Cuando llegaron al río estaba anocheciendo y la luna llena ya había asomado por el horizonte.
—No te separes de mí —dijo August adelantándose y abriéndose paso entre la ruidosa muchedumbre de vendedores ambulantes y carruajes que se empujaban y resbalaban por el grueso manto de nieve—. Hay gente de toda Europa y no quiero perderte. Por aquí. —Dobló por una lúgubre callejuela para evitar el gentío que se dirigía al río.
—¿Qué se celebra? —preguntó Tom jadeando, deslizándose por la nieve para no quedarse rezagado.
—¿Me estás diciendo que nunca has oído hablar de la Feria del Hielo de Dragonport? ¿De dónde demonios sales, Tom? Mira esto.
Al doblar la esquina, fueron recibidos por una gélida ráfaga de aire proveniente del río y, sujetándose bien el gorro, Tom vio que el amplio tramo de río que tenían delante estaba completamente helado. A lo largo de toda la orilla, junto a los bares y tiendas de velas, había puestos de feria alumbrados por braseros. Había casetas de tiro al blanco pintadas de vivos colores, organillos y monos danzantes con sombreros de copa, castañeros y, al fondo, un guiñol rodeado de niños riéndose a carcajadas. Más allá de los puestos, una multitud de figuras surcaba el hielo. Parecía que la ciudad entera estuviera patinando. Había parejas cogidas del brazo, ancianos con gruesas capas que patinaban a zancadas largas y elegantes y grandes perros que arrastraban trineos tripulados por niños. Hombres con farolillos de papel colocados en un aro alrededor de la cabeza patinaban lentamente entre la multitud.
—¡Dulces, chocolate! —gritaban llevando bandejas repletas de humeantes tazones de chocolate, naranjas confitadas y dulces de mazapán. Y en el centro del río se erigía un castillo, con almenas, banderas y torretas incluidas, hecho enteramente de hielo verde. Tom jamás había visto nada igual. Era como una imagen sacada de un sueño.
—Es extraordinario, ¿verdad? —preguntó August cuando volvió con dos pares de patines en los brazos—. Cada cinco años más o menos, el río se hiela por completo. Bueno, casi por completo. En el centro, el espesor del hielo es menor. Y esta es nuestra forma de celebrarlo. Viene gente de todo el país. Ten, póntelos.
Tom se anudó los patines y, antes de que se diera cuenta, estaba deslizándose entre la multitud, bien agarrado al brazo de August. Patinar era mucho más difícil de lo que imaginaba y miró con envidia a un grupo de niños que estaban empujándose y haciendo carreras alrededor del castillo.
—Te echo una carrera, Tom —dijo una voz familiar a sus espaldas y, súbitamente, Noah frenó en seco delante de ellos.
—Hola.
—¿Ha visto mis nuevos patines, señor August? Son el modelo del año que viene, los mejores —dijo el niño, y ejecutó un giro perfecto delante de ellos.
—Impresionante, Noah.
—¿Qué me dices, Tom? ¿Te apetece hacer una carrera?
Tom le sonrió con aire de culpabilidad.
—Casi no me tengo en pie, me temo. Es la primera vez que patino en mi vida.
—No te preocupes —contestó alegremente Noah—. Yo te enseño.
—Luego, Noah —dijo August en voz baja, poniéndole una mano en el hombro—. Antes, Tom y yo tenemos cosas que hacer.
Noah pareció decepcionado y también Tom de repente se sintió un poco decepcionado. Le habría apetecido patinar con Noah.
—Dime, ¿qué ha hecho tu hermano con todo el dinero que le he dado? —preguntó afectuosamente August, cambiando de tema.
—Oh, está pensando en comprarse un caballo con otras personas o en alguna otra cosa igual de sensata. No como yo —dijo Noah riéndose—. Cuando veo algo, señor August, tiene que ser mío, sea lo que sea.
—Me alegro por ti —observó August.
