9 Una vieja historia

—¿Cuántos años dices que tienes?

—Trece —mintió Tom.

—Hummm.

El desaliñado hombretón siguió en la puerta observando a Tom mientras este tiritaba en la acera. Se había puesto a llover.

—¿Y tu madre va a venir a buscarte?

—Eso es lo que ha dicho. Le he explicado que había perdido el tren y ella me ha dicho que la espere aquí —respondió Tom, sonriendo tan inocentemente como pudo—. Ha dicho que a usted no le importaría.

—¿Eso ha dicho?

El hombre, que, por su modo de hablar, parecía ruso, se rascó el mentón sin afeitar.

—Está bien —dijo sin parecer muy convencido—. Pasa.

Tom entró en el pequeño café cargado de humo y se sentó en la silla más próxima. El local tenía monitores de ordenador a lo largo de todas las paredes y estaba vacío salvo por una pareja de mochileros, que tecleaban ruidosamente un correo electrónico en un rincón. Tom se había fijado en aquel cibercafé próximo a la estación a su llegada a Dragonport y, como tío Jos no tenía ordenador y él no sabía dónde estaba la biblioteca, aquel le pareció el mejor lugar para encontrar lo que buscaba. No obstante, iba a tener que ser paciente. El hombretón ruso se desplomó en la silla contigua y se restregó violentamente los ojos. Parecía que llevara una semana sin dormir.

—¿Puedo buscar una cosa mientras espero? —preguntó Tom tan inocentemente como pudo.

—La hora vale cinco libras, un dinero, chico, que probablemente no llevas encima porque te lo has dejado en casa. ¿Acierto?

—No —se apresuró a decir Tom—. Es solo que en casa no tenemos ordenador y necesito buscar una cosa para un trabajo escolar.

Al menos, una parte era cierta.

—¿Por favor?

El ruso clavó en él sus ojos vidriosos.

—¿Cuándo has dicho que venía tu madre?

—Dentro de un cuarto de hora. No tardaré. Se lo prometo.

El ruso negó con la cabeza y luego, haciendo un enorme esfuerzo, acercó la silla a la pantalla. Escribió algo en el sucio teclado.

—¿Qué quieres saber? —dijo sin entusiasmo.

—Quiero información sobre el zafiro en bruto más grande del mundo.

—Bozhe moi —exclamó el ruso. Escribió «zafiro» «en bruto» «más grande del mundo», inició la búsqueda y esperó—.

Ahí tienes —dijo con indiferencia, y giró la silla para mirar por la ventana. Tom vio que la pantalla parpadeaba un momento. Luego se quedó fija.

Resultados: 94.800.

Tom abrió el primer documento.

Hasta 1 900, año en que el señor J. P. Morgan regaló el Estrella de la India (563 quilates) al Museo Estadounidense de Historia Natural, el zafiro estrella en bruto más grande del mundo fue el ahora extraviado «zafiro de Champawander». (471 quilates), encontrado por Raski Swarminarthan, un minero analfabeto que excavaba el lecho del río Ulongapan en 1856. Su primer propietario fue el marajá de Champawander, quien pretendía regalárselo a su hija en el día de su boda, pero el destino quiso que la muchacha fuera devorada por un tigre. En vez de regalar la piedra a su hija, el marajá ofreció una recompensa al hombre que matara al felino. En 1906, un cazador y coleccionista inglés llamado sir Henry Scatterhorn lo consiguió y fue premiado con el zafiro de Champawander. La piedra no se ha visto desde esa fecha y se cree que ha sido robada. Continúa siendo uno de los zafiros más grandes del mundo.

Así pues, parte de la leyenda era cierta: el zafiro existía. Tom observó que el ruso seguía absorto con los regueros que las gotas de lluvia dejaban en el cristal de la ventana. ¿Tenía tiempo de buscar algo más? Sí. Merecía la pena arriesgarse. Volviendo al ordenador, escribió con tres dedos las palabras «agujero temporal» tan deprisa como pudo. Inició la búsqueda.

¡Había 57 millones de resultados! Eso quizá significara que había 57 millones de agujeros temporales en el mundo, pero, después de consultar la primera página, Tom se dio cuenta de que los resultados no guardaban ninguna relación con el agujero temporal que él tenía en mente. Había agujeros negros, blancos y de gusano y personas con agujeros en la cabeza.

