No obstante, por alguna razón, la promesa que Tom se había hecho no prosperó. Transcurrió una semana y él seguía sin contar a tío Jos su aventura en el otro lugar. Por algún motivo, le parecía demasiado absurdo preguntarle por un agujero temporal que conducía del armario situado bajo las escaleras hasta el Dragonport de hacía un siglo. Ni él mismo lo tenía claro. ¿Lo había imaginado? Ya no estaba seguro. Se había pasado dos días enteros buscando algún rastro de un sótano o una trampilla que condujera bajo tierra y no había encontrado nada. Había inspeccionado el mamut, el pájaro dodo y el resto de los animales que le habían hablado aquella noche, buscando algún rastro de cables eléctricos o engranajes semiocultos entre sus descoloridos pelajes, pero tampoco había encontrado nada. Todos parecían justo lo que eran: animales disecados que necesitaban restaurarse de forma urgente.
Cuando no había estado buscando sótanos o cables, Tom se había pasado muchas horas mirando la maqueta de la ciudad nevada, absorto en sus detalles. ¿Cómo era posible que hubiera estado allí? Aquellas cosas solo ocurrían en los cuentos de hadas, no en la vida real. Y, además, estaba la cuestión que más le preocupaba: don Gervase y Lotus. Él los había visto.
El único lugar al que Tom no había regresado era el armario situado bajo las escaleras. Por alguna razón, no quería volver a mirar en el interior de aquella cesta de mimbre. Solo quería que todo fuera normal.
Y, en cierto modo, todo era normal. Casi demasiado normal. Todas las mañanas, Jos abría las puertas del museo y Melba se sentaba detrás de la caja registradora envuelta en una manta, esperando el enjambre de visitantes que nunca llegaba. A la hora de comer, la única persona que había venido era el cartero, con sus montones de facturas, y casi siempre también parecía haber algún pálido inspector del gobierno merodeando por el vestíbulo. Tom no sabía de dónde venían aquellos individuos, probablemente de algún ministerio enorme y gris, porque todos eran hombres macilentos y mujeres jóvenes con pálidas gabardinas de piel y enormes carpetas repletas de absurdos cuestionarios acerca de todo, desde el tamaño de los picaportes hasta el estado de los peces disecados. La única cosa singular de aquellos visitantes extrañamente suspicaces era que parecían más que dispuestos a tragarse cualquier respuesta que Melba decidiera darles.
—¿Dice usted que lavan los animales disecados?
Una mujer joven y delgada miró a Melba a través de sus gruesas gafas verdes. Prendido de la solapa llevaba un gran distintivo proclamando que pertenecía al «Equipo Nacional de Inspección de Museos».
—Necesitamos saberlo, ¿sabe?
—Solo los… jueves.
—Solo los… jueves —repitió ella—. ¿Con qué?
Melba, que estaba leyendo el manual de instrucciones de la caldera, alzó la vista y vio a aquella insistente joven garabateando enérgicamente en su cuestionario.
—Bueno, depende. Preferimos utilizar el jabón de lavanda para los pájaros, la trementina para los antílopes y las gacelas, y para los osos hormigueros y los pangolines jabón de nuez.
—Lavanda… trementina… nu… ez. —La joven frunció el entrecejo, anotando cada palabra como si contuviera algún significado oculto. Melba contuvo una sonrisita.
—¿Y cómo ha dicho que limpian el suelo?
—Esto… Eso lo hacen las chicas.
—Lo siento, necesito detalles. ¿Las chicas?
—Germaine y Gertrude. Son puercoespines, las dos. Atadas a los pies son fabulosas para fregar el suelo. Nos deslizamos con ellas puestas por todo el museo. Ahora me ve… ¡zum! —Melba extendió el brazo como si estuviera resbalando por todo el vestíbulo—. Y ahora ya no.
—Puercoespines… atados… a… los… pies… cepillos… —repitió lentamente la joven, rellenando el impreso.
—¿Le ha quedado claro?
Aquellos pequeños interrogatorios sucedían con tanta regularidad que Melba apenas se inmutaba y solo duraban el tiempo que el inspector tardaba en rellenar todas las casillas de su impreso, antes de mirar suspicazmente la oscura sala del museo y marcharse a toda prisa. La locura de Melba podía ser muy convincente.
Solamente unas pocas familias de audaces turistas, atraídas al Museo Scatterhorn por alguna guía de viajes poco fiable cuyas páginas estaban ya amarilleando, se atrevían a pasar del vestíbulo.
