10 El poder de la vida y la muerte

Tom salió al pasillo vacío y, aguzando el oído, oyó voces por debajo de él en algún lugar de la casa. Esta vez se sentía mucho más audaz. Ahora sabía que Catcher Hall no era una cárcel: había un modo de regresar, si él decidía hacerlo.

Y también sabía que, por mucho tiempo que pasara allí, en el museo, en su época, el tiempo no iba a transcurrir. Jos y Melba no notarían su ausencia. ¿Y ahora qué? Tom no quería encontrarse con nadie más, no por el momento. Pero quería averiguar más cosas sobre cómo había llegado hasta allí. Eso quizá le diera pistas acerca de cómo habían conseguido don Gervase y Lotus viajar también al pasado.

Sin saber realmente por qué, subió la tortuosa escalera que conducía al amplio taller de August situado bajo el tejado. Llamó a la puerta y, al no obtener respuesta, la abrió sin hacer ruido y encontró la larga habitación de techo alto prácticamente como la había dejado. Una pálida luz invernal se colaba por la gran ventana redonda del fondo y el fuego crepitando en la chimenea. August no estaba. Tom se acercó al fuego y miró a su alrededor. En todos los rincones, en todos los estantes, e incluso colgadas del techo, había maquetas de animales en diversas etapas de ejecución. Tom reconoció de inmediato el pájaro dodo y el pizote, ambos a medio rellenar. En un rincón había un gran maniquí de madera con un cráneo de antílope en un extremo de un alambre y enfrente, colgado de la pared, un par de alas inmensas que, más altas que él, y que dedujo que debían de pertenecer a alguna clase de pájaro gigantesco. Debajo había una gran construcción; de madera, probablemente. Aquello le resultó extrañamente familiar, al igual que el resto del taller y, conforme fue aventurándose en su interior, pasando junto a hileras de armiños y algalias, le llamó la atención un armario de madera con cajones de todas las formas y tamaños.

«Ojos: grandes felinos», decía un rótulo. Tom abrió cuidadosamente el cajón y encontró hileras de almohadillas de terciopelo azul con pares de globos oculares de cristal de distintos colores. «Leopardo», «Puma», «León» y, al fondo, un gran par de ojos llameantes donde ponía «Tigre». En el cajón inferior rotulado «Cuac», había esbeltos moldes de picos ordenados por tamaños y alineados como cucharas de plata en una caja. En todas las superficies había frascos de sustancias químicas, periódicos y toda clase de utensilios, dejados en desordenados montones. Tom se maravilló de lo extraño que era todo. El taller era la guarida de un extraño fabricante de juguetes, o de un mago, y, cuanto más tiempo pasaba en él, más le parecía estar violando un santuario. Estaba intentando abrir un armario rotulado «Curiosidades» cuando oyó que llamaban a la puerta.

Al darse la vuelta, vio que entraban dos niños cargados con un pesado saco. Ambos llevaban gorros de pieles y gruesas chaquetas de tweed atadas con una cuerda.

—¿Dónde querrá el señor August que lo dejemos? —preguntó el más alto de los dos—. ¿Aquí? —Señaló el único trozo de mesa vacío junto a la puerta.

—Supongo —masculló el más bajo mirando el fuego—. Pero no debe descongelarse antes de que vuelva.

Los dos niños levantaron el saco y lo dejaron cuidadosamente en la mesa. Lo que había dentro, fuera lo que fuese, tenía alrededor de un metro de altura y una forma muy extraña. Solo cuando se volvieron reconoció Tom al niño más bajo. Se lo había encontrado en el rellano en su primera visita. En cuanto lo vio, el niño le sonrió.

—¿Va todo bien, Tom? No te había visto ahí a oscuras.

Tom le sonrió con nerviosismo. Había olvidado que aquel niño sabía cómo se llamaba.

—¿Sabes cuándo va a volver el señor August?

Tom se encogió de hombros.