«De acuerdo. Voy a probar otra cosa». Tom escribió «reducción de tamaño» seguido de «vuelta al pasado» e inició la búsqueda. Esta vez, solo obtuvo 14 millones de resultados. Aquello estaba mejor, pero casi todos se referían a rayos láser reductores o a la Biblia. Luego probó con «animales parlantes» y se encontró en una página web para gente que disfrutaba hablando por teléfono con sus animales de compañía: «¿Se ha preguntado alguna vez qué significa realmente “guau guau”? ¿Hola? ¿Adiós? ¿Tengo hambre? ¿Te quiero? ¡Error! Aprenda la lengua de los perros en cinco sencillas lecciones. ¡Es facilísimo!».

Todo era inútil. Puede que, después de todo, su padre tuviera razón: el mundo moderno era un asco.

—¿Es esa tu madre? —preguntó el ruso señalando un coche blanco que estaba aparcando en la otra acera.

—Sí, esa es —se apresuró a responder Tom—. Debe… esto… debe de haberse olvidado de que estoy aquí.

—Sí, claro.

El ruso estaba demasiado cansado para inmutarse.

—Bueno, gracias de todas formas —dijo Tom abrochándose el abrigo y dirigiéndose a la puerta.

—¿Sabes?, tendrían que poneros ordenadores en la escuela. —¿Qué?

Tom se había olvidado momentáneamente de su excusa para estar allí.

—Sí, chico. Ayer vino alguien más para hacer un trabajo escolar.

—¿Eh?

Tom estaba francamente desconcertado.

—Tampoco tenía dinero.

—¿De veras? ¿Quién era?

—Una niña de pelo oscuro. Delgada. Un poco mayor que tú. Parecía una bailarina. —El ruso lo miró con recelo—. Me sorprende que no la conozcas.

—No —masculló Tom—. Esto… esto… es una escuela muy grande. Creo que no la conozco.

El ruso continuó mirándolo fijamente y Tom notó que se le subían los colores. ¿Podía tratarse de…?

—De acuerdo, chico. Vete. —El ruso lo despachó con un gesto de la mano.

Tom salió a la lluvia, con la mente hirviendo. ¿Era Lotus? La descripción encajaba. Quizá lo fuera. Apretó el paso mientras intentaba atar cabos. Se sentía como un detective queriendo resolver un caso nada claro, que cambiaba con rapidez. ¿Era el zafiro lo que buscaban don Gervase y Lotus? Entonces eran ladrones, después de todo. Pero Jos se había pasado diez años buscándolo y nunca había encontrado nada, y su padre lo había hecho durante toda su vida. Seguramente, allí no había nada.

A menos… a menos que don Gervase y Lotus hubieran descubierto algo que Jos desconocía. Algún documento extraviado quizá, alguna nueva pista en Catcher Hall. De hecho, Jos no sabía nada del agujero de la cesta de mimbre ni de la maqueta. Don Gervase y Lotus sí lo sabían, ¿no?

Cuando dobló por Museum Street, cruzó la calle y se dirigió al Museo Scatterhorn, donde había un grupo de niños reunidos fuera. Parecía que estuvieran esperando a alguien, una estrella pop quizá. No obstante, cuando estuvo más cerca, vio que estaban reunidos alrededor de un gran coche aparcado delante del museo. Tom reconoció de inmediato el color marrón chocolate: era el Bentley de don Gervase. Debía de estar dentro hablando con Jos. Se quedó en la otra acera, sin estar seguro de querer entrar, y entonces empezó a percibir un olor delicioso y familiar. Chocolate, menta, azahar, crema de plátano… los sabores fueron envolviéndolo uno a uno, tan reales que casi le pareció estar comiéndoselos. Reconocía aquel olor: el que salía por la ventana del estudio en Catcher Hall; el que impregnaba la cocina el día que don Gervase trajo su tarta peruana. Ahora volvía a olerlo en la calle, casi rezumando del mismo Bentley. «Esto es lo que ha impulsado a los niños a salir de casa con esta lluvia, a esperar aquí sin ningún motivo concreto. Este olor mágico y delicioso».

De pronto, la puerta del museo se abrió y por ella salió don Gervase con su largo abrigo de lana, seguido inmediatamente de Lotus.

—Ah, niños, ¡qué bonito! —bramó don Gervase.