—¡Oh, caramba, mamá, mira! —gritaban los pequeños, viendo el mamut en un rincón y haciéndole una fotografía—. ¡Es genial!
No obstante, cuando veían el resto de las raídas criaturas acechando en la oscuridad, los padres agarraban un poco más fuerte la mano de sus hijos.
—Mamá —preguntaban los más pequeños—, ¿por qué nos están mirando todos esos animales?
—No seas tonto, cariño. Menudas bobadas dices —respondían las madres, no sin mirar nerviosamente las polvorientas vitrinas y a sus raídos habitantes (todo colmillos, ojos y garras), hasta que de pronto sacaban rápidamente a sus queridos hijos del museo, marchándose con la expresión preocupada de quien acaba de visitar otro planeta.
La única persona decidida a disfrutarlo era Goteras Logan, el fontanero.
—No va usted a cobrarme nada, señora Scatterhorn —decía al pasar por delante de Melba—. Me deben tanto dinero que creo que voy a venir siempre que me apetezca. Todos los días, si quiero, aunque esto esté húmedo y oscuro y sea francamente desagradable. Estoy en mi derecho.
Goteras visitaba deprisa la sala principal, clavándole a veces el dedo al lobo o tamborileando con los dedos sobre la nariz del esturión antes de volver a salir, satisfecho de haber dejado las cosas claras. Pero una visita diaria acabó siendo demasiado, incluso para Goteras. El jueves, ya se lamentaba de que «solo a un sapo podría gustarle aquel ambiente tan húmedo» y de que «aquel ambiente enrarecido lo estaba poniendo enfermo».
—Pues entonces no vuelva —dijo Melba estornudando ruidosamente.
—No crea que va a librarse de mí tan fácilmente, señora Scatterhorn —respondió él.
Ese viernes, Goteras estaba pasando por delante del gorila cuando notó claramente una patada en el trasero.
—¡Ay! ¿Qué demonios…?
Al volverse, vio que el gorila estaba completamente inmóvil. Pero podría jurar que el oso hormiguero se estaba riendo con disimulo. Y el puercoespín. Y también el mono narigudo.
—¡Muy bien! ¡Se acabó! —afirmó, y salió rápidamente del museo quejándose de que «un duende muy agresivo» la había tomado con él. Goteras Logan ya no volvió más.
Por su parte, a tío Jos no parecía importarle que nadie visitara el museo. El robo lo había activado y se pasaba gran parte del día haciendo bricolaje en sus mal iluminadas salas, arreglando esto y lo otro, pero hasta Tom veía que estaba perdiendo la batalla. Aquel lugar era como un viejo buque de guerra que se había mantenido a flote tras muchas escaramuzas en alta mar pero que ahora estaba comenzando finalmente a hundirse.
—El lema de mi padre era: «La paciencia es la madre de la ciencia» —refunfuñó mientras se peleaba con una tubería de hierro en lo alto de las escaleras—. Ahora bien, cuando tu padre dice eso, tú tienes un problema —añadió apesadumbrado—, porque, para cuando él saca las herramientas y tú te pones a trabajar, lo más probable es que la situación ya no tenga remedio.
Pese a todas sus «reparaciones de mantenimiento», como le gustaba llamarlas, Jos parecía obviar deliberadamente el agujero del tejado, así como los cristales rotos de las vitrinas. De hecho, rara vez mencionaba el robo.
—¿Se sabe algo de la policía? —preguntaba Tom todas las mañanas después del desayuno—. ¿Han cogido ya a alguien?
—No se sabe nada —murmuraba Jos sin dejar de leer el periódico—. Nada de nada.
—¿Ni siquiera tienen sospechosos?
—No tienen ninguna pista. Ningún sospechoso. Nadie.
Después de lo cual Jos cambiaba rápidamente de tema. Tom no alcanzaba a entenderlo: era como si su tío se hubiera olvidado por completo de que les habían robado. Eso, o bien estaba intentando fingir, de un modo muy convincente, que le daba igual.
Así pues, Tom decidió cambiar de táctica una mañana. Tío Jos acababa de eludir su pregunta diaria e iba a enfrascarse en la página de deportes del Dragonport Mercury.
—¿Tío Jos?
-¿Sí?
—¿Sabías que en Catcher Hall hay una cuerda floja?
—¿Ah sí?