—Lo siento, yo…

—Mi hermano Abel ha encontrado algo interesante.

—Algo por lo que a lo mejor nos paga —añadió Abel soplándose en los dedos helados.

Abel le sacaba un palmo a su hermano y era alto y delgado. Era obvio que se sentía incómodo en aquel entorno extraño.

—Lo hemos encontrado esta mañana en el pantano Skeet —dijo con entusiasmo el hermano menor—. ¿Quieres echarle un vistazo?

—Pero ten cuidado —añadió hoscamente Abel.

—Ven —dijo el hermano menor haciendo una seña a Tom para que se acercara. Deshizo el nudo y bajó cuidadosamente el saco hasta la mitad, dejando al descubierto el plumaje congelado de una gran ave gris.

—Una garza real —anunció—. Congelada. Dura como una piedra. Hemos tenido que sacarla del barro con un hacha.

—Tú no, Noah —gruñó Abel.

—Qué más da. Solo se lo estoy contando.

—Es mi pájaro —afirmó Abel haciendo una mueca. Le dio un fuerte codazo en las costillas.

—¡Está bien! —dijo Noah torciendo el gesto—. De todas formas, sola, una garza real no es nada. Aquí está lo que falta.

Noah terminó de bajar el saco y Tom vio que la gran ave gris estaba de pie en una base de barro congelado, con la cabeza vuelta hacia el suelo. Al principio, le pareció que tenía un largo tubo gris enrollado alrededor del cuello, acoplado de algún modo al pico. Pero, fijándose mejor, vio que el tubo tenía unos ojos vidriosos y una boca llena de dientes, dividida en dos por el afilado pico amarillo de la garza real. El tubo no era un tubo, sino una anguila.

—Una lucha a muerte, supongo —dijo altivamente Abel mientras admiraba aquella escena insólita.

—Pero ¿y si la anguila mató a la garza real justo cuando la garza la mató a ella? —dijo una voz desde lo alto.

Al mirar arriba, los niños vieron a August Catcher bajando por una escalera desde la claraboya. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío y llevaba un gorro de mapache ligeramente ladeado.

—Luego sobrevino una niebla glacial marina, congeló el barro en el que estaba la garza real, uniendo al ave y a la angüila en un combate a muerte. Para siempre. —August se agachó para acercarse más—. Qué hallazgo tan extraordinario —dijo en voz baja—. ¿En el pantano, decís?

—S-sí, señor August —farfulló Abel—, a solo unos cincuenta metros de los buitrones.

—La naturaleza nunca deja de sorprenderme. Abel, lo has hecho muy bien.

August sonrió, y Abel pareció azorado.

—Y tú también, Noah, por hacer que tu hermano me lo traiga.

El niño sonrió con orgullo.

—Aquí tenéis el premio. —August se metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó dos monedas de oro. Puso una en la mano de Abel y la otra en la de Noah. Tom no tenía la menor idea de qué monedas eran, pero a los hermanos se les iluminó la cara nada más verlas. Aquello debía de ser mucho dinero.

—Gracias, señor —se apresuró a decir Noah, mirando primero a August y luego a su hermano.

Abel no podía despegar los ojos de la reluciente moneda que tenía en la mano.

—Señor August —dijo titubeando—. Me preguntaba, es solo que… como lo he encontrado yo, si…

—¿Si podía darte algo más que a Noah? —sugirió August enarcando las cejas. Abel se ruborizó y se miró las botas. August sacó otra moneda de oro y se la puso en la mano.

—¿Te basta esto, Abel?

El muchacho abrió los ojos de par en par sofocando un grito. Ahora tenía dos soberanos de oro en la palma de la mano. ¿Qué podía comprar con aquello? ¿Qué no podía comprar con aquello?

—Es usted muy generoso, señor August —farfulló mirándolo.

—No es nada, Abel. Este es un hallazgo francamente insólito y os lo merecéis los dos. Pero, chicos, recordad —añadió, en un tono más severo— que esto no os da carta blanca para cazar pájaros comunes o domésticos, robar plumas caudales ni birlar huevos. ¿Lo comprendéis?

