancólico porque todas las viejas fotografías eran en blanco y negro, pero estaba resultando ser algo completamente distinto. El pasado era peligroso, sin duda, y también brutal, pero también era colorido y animado. De hecho, le gustaba bastante.

—Burdo Yarker es todo un personaje.

August había aparecido al lado de Tom.

—¿Quién?

—El señor mayor de la trompetilla. No hay nada que le guste más que subirse a los árboles por la noche y meterse huevos de pájaro en la boca.

Tom miró al escuálido caballero, que estaba mirando el pájaro dodo. Era una de las cosas más insólitas que había oído en su vida.

—¿Por qué lo hace?

—Dios sabe por qué. Por la emoción, quizá. Y luego vuelve a dejar los huevos en el nido y el pájaro sigue incubándolos. —August se rió entre dientes—. Desde luego, me ha enseñado de pájaros más que nadie. El fue quien me dio los dibujos del pájaro dodo, de hecho. —Miró hacia el lugar de la pista de baile donde un joven alto estaba bailando con una muchacha vestida con un centelleante vestido azul turquesa.

—Es hermosa, ¿verdad?

Tom siguió su mirada y vio que se refería a Mina Quilt. August la saludó y, en un instante, ella se había acercado hasta ellos como una golondrina.

—August Catcher, ¡eres un genio! —afirmó, y antes de que tuviera tiempo de responder, ya lo había sacado a la pista de baile.

—Estoy impresionadísima.

—Yo no sería nada sin mi mecenas.

—Bah, eres demasiado modesto —bromeó ella—, y tú lo sabes.

August se inclinó ante ella y, colocándole una mano en el hombro, comenzaron a bailar. Al mirarse la manga, August se dio cuenta que se había metido distraídamente en ella su pañuelo violeta. Daba igual.

—Sir Henry me ha explicado lo de nuestra aventura. Es muy emocionante.

—Lo es.

—Y ya me ha prometido que me regalará el zafiro —añadió Mina riéndose—. ¿Crees realmente que lo conseguiremos?

—Por supuesto.

—Y si lo hacemos, ¿me sentaría bien? —Mina giró sobre sí misma, una nebulosa de vivo color azul—. ¿Qué opinas, August?

August se quedó deslumbrado. Estaba completamente seguro de no haber visto a nadie tan hermoso en toda su vida.

—Querida, te sentaría mejor que nada en este mundo —dijo. Y, en ese momento, se le ocurrió una idea. ¿Qué pasaría si fuera él, y no sir Henry, quien se lo regalara? Mina lo miró y le sonrió.

—Eres muy amable. A lo mejor combinará con este vestido. Es un regalo de sir Henry, ¿sabes? Míralo con más atención: es bastante curioso.

August le miró el hombro. Bajo el delicado encaje, había centenares de pequeñas mariposas azules iridiscentes.

—Evenus coronata —susurró maravillado por las criaturas ocultas bajo el encaje.

—De la selva lluviosa sudamericana, lo sé —dijo Mina—. Sir Henry me ha estado hablando de ellas.

—Qué extraordinario. De veras, es…

Entonces, August se acordó de su pañuelo violeta. ¿Y si el olor…? Pero ya era demasiado tarde, porque notó que la mariposa que tenía bajo la mano comenzaba a aletear.

—Precioso —dijo August, sonriéndole con nerviosismo e intentando tapar discretamente con la mano la diminuta criatura que se estaba abriendo paso hasta el borde de su vestido—• Vaya fiesta.

Mina sonrió educadamente e intentó ignorar la mano de August, cada vez más próxima a su cuello, hasta que, de pronto, la mariposa halló un hueco en el encaje y, colándose entre los dedos de August, alzó el vuelo en dirección a la araña de luces. August se quedó desconcertado.

—¡Cielos! Esto… —se rió incómodamente—. Tu vestido, Mina, parece…

Estaba a punto de disculparse cuando la expresión de asombro de Mina lo detuvo. La muchacha estaba boquiabierta mirando la mariposa.

—Parece que, después de todo, no estaban tan muertas —farfulló él—. Las sustancias químicas pueden ser tremendamente inestables. Creo que el calor ha debido de despertarlas.

Mina estaba demasiado hechizada para responder. Siguieron bailando, observando a aquellas brillantes criaturitas mientras alzaban una a una el vuelo como un haz de lucecillas azules. Nadie más pareció darse cuenta. Por fin, Mina se volvió hacia August y lo miró con curiosidad.

—No estoy segura de si creerte, ¿sabes?

—¿Qué?

—Cuando dices que las ha despertado el calor —dijo soltando una risita—. Creo que tú has tenido algo que ver con esto, August Catcher.

—¿Yo? —respondió August obligándose a sonreír—. Yo diseco animales, Mina, no los resucito.

Mina se sonrió.

—¿Estás completamente seguro de eso?

—Por supuesto —vociferó él ruborizándose—. ¿Cómo no iba a estarlo? Es científicamente imposible.