Una niña dio un chillido involuntario. Don Gervase se agachó y le pellizcó la mejilla.

—Muchísimas gracias, cielo, por cuidar de mi coche.

La pequeña estaba demasiado aterrorizada para hablar.

—Oiga, usted —preguntó un niño rubicundo con más agallas que el resto—. ¿Es famoso de verdad?

—Yo creo que no —respondió don Gervase—. ¿Acaso te recuerdo a alguien famoso?

El niño miró al extraño hombre que le sonreía, enseñándole sus amarillentos dientes cariados.

—No sé —dijo con cautela—. ¿Al conde Drácula?

Algunos de los niños que tenía detrás se rieron con disimulo.

—Hummm. Al conde Drácula —repitió don Gervase totalmente serio—. Creo que no he oído hablar nunca de él. ¿Le gusta el chocolate tanto como a mí?

Y, dicho aquello, abrió la pesada puerta del coche y, metiendo la mano en la guantera, sacó una gran tableta de chocolate casero. El aroma fue casi irresistible. Los niños se acercaron a él, incapaces de contenerse.

—A ver, como premio, seguro que os gustaría un poco de esto —dijo sonriendo—. ¡De uno en uno, por favor! —Fue colocando una pequeña pastilla de chocolate en cada mano tendida hacia él.

Tom observó atentamente mientras los niños se apiñaban alrededor de don Gervase, peleándose y dándose empujones para conseguir más chocolate. Una voz aterciopelada lo arrancó de sus pensamientos.

—Hola, Tom.

Tom se sobresaltó; no se había dado cuenta de que Lotus estaba justo a su lado.

—Oh… er… hola —dijo incómodo.

—-Jos ha dicho que habías ido a usar el ordenador al café.

—Así es —respondió Tom, pensando deprisa. Lo había cogido totalmente desprevenido—. Quería enviar un correo… a… mis padres.

—Oh. ¿Dónde están?

—En Mongolia.

—¿En Mongolia? —repitió Lotus en voz baja.

—Sí… No sé. Puede. En un sitio por el estilo.

—¿Por qué Mongolia?

—Mi padre… están en una expedición buscando… gusanos de seda, o ciempiés, no estoy seguro exactamente de qué —dijo forzándose a sonreír—, algún tipo de bicho.

Pero Lotus no sonrió; ni tan siquiera parpadeó. Sus ojos verdes le horadaron los suyos como dos rayos láser.

—Fascinante —susurró ella—. No me habías dicho que les interesaran los insectos.

—No —respondió incómodamente Tom—, pero es que no me lo habías preguntado.

—¿Sabes que adoro los insectos? Y mi padre. Nosotros…

—¡Lotus!

Don Gervase estaba sentado impaciente en el coche, rodeado aún de niños.

—Ven, cariño.

Al ver a Tom, alzó su larga y huesuda mano y le sonrió fríamente.

—Bueno, hasta la próxima —dijo Lotus, y esbozando una sonrisa cruzó rápidamente la calle y se subió al coche. El Bentley se puso en marcha con un ronco ronroneo.

—Adiós, Tom. —Lotus le dijo adiós con la mano y él le devolvió el saludo hasta que se perdieron de vista.

Siempre preguntas y jamás respuestas. Tom estaba incluso más desconcertado que antes, y cuando abrió la puerta del museo descubrió que no era el único. Tío Jos estaba en el vestíbulo paseándose de aquí para allá en un estado de profunda agitación. Probó a sentarse en las escaleras, pero no le sirvió de nada. Luego se dirigió al banco del otro extremo, pero tampoco le dio resultado.

—Es un Catcher, supongo —dijo entre dientes, tirándose de los mechones de pelo que le salpicaban la calva.

—Y tiene montones de dinero, por lo que es ideal —dijo una voz desde arriba arrastrando las palabras. Era Melba, que estaba sentada en lo alto de las escaleras, y Tom advirtió que se bamboleaba un poco.

—Si no viniera aquí con sus paletadas de chocolate, quizá opinarías diferente —refunfuñó Jos mirándola.

—Bueno, ha sido muy considerado por su parte traerlo —respondió ella en tono desafiante—. Y yo he disfrutado cada bocado, para que lo sepas.

«Está borracha», pensó Tom.