Los dos niños asintieron con la cabeza y se miraron las botas.

—Sí, señor August —respondió Noah en voz baja.

—Muy bien —dijo August sonriendo—. Y ahora marchaos los dos.

—Gracias, señor.

Abel se puso su grueso gorro negro y retrocedió hasta la puerta, seguido de su hermano menor. Tom oyó de pronto un grito de alegría amortiguado mientras bajaban ruidosamente las escaleras.

—Es extraordinario, ¿no crees, Tom? —dijo August, inclinado sobre la escena congelada dejada en la mesa—. ¿Quién crees que ganó?

Tom miró los dos animales. No estaba seguro.

—¿Ninguno de los dos?

—Exacto. Ha ganado la naturaleza.

Tom sonrió para sus adentros aliviado. Parecía que había acertado la primera pregunta.

—¿Va a poder disecarlos así? O sea, ¿es posible?

—Una buena pregunta —dijo August mirándolo—. Y es una pregunta que tú, siendo mi nuevo aprendiz, estás en todo tu derecho de hacer.

August arrugó la frente y se puso a estudiar la garza real y la anguila.

—Un taxidermista debe ser muchas cosas. Naturalista, carpintero, químico, herrero, anatomista, pintor, pero, por encima de todo, debe ser capaz de mirar, de observar, de ver esa cualidad salvaje que hay en todo lo natural. Esa es la primera y única regla de oro en una profesión sin reglas.

Inclinándose hacia delante, escrutó la garza real como un médico que examina a un paciente. Habló en un tono frío y profesional.

—¿Sabes?, si yo me hubiera inventado esta escena, estoy seguro de que nadie me hubiera creído. Me habrían tachado de fantasioso. Pero esto, Tom, es naturaleza en estado puro; el hielo la ha perpetuado para nosotros. Y la clave está en los detalles.

Se colocó detrás estudiando todas las líneas y contornos.

—Fíjate en cómo los músculos le están echando la cabeza hacia atrás a la garza real. Observa la ira que le enciende la mirada. Y aquí —señaló la anguila—, fíjate en cómo cambia la forma de su resbaladizo cuerpo gris conforme se enrosca alrededor del cuello de la garza real, estrangulándola.

Se detuvo para examinar la inclinación del ala de la garza real.

—¿Sabes, Tom?, creo que esta garza real se dio cuenta, en el último momento, de que iba a morir. Mira. —Señaló la gran ala gris. Ligeramente despegada del cuerpo—. Está intentando alzar el vuelo, escapar. Pero es demasiado tarde.

Miró a Tom, con los ojos brillándole de entusiasmo.

—Aquí hay una historia, Tom. Debes grabártela en la memoria como una fotografía tridimensional. Eso es crucial, porque, cuando las hayas conservado y hayas hecho tu maqueta, ese momento fugaz, congelado en el tiempo, es con lo que quieres terminar. Si lo consigues, y me temo que no es fácil, habrás creado algo natural y auténtico. Si no, solo será un juguete, y uno muy anodino, además. Ven. —August cogió un candil y, dándose la vuelta, fue rápidamente hacia la larga mesa que había bajo la ventana redonda. Allí, erigiéndose entre el caos de raspadores y agujas de punto, había un arbolillo florido, salpicado de diminutos colibríes de vivos colores.

—¿Te gusta? —preguntó August. Era obvio que sí.

—Luego pasamos a eso. Pero antes, huele estas y dime qué opinas. Alargó la mano y cogió del alféizar un botecito blanco con un ramillete de violetas.

—Espero que aún estén frescas, las he cogido esta mañana.

Tom cogió el bote y se lo llevó a la nariz. Por mucho que se empeñara, no lograba oler nada.

—¿No notas ningún olor?

Tom negó con la cabeza sin comprender. Solo olía a polvo.