—Colocada a unos dos metros del suelo. Vi a Lotus haciendo laterales en ella la semana pasada.
—Eso está bien —murmuró Melba, enfrascada en su labor de punto—. Me encantaba hacer laterales cuando era pequeña.
—Pero esto es en el aire. ¿No os parece un poco… raro?
Tío Jos se rascó la cabeza.
—No, la verdad —murmuró volviendo la página del periódico. Tom se notó al borde de la exasperación. Volvió a intentarlo.
—Pero… pero ¿no creéis que, si Lotus es gimnasta y puede hacer cosas increíbles en una cuerda floja, bueno… me refiero a que no os parece una enorme coincidencia?
Tom no estaba seguro de cómo podía decírselo con más claridad. Melba parecía no haberlo oído, pero Jos se quedó mirándolo con la cabeza ladeada. Era imposible que no advirtiera su expresión contrariada.
—Creo que tú y yo, Tom, necesitamos urgentemente un cambio de aires —dijo por fin—. Melba, ¿dónde está la llave de Ratoncito?
—¿Ratoncito? —repitió Melba—. Dentro, si no me equivoco —respondió, mirando a Jos por encima de sus gafas para la vista cansada—. Gracias a Dios que vas a llevártelo a hacer algo más estimulante, para variar. Debo de haberme pasado años viéndote arreglar cosas y puedo decir que no tiene nada de divertido.
—Tienes razón —admitió Jos sonriendo a Tom—. Por eso, chaval, tú y yo vamos a tener una pequeña charla esta mañana. Y lo que es más importante, vamos a ver si podemos pescar unos cuantos peces.
—Es magnífico, ¿verdad? —rugió Jos entre el estruendo del diminuto motor fueraborda. Estaban en una pequeña lancha de plástico, dirigiéndose velozmente hacia un barco atracado casi en el centro del río. En la niebla gris, a Tom le pareció un viejo barco de pesca de una fotografía en blanco y negro, pero, conforme se acercaron, vio que tenía los costados bajos y redondeados y era tubular en el centro: bastante parecido a un ratón. Y, curiosamente, estaba pintado de un vivo color rosa.
—Está varado la mayor parte del tiempo, por supuesto —gritó tío Jos—. Es ideal para todos los riachuelos que hay por aquí, porque tiene muy poco calado.
Tom asintió con la cabeza, pero no tenía la menor idea de a qué se refería tío Jos.
—Significa que puede navegar en aguas muy poco profundas —le aclaró alegremente su tío, apagando el motor y agarrándose a la barandilla del barco cuando se colocaron junto a él—. Muy apropiado para estas aguas. Antiguamente tuvo mucho éxito entre los pescadores. A los contrabandistas también les gustaba. —Le guiñó el ojo con complicidad—. Aún les gusta.
Amarró rápidamente la lancha a la barandilla del barco, subió a bordo y tendió la mano a Tom para ayudarlo.
—Dios mío, qué desastre —exclamó mirando la sucia cubierta salpicada de guano de gaviota—. Pensaba que tu misión era disuadirlas —dijo dirigiéndose a un gran búho de plástico atado al mástil—. Tontaina.
Soltando una risita, desató el búho y bajó a buscar un cepillo. Veinte minutos después, la cubierta de Ratoncito estaba limpia y su motor de gasóleo ronroneaba felizmente mientras se dirigían al estuario gris.
Tom no pudo evitar darse cuenta de que, nada más subir a Ratoncito, Jos parecía haber rejuvenecido diez años. Se movía con un brío desconocido mientras le gritaba órdenes navales y luego se las traducía.
—Coge el timón y dirígete hacia esa zona de aguas más oscuras de allí. —Le señaló un punto casi en el mismo centro del río—. Allí es donde los encontraremos. Si tienes que cambiar de rumbo, imagínate que es como dar marcha atrás con un coche. Para ir a la izquierda, gira a la derecha. Para ir a la derecha, gira a la izquierda. Hazlo todo al revés, ¿de acuerdo? Voy a ver si encuentro las cañas. —-Justo después, desapareció bajo cubierta.
Tom cogió el timón y lo sostuvo con firmeza, y pudo notar el fuerte ronroneo del motor bajo sus pies. ¿Cómo conducir marcha atrás? Él no había conducido nunca marcha atrás. Pensándolo bien, apenas le habían dejado sentarse al volante de la furgoneta. Y, desde luego, no la había conducido nunca.