—Maldita sea —gruñó Jos levantándose de golpe y metiéndose bruscamente las manos en los bolsillos. Al volverse, vio a Tom parado en la penumbra.

—Malas noticias, chaval —dijo con cautela—. Las peores, me temo.

Tom no estaba seguro de qué decir. ¿Se trataba de sus padres? ¿Sabían algo? No, eso era imposible…

—¿Qué ha pasado?

—Don Gervase quiere comprar el museo. Enterito.

Tom se sintió como si alguien lo hubiera dejado sin respiración de un golpe. ¡Claro! El zafiro estaba en el museo. Ahora, todo tenía sentido.

—Pero… pero… ¿cuándo? —farfulló—. O sea… ¿cómo?

—Acaba de hacerme una oferta y quiere una respuesta antes de Navidad.

—Pero no puede —protestó Tom—. Don Gervase no puede hacer eso, ¿verdad?

—Me temo que sí, Tom. Si yo se lo vendo.

—Pero tú no puedes vendérselo. Quiero decir que… tú no lo harías.

Jos estaba volviendo a pasearse de acá para allá, rascándose violentamente la cabeza.

—¿Lo harías?

—El dispone de unos recursos ilimitados, por lo visto. Dice que le encanta este sitio y que tiene intención de restaurarlo …

—Y, además, es un Catcher —lo interrumpió Melba desde lo alto de la escalera.

—Eso también. Lo cual, en cierto sentido, no podría ser peor, pero, por otra parte, August tuvo mucho que ver con el Museo Scatterhorn, como todos sabemos.

—Claro que lo tuvo —añadió Melba.

Súbitamente, Tom notó una ira cada vez mayor. El museo ni siquiera era suyo, pero, aun así, estaba enfadado. Quería dar un puñetazo a algo.

—Entonces… ¿vais a dejar que lo compre, solo porque tiene dinero? No parece justo.

—En eso tienes razón, chaval: no es justo. La vida tampoco es justa. —Jos dejó de pasearse y se quedó mirando el charco de agua de lluvia que había en el suelo—. Pero ¿qué quieres que haga yo? ¿Que esconda la cabeza y deje que todo se desmorone a mi alrededor?

Jos lanzó una mirada de odio al tragaluz y a los raídos animales que lo rodeaban. De pronto, parecía igual de desesperado que si hubiera naufragado en una isla desierta.

—Este museo se merece mucho más de lo que yo puedo darle —dijo por fin—. De eso estoy seguro. Nada es nunca fácil, ¿no?

Y se marchó con paso cansino. Tom tragó saliva; estaba intentando fingir que lo entendía, pero no era así.

—Estoy segura de que, si don Gervase lo compra, lo primero que hará es ofrecernos trabajo —dijo alegremente Melba mientras bajaba las escaleras bamboleándose.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Tom, que dudaba mucho que don Gervase fuera a ofrecer trabajo a nadie. Seguramente, lo único que quería era destrozar aquel lugar.

—Bueno, nosotros conocemos el negocio —respondió ella—. Dios sabe cuánto tiempo llevamos aquí. Y, a fin de cuentas, llevamos el apellido Scatterhorn. Eso debe tener algún valor.

—¿Ah sí?

El apellido Scatterhorn jamás había significado nada para Tom. Salvo que rimaba con Matterhorn.

—Pues claro —dijo tía Melba sonriendo—. No te preocupes por este viejo sitio. Sabe cuidarse solo. Siempre lo ha hecho.

Melba casi parecía feliz cuando se alejó tambaleándose por el pasillo y cerró la pesada puerta al salir. Tom se sentó en mitad de las escaleras, profundamente abatido. Por fin estaba comenzando a verlo todo con claridad. Zafiros y animales parlantes, de eso se trataba, y de la cuestión sin importancia de una maqueta que parecía estar viva. Era así de simple, de hecho.

—Supongo —dijo oyendo el eco de su voz en el museo vacío—, supongo que lo habéis oído todo.

No obtuvo respuesta. A lo lejos se disparó la alarma de un coche. Era como si estuviera hablando solo, pensó: no había nadie escuchando. ¿Y por qué tendría que haberlo? Estaba en un museo lleno de raídos animales disecados. Iba a levantarse cuando oyó un cavernoso gruñido al pie de las escaleras. Parecía alguien intentando contener la risa. Aguzó el oído y volvió a oírlo. Risas, inequívocamente. No había ninguna duda. Luego oyó unas palabras amortiguadas.