—¿Ni siquiera un olorcillo? ¿Estás seguro?

—Lo estoy.

August enarcó las cejas.

—¿Estás seguro de estar seguro? Qué raro. Qué insólito. Eso es justo lo que pensó la reina Victoria.

Tom lo miró profundamente desconcertado; y sospechó que así era como debía estar.

—¡Cuando olió ese ramillete de violetas en la exposición internacional de ictiología que se celebró en Dragonport hace veinticinco años! —August le sonrió ampliamente.

—¿Ves, Tom? Estos son los primero objetos que hice. Con mi hermana; por aquel entonces yo tenía siete años y ella once. La inauguración de aquella exposición era un evento tremendamente importante y vino todo el mundo. Nuestras instrucciones eran muy sencillas: en cuanto su alteza se apeara del tren real, mi hermana y yo teníamos que adelantarnos, regalarle un ramo de flores y hacerle una reverencia. Pero —August se rió entre dientes recordando la escena— yo, mucho me temo, era un niño muy descarado, así que, en vez de regalar a su alteza el ramo de violetas que mi madre nos había dado, decidí imitarlo, utilizando papel y cera. Solo para ver si la reina se daba cuenta.

—¿Y lo hizo?

—Bueno —admitió August—, hubo un breve momento de confusión cuando la reina se llevó las violetas a la nariz para olerías, para descubrir, como acabas de hacer tú, ¡que no había nada que oler! Y no estoy seguro de que aquello le hiciera mucha gracia al alcalde.

Tom miró las violetas. Eran increíbles: incluso veinticinco años después, seguían pareciendo tan frescas y auténticas como si estuvieran vivas. Era fácil imaginarse la confusión de la reina, pero luego se acordó de que la reina Victoria siempre parecía bastante gorda y malhumorada en sus retratos.

—¿No se enfadó?

—¿Enfadarse? —exclamó August—. ¡Qué va! En cuanto vio que no eran auténticas, se echó a reír. Y, naturalmente, el alcalde se rió, así como los demás asistentes. Y luego, cuando le dije que las violetas las había hecho yo, se negó a aceptarlas. Me las devolvió y me premió allí mismo con una medalla de oro por modelar flores.

—¿Una medalla de oro por modelas flores?

—En efecto. Una de las ventajas de ser reina de medio mundo es que puedes repartir medallas de oro por prácticamente todo lo que te apetezca. Y así es como mi hermana y yo nos convertimos en los primeros modeladores de flores oficiales de todo el Imperio británico. ¿No es increíble?

—Uau.

—¿Lo ves, Tom? La taxidermia no consiste únicamente en disecar animales; la taxidermia lo es todo. ¡Todo! —exclamó agitando los brazos—. Fíjate en este árbol, estas briznas de hierba. Ten. —Inclinándose sobre la mesa, cogió un puñado de ortigas y lo dejó delante de Tom—. Anda, coge una.

Con mucha cautela, Tom cogió el tallo más largo entre los dedos índice y pulgar, casi esperando que fuera a urticarle.

—Convincente, ¿verdad? De hecho, la ortiga es una de las plantas más difíciles de conservar, y todo un hito en la carrera de cualquier taxidermista que se precie.

August sonrió. Era obvio que aquel trabajo seguía satisfaciéndole.

—Las hice cuando tenía más o menos tu edad.

Tom miró las ortigas maravillado. No podía siquiera imaginarse cómo las había hecho August.

—¿Y qué pasó después de que recibiera su medalla de oro?

—Bueno, seguimos modelando flores, naturalmente, mi hermana y yo, hasta que yo tuve unos doce años, creo. Entonces dejé los estudios y me puse a trabajar. Pasé de las violetas y las ortigas a las orquídeas y las aspidistras; luego a los ratones y los tejones, los antílopes y las serpientes, los cocodrilos y, por último, un mamut. A mis padres no les importó que me dedicara a este oficio tan estrafalario, porque mis dos hermanos mayores tenían empleos serios. Combatir en África, cultivar azúcar en las Antillas, ese tipo de cosas. De hecho, creo que les gustaba bastante, sobre todo cuando mi nombre aparecía en los periódicos y todo eso. —August le guiñó un ojo y se acarició la barba—. Lo único que no les gustaba era mi mejor amigo y mecenas, sir Henry Scatterhorn.