—Hasta luego, señor —dijo Noah descubriéndose—. Y no creas que no voy a ir a buscarte, Tom —añadió guiñándole un ojo—. La carrera sigue en pie. —Acto seguido, se dio la vuelta y se alejó a toda velocidad.
—Bien —dijo resueltamente August—. Ahora, veamos qué encontramos. —Cogiendo a Tom por el brazo, se dirigió a la franja de hielo gris que se había formado detrás de los puestos de feria y enseguida se puso a inspeccionar la orilla del río, donde había una confusa mezcla de restos flotantes atrapados en el barro helado.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Tom cuando vio a August hurgando en el barro con los patines.
—Algo bastante grande… como esto, quizá. —Fue hasta un pequeño saco marrón que sobresalía del hielo. Excavando a su alrededor con las cuchillas de los patines, tiró de él hasta que finalmente se rompió, quedándosele en las manos. El saco estaba tan congelado que parecía un trozo de cartón y Tom vio que tenía un bultito en el fondo. ¿Qué podía querer August de un viejo saco que alguien había dejado en la orilla del río? Aquello no era lógico.
—La gente puede ser muy cruel, Tom —dijo gravemente August—. Por ese motivo sé lo que hay dentro de este saco. —Abriéndolo, metió la mano y sacó un pequeño objeto blanquinegro.
—Ten. —Se lo puso en el regazo. Tom le quitó los carámbanos y, súbitamente, supo qué era.
—Un cachorro de bull terrier —dijo August—, calculo que de unos dos meses. Los crían para pelear y los más débiles de la camada, como este pequeñín, sobran. Está congelado. Como una piedra. Increíble.
Parecía que aquella pobre criatura se hubiera quedado dormida y se hubiera transformado en hielo. August le quitó el hielo del hocico con aire pensativo.
—Recuerda ahora, Tom, que, pase lo que pase, esto debe quedar entre tú y yo. ¿Lo entiendes?
—Por supuesto.
—Bien. ¿Sabes?, no tengo nada claro que esté bien hacer esto… —August no terminó la frase y Tom percibió cierta vacilación en su mirada. Por un momento, pareció dudar—. El conocimiento es un arma poderosísima… pero, supongo… bueno, da igual. Acabemos de una vez.
Volviéndose para cerciorarse de que estaban completamente solos, metió la mano en el bolsillo interior y sacó el frasquito azul. Vertió rápidamente unas gotas de líquido en un pañuelo violeta y volvió a guardarlo.
—¿Listo?
Cuando Tom asintió con la cabeza, August se agachó y colocó el pañuelo violeta en el hocico del cachorro. Se quedaron callados, observando.
—¿Notas algo?
Tom apretó el duro cuerpecillo del cachorro congelado, que yacía inerte en sus manos. Era como sostener una piedra.
—Nada.
—Ninguna reacción —dijo August suspirando, visiblemente aliviado—. Como sospechaba. No surte ningún efecto en un animal de carne y hueso.
Justo entonces, Tom notó un pequeñísimo movimiento. Era muy débil, como unos tenues latidos, pero estaba ahí, no había duda.
—Espere —susurró excitado—. Espere. Está pasando algo.
Los latidos se estaban volviendo más fuertes e insistentes y el cachorro comenzó a cambiar lentamente de color. Lo que había estado gris, congelado e inerte se estaba tornando rápidamente blando, cálido y vivo. Tom notó el pulso del cachorro latiéndole en los dedos y, poco después, el perrillo comenzó a mover las patas; despacio al principio, luego cada vez más aprisa, como si estuviera intentando cazar una mosca en sueños. De pronto abrió los ojos.
—¡Arfl ¡Arrrf!
Tom sofocó un grito. No había podido contenerse. ¡El cachorro estaba vivo! Y estaba enfadado. Lo agarró con más fuerza.
—¿Lo ve? ¡Lo ha conseguido! —dijo en tono triunfal—. ¡Sabía que daría resultado! ¡Lo sabía!