—Vaya, vaya.

Tom apenas veía nada, pero era consciente de que se estaban riendo de él.

—¿Qué? —dijo en voz alta—. ¿Qué tiene tanta gracia?

Al volverse, vio que el mamut estaba temblando, intentando contener la risa.

—Te lo digo por una guinea —dijo desenroscando su larga trompa peluda para enjugarse una lágrima del ojo.

—¿Y bien? —dijo Tom, que estaba cada vez más enfadado—. ¿De qué os estáis riendo? Yo no lo haría si estuviera en vuestra piel.

—Bendito seas —dijo el pájaro dodo suspirando. Desplegó la cola y se bajó del estrado—. Oh, Tom. Tu preocupación nos conmueve. Mucho, de veras.

—Debes recordar —anunció el gorila— que la mayoría de nosotros ya se ha visto en peores situaciones.

—Ah, ¿sí?

—Bueno, yo no —dijo el pájaro dodo—, no personalmente. Pero eso es porque soy especial, ¿comprendes?, como mi buen amigo el mamut. La extinción te confiere distinción. Pero todos estos…

—A nosotros ya nos han matado una vez, ¿no? —dijo el mono narigudo acercándose ágilmente a Tom.

—Así que ¿por qué preocuparnos? —añadió el gorila.

Tom no podía discutirles aquello. Tenían razón, por supuesto. Estaban todos muertos, en cierto modo.

—Y me gustaría añadir —susurró el mamut acercando la trompa al oído de Tom— que algunos de los socios más pequeños de nuestro club, sobre todo los roedores, los conejos, las liebres, las musarañas, etcétera, son muy religiosos. No se les puede decir nada.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Creen que hay vida después de morir, ya sabes —dijo el mamut con la mirada risueña—. Que el cielo existe. Compruébalo tú mismo.

El mamut se dirigió pesadamente a la vitrina de los pequeños mamíferos y abrió un cajón con la trompa.

—Padre Nuestro, que estás en los cielos —cantó un chillón coro de voces. Tom miró dentro y vio veinte ratones tendidos boca arriba cantando al unísono.

—Bravo —susurró el mamut.

—Gracias, hermano mamut —dijo un ratón— y que la paz sea contigo.

—De nada. —El mamut asintió con la cabeza y cerró cuidadosamente el cajón. Alargó la trompa y abrió otro, dentro del cual había una congregación de musarañas pigmeas escuchando a un predicador subido a un dedal.

—¿Y qué hemos encontrado, hermanos, al otro lado? ¡Sí, el león se sienta junto al cordero!

—¡Aleluya! —gritaron las musarañas al unísono.

—¡Sí! ¡El ratón come con el mamut!

—¡Aleluya! —volvieron a gritar.

—¡Aleluya! ¡Hermanos —clamó la musaraña predicadora—, estáis salvados!

—¡Estamos salvados! ¡Estamos salvados! —chilló el coro de voces.

—¿Lo ves? —susurró el mamut—. Estos pequeñines estuvieron muertos y ahora están vivos. Y, lo que es más, se encuentran en un sitio lleno de tipos aterradores, de los que se pasaron toda la vida huyendo. —El mamut bajó su inmensa cabeza peluda para poder hablarle al oído—. Pero, cosa rarísima, aquí dentro nadie se los quiere comer. Se sienten a salvo.

Y de ahí deducen —dijo sonriéndole con la mirada— que esto debe de ser el cielo.

Tom recordó su conversación con Jos en el cobertizo del jardín. ¿Qué había dicho de la cavidad cerebral de la liebre polar? Estaba llena de páginas de la Biblia.

—¿Y es eso lo que también piensas tú? —preguntó inseguro.

—¿Yo? Bueno, la religión no ha sido nunca mi fuerte. Lo mío es el deporte. ¡Superarse, participar! Oh, sí. Pero como ha dicho el pájaro dodo, la extinción confiere cierta distinción. Uno es… una construcción, más bien, dado que, técnicamente, no ha estado nunca vivo. Pero, en cualquier caso —continuó—, comernos entre nosotros sería extremadamente incivilizado, ¿no crees? Es decir, esto ya no es la Edad de Piedra. Esto es el siglo XX, muchacho.