—¿Por qué?

—Bueno, obviamente, porque él es un Scatterhorn y yo soy un Catcher. ¿No has oído la letra?

Es esta una vieja disputa sin par que ningún bando quiere olvidar.

Tom asintió; la había oído: tío Jos solía murmurarla durante el desayuno, pero nunca pasaba del primer verso. August continuó:

Dios dispuso, por siempre jamás, que ni uno ni otro hallara la paz.

Dos feas bestias resolvió crear,

Scatterhorn una, Catcher la otra.

La una felina, la otra cabruna, ninguna dispuesta a ceder su laguna.

Ambas lucharon con uñas y dientes, cual dos feroces contendientes.

Donde hace siglos estuvo su fangal, se asienta ahora esta humilde ciudad.

Y sus familias no dejan de pelear, aunque ya no haya laguna que ganar.

Su vieja disputa a nadie importa ya.

Por mí que se maten, ¡qué más da!

Como fue será y nunca sucederá que unos y otros traben amistad.

August sonrió de oreja a oreja al concluir la poesía.

—¿Comprendes, Tom? Una tradición antiquísima y, como todas las tradiciones, insufriblemente tediosa, ¿no crees? Yo sí lo creo, me temo. Siempre he sido una de esas personas a la que les gusta hacer justo lo contrario de lo que les dicen y lo cierto es que ese viejo dinosaurio de Henry Scatterhorn no solo es mi mejor amigo. También es, casualmente, el mejor cazador de Inglaterra, posiblemente incluso del mundo. Lo cual ayuda muchísimo.

—¿Por qué?

August se quedó un momento callado. Seguía sonriendo, pero, por primera vez, Tom advirtió que se le ensombrecía la mirada.

—Lo cierto es —dijo— que yo soy un inútil con las armas de fuego. Siempre lo he sido. No tengo puntería, ni tampoco me entusiasman. Lo cual, como te puedes imaginar, no ayuda en este oficio. Así que siempre he dependido de sir Henry Scatterhorn para que me proporcione especímenes, y de jovencitos emprendedores como Abel y Noah para que me traigan lo que encuentran. Y, naturalmente, está la procesión aparentemente interminable de campesinos que vienen a traerme «rarezas».

—¿Rarezas?

—Oh, sí. —Le guiñó un ojo al tiempo que se sacaba una llavecita del bolsillo del chaleco—. Rarezas interesantes.

Abriendo el armario alargado donde ponía «Rarezas», August metió la mano y sacó dos animalillos, dejándolos en la mesa delante de Tom.

—La naturaleza es siempre desconcertante, ¿no crees?

Tom tardó un momento en ver qué les pasaba. El patito tenía cuatro patas y el gatito dos cabezas.

—No, no los he construido yo —sonrió August—, aunque debo admitir que, de vez en cuando, me permito dar rienda suelta a mi faceta «creativa». Me salva de aburrirme. Pero estas insólitas criaturitas fueron concebidas y alumbradas así. Por supuesto, no podían vivir mucho tiempo, así que… aceleré su tránsito, por decirlo de alguna manera.

—¿Con qué?

—Con sustancias químicas —respondió August sin inmutarse—. Soy un asesino, Tom. Eso es innegable. Tengo que serlo, para conservar e inmortalizar. Y, cuando llegue el momento, también lo serás tú.

August cruzó el taller hasta el lugar donde había una hilera de búhos chicos, con las plumas envueltas en alambre. Apartó los dos más grandes y corrió una cortina negra de terciopelo. Detrás había un estrecho armario metálico.