August sonrió débilmente, demasiado atónito para hablar. Había empezado a apercibirse de las enormes consecuencias de lo que acababa de presenciar.
—¿Nos lo podemos quedar? —preguntó Tom esperanzado, sonriendo a la enfadada pelotita blanquinegra—. Quedémonoslo, llamémoslo Fénix, dado que ha resucitado y…
—¡No vamos a hacer tal cosa! —espetó August y, quitándole el cachorro de las manos, lo arrojó bruscamente al hielo.
—¡Vete! —gritó frenético—. ¡Lárgate!
El bull terrier, que tenía motivos más que suficientes para estar asustado, gimoteó y, levantándose, salió corriendo hacia la feria. Tom miró a August estupefacto, herido por su extraña reacción.
—Lo siento, Tom —dijo roncamente August, mirando al cachorro hasta que se perdió entre el gentío—. Ha tenido que ser una casualidad. Solo… un golpe de suerte.
—¡A mí me ha parecido muy real! —respondió Tom con incredulidad.
August negó con la cabeza. Le estaba costando aceptarlo.
—No, no lo ha sido. Estaba equivocado. No debía de estar muerto, puede que estuviera en coma… sumido en algún sueño profundo…
—Ese cachorro estaba muerto y usted lo sabe —lo interrumpió Tom enfadado—, pero, si cree que ha sido una casualidad, de acuerdo, volvamos a probarlo con otra cosa. Las casualidades no ocurren dos veces, ¿no?
August se quedó mirando el gentío, torciendo el gesto. Era evidente que no quería creer lo que acababa de presenciar.
—Venga —insistió Tom—. Vuelva a hacerlo. Demuéstreme que no funciona.
August murmuró entre dientes y observó a aquel despeinado niño rubio que lo estaba mirando ferozmente con sus ojos oscuros. ¿Por qué se dejaba intimidar por su aprendiz? Era grosero y terco, pero había algo en él que le resultaba familiar. Pero lo peor de todo era que tenía razón.
—Muy bien —respondió malhumorado—. Por ti, Tom, voy a volver a probarlo; y esta vez lo haré con algo que esté mucho más muerto que un cachorro congelado. Y ya no habrá más que hablar. Ven.
Cogiendo a Tom por el brazo, regresó rápidamente a la feria. De nuevo volvían a encontrarse rodeados de una muchedumbre y Tom se fijó en una señora gruesa y rubicunda que estaba haciendo aspavientos en el puesto de pescado. Amontonados en él había infinidad de caballas, arenques, rayas y caracoles de mar, junto a bandejas de anguilas enroscadas sobre un lecho de gelatina.
—¿A cuánto van? —gritó la señora.
—A una libra la bandeja.
—¡Una libra! ¡Una libra por una bandeja de anguilas cocidas! ¿Habéis oído, niñas?
Las tres niñas que tenía detrás sin duda lo habían oído, pero estaban demasiado avergonzadas para decir nada.
—Eres un caradura, Ned Badger. Dado que, de entrada, no has sido tú quien las ha pescado, ¿no? Ni siquiera sabía que tuvieras un buitrón.
Ned Badger miró incómodamente a su alrededor.
—No sé a qué te refieres —susurró—. Una libra. Ese es mi precio y lo mantengo.
—Yo no soy una turista, ¿sabes? ¿Qué tal seis peniques?
—A mí me ha costado más que eso cogerlas.
—Siete.
—No gastes saliva.
—No me vengas con esas, Ned Badger. Todos sabemos que aquí se regatea.
August miró a la gruesa señora que estaba dando aquel espectáculo.
—La señora Spong está vivísima, de eso no cabe la menor duda —dijo con aire pensativo—, pero las anguilas cocidas de Ned Badger llevan muertas casi un año. —Una sonrisa picara le iluminó la cara—. Sígueme.
Tras lo cual, fue patinando hacia la señora Spong. Ella había conseguido regatear, pero seguía refunfuñando cuando se metió la bandeja de anguilas en la cesta.