—El XXI, por si no lo sabías, querido —le corrigió el pájaro dodo.

—Eso mismo.

—¿Significa eso que a ninguno de vosotros le importa lo que vaya a pasar? ¿Y si el zafiro…?

—¡El zafiro! —interrumpió el lémur de cola anillada—. Oh, sí, el zafiro. Menuda cosa.

—No está aquí, Tom. Nunca lo ha estado —dijo categóricamente el pájaro dodo—. Y Dios sabe que lo han buscado todos.

—En los sitios más embarazosos, te lo aseguro —dijo el armadillo con sentimiento.

—Pero… ¿estáis seguros de que no está aquí? O sea, ¿cómo lo sabéis?

—Bueno, no lo ha encontrado nadie, por lo que no puede estar aquí, ¿no? —respondió el mono narigudo mientras se limpiaba las uñas—. Por lo general, la gente sabe dónde buscar esas cosas.

Tom no estaba seguro de eso.

—¿Se lo habéis preguntado alguna vez al tigre?

Tom se dio cuenta de que todos los animales enmudecían. Intuyó que acababa de hacer una pregunta espinosa.

—Bueno, de hecho no, ya que lo preguntas —susurró el gorila.

—¿Por qué no? —preguntó inocentemente Tom—. ¿No fue ese zafiro el precio que pusieron a su cabeza? —El incómodo silencio continuó y el gorila miró con desasosiego al suelo.

—El hecho es —susurró el pájaro dodo lanzando una mirada a lo alto de las escaleras—, el hecho es que el tigre no ha hablado nunca. Con ninguno de nosotros. Jamás.

—Mataba seres humanos, ¿comprendes? —susurró el mamut—. Mal asunto —añadió sacudiendo su inmensa cabeza—. No nos gusta hablar de ello.

—Entonces… ¿estáis diciendo que le tenéis miedo?

Tom miró a su alrededor y vio que así era, aunque ninguno quisiera admitirlo. Hasta el gran oso pardo le rehuyó la mirada.

—Se comió a más de cuatrocientas personas —silbó la anaconda—. Cuatrocientas…

Tom no lo entendía. Allí estaban reunidos los animales más peligrosos del mundo, entre los cuales, podrían haber matado a miles de personas. Y, no obstante, un único tigre los tenía aterrorizados. ¿Por qué? Y entonces se le ocurrió una idea. Si seguían en cierto modo vivos —y él eso ya lo había aceptado—, era increíble que aún no se hubieran matado entre sí. ¿Qué les impedía hacerlo? Lo que el mamut había dicho de los roedores quizá fuera cierto para todos ellos. Puede que todo el papel con que les habían rellenado la cabeza —artículos de periódico sobre agravios y desagravios, sermones, moralejas, páginas de la Biblia, lo que fuera— se lo hubiera impedido. Ahora ya no pensaban que estuviera bien matarse unos a otros. Y como no tenían hambre, no necesitaban hacerlo. Pero el tigre quizá fuera distinto. A lo mejor era enteramente animal, por fuera y también por dentro, y por eso no había hablado nunca: no sabía. Puede que el tigre fuera la única criatura de todo el museo que no tenía la cabeza rellena de periódicos Victorianos. No obstante, de ser así, también podía ser la única criatura del museo que sabía dónde se encontraba el zafiro. Y en ese momento, Tom supo instintivamente qué debía hacer. Debía averiguarlo. Volviéndose, comenzó a subir lentamente las escaleras.

—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? —musitó el pájaro dodo.

—¡Vuelve, Tom! —susurró el mono narigudo con preocupación—. No seas tonto.

Pero Tom no respondió. Delante de él vislumbró una difuminada silueta rayada donde sabía que debía de estar el tigre. El museo se había quedado mudo y Tom notó los ojos de los animales clavados en su espalda mientras subía las escaleras. Por fin llegó arriba, y allí, ante él, vio al inmenso animal, con su descolorido pelaje marrón, tendido cuan largo era como si estuviera tomando el sol en una roca. Dio un par de pasos y se detuvo bruscamente cuando vio que el tigre bajaba las orejas y movía la punta blanca del rabo. «Quieto ahí», parecía estar diciéndole. El gran felino volvió su enorme cabeza hacia él y lo miró con sus ojos inyectados en sangre: medio aburrido, medio curioso. No había en su actitud el menor atisbo de cordialidad.