—Mi caja mágica —dijo en tono reverencial y, con una llavecita de plata, abrió la puerta del armario, tras la cual se reveló una colección de frasquitos transparentes de tamaños diversos.

—Ven —le dijo indicándole que se sentara en la silla junto a él.

Tom hizo lo que le pedía y miró los frasquitos de vidrio y los pequeños paquetes marrones que ocupaban los estantes.

—Es el poder de la vida y la muerte lo que contienen estos frascos y paquetes —murmuró August—, por lo que debemos mostrar el máximo respeto a todos ellos. A ver… por dónde empiezo… veamos, ah, sí, el cloroformo, para matar a los vertebrados de forma indolora.

—Cloroformo. Sé lo que es —dijo Tom con seguridad.

—Bueno, me alegro de oír eso, muchacho, pero ¿sabes qué es esto? —August giró un frasquito para que Tom pudiera leer la etiqueta.

—¿Líquido de Cabrat? —leyó Tom.

—Eso es —respondió August—, pero debes recordar que el doctor Ezekiel Cabrat es un maníaco que nos mataría a todos si pudiera. Contiene estricnina, un veneno demasiado peligroso para manipularlo. Este es interesante.

—Cianuro de potasio —leyó Tom— para ranas y roedores.

—Eso es. Ni siquiera se dan cuenta. Rápido e indoloro.

—Bicromato de potasio, para cazones y esturiones, nicotina líquida para narcotizar a los cangrejos ermitaños y las anémonas de mar… Jabón de arsén… arséni…

—Arsénico —dijo August dándole un grueso paquete de papel lleno de blanquecinos copos verdes—. Imprescindible.

—¿Para qué es?

—Sigue leyendo y lo sabrás.

—Para su uso —continuó Tom—, humedecer un pincel fino con alcohol y remover hasta que el jabón haga espuma. Luego, aplicar a la superficie interna de todas las partes de la piel para prevenir daños por polillas y escarabajos.

—Mantiene a las plagas a raya, pero su manipulación también es muy peligrosa —añadió August—. Esos copitos tienen la costumbre de meterse en los cortes más finos.

Tom tragó nerviosamente saliva; el mero hecho de pensar en utilizar jabón de arsénico lo aterraba.

—A ver —dijo August volviendo los fiasquitos uno a uno—. Entre todos estos venenos hay un pequeño invento mío.

Sus dedos se detuvieron en un frasquito azul que estaba casi oculto en la parte de atrás.

—Ah, sí… el frasco azul. Se me había olvidado.

August se lo metió cuidadosamente en el bolsillo del chaleco y volvió a cerrar el armario con llave.

—Esto —dijo acercando una silla y despejando una parte de la mesa— es algo extraordinario. Tan extraordinario, de hecho, que es, y debe continuar siéndolo, un secreto. —Lo miró entusiasmado, con expresión expectante.

—¿Crees que sabrás guardar un secreto así?

Tom ya tenía secretos más que suficientes que August no averiguaría nunca. Asintió resueltamente con la cabeza.

—Sé que puedo.

August le escrutó el rostro en busca de algún indicio de vacilación, pero no halló ninguno. El niño estaba diciendo la verdad.

—Bien —dijo por fin—, porque estás a punto de presenciar algo verdaderamente asombroso.

Alargó la mano y, con mucho cuidado, cogió un diminuto colibrí del árbol y se lo puso en la palma de la mano. Apenas era más grande que su dedo pulgar.

—Es un colibrí zunzunito, Tom, el ave más pequeña del mundo. —August lo observó con admiración.

—Extraordinario, ¿verdad? Cuando es adulto, apenas mide cinco centímetros, y sus huevos son más pequeños que un guisante.

Tom se extrañó de que aquella minúscula criatura pudiera ser un ave. Se parecía más a un insecto con plumas.

—¿De dónde proviene? —preguntó.