—Vamos, niñas —cloqueó al alejarse patinando, con sus hijas siguiéndole como una hilera de patitos. August se colocó detrás de ellas fingiendo desinterés. Luego aceleró y metió disimuladamente el pañuelo violeta en la cesta de la señora Spong, asegurándose de que cubría las cabezas de las anguilas.
—Buenas tardes, señora Spong —saludó colocándose a su lado.
—¡Oh, señor Catcher! —graznó ella—. Qué susto me ha dado. Hace frío, ¿verdad?
—Desde luego, y dicen que todavía hará más.
—Eso dicen, sí.
—Oiga, señor —dijo una de las niñas adelantándose. -¿Sí?
—Se le ha caído el pañuelo, señor. —Metiendo la mano en la cesta, lo sacó.
—Oh, es cierto. Vaya golpe de suerte. Gracias, hija.
Inclinando cortésmente la cabeza, August cogió el pañuelo violeta y volvió a metérselo en el bolsillo. La niña sonrió tímidamente.
—Seguro que va a necesitarlo con este tiempo —dijo riéndose la señora Spong—. Las niñas y yo llevamos todo el día estornudando y carraspeando, ¿verdad, niñas? ¡Somos como barrilitos de mocos! —Y volvió a reírse.
—Desde luego. Bueno, que pase un buen día, señora Spong.
—Hasta pronto, señor Catcher. Ha sido un placer verle.
—Venga, Tom —susurró August, y juntos se alejaron hasta hallarse a una distancia prudencial—. Ahora veremos si esto ha sido una casualidad.
Apenas había terminado la frase cuando oyeron un chillido ensordecedor. La cesta de la señora Spong comenzó a moverse y ella se volvió justo a tiempo de ver cuatro largas formas grises escurriéndose al suelo y alejándose por el hielo.
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Mis anguilas! ¡Mis anguilas han huido! ¡Que alguien las coja!
Se oyeron gritos de pánico y risotadas cuando las viscosas criaturas grises se alejaron velozmente por el hielo, dejando una estela de patinadores derribados y puestos volcados. Las hijas de la señora Spong y unos cuantos perros sin dueño se pusieron a perseguirlas.
—¡Badger! —chilló la señora Spong regresando resueltamente al puesto de pescado—. ¡Las anguilas que has robado no están cocidas!
A Ned Badger se le descompuso la cara.
—¿Qué estás diciendo? —protestó—. Claro que están cocidas. ¡Yo mismo las he hervido!
—Entonces, ¿cómo es que acaban de salírseme de la cesta, eh? Y, con un certero movimiento del brazo, le dio un cestazo en la cabeza.
—¡Eh! ¡Para! —gritó él, y la gente se reunió alrededor de la indignada señora Spong mientras seguía dando cestazos al pobre Ned Badger, insultándolo entre las carcajadas de los espectadores. Tom no pudo evitar sonreírse ante aquel alboroto, pero August Catcher no dijo nada. En vez de eso, se alejó y se quedó callado, viendo cómo perseguían a las anguilas los perros y las niñas. Tom tenía razón: aquello no podía ser una casualidad. ¿Qué terrible poder había inventado?
—La chispa divina —murmuró incrédulo—. El elixir de la vida. —Abrió los ojos de par en par—. La chispa divina.
Tom ya había oído aquellas palabras en alguna otra parte hacía mucho tiempo; pero antes de poder recordar dónde, le llamó la atención una figura negra que pasó patinando junto a la indignada señora Spong en dirección al centro del río. Estaba realizando hermosos pasos de ballet y, al llegar a la pista de hielo, saltó ágilmente y giró sobre sí misma como una bailarina. Era Lotus, seguro. Tom se estremeció y se arrebujó en el abrigo. ¿Qué podía hacer? Nada. Era inevitable que ella estuviera allí, y eso significaba que también lo estaba don Gervase. Quizá justo detrás de él, observándolo; incluso en aquel mismo instante.
—¿El señor August Catcher? Usted es August Catcher, ¿verdad?