Pero incluso mientras lo negaba, se le pasó por la cabeza otra idea más siniestra. Su invento podía ayudarle a conseguir lo que quería…

—Sí, lo siento —dijo Mina ruborizándose—. Por supuesto, tú debes saberlo mejor que nadie. Qué tonta soy.

—No eres nada tonta, querida. —August se inclinó cortés-mente ante ella—. Solo imaginativa. Y eso no tiene nada de malo.

Y se perdieron entre el resto de los bailarines.

—¡Ah, Tom! Estás ahí.

Tom estaba volviendo abajo con un vaso lleno de sorbete de limón cuando vio a sir Henry saludándolo alegremente y abandonando la pista de baile para ir a su encuentro.

—Una fiesta por todo lo alto, ¿no crees? —Sonrió haciéndole una seña para que se acercara, y Tom estaba a punto de responderle cuando una alta silueta emergió de detrás del gorila.

—Caramba, pero si es sir Henry Scatterhorn en persona —dijo una familiar voz cavernosa—. ¿Me permite que me presente?

Tom se estremeció al notar que el aire se enfriaba bruscamente a su alrededor. Se ocultó aprisa tras una columna. ¿Podía ser…?

—Me llamo don Gervase Askary.

—Encantado —dijo cortésmente sir Henry, estrechando la mano larga y huesuda de aquel hombre tan peculiar que le sacaba un palmo.

—He llegado de Holanda hace unos días y, al saber de su nuevo museo y sus extraordinarios especímenes, me he sentido en la obligación de hacerle una visita.

—Bueno, me… esto… me siento halagado, señor.

—Dígame, sir Henry —continuó don Gervase—, ¿cómo es que todos parecen tan… vivos?

—Si me permite hacerle una sugerencia, don Gervase —respondió sir Henry sonriendo—, se lo está preguntando al hombre equivocado.

—¿Ah sí?

Don Gervase arrugó la frente y se esforzó por parecer lo más confuso posible.

—Pero creía que este era el Museo Scatterhorn.

—Lo es, mi querido amigo —lo corrigió sir Henry—, lo es. No obstante, yo solo soy el coleccionista. August Catcher es el artista, y aquí viene.

Tom se asomó por la columna y vio a August salir de la pista de baile sin aliento.

—¡August! —exclamó sir Henry al tiempo que le daba una palmada en la espalda—. Permíteme que te presente a don Gervase Askary.

Don Gervase se inclinó ante él y sonrió, enseñándole sus dientecillos cariados.

—¿Cómo está usted?

—Don Gervase acaba de llegar procedente de Holanda —explicó sir Henry— y está tan impresionado con tus crea-dones que quiere conocer todos los secretos de tu oficio. ¿Qué te parece, eh?

August seguía con la atención puesta en Mina, que estaba dando vueltas en la pista de baile en brazos de una nueva pareja.

—Sí, señor Catcher —levantó la voz don Gervase—. La química es una de mis aficiones. Sus preparaciones deben de ser muy complejas.

—Oh, realmente no —respondió August con aire distraído—. Una pizca de esto, otra de aquello. Lo habitual. Es una combinación de paciencia, suerte y técnica.

Mina se cruzó con su mirada y lo saludó, y August le devolvió el saludo.

—Solo paciencia, suerte y técnica.

—¿Y ya está?

—En efecto. Es cuestión de ir probando, amigo mío.

Don Gervase ladeó su enorme cabeza, no creyéndose, claramente, ni una sola palabra. No le gustaba nada que se lo quitaran de encima de aquella forma.

—Entonces, tendrán que tener mucha paciencia y mucha suerte —continuó un poco irritado—, y quizá también algo de técnica, cuando maten a ese tigre asesino.

Ante la mención del tigre, tanto August como sir Henry se volvieron y lo miraron con asombro.

—¿Qué ha dicho? —preguntó sir Henry, claramente intrigado.

—Yo…

—¿Y cómo es posible que se haya enterado? —añadió August.

Le picaba la curiosidad.

—Bueno, un pajarito… mi… esto… hija, de hecho —farfulló don Gervase, dándose cuenta enseguida de que acababa de colocarse en una situación muy embarazosa.

—¿Su hija?

-Jawohl. Meine Tochter.

Don Gervase acababa de meter la pata un poco más hondo. August y sir Henry estaban completamente desconcertados.

—¡Menuda imaginación tiene! —afirmó—. ¡Increíble! Me ha dicho: «Papá, imagínate si se fueran a la India a matar a ese tigre asesino, lo bien que quedaría al final de las escaleras. ¿Sí? ¿No?». —Don Gervase se encogió de hombros y siguió parloteando—. Yo le he dicho que claro que sí, meine Liebe, pero que también quieren conseguir el zafiro, ¡caramba, cómo no! ¡Sí! ¡O sea, sí! ¡Conseguir el zafiro! Hacerle un cadeau en secreto a la chica. Pero solo se lo puede regalar uno. Ein. Un. Y eso va a ser eine Katastrophe. Disastro per tutti. Absoluto tragicissimo. ¿No?