—Perdone… esto… señor —se oyó decir con un hilillo de voz—. ¿No sabrá usted… esto… por casualidad… dónde está el zafiro?

No obtuvo respuesta. El gran tigre asesino lo observó con curiosidad, como si lo reconociera, pero no dijo nada. En el museo reinaba un incómodo silencio. Ni un solo animal se movía. Tom escrutó la oscuridad y vio que aquellos ojos llameantes ya no estaban clavados en él. Observaban algo que correteaba por el suelo. Un pequeño escarabajo negro. Con indolencia, el tigre alargó una garra y la colocó sobre la diminuta criatura. Al cabo de un momento la alzó y el escarabajo se levantó y siguió su camino. El tigre esperó. Luego repitió el juego.

—Admiro al humilde escarabajo —gruñó, viendo cómo volvía a levantarse el animalillo negro, sin modificar nunca su curso—, un ejemplo para todos nosotros, ¿no crees?

Tom no dijo nada. Se estaba preguntando cuántos segundos de vida le quedaban al escarabajo. Abajo oyó atemorizados gritos sofocados.

—Habla —susurró una voz—. ¡Es un tigre parlante!

—¡Tú eres un oso hormiguero parlante!

—¡Tú eres un pangolín parlante!

—¡Chist! —dijo otra voz.

El tigre hizo caso omiso de los murmullos y volvió a mirar a Tom.

—Un escarabajo no le teme a nada, ni a nadie —dijo—. Ni siquiera a mí.

De pronto bajó violentamente la pata, aplastando al escarabajo. Luego, el gran felino se levantó y se desperezó con indolencia, antes de bajarse del estrado y ponerse a andar por la sala. Al llegar al final, se volvió para inspeccionar el museo al completo.

—Hummm —gruñó—. Justo lo que sospechaba.

El silencio era absoluto. El tigre escrutó a los animales con sus ojos llameantes. Todos estaban esperando alguna cosa, pero no sabían muy bien qué.

—Nada salvo un montón de animales ridículos —dijo altivamente el tigre—. Tan civilizados y tan completamente inútiles.

Y pensar que podría haberme comido a cualquiera de vosotros.

Sus ojos se detuvieron en el inmenso mamut peludo, que apartó nerviosamente la vista de él.

—Sobre todo a ti.

El mamut tragó saliva.

—Un día puede que lo haga.

—Dios mío —susurró el mono narigudo—. Es una tigresa parlante.

—Exactamente —gruñó el felino—. Soy hembra. Y qué típico de vosotros suponer que, porque soy superior en todos los aspectos, debo ser macho. No lo soy. Aunque podéis llamarme «jefe», si queréis. Me gusta bastante. —La tigresa se rió entre dientes y un murmullo de voces asustadas recorrió todo el museo.

—A lo mejor es una de esas sufragistas…

—Una anarquista, más bien.

—Querrá tener derecho a voto…

—La sociedad se desmoronará…

—Habrá una revolución…

—¡Señora! —gritó una voz aguda—. ¡Señora!

Un puercoespín corrió al centro de la sala.

—Debo disentir. Usted no se me habría podido comer nunca.

Se hizo un silencio sepulcral. La tigresa miró con curiosidad al animal blanco y negro.

—¿Y se puede saber qué eres tú?

El puercoespín sacudió violentamente las púas.

—Eso mismo. Tú solo eres púas y aire. Nada más. ¿Por qué iba a querer yo comerme una púa?

—Es una pregunta que también me hice yo —respondió audazmente el puercoespín— la vez en que me atacó.

La tigresa entornó los ojos; no estaba segura de si acababan de insultarla o no. Alzando perezosamente una pata, se rascó el hocico, como si estuviera intentando recordar algo.

—Ten cuidado, puercoespín —dijo en tono amenazador—. A veces pasan cosas. Incluso aquí, en la «sociedad civilizada». —Levantó los negros belfos, enseñando sus enormes colmillos que brillaban como dagas en la oscuridad—. ¡Grrr!

El puercoespín chilló y corrió a refugiarse en su vitrina, mientras la sala se llenaba de gritos sofocados. La tigresa sonrió entre dientes. Luego se volvió y miró malhumoradamente a Tom, que seguía de pie junto a las escaleras.