—Este vivía en la isla de Pinos, próxima a Cuba, hasta hace seis meses, cuando un marinero lo encontró. Cuando llegó a Dragonport, el pobrecillo ya estaba muerto, así que lo desollé, lo conservé lo mejor que supe y luego le rellené el cuerpecillo con lana. Conseguí conservar su cráneo y, para los ojos, utilicé las cuentas de cristal más pequeñas que encontré.

August estaba profundamente concentrado en el minúsculo pájaro.

—Ahora —dijo—, observa esto.

Con mucho cuidado, August quitó el tapón al frasquito azul y lo pasó por la cabeza roja del pajarillo. Tom captó fugazmente el extraño olor que desprendía. Era un aroma fuerte y acre, como de jacinto, mezclado con alguna otra cosa… algo químico que le recordó a sus tediosas horas de clase. A los pasillos de su escuela, quizá. ¡Cera de suelo! Eso era: jacinto y cera de suelo. Pero, justo cuando comenzaba a regresar mentalmente a su otra vida, miró la mano de August y casi le dio un vuelco el corazón.

El colibrí zunzunito se crispó en su palma. Abrió los ojos. Luego se dio la vuelta y se puso trabajosamente en pie. Tom se quedó boquiabierto cuando el minúsculo pajarillo comenzó a andar tambaleándose.

—Está reviviendo —susurró excitadamente August—. Observa.

Al cabo de un momento, el colibrí alzó el vuelo. Batiendo las alas a una velocidad vertiginosa, se detuvo ante la nariz de Tom, inspeccionándola como si fuera una flor.

—Quédate muy quieto.

Tom intentó no respirar. Solo veía un pico negro tan fino como un lápiz, con una cabeza roja detrás. El aire que el pajarillo levantaba con sus alas diminutas le hizo cosquillas en las mejillas. Cerró los ojos, sin estar seguro de si lo iba a picar o a lamer. Pero, entonces, el zumbido se alejó y, cuando volvió a abrirlos, vio que el colibrí se dirigía al bote con las violetas de August. Con inseguridad, metió el pico en ellas, buscando néctar.

—Eso sí que es un cumplido —murmuró August completamente hechizado.

—Es increíble —susurró Tom—. ¿Cómo actúa?

—El olor. Es el olor lo que los despierta.

—Pero ¿cómo?

Ahora, el colibrí se había dado por vencido con las violetas y estaba picoteando las florecillas blancas del árbol de August. Pronto se había perdido entre la variedad de coloridos pájaros.

—Para serte franco, yo mismo estoy un poco perplejo. De hecho, estoy totalmente desconcertado. Es una imposibilidad científica.

August seguía mirando el pajarillo revoloteando entre las ramas con los ojos brillantes.

—Pero tú acabas de verlo, Tom, así que esto es lo que sé. Siempre utilizo una versión de este líquido con mis especímenes. Antes de decidir la postura del animal, lo extiendo en la cara interna de la piel. Originalmente, lo inventé como conservante adicional, para protegerlos contra los estragos del tiempo, pero, conforme pasaron los años, observé que mi preparación conseguía que los animales parecieran más vivos, aunque no estoy seguro de cómo lo logra. Todos los taxidermistas tienen su pequeño secreto, supongo, y este es el mío.

Se quedó un momento callado para ordenar sus pensamientos.

—Anoche estuve experimentando con los ingredientes, modificándolos ligeramente; un poco más de mercurio, estricnina, alumbre, un poco menos de ácido bórico, cera de abeja, no voy a aburrirte con los detalles, pero descubrí que, al elaborar mi conservante de un modo ligeramente distinto, añadiendo unas cuantas flores, calentándolo un poco, enfriándolo unas cuantas veces más, de pronto se volvía mucho más concentrado. Y luego, de un modo bastante fortuito podría añadir, descubrí que mi poción producía unos vapores bastante singulares.

Cogió el frasquito azul y se aseguró de que estaba bien tapado.