Tom se puso a temblar y giró sobre sus talones, pero, en vez de a don Gervase, vio a una joven alta y esbelta que llevaba un largo abrigo blanco y se encaminaba hacia ellos entre los braseros encendidos. Tenía una sonrisa radiante y unos chispeantes ojos azules e, incluso en la oscuridad, Tom vio que era muy hermosa.
—Tenía que venir a saludarle. —La joven sonrió alargando la mano—. Me llamo Mina Quilt.
En un instante, August se había olvidado por completo de su gran problema y se estaba concentrando en la hermosa aparición que tenía delante. Estrechó la mano a Mina e inclinó la cabeza.
—¿La conozco?
—Todavía no —respondió ella—, pero lo hará enseguida. Voy a quedarme unos días en casa de sir Henry para la inauguración del museo. Soy su prima, ¿sabe?
August estaba totalmente cautivado.
—Bueno, eso es maravilloso, de veras.
Mina miró a Tom y soltó una risita.
—¡August, amigo mío! ¿Dónde te habías metido?
Junto a Mina apareció un hombre alto con un traje de pata de gallo. Era rubio, de constitución fuerte, y tenía la mirada despierta y penetrante de un águila. Sir Henry Scatterhorn, no podía ser otro.
—Buena vista, querida. ¿Dónde estabas, amigo mío? Te hemos estado buscando.
—Oh, ya sabes —respondió August—. He estado experimentando, como siempre.
—¿Experimentando? —repitió sir Henry enarcando una ceja—. ¿Aquí afuera, en la feria del hielo? ¿Sabes, Mina?, August no puede evitarlo. A diferencia de otros mortales, su mente no está nunca satisfecha. Siempre anda absorto en problemas trascendentales. Eso le pasa por ser uno de los hombres más inteligentes de Inglaterra.
—Eso he oído —dijo Mina.
August se ruborizó.
—Y mi mejor amigo —añadió sir Henry dando a August una jovial palmada en la espalda. Sus despiertos ojos se detuvieron en Tom, apenas visible bajo el abrigo de pieles de August.
—Supongo que tú debes de ser Tom.
Tom asintió con la cabeza. Por alguna razón, no quería mirar al hermano de su tatarabuelo con demasiada fijeza.
—Bueno, espero que estés vigilando al señor Catcher. Es una caja de sorpresas, ¿sabes?
—Oh, lo está haciendo, no te preocupes —respondió August—. Tom tiene las ideas muy claras.
—Me alegra mucho oír eso —dijo afectuosamente sir Henry—. Me gustan las personas con las ideas claras. Dudar no sirve de nada.
—Desde luego.
—Bien, bien. Oye, Mina, ¿vamos a ver si podemos encontrar la fuente de chocolate? Me han dicho que tiene forma de dragón y que saca chocolate por la boca.
—Qué emocionante.
—Pero debemos encontrarla antes de que lo haga August.
—¿Por qué?
—Bueno, querida. Estoy seguro de que, en cuanto la vea, se le va a ocurrir algún ingenioso modo de conservarla. O peor aún, de convertirla en un dragón de carne y hueso que echa fuego por la boca en vez de chocolate. Y, en ese caso, ¿qué sería de nosotros?
Por un momento, Mina no estuvo segura de si sir Henry bromeaba o hablaba en serio. Entonces, él guiñó un ojo a Tom y August sonrió.
—No os preocupéis —les tranquilizó—. Esperaré a que os hayáis ido.
—Gracias, amigo mío —dijo sir Henry riéndose y estrechándole la mano—. Hasta luego.
—Encantada de conocerle, por fin —dijo Mina con una sonrisa radiante—. Adiós, Tom. —Y, saludándoles con la mano, se agarró al brazo de sir Henry y los dos se alejaron patinando enérgicamente hacia el castillo de hielo.
—Es increíble, ¿no crees? —dijo August, mirando a la elegante pareja mientras se abría paso entre el gentío—. Qué curioso que sir Henry no me la haya mencionado nunca.