Sonrió jovialmente y se rascó el pecho. Sir Henry y August se quedaron boquiabiertos, mirando a aquel hombre de lechosos ojos amarillos y enorme cabeza bulbosa.

—Disculpen —don Gervase se inclinó ante ellos—, pero hablar de banalidades no es mi fuerte. Hasta luego.

Girando sobre sus talones, se perdió entre la multitud.

August y sir Henry se quedaron un momento callados, intentando hallar alguna lógica a la insólita actuación de don Gervase. Había muchas probabilidades de que fuera un loco y, no obstante, ¿cómo era posible que supiera lo del tigre y lo del zafiro? ¿Y que los dos habían prometido regalárselo a Mina a escondidas?

—Qué tipo tan curioso —dijo sir Henry rompiendo por fin el silencio—. No sabrá leer el pensamiento, ¿verdad?

—No tengo ni idea —respondió August, igual de perplejo—, pero algo me dice que vamos a volver a verlo.

Nada más irse don Gervase, una mujer gruesa enfundada de pies a cabeza en un vestido de tafetán morado fue resueltamente al encuentro de sir Henry.

—Ah, señora Spong, siempre es un placer.

—¡Sir Henry! —gritó ella tan fuerte como una cacatúa—. Este museo suyo está muy bien, pero tengo una queja.

—¿Y cuál es, señora?

—El pájaro dodo, señor. ¡Es clavadito a mi hermana! —Y se rió a carcajadas.

—Mucho me temo que tiene usted razón —admitió August disimulando una sonrisa irónica. Escurriéndose por detrás de la columna, casi se tropezó con Tom, que lo había estado escuchando todo.

—¿Tom? ¿Qué diablos estás haciendo aquí escondido?

—Esto… yo… esto… no lo sé, la verdad —farfulló Tom poniéndose de pie—. Lo siento. Solo estaba echándome una cabezadita.

—¿Echándote una cabezadita? ¿Con todo este barullo? ¿Qué te pasa, chico?

Tom bajó incómodamente la mirada. No estaba preparado para admitir que se escondía de don Gervase. Y tras escuchar la conversación, ahora había otra cosa que le pesaba en la conciencia.

—Señor August…

—¿Qué pasa, Tom?

Tom vaciló: era muy difícil saber qué iba a suceder a continuación… Si tío Jos estaba en lo cierto… ¿Y si no lo estaba?

—He estado pensando y creo que… esto… quizá no sea buena idea que usted, Mina y sir Henry vayan a la India.

Ya estaba. Lo había dicho. August lo miró sin comprender.

—Dime, ¿por qué demonios crees eso?

Tom se esforzó por encontrar las palabras justas. El ceñido traje le picaba más que nunca.

—No sé… Es solo… es solo que tengo la sensación de que va a pasar algo malo, eso es todo. Algo de lo que quizá luego se arrepientan.

August enarcó las cejas.

—¡No puede ser! ¿Cómo es que estoy rodeado de personas que me leen el pensamiento? Hace solo un momento, un tipo rarísimo al que no había visto en mi vida parecía saberlo todo sobre el tigre y sobre el zafiro.

Tom no tenía nada que decir. Se limitó a encogerse de hombros.

—Sí, es un hombre un poco raro.

August lo miró con asombro.

—¿Quieres decir que lo conoces? ¿A don Gervase no sé qué?

—Oh, nos vimos hace mucho —se apresuró a decir Tom—. Yo… bueno… no lo conozco muy bien.

—Vaya.

August se quedó mirándolo fijamente. Aquel niño tenía algo muy poco corriente, algo que se le escapaba. Tom le rehuyó la mirada.

—Bueno, pese a tu premonición, voy a ir —dijo firmemente August, volviendo a mirar hacia la pista de baile—. Y, además —añadió bajando la voz—, yo me ocuparé de que no pase nada malo.

Tom no supo a qué se refería.

—¿Qué quiere decir?

—-Justo eso, Tom. Justo eso.

August siguió mirando a los bailarines con los ojos de par en par. Tenía una expresión extraña que Tom no había visto jamás.

—Ahora las cosas han cambiado. Tenlo por seguro.

Con una sonrisa en los labios, fue hasta un grupo de granjeros que estaban admirando el pájaro dodo.

Tom lo siguió con la mirada, preguntándose qué había querido decir. ¿De qué forma había cambiado todo? Quizá estuviera relacionado con Mina y el zafiro, o con alguna otra cosa. Pero antes de poder decidir qué era, notó un escalofrío en el espinazo.

—Ejem.

Alguien se había aclarado la garganta justo detrás de él y, girando sobre sus talones, Tom se encontró cara a cara con don Gervase. Se sorprendió tanto que se le escapó un grito y retrocedió hasta pegarse a la columna.

—Vaya, vaya.

Don Gervase se agachó para inspeccionarlo con sus enormes ojos lechosos.

—Tom Scatterhorn, ¿verdad? Volvemos a vernos. Qué sorpresa tan inesperada.