7 El otro lugar

Paf.

La caída fue bastante suave y no le pareció en absoluto una caída, porque, más que haber llegado a algún sitio, tenía la impresión de haber dejado de moverse. Cuando abrió los ojos, solo vio oscuridad. Quizá se hubiera caído por el hueco de algún ascensor subterráneo en desuso. Quizá estuviera muerto. No. Un momento…

Cuando sus ojos se habituaron a la luz, vio siluetas de jinetes a lo lejos, cabalgando hacia una duna de arena. ¿Qué era aquel lugar? Un desierto… de noche… cómo… Alzó la mano para frotarse los ojos y, justo delante de su cara, rozó algo que le resultó familiar. Papel. A su alrededor, vio más caballos galopando hacia más dunas de arena. Eran todos idénticos. Se trataba de un dibujo. Papel pintado. Empujando la superficie que tenía encima, notó que cedía y se abría hacia fuera. El papel forraba la tapa de un baúl y él estaba tendido en su interior.

Incorporándose, descubrió que se encontraba en un cuartito cuadrado con las paredes revestidas de madera. Era como estar dentro de una nuez. Mirando hacia el techo, casi esperó ver el agujero por el que había caído, pero la madera estaba intacta. Tom se dijo que aquello debía de ser algún sótano situado debajo del museo, del que Jos no le había hablado. ¿Cómo había llegado hasta allí? «No te preocupes por eso, Tom —se dijo—. Piensa en cómo vas a salir de aquí». Bueno, aquello era fácil. En un rincón había una portezuela de madera.

Una vez fuera del baúl, fue hasta la puerta y aguzó el oído. No oyó nada, por lo que giró cautelosamente el picaporte. La puerta crujió de un modo alarmante, pero, en vez de dar a una oscura escalera que lo conduciría de regreso al museo, se abrió a un largo pasillo. Al final había una ventanilla por la que se colaba la luz de la luna, y Tom vio formas blancas moviéndose detrás. ¿Eran copos de nieve? No parecía probable. Si estaba debajo del museo, seguro que se encontraba bajo tierra. ¿Por qué no le había hablado nunca Jos de aquel lugar? El museo era un verdadero laberinto. A la policía jamás se le ocurriría buscar allá abajo.

Con cautela, salió del cuartito y fue de puntillas hasta la ventana. En vez de ver la calle por encima de él, se encontró contemplando un paisaje iluminado por la luna. Debajo de la ventana, había una terraza nevada que daba a un jardín francés salpicado de tejos y, al pie de la colina, Tom vio farolas y casitas, apiñadas en torno a un río plateado que serpenteaba hacia el mar. Aquello le resultó familiar, pero por un momento no supo ubicarlo; entonces lo reconoció. Era Dragonport, tenía que serlo. Reconocía las vistas de ayer. Allí estaba la ciudad, extendida a sus pies, y el río era idéntico. Y si estaba viendo aquel jardín, aquello debía de ser… ¿era posible?… ¿Catcher Hall? Pero ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Se había caído por algún túnel subterráneo? ¿Y el baúl…?

De pronto oyó una fuerte vibración y se apartó de la ventana justo cuando un pequeño dirigible pasaba por delante del cristal en dirección al río. Debajo del globo había un motor que arrojaba humo negro y, detrás, un hombre sentado en una góndola, con gafas de piloto y envuelto en pieles. Le saludó alegremente. ¿Qué era aquello?

—¡Ahí está!

—¡Dios mío! ¡Estábamos empezando a pensar que te habías volatilizado!

Tom se dio rápidamente la vuelta y vio a dos personas en el pasillo sonriéndole. Una de ellas era una mujer rubicunda con un vestido largo y un delantal, que llevaba una bandeja con una tarta a medio comer. A su lado había un niño igual de rubicundo con un gorro y calzones.

—Te hemos estado buscando, Tom —dijo el niño—. Creíamos que ya te habías ido a la feria. —Tenía un acento extraño y la sonrisa fácil, y parecía conocerlo.

—N-n-n-no —farfulló Tom—. Yo…

—Entonces, ¿vas con el señor August? —dijo amablemente la mujer. También ella hablaba como si cantara, convirtiéndolo todo en una pregunta—. Porque acabo de verlo en su taller y sé que te está esperando.

—Sí… creo… creo que sí. Esto… —Tom se ruborizó. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Por qué iban vestidas de aquella forma tan extraña? ¿Y cómo sabían su nombre?

—Muy bien. Pues nos vemos allí —dijo el niño sonriendo—. Voy a ponerme los patines. —Sin dejar de reír, lo dejaron en el pasillo y siguieron su camino. Tom los vio alejarse, mudo de asombro. Estaba segurísimo de no haber visto nunca a ninguno de los dos. Quizá debiera regresar inmediatamente al baúl y hallar un modo de salir de allí. Pero algo lo detuvo: la mujer había dicho que August lo estaba esperando. ¿Podía tratarse de… August Catcher? Alzando la vista, miró la estrecha escalera que había al fondo del pasillo y vio una lucecita al final. ¿Era aquel el taller? Solo había un modo de averiguarlo.

Una vez arriba, se encontró en un pequeño descansillo que parecía estar bajo el tejado. Asomándose a una portezuela, vio una estrecha habitación alargada que llegaba hasta el otro extremo de la casa, donde había una enorme ventana redonda. Las paredes de ambos lados estaban ocupadas por estantes repletos de bandejas y botes que contenían líquidos de diversos colores. Y de animales: había maquetas de aves y mamíferos por doquier, algunos disecados, otros aún sin rellenar, pulcramente dispuestos en hileras en las mesas de trabajo. Al final del taller, había un hombre con un gorro y una pelliza negra, inclinado sobre una mesa cosiendo algo. Entonces alzó el objeto para examinarlo a la luz y Tom vio que era un lustroso martín pescador azul, con un pececito plateado en el pico. Tragó saliva. Aquel debía de ser August Catcher. «Pero eso no es posible —insistía su voz interior—. August Catcher está muerto. Vivió hace más de un siglo». Y acto seguido se dijo: «Tú haz como si nada. Actúa con normalidad. Todos los demás lo hacen».

En ese momento, August se dio la vuelta y Tom vio que en un ojo llevaba una especie de lente mecánica. Se la quitó y le sonrió.

—Ajá. Pero si es mi nuevo aprendiz Tom. Me estaba preguntando cuándo ibas a llegar. Bueno, ¿qué opinas? —dijo alegremente enseñándole el martín pescador. Tom se removió en su sitio y sonrió con nerviosismo—. El pez se ha pescado esta mañana.

Tom seguía sin atreverse a acercarse.

—Creo… esto… Creo que ha habido…

—¡Anda, ven, Tom! —August le hizo una seña para que se acercara—. Desde ahí es imposible que lo veas.

Tom respiró hondo y entró cautamente en el taller. Advirtió que estaba impregnado de una mezcolanza de olores, tanto empalagosos como nauseabundos, y que en todas partes olía a animal. Haciendo caso omiso de aquel olor tanto como pudo, se acercó a August y miró el pájaro. Ya lo había visto antes, en alguna parte del museo. Entonces recordó dónde: era el martín pescador posado en la esclusa del gran paisaje fluvial de la sala de las aves.

—¿Te gusta?

August alzó el martín pescador para que Tom lo viera y lo giró en sus manos.

—Creo que me ha quedado bastante bien, aunque sea yo quien lo diga.

Efectivamente, el martín pescador parecía casi vivo. August le había incluso ladeado un poco la cabeza, como si aún le costara sujetar en el pico al pez todavía vivo.

—Pero me cuesta muchísimo pensar en una ubicación —continuó—. Podemos ponerlo en un árbol en una vitrina para él solo, o puede ser un padre que vuelve al nido para alimentar a sus polluelos. ¿Qué opinas?

Tom se preguntó si debía revelar lo que ya sabía.

—Quizá —masculló—, quedaría bien… esto… ¿en un gran paisaje fluvial? —dijo intentando hablar con la mayor naturalidad posible—. Quizá… esto… posado en… ¿una esclusa? —August lo miró con desconcierto. Tenía las facciones aguileñas y unos ojos inquietos cuyas comisuras se volvían hacia arriba como si estuviera sonriendo de forma permanente.

—Vaya, Tom. Parece que me leas el pensamiento —respondió alegremente—. Creo que me inclino a coincidir contigo. —Dejó cuidadosamente el pájaro en la mesa. Luego dio un salto y cogió un paquete alargado del último estante—. Tenía ganas de enseñarte esto. —Sacándose una navajita del bolsillo, partió el papel en dos, y le mostró un largo estuche de cuero marrón—. Es un catalejo —dijo con entusiasmo abriendo el estuche por un extremo y sacando un esbelto catalejo de latón—. El más moderno que existe.

Tras colocárselo en un ojo, miró por la gran ventana redonda que tenía delante.

—Hay tantas cosas que podemos casi ver, pero no del todo —se quedó un momento callado, graduando el catalejo—, hasta ahora. ¡Mira! El paquete viene de Holanda. Oh, y los pasajeros también. Señora, ¡está usted a punto de perder el pañuelo! —Soltó una risita.

—Ten —dijo mientras se lo pasaba—. ¿Por qué no lo pruebas? Aumenta muchísimo la imagen.

Tom se llevó el catalejo al ojo. Aunque era de noche, el puerto rebosaba vida. A lo largo de todo muelle había capataces dando órdenes a los estibadores que descargaban el barco de vapor que acababa de atracar. Caballos de tiro aguardaban en parejas, sacando vaho por el hocico y con el lomo casi enteramente cubierto de nieve, mientras los hombres subían grandes barriles de madera a sus carretas. Más allá, un grupo de fornidos pescadores con grandes impermeables amarillos descargaban en el muelle su resbalosa captura plateada. Los peces coleteaban, separándose del montón, y los niños corrían a cogerlos, metiéndolos en cestas de mimbre que llevaban a la espalda. Tras todo aquel alboroto, Tom vislumbró la inmensa mole de un gran transbordador gris amarrado al final del puerto.

—¿Los ves? —preguntó August—. Turistas de invierno, en su mayoría. Han venido para la feria.

Tom observó a los pasajeros mientras bajaban uno a uno del barco, arrebujándose en sus ropas para protegerse del viento glacial. Siguió la procesión de mujeres gordas y hombres menudos que bajaban por la pasarela envueltos en toda clase de abrigos de pieles y bufandas, caminando por el muelle… De pronto le pareció que se le helaba el corazón.

—¿Qué pasa? —preguntó August, que dejó de mirar su martín pescador.

Tom no pudo responder. De hecho, apenas era capaz de respirar. Allí, justo detrás de un grupo de andrajosos niños apiñados en torno a un brasero, había un hombre muy alto con un abrigo negro de piel de foca y una pequeña bolsa de cuero. Estaba dando órdenes a un mozo, agitando los brazos de un modo tan violento que el muchacho estaba encogido de miedo, como un perro apaleado. Junto al hombre alto había una niña de cabello oscuro, envuelta en pieles blancas, que parecía una bailarina. Los dos estaban de espaldas a él, resguardándose del viento, pero Tom los reconoció instintivamente; reconocería esas siluetas en cualquier lugar. Eran don Gervase Askary y Lotus. Sin ningún género de dudas. Entonces, como si presintiera que lo estaban observando, don Gervase se volvió y miró en su dirección. Gracias al potente catalejo, era como si su enorme cabeza estuviera justo delante de Tom, mirándolo a los ojos. Tenía la piel enrojecida debido al frío y sus grandes ojos amarillos parecían aburridos. Tom se alejó de la ventana y se estremeció. ¿Qué estaban haciendo allí?

—Chico, te has puesto blanco como el papel. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? —August lo estaba mirando con cierta preocupación.

—Sí —farfulló él—. Solo, solo… tengo un poco de frío. Eso es todo.

—Sí, aquí arriba hace un frío de muerte. Y dicen que aún viene más frío. ¿Por qué no bajas a la cocina para calentarte un poco?

—Gracias. Creo que lo haré —dijo Tom, contento de tener una excusa para marcharse. Tenía tantas cosas en que pensar; diría que demasiadas.

—Bien —dijo August, que había regresado a su mesa y estaba otra vez concentrado en el martín pescador—. Me gusta mucho la idea del paisaje fluvial. Está claro que necesitamos algo enorme para la sala de las aves. Y veo a este sujeto posado en una esclusa.

—Bien —masculló Tom mientras pasaba entre los frascos de sustancias químicas de camino a la puerta.

Un minuto después, volvía a estar en el cuartito de madera. El baúl seguía en un rincón, justo como él lo había dejado. ¿Era aquella la vía para regresar al presente? Quizá. Tenía que averiguarlo. Tenía que regresar a su época. Debía contárselo todo a tío Jos nada más llegar y ver qué opinaba. Pero ¿y si no había forma de regresar? Apartó aquel desagradable pensamiento de su mente e intentó no darle más vueltas. La perspectiva lo aterraba demasiado. «Habrá una forma de volver. Tiene que haberla».

Tom alzó la pesada tapa y se metió en el baúl, no sin antes mirar a su alrededor. Como la cesta de mimbre, también estaba lleno de trapos viejos. ¿Qué debía hacer?, ¿cubrirse con ellos? Probablemente. No recordaba si al llegar estaba oculto o no bajo los trapos. Cerró suavemente la tapa, se tendió en la oscuridad y comenzó a retorcerse, metiéndose gradualmente bajo los trapos hasta estar totalmente sumergido en ellos. Ya estaba. Lo había hecho, ¿Y ahora qué? ¿Debía esperar a que sucediera alguna cosa? ¿O debía seguir enterrándose bajo los trapos y confiar en que, de algún modo, volvería a caerse por el fondo como había hecho antes? Debía ser lo mismo para ir que para venir, ¿no?

Estaba empezando a enterrarse más hondo cuando se le ocurrió otra cosa. ¿Y si lograba regresar pero el tiempo no hubiera avanzado en absoluto? ¿Qué estaba sucediendo en el momento en que se había ido? El oficial Moon había abierto la cesta de mimbre. Quizá estuviera buscándolo dentro…

Pero antes de poder asimilar siquiera aquella idea aterradora, el fondo del baúl cedió y Tom se precipitó al vacío. Momentos después, notó que caía a menor velocidad y que comenzaban a envolverlo los trapos, cubriéndolo por completo y amortiguándole la caída. Cuando dejó de caer, se quedó inmóvil, respirando con dificultad. ¿Había regresado ya?

Por encima de él, oyó una tapa que se cerraba con mucha rapidez.

—Aquí no hay nada, señor —dijo una voz muy aguda—. Nada de nada.

Luego, la puerta del armario se cerró.

Muy lentamente, Tom sacó la cabeza de entre los trapos y miró arriba. Volvía a estar dentro de la cesta de mimbre, en su época. Sintió un gran alivio, y de pronto también se notó agotado.

Salió de la cesta, fue sigilosamente hasta la puerta del armario y pegó la oreja a ella.

—¿Ya está? —preguntó Jos con voz soñolienta.

—Por ahora —respondió Bigotes—. Obviamente, necesitaremos una declaración escrita, concretar los detalles, etcétera.

—Obviamente.

—Señor Scatterhorn, imagino que no podrá usted tasar esa cucaburra, ¿verdad?

Jos ladeó la cabeza y se frotó la nariz con aire pensativo.

—Una vieja cucaburra… esto… bueno…

—¿Pongamos cien libras?

—Si usted lo dice.

—Lo digo —respondió Bigotes—. A estas horas de la noche, prefiero redondear. ¿Moon?

—¿Señor? —dijo Moon, que estaba con la nariz pegada a una vitrina.

—Nos gustan los pequeños mamíferos, ¿eh, Moon?

—Muchísimo, señor. También me gusta fotografiarlos. De hecho, soy socio del Club de los Ratones de Campo. Todos los meses…

—Es suficiente, Moon.

Bigotes lo fulminó con la mirada. No estaba de humor para los ratones de campo de Moon, ni para ninguna otra cosa, de hecho.

—Señor.

Poniéndose muy serio, Moon volvió a ponerse la gorra.

—Buenas noches, señor Scatterhorn —dijo Bigotes mientras abría la puerta—. Y, si me permite un consejo, nos haría a todos un favor si reparara ese tejado.

—En eso tiene razón —musitó Jos mientras cerraba la puerta.

—No es que no nos guste buscar cucaburras disecadas a estas horas de la noche.

—Buenas noches —dijo malhumorado Jos, y tras correr el pesado pestillo fue a acostarse.

Tom esperó a que su tío se hubiera marchado para salir del armario. Todo estaba en calma, como debía ser. Pero él tenía un montón de preguntas rondándole por la cabeza, una de las cuales destacaba sobre todas las demás. Dirigiéndose a la vitrina con la maqueta del Dragonport de hacía un siglo, se agachó e inspeccionó Catcher Hall. De inmediato, reconoció la gran ventana redonda situada justo debajo del tejado. Luego, su mirada se detuvo en el concurrido puerto, donde había un barco de vapor amarrado al final del muelle. Allí era donde él había estado hacía solo unos minutos; no le cabía la menor duda. El muelle estaba atestado de figuras en miniatura, pero ninguna de ellas se parecía a don Gervase ni a Lotus. No obstante, ellos estaban allí, se dijo; él los había visto, así como también había visto a August Catcher. ¿Era posible que se hubiera encogido e introducido en la maqueta y que esta hubiera de algún modo cobrado vida? ¿O era una vía para acceder al pasado? Y, además, estaban los animales, inmóviles en las vitrinas que lo rodeaban. ¿Cómo habían revivido?

Había muchas preguntas para las que no tenía respuestas, pero se hizo una promesa: iba a encontrarlas.