Tom no respondió. Estaba pensando en cuán extraño era haber viajado al pasado, y haber acabado conociendo a todas aquellas personas que él había imaginado a partir de lo que Jos le contaba.
Ya había anochecido y la feria del hielo estaba concurridísima. Tom y August se quedaron un rato mirando a un prestidigitador y luego se fueron a visitar el castillo de hielo, donde había niños haciendo carreras de patines. Tom buscó a Noah entre la multitud que rodeaba la fuente de chocolate, pero no logró encontrarlo, aunque sí descubrió que Fénix había encontrado un hogar. Dos niñas estaban sentadas junto a un brasero sosteniendo un cuenco con leche para que el perro se la bebiera.
—Tenías razón, Tom —dijo August tras ver al perro sorber ruidosamente—, está vivísimo; y feliz de estarlo, por lo que parece. Esperemos que tenga mejor suerte esta vez.
Tom no podía estar más de acuerdo con él. Patinaron en silencio durante un rato.
—¿Ha pensado qué va a hacer con su poción? —preguntó Tom—. Ahora que sabe que surte efecto.
August no respondió de inmediato. Obviamente, aquella era una pregunta sobre la que había estado reflexionando.
—No estoy totalmente seguro de que surta efecto —respondió rehuyéndole la mirada—. Pero es muy potente, sin duda. Y puedes apostarte lo que sea a que muchas personas querrían que fuera suya.
Se habían alejado del castillo de hielo y estaban parados, contemplando la ciudad, donde había una gran hoguera encendida en la playa.
—Y las personas que ansian una cosa suelen estar dispuestas a hacer lo que sea por conseguirla.
Tom miró las chispas de la hoguera volando como cohetes, y supo que August tenía razón. A fin de cuentas, su padre lo había sacrificado todo por ir en busca del elixir de la vida, la chispa divina. ¿Era posible que August la hubiera encontrado?
Justo entonces se produjo un tumulto alrededor de la hoguera. Al principio parecía que se hubiera iniciado una pelea. Luego se oyó un fuerte relincho y apareció un caballo aterrorizado y encabritado, seguido de un hombre que intentaba cogerlo por la brida.
—¡Tranquilo, chico! ¡Tranquilo! —gritó—. ¡TRANQUILO!
¡ZUUUM!
Se oyó un fuerte silbido de aire en movimiento y el gentío que rodeaba la hoguera se abrió bruscamente, dejando paso al trineo al que estaba uncido el caballo, que se alejó por el hielo con el caballo totalmente desbocado. A bordo, Tom vislumbró un niño de pie, tirando frenéticamente de las riendas.
—¡No puedo dominarlo! —gritó.
El caballo tenía los ojos desorbitados y estaba aterrorizado; y con motivo, porque la cola del trineo estaba ardiendo. Una chispa; un petardo, quizá. El trineo en llamas pasó como un rayo por el mismo centro de la feria del hielo, volcando puestos, chocando con los braseros y ahuyentando a los patinadores, que se apartaban dando gritos de horror. Cuanto más aprisa galopaba el caballo, más rugían las llamas y, muy pronto, el fuego prendió el asiento del trineo.
—¡Salta, chico! ¡Salta! —gritaban los tenderos y los pescadores, interponiéndose audazmente en el camino del caballo desbocado, blandiendo abrigos y faroles, solo para acabar apartándose en el último segundo para que el trineo en llamas no los arrollara.
—¡Socorro! —gritaba el niño tirando desesperadamente de las riendas mientras las llamas devoraban el trineo. Pero el hielo crujía, el fuego crepitaba y el caballo enloquecido seguía galopando, más aprisa aún, desesperado por huir del fuego que rugía detrás de sus orejas, y no había nada que el niño ni ninguna otra persona pudieran hacer por detenerlo. Haciendo pedazos el guiñol, el caballo corrió despavorido hacia el río. Algunos hombres se pusieron a perseguirlo, pero tuvieron que limitarse a observar cómo el trineo en llamas se internaba en la oscuridad, cada vez más pequeño, de camino al hielo quebradizo…
Segundos después, un fuerte crujido recorrió la superficie del río cuando el hielo se requebrajo. De repente, se abrieron unas fauces enormes y, un momento después, el caballo, el niño y el trineo en llamas cayeron a las gélidas aguas, que los engulleron entre chisporroteos.