Ratoncito parecía bastante feliz de seguir avanzando en la misma dirección, pero Tom enseguida se dio cuenta de que iba a tener que girar. Ir a la izquierda para girar a la derecha. Vale. Movió lentamente el timón y aguardó. Al principio, no ocurrió nada, como si Ratoncito estuviera reflexionando sobre lo que él le había pedido que hiciera. Luego, muy despacio, el bauprés comenzó a cambiar de rumbo. ¡Daba resultado! Tom sonrió, pero pronto advirtió que seguía girando. Tiró del timón hacia sí pero no sucedió nada. El barco seguía virando. «Está bien —pensó—. Demos una vuelta completa. Jos no se dará cuenta». Tom mantuvo el timón fijo y Ratoncito trazó lentamente un amplio círculo en mitad del río.
—Ajá —dijo Jos tras reaparecer en cubierta con una caña en cada mano, al ver cómo giraba lentamente el horizonte—. Cogiéndole el tranquillo, ¿eh? —dijo sonriéndole picaramente.
—Más o menos.
—Bien. —-Jos se acercó a él—. Ahora, apagaré el motor y dejaré que la corriente nos arrastre.
En la media hora siguiente, Jos enseñó a Tom los puntos básicos de pescar con cebo artificial: cómo atar los anzuelos y cómo lanzar la caña lo más lejos posible utilizando el plomo. No costaba tanto como parecía, y de hecho era muy divertido.
—Eso está mejor —dijo Jos con aprobación—. ¿Ves?, no hace falta tener mucha técnica. Esto no es ninguna batalla de ingenio con ningún astuto salmón. Solo esperamos que algún besugo hambriento se crea que tu cebo es su comida.
Tom volvió a lanzar la caña y la recogió despacio, pero vio que los cebos plateados rebotaban vacíos en la superficie del agua. Por alguna razón, se había imaginado que pescaría un pez de inmediato.
—¿Nada? —preguntó Jos—. Inténtalo otra vez, chaval. —Volvió a lanzar la caña—. Pescar tiene eso. Hay que ser paciente. Podríamos pasarnos el día entero aquí y no pescar nada de nada.
Después de pasarse otros veinte minutos lanzando y recogiendo la caña, Tom notó que su entusiasmo comenzaba a menguar. Estaba convencido de que debía de estar haciendo algo mal.
—¿Cómo se sabe si tienen hambre?
—Bueno, pueden no tenerla, claro está —respondió Jos. Sacudió la cabeza y miró las turbias aguas—. De hecho, puede que ni siquiera estén aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, los besugos comen peces pequeños. Arenques, alevines, ese tipo de cosas, y a las gaviotas también les encantan los peces pequeños. Así que, si ves una bandada de gaviotas metiéndose en el agua y saliendo con peces en el pico, lo más probable es que abajo haya un banco de besugos que también se los esté comiendo.
Tom contempló el estuario. El único pájaro que vio fue un cormorán volando a poca distancia del agua.
—Lo sé —dijo Jos mirándolo a los ojos—. No hay pájaros. Aun así, este es un buen sitio. El solo hecho de estar aquí ya es divertido. Si siempre tuviéramos la certeza de que íbamos a pescar algo, sería un aburrimiento, ¿no crees?
Tom no estaba totalmente seguro de eso. Volvió a lanzar la caña y observó los oleaginosos reflejos rosas que lamían el costado del barco. Quizá fuera hora de explicar a Jos todo lo que le había ocurrido. Quizá, lejos del museo, no parecería una locura. Se volvió hacia su tío, que contemplaba el débil sol de invierno intentando abrirse paso entre la bruma baja.
—Una vez pesqué aquí un viejo farolillo —dijo con aire distraído— y una herradura. Dos cosas bien raras para encontrarlas en mitad de un río, ¿no crees?
Tom no respondió. Percibiendo su frustración, Jos dejó la caña y sacó un viejo paquete de caramelos de café.
—Ten —dijo dándoselos—. Tengo comprobado que te quitan el aburrimiento.
Del otro bolsillo, sacó una pipa y una lata de tabaco envuelta en una bolsa de plástico. Tom lo observó mientras cargaba expertamente la pipa con un dedo.
—Melba cree que lo he dejado —dijo con los ojos brillándole bajo sus pobladas cejas—. Así que vas a tener que guardarme el secreto. ¿Me lo prometes?