—Me has preguntado por un zafiro —dijo en tono desdeñoso—. Esa sí que es una vieja historia. No obstante, creo que esa especie de pollo de ahí abajo podría tener razón. No está aquí y, quién sabe, puede que hasta el fisgón de don Gervase Askary se dé cuenta. Yo tengo una teoría, pero… —Se volvió para dirigirse a todo el museo, como si todos fueran sus súbditos y ella fuera su reina—, ¿por qué motivo debería compartirla con vosotros? Creo que os vais a enterar todos bien pronto.

Sus ojos llameantes se detuvieron en Tom y él notó que se le ponía la carne de gallina.

—Sobre todo tú, Tom «Scatterhorn» —resopló, como escupiendo la palabra.

Instintivamente, Tom dio un paso atrás en busca del pasamanos. ¿Iba a atacarlo? No podía. No allí. Aunque tal vez lo hiciera. La tigresa se acercó indolentemente a él. Aquel animal hablaba, pero Tom presentía que era imprevisible; era real. Podía hacer cualquier cosa. La tigresa siguió acercándose, como un gato acechando a un ratón.

—A ver cuánto aguantas, crío…

Súbitamente, Tom dio media vuelta y corrió escaleras abajo.

—Hummm.

La tigresa pareció más interesada y miró la sala principal con curiosidad. El resto de los animales se habían retirado a sus vitrinas y Tom estaba completamente solo; solo con aquella tigresa asesina. Miró a su izquierda y vio la portezuela del armario situado bajo las escaleras. ¿Cuánto podía llevarle llegar hasta él? ¿Tres segundos? ¿Dos segundos? Para entonces, ya la tendría encima. Alzando la vista, vio su larga silueta marrón bajando por las escaleras hacia él. Le pareció que el corazón iba a salírsele del pecho mientras refrenaba su impulso de echar a correr. «No te dejes dominar por el pánico… no te muevas… eso es lo que ella quiere que hagas… es un juego».

Pero ya era demasiado tarde. La tigresa había percibido su miedo. Se quedó parada en las escaleras, con las orejas levantadas y la musculatura tensa, alerta. Ya no era ninguna extraña antigualla parlante. Ahora era un felino asesino que había salido de caza. Y Tom era su presa. Podía matarlo si quería. Tom lo sabía. Pero también sabía que no podía luchar contra su instinto, que era esconderse, esconderse en algún lugar al que ella no pudiera seguirlo jamás.

De pronto echó a correr. En cinco pasos, alcanzó la portezuela del armario y la abrió, justo cuando unas garras de acero arañaban las losas del suelo y un destello marrón surcaba el aire a sus espaldas. ¡La tigresa había fallado! Pero por muy poco; el ratón estaba a salvo. Entonces, una gran garra marrón abrió la puerta de un empujón y la tigresa metió su enorme cabeza por el hueco.

—Ajá —dijo despacio—. Así que este es tu escondrijo.

La tigresa emitió un gruñido tan grave que Tom tuvo la sensación de que lo atravesaba. Intentó respirar, pero no pudo. Jamás en su vida había estado tan aterrorizado. Sin pensar en las consecuencias, corrió hasta la cesta de mimbre y se metió dentro. Estaba exactamente como él la había dejado y, excavando en los trapos, comenzó a retorcerse frenéticamente en un intento de enterrarse en ellos. La última vez que estuvo allí había desaparecido por casualidad. Esta vez era cuestión de vida o muerte.

—Dejadme entrar, por favor, dejadme entrar —gritó, y entonces la notó, una pequeña abertura entre los trapos que tenía debajo. Se estaba ensanchando. Se retorció, excavando como un topo, y antes de darse cuenta, ya estaba cayendo de cabeza por un agujero, precipitándose al vacío.

No intentó frenar la caída. Relajó el cuerpo y esperó, hasta que, por fin, una plumosa blandura lo envolvió como una manta al tocar el suelo. Luego, cuando los ojos se le hubieron acostumbrado a la oscuridad, vio las siluetas grises de jinetes cabalgando hacia una duna lejana. Lo había conseguido. Se quedó completamente inmóvil durante un momento, respirando hondo e intentando serenar su corazón desbocado. Todo iba bien. Había regresado. Regresado en el tiempo, al otro lugar, dentro de Catcher Hall, hacía un siglo. Y estaba a salvo, de momento. Eso le bastaba.