Un grupo de hombres con antorchas corrió hasta el agujero y pronto se les unió una multitud sin aliento, que se apiñó alrededor del dentado borde del hielo y escrutó las turbias aguas.
—¿Dónde está…? ¡Ruego a Dios que esté bien!
Una angustiada mujer se abrió paso entre el gentío y, cuando llegó al borde del agua, Tom la reconoció al instante. Era la rubicunda sirvienta con quien se había encontrado en el pasillo durante su primera visita a Catcher Hall. La mujer miró las grises aguas con desesperación.
—¿Está ahí? ¿Está ahí dentro? ¡Sacadlo, por lo que más queráis! —chilló.
Los hombres que llevaban las antorchas se agacharon hasta el nivel del agua, intentando ver algo en la oscuridad.
—¡Ahí está! —gritó alguien—. ¡Ahí!
Al final de la grieta, se veía una forma gris dándose contra el borde del hielo. De inmediato, un hombre se tendió boca abajo y, arrastrándose, metió el brazo en el agua.
—Por-por favor, Dios mío, que Abel esté bien… por favor, Dios mío, que no se haya ahogado —gimió la mujer—. Por favor, Dios mío…
El hombre agarró la forma gris por el pescuezo.
—¡Madre!
La voz de un muchacho atravesó la multitud.
—¡Madre, estoy aquí! Estoy aquí…
La mujer se volvió rápidamente y dio un pequeño grito cuando Abel apareció en el borde del agua, resollando y con las mejillas coloradas.
—Estoy aquí.
—Oh, gracias a Dios —gritó ella, y corriendo hacia él lo estrechó entre sus brazos—. Cuando he visto ese trineo con tu caballo nuevo, he pensado… he pensado…
Pero Abel no la escuchaba; estaba aterrorizado, mirando a los hombres mientras sacaban el pequeño cuerpo gris del agua y, cuando lo hubieron hecho, gritó y se tapó la cara con las manos. Entonces, su madre dejó de sollozar y miró también el cuerpecillo tendido en el hielo. Era Noah.
—No…
La mujer se desplomó inconsciente. El médico ya estaba arrodillado junto a Noah, aporreándole el pecho, intentando vaciarle los pulmones de agua.
—A ver, déjeme a mí —gruñó un hombre corpulento, apartando al médico de un empujón. Comenzó a aspirar grandes bocanadas de aire y a soplar rítmicamente en la boca del niño. Pero Noah no se movía. Estaba blanco como el papel y sus labios habían adquirido una tonalidad azulada.
—Yo solo le he dicho que lo probara. No sabía que se iba a encabritar, lo juro por Dios —farfulló Abel. Estaba temblando inconsolablemente.
El corpulento hombre se apartó y, a continuación, el médico volvió a golpear el pecho a Noah, pero, al cabo de uno o dos minutos también él se sentó exhausto. Se hizo un silencio sepulcral mientras todos miraban el cuerpo sin vida de Noah. El médico negó con la cabeza. Una mujer se puso a llorar entre el gentío.
Tom lanzó una mirada a August, que se encontraba en la parte más alejada de la grieta. Tenía la frente arrugada y estaba mirando gravemente la pálida cara de Noah, tendido en el hielo. «¿Por qué no usa su poción? ¿Por qué?». Tom tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominarse y no ponerse a gritar. Quería obligar a August a resucitar a Noah. Pero cuando August alzó la vista, lo miró y le transmitió, negando casi imperceptiblemente con la cabeza, todo lo que necesitaba saber. No estaba dispuesto a utilizar su poder en público. Era demasiado peligroso.