Tom asintió con la cabeza, masticando el duro caramelo rancio.
—Buen chico —dijo Jos poniendo la mano ahuecada delante de la pipa para encenderla—, porque… —Dio unas cuantas caladas y se puso a toser tan violentamente que los hombros se le agitaron. Tom se preguntó si fumar en pipa merecía realmente la pena, pero al final Jos se repuso y se enjugó los ojos con un pañuelo.
—No empieces nunca a fumar en pipa, Tom —dijo resollando—. Es una costumbre antisocial en el mejor de los casos, pero lo peor es que arruina la conversación. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Viendo que vas a guardarme el secreto, voy a contarte otro mayor. —Jos dio otra calada a la pipa y se quedó mirando el agua blanquecina—. Sé que llevas un tiempo queriéndome hacer ciertas preguntas. Pues bien, yo puedo darte la respuesta.
—¿Puedes?
Jos asintió con la cabeza.
—Sí.
A Tom le dio un vuelco el corazón. Quizá había alguien más que conocía su secreto. Jos quizá sabía lo de los animales y ya había viajado en el tiempo a través de la cesta de mimbre… Su tío se acercó a él con complicidad.
—Sé lo que estaba buscando el ladrón.
—Ah. —Tom intentó no parecer decepcionado—. ¿De veras?
—Sí. De veras. Antes solían robarnos cada diez años. Ahora lo hacen cada cinco. Pensándolo bien, tuvimos un ladrón el año pasado. En cualquier caso, siempre es lo mismo.
Tom notó que volvía a avivársele la curiosidad. Aquello era francamente extraño.
—Pero ¿por qué no vas a la policía?
—¿Por qué, Tom? Pues voy a decirte por qué. Porque si les dijera lo que creo, lo más probable es que me encerraran en un manicomio durante el resto de mi vida. Así que no se lo he dicho nunca ni… —Y añadió con vehemencia—. Tampoco lo hizo mi padre. Todo tiene que ver…
Jos se quedó callado y volvió a encender la pipa. A aquellas alturas, Tom ya sabía que esa era su forma de contar las cosas. Le gustaba hacer una pausa en el momento crucial, solo para asegurarse de que todos le escuchaban.
—Todo tiene que ver —repitió, volviendo a dar otra enérgica calada y entornando tanto los ojos que parecieron dos pequeñas ranuras— con un zafiro. El zafiro en bruto más grande que se conoce.
Tom se rió entre dientes sin poder evitarlo.
—¿Lo ves? Te estás riendo —dijo Jos sonriéndole abiertamente—. ¿Entiendes ahora por qué no se lo he dicho a la policía?
—¿Un zafiro? —se rió Tom.
Jos enarcó las cejas, disfrutando claramente de cada minuto de suspense. Tom sonrió y negó con la cabeza, sin saber si debía o no creerlo.
—Está bien —dijo despacio—. Venga, cuéntamelo.
—¿Sabes el gran tigre de Bengala que hay al final de las escaleras?
Tom asintió con la cabeza.
—Bueno, hace muchos años habían puesto un alto precio a su cabeza. Cuando estaba vivo, mataba seres humanos. Había matado a más de cuatrocientas personas, incluyendo a la hija del marajá de Champawander. El marajá estaba tan afligido por la muerte de su hija que ofreció su mayor zafiro como recompensa a quien matara aquella bestia. Como era de esperar, aquel gran premio atrajo a todos los grandes cazadores de la época. El capitán Ernest Eagleburger, Boniface Quixote… —Jos sacó una espesa nube de humo por la boca—, incluso el legendario Kalus von Grit… Ninguno de ellos pudo rastrearlo. El tigre era listo, ¿sabes?, y vivía en una zona remota del país, una tupida selva surcada por numerosos barrancos.
—Entonces, ¿cómo…?
—¿Cómo llegó al museo? —interrumpió Jos—. Bueno, Tom, no vas a llevarte ningún premio por adivinar que sir Henry Scatterhorn fue uno de esos cazadores. Viajó a la India con August Catcher y una hermosa joven aventurera llamada Mina Quilt. Naturalmente, quería el tigre para su museo, pero hubo un gran problema. —Jos se acercó más a Tom y bajó la voz, como si no quisiera que nadie lo oyera—. Según cuenta la leyenda, y, Tom, recuerda que esto no es más que una leyenda, no hubo nadie capaz de explicar qué pasó realmente. —Jos volvió a aclararse la garganta—. Según cuenta la leyenda, el tigre estaba poseído por un espíritu maligno. Los nativos lo llamaban shaitan —dijo Jos enarcando una ceja para crear más expectación.