—Estos vapores son tóxicos, pero también tienen una potencia increíble. Como puedes ver.

Tom observó el minúsculo pajarillo de cabeza roja mientras revoloteaba velozmente de flor en flor.

—Pero… no está realmente vivo, ¿no? O sea, está relleno de lana, alambre y…

—Lo sé —susurró August—. Lo sé. No tiene ninguna lógica. Yo lo creía imposible. Pero, Tom, si esta criatura no está en cierto modo viva, entonces, ¿qué es esto? —Lo miró fijamente rostro—. ¿Y bien? ¿Qué opinas?

Tom se quedó mirando el colibrí. Estaba vivo, sin ningún género de duda, y él tenía tantas preguntas rondándole por la cabeza que no sabía por cuál empezar.

«Mantén la calma. Intenta pensar lógicamente». Pero no podía.

—¿Y si —dijo intentando expresarse con la mayor claridad posible—, solo como una suposición, y si dentro de un siglo, cuando todos sus animales estén apolillados y un poco viejos…?

—¿Apolillados y un poco viejos? —resopló August—. Desde luego, espero que no sea así.

—No, por supuesto que no —dijo Tom tragando nerviosamente saliva—, pero ¿y si, en el caso del jabón de arsé… arsí…?

—¿Jabón de arsénico?

—Sí. Su efecto se pasa, por algún motivo.

August entrelazó los dedos y lo miró con curiosidad.

—En efecto. Es una posibilidad, lo admito. Continúa.

—Pero ¿y si, en el caso de esta poción, de su invento secreto, el efecto no se pasara nunca? ¿Y si sigue manteniéndolos… vivos, de algún modo?

August lo miró sin comprender.

—Bueno, quizá. Las sustancias químicas se degradan a distintas velocidades. ¿Qué te ronda por la cabeza, Tom?

Tom estaba sonriendo de forma incontrolada, intentando contener su creciente excitación. Quería gritar.

—Oh, no… no es nada.

Así que era real. ¡No lo había soñado! Cera de suelo y jacinto, eso era… ese olor… August no tenía la menor idea de que su poción, o lo que fuera, era mucho más potente que cualquiera de sus otras mezclas químicas. Las había sobrevivido a todas. ¿Y era posible que aquella poción también hubiera vuelto a los animales conscientes? ¿Había dado vida a sus cerebros, que estaban rellenos de viejos periódicos y recortes de la Biblia? ¿Por eso eran capaces de pensar, e incluso de hablar? Se quedó mirando el frasquito azul dejado en la mesa, cada vez más atónito. Si así era, August había descubierto algo tan potente que era casi inabarcable. Y él ni siquiera lo sabía.

—¿Cree que el vapor podría resucitar a cualquier animal? —preguntó por fin Tom.

August cogió el frasquito azul y lo hizo girar en sus manos.

—Hummm. ¿Te refieres a un animal de carne y hueso, un animal muerto? ¿No uno que yo haya tratado y disecado?

Tom asintió con la cabeza.

—Menuda pregunta… —Sin haber terminado la frase, August miró por la ventana, donde el pálido sol de invierno estaba a punto de ponerse—. No estoy muy seguro de querer saber la respuesta. ¿O… sí lo estoy?

Se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa, aparentemente confuso. Tom se dio cuenta de que la idea le había parecido interesante.

—Se me ocurre una idea —dijo de pronto—. ¿Sabes patinar?

Tom lo miró sin comprender.

—Esto…

—No importa. Enseguida aprenderás.

August se levantó enérgicamente de la silla y cuando ya casi estaba en la puerta le dijo:

—Coge mi abrigo de pieles y un gorro; afuera hace un frío que pela.

—¿Dónde vamos?

—Afuera, por supuesto.

Le arrojó un gorro y se enrolló una gruesa bufanda alrededor del cuello.

—A buscar la respuesta a tu pregunta —dijo entusiasmado. Tras lo cual, cogió su abrigo y bajó las escaleras corriendo.