Y allí, de pie entre las sombras detrás de Tom, estaba Lotus Askary. También ella miró el cuerpo sin vida de Noah. Luego, sus ojos recorrieron la multitud con curiosidad, observando a las muchas personas que se habían puesto a llorar. Tenía una expresión de desconcierto, como si nunca hubiera visto llorar a nadie hasta entonces y fuera incapaz de entenderlo. ¿Por qué diablos lloraban?
El cadáver de Noah fue cubierto con una áspera manta, y poco a poco la multitud comenzó a dispersarse, alejándose en pesarosos grupos de pocas personas. En la feria del hielo reinaba ahora el abatimiento mientras los tenderos recogían los restos de sus puestos y las madres reunían a sus hijos para llevárselos a casa. Tom y August regresaron a Catcher Hall sin decir una palabra. Durante todo el trayecto, Tom estuvo intentando comprender, razonar; pero no pudo. La frustración lo quemaba por dentro.
—Cierra la puerta, Tom —dijo August en voz baja cuando entró en el estudio y se desplomó en un sillón. Llevándose la mano a los ojos, se los restregó y miró desanimadamente al suelo, absorto en sus pensamientos. Tom hizo lo que le pedía, pero estaba demasiado enfadado para sentarse. Ya no podía seguir conteniéndose.
—¡Debería haberlo salvado! —gritó—. ¿Por qué no lo ha hecho?
—No podía salvarlo, Tom.
—¡Eso NO ES CIERTO! Usted sabe que no lo es.
August lo miró indignado.
—¿Te imaginas qué pasaría si todo el mundo lo supiera? —le espetó—. La muerte, el azar, el destino, todos forman parte de la vida. Nosotros no podemos cambiar eso. No podemos cambiar las reglas de la naturaleza.
—¡Pero usted la utiliza con los especímenes de su museo! ¿Qué tiene eso de distinto?
—¡Eso es por efectismo! No están realmente vivos como individuos, porque los he creado yo. Están hechos de alambre, madera y periódicos. ¡Son títeres, Tom! ¡No están vivos! ¡No son reales!
—¡El cachorro sí era real! ¡Las anguilas sí eran reales!
—Sí, lo eran, lo eran —respondió August, que parecía haberse olvidado transitoriamente de lo que había sucedido hacía una horas—, pero ¡son… animales pequeños! ¡Que yo sepa, podrían volver a estar muertos!
—Siguen vivos, estoy seguro —respondió Tom con indignación. Conocía perfectamente la potencia de la poción de August, pero incluso ahora, con la sangre bulléndole en las venas, seguía sin poder reunir el valor necesario para decírselo.
—Además —dijo August con voz cansada—, no estoy seguro de que surta efecto en un ser humano. ¿Y si algo saliera mal?
—¿Cómo va a averiguarlo si no está dispuesto a probarlo?
August se asomó a la ventana, miró las luces del puerto y negó con la cabeza. Por alguna razón, los sucesos de aquella noche lo habían cambiado todo. De pronto, aquella poción era como una pesada piedra que le hubieran colgado de una soga alrededor del cuello.
—Yo no quiero poseer el poder de la vida y la muerte —dijo por fin—. Soy taxidermista, químico, incluso inventor; sí, lo soy. Pero no soy juez. Y no quiero esa… responsabilidad. ¿La querrías tú?
Tom quería decir que sí, pero no estaba seguro. Si aquello hubiera sido un cuento de hadas, él habría sabido la respuesta. Debía aceptar el poder y utilizarlo como una fuerza del bien para cambiar la naturaleza, cambiar el mundo. Pero aquello no era un cuento de hadas, y Noah estaba muerto de verdad. ¿Era legítimo cambiar el destino? ¿Debía morir Noah? Tom no lo sabía; de lo único que estaba seguro era de que podía haberlo salvado y, ahora, por algún motivo, su muerte le pesaba en la conciencia. Con eso le bastaba.