—¿Shaitan?
—Significa «demonio disfrazado de tigre». Un monstruo que echa fuego por la boca y todo eso. Las balas rebotaban en su piel, ¿sabes?, y nadie podía matarlo. Cuando aquel shaitan supo que ellos querían cazarlo, se acercó una noche al lugar donde estaban acampados en la selva. Captando primero el rastro de Mina, se introdujo en la tienda donde dormía. Mina consiguió chillar una vez, pero… —Jos dio otra calada a su pipa— aquel fue su último suspiro. Su grito despertó a August, que, al salir de su tienda, vio al shaitan alejándose con el cuerpo de Mina. Cogiendo una tea encendida, lo desafió, pero aquel tigre enorme, que no le tenía miedo a nada, recuerda, soltó a Mina como si fuera una patata caliente y se abalanzó sobre él. Se tragó la tea encendida entera y lo derribó. August perdió el conocimiento, y el tigre estaba a punto de romperle el pescuezo también a él cuando apareció sir Henry y lo desafió. El shaitan avanzó hacia él. Los dos se pusieron a andar en círculos, despacio, buscando el momento de atacar —-Jos gruñía como un felino, bajando la cabeza como un boxeador—, cuando, de pronto, el tigre dio un salto y —-Jos extendió el brazo por delante de él— sir Henry se defendió con su daga de plata, ¡clavándosela en el corazón! Muerto. Fiambre. Pero…
Jos dio una larga calada a su pipa y se dio cuenta de que se le había apagado.
—No antes de lanzar una terrible maldición.
—¿Qué quieres decir?
—El shaitan maldijo el zafiro, la recompensa por su muerte.
Jos se calló para volver a cargar la pipa y Tom se preguntó si algo de lo que acababa de oír era cierto.
—Y… ¿qué relación tiene esto con los robos?
—El zafiro —susurró tío Jos con impaciencia—. Sir Henry no era supersticioso, pero descubrió que no podía hacer nada con aquel maldito pedrusco; no pudo venderlo y ni siquiera pudo tallarlo. Traía mala suerte, ¿comprendes? Estaba maldito. Por eso… —y aquí Jos hizo otra de sus teatrales y largas pausas—, hay quienes piensan que lo escondió.
—¿Dónde? —preguntó Tom.
—En el museo. Dentro de uno de los animales disecados. ¿Qué otra razón se te puede ocurrir para que un ladrón se tome tantas molestias para robar una vieja cucaburra apolillada?
Tom tuvo que admitir que aquello parecía plausible. ¿Era eso tras lo cual andaba don Gervase? Alzó la vista y, por primera vez, vio que tío Jos tenía la mirada risueña.
—¿Lo has buscado?
—Hace mucho tiempo —dijo Jos irguiéndose—, cuando tenía más o menos tu edad. Cogía un pequeño destornillador y me ponía a buscarlo. Me pasé unos diez años buscándolo a ratos, y lo que encontré… —Jos bajó la voz hasta casi susurrar— fue… nada. ¡Nada de nada! —Empezó a agitar los hombros. ¡Es una leyenda, Tom! La maldición del shaitan. Pero es una buena historia, y muchas personas cuerdas la creyeron. Incluyendo a mi padre, ¡precisamente! Malgastó años buscando aquel maldito zafiro, y ¿qué encontró?— Jos se calló para dar otra calada a su pipa, que se le había vuelto a apagar. —Lo cierto es, Tom, que no tengo ni idea de por qué entran a robar en el museo. Pero dudo mucho que sean nuestros amigos de Catcher Hall. Ellos saben que aquí no hay nada. Quizá, y es una idea muy radical —Jos entornó tanto los ojos que parecieron dos balines—, quizá se trate únicamente de un puñado de ladrones de la vieja escuela que roban viejos animales disecados para sacarse algo. Y, de ser así, mejor para ellos. Yo no puedo impedirlo. —Dio a Tom una fuerte palmada en la rodilla—. Pero sería una historia genial de ser cierta. ¿No crees?
Tom se quedó mirando el agua gris mientras pensaba. Sería una historia genial, desde luego. Pero ¿acaso podía explicar todo lo que había sucedido hasta el momento?