6 Medianoche en el museo

Al principio, todos eran meros manchones negros. Tom no se conocía el museo tan bien como para identificar a cada animal en su vitrina, pero los reconoció por sus siluetas. Había un enorme par de afiladas tijeras negras en el fondo del paisaje africano: aquel debía de ser el antílope. En la base de la selva lluviosa, vio un saco de dormir enrollado con un tubo adosado a un extremo que reconoció como el oso hormiguero. Más a la izquierda, había una larga hilera de barras de pan luminosas en un estante, las cuales Tom sabía que eran esturiones y cazones, y en el centro, un pálido globo espinoso con un par de labios. El pez globo. Todo estaba en silencio a la luz de la luna. Nada se movía. En fin. Sentándose en el banco de terciopelo que había bajo las escaleras, Tom subió las piernas y pegó la espalda a la pared de madera. Estaba encerrado allí dentro, pero puede que, después de todo, aquello no fuera tan malo.

Tom no sabía cuánto tiempo llevaba sentado allí, pero se despertó de su duermevela con un sobresalto. Tenía el cuerpo agarrotadísimo y estaba aterido de frío. Miró la hora: faltaban cinco minutos para la medianoche. Intentó estirar las piernas, pero no logró moverlas. Se le habían dormido. Miró a su alrededor y observó que ahora había más luz en el museo. La luna estaba en lo alto del cielo y sus rayos se colaban directamente por el tragaluz, incidiendo en la cabeza del pájaro dodo, que casi brillaba. Reinaba un silencio sepulcral. Tom se frotó los ojos y se preguntó durante cuánto tiempo más iba todo a seguir como estaba. ¿Reaparecería el lobo en el pasillo? No tenía ni idea. Aún no podía estar siquiera seguro de que hubiera sido un lobo. Quizá no lo había sido, pero de lo que sí estaba seguro era de que el águila lo había traído al museo a propósito; de hecho, hasta lo había encerrado dentro. Por la razón que fuera, él debía estar allí. Iba a ocurrir algo. Pero ¿qué?

Estaba a punto de cerrar otra vez los ojos cuando advirtió que la luz había vuelto a menguar. Al principio, creyó que una nube había ocultado la luna. Luego, por el rabillo del ojo, vio algo marrón moviéndose muy despacio por encima de él.

¿Qué era aquello?

Había una rama tan gruesa como su pierna flotando en el aire, alargándose hasta casi alcanzar la otra pared. Tom la recorrió con la mirada hasta su extremo bulboso, de donde vio salir la silueta pequeña pero inconfundible de una lengua negra. ¡Una serpiente! Se pegó aún más a la pared. ¿Podía ser una serpiente? Desde luego, lo parecía. Tenía la piel olivácea y amarilla, y conforme se alargaba, Tom vio manchas oscuras salpicándole el lomo. De repente se notó el corazón palpitándole en la garganta. Reconocía aquella serpiente, la tenía en una fotografía colgada en su habitación. Era una anaconda, la serpiente más grande del mundo, lo bastante fuerte como para asfixiar a un caballo. Y allí estaba, flotando en la oscuridad, ¡justo por encima de su cabeza! Ahora, Tom se había despabilado totalmente, y estaba aterrorizado.

La anaconda se asomó al vestíbulo y Tom dejó de verle la cabeza. Entonces oyó una tos detrás de él. Era fuerte e inconfundible, decididamente alguien estaba aclarándose la garganta. Se volvió, casi esperando ver a tío Jos, pero, en cambio, vio lo que parecía un gigante bajándose de un árbol. ¡El gorila! El gorila dio unos cuantos pasos y bostezó ruidosamente, enseñando unos dientes afilados que centellearon a la luz de la luna.

—Otro largo día por delante.

Tom casi dio un respingo. ¡El gorila acababa de hablar! ¿Estaba soñando? No podría asegurarlo. El gran simio se tumbó boca arriba en el suelo y levantó las patas traseras. Tom se dio un buen pellizco y, en ese momento, le pareció notar movimiento en las escaleras, por detrás de él. Sin apenas atreverse a volver la cabeza, vio un peludo oso hormiguero bajando los peldaños con dificultad, de lado y uno a uno. Cuando llegó abajo, saludó al gorila con un gesto de la cabeza y se alejó trotando.

—¡Un pollo! —gritó una aguda voz de mujer—. Un pollo, ha dicho. ¿Lo habéis oído?

De pronto, la mujer se hallaban a solo unos pasos del escondrijo de Tom, solo que no era una mujer; era el pájaro dodo, que había bajado de su estrado y se estaba arreglando las plumas bajo un charco de plateada luz lunar.

—Es la mayor estupidez que he oído en mi vida —continuó—. Un pollo.

Boquiabierto, Tom se quedó mirando a aquel extraño pájaro mientras él caminaba en círculos, admirando su sombra en el suelo.

—Decidme, ¿os parece esto un pollo? —dijo mirando a su alrededor con expectación. Se oyó un cavernoso gruñido que parecía provenir de muy lejos, pero que, de hecho, estaba muy cerca.

—¿Cómo vas a ser un pollo, hermosa damisela? —dijo la voz, que parecía haber salido de una larga tubería. Entonces, todo un lado del museo pareció avanzar y levantar la pata delantera. Era el mamut, moviendo lentamente sus relucientes colmillos.

—Eres, sin ningún género de dudas, el pájaro dodo más bonito que he visto en mi vida —añadió desenroscando la trompa. El pájaro dodo ladeó la cabeza, ligeramente desconcertado.

—Espero ser el único pájaro dodo que has visto en tu vida.

—En efecto. Eres el primero.

—Pues tú, querido, eres el mamut más bonito que yo he visto en mi vida —respondió el pájaro dodo. El mamut bajó la cabeza, complacido con el cumplido.

—Siempre he pensado que estar extinto te da cierta ventaja —bramó—. Cuando eres el único de tu especie, nadie puede compararte con nada.

—A diferencia de toda esa chusma —dijo el pájaro dodo, mirando la sala con su gran ojo amarillo—. Esto parece el arca de Noé.

Para entonces, ya se oían rumores de conversación en todo el museo. En las vitrinas, los animales se estaban bajando de sus perchas, desperezándose y charlando entre ellos. Algunos de los más grandes habían abierto las puertas y salido a pasearse por la sala, pero los roedores y las aves estaban esperando pacientemente a que el mono narigudo —que parecía ostentar el cargo de portero— fuera a abrir su vitrina para poder salir.

—Buenas noches, buenas noches, muy buenas noches a todos —les decía educadamente el mono, como si los estuviera haciendo pasar a una fiesta. Todo aquello se desarrollaba con tanta naturalidad que podría ser un acontecimiento diario. Quizá lo fuera, pensó Tom estremeciéndose.

Cric-crac, cric-crac, cric-crac…

Tom se volvió justo cuando un gran lobo gris de ojos blancuzcos pasaba trotando por delante de su escondrijo y subía las escaleras, olfateando una columna antes de volver a bajarlas. ¡Ahí estaba! El lobo; no era un fantasma, era real y él no se lo había imaginado, pero… ¿cómo era posible? Estaba muerto, disecado y, no obstante, saltaba a la vista que no lo estaba. Era un animal salvaje, paseándose a pocos centímetros de él.

—Opino —bramó el mamut mientras se acercaba pesadamente al pájaro dodo— que una noche tendríamos que darnos ese chapuzón.

—No se me ocurre nada más placentero —respondió el pájaro dodo admirándose las plumas de la cola.

—Y entonces quizá pueda enseñarte mi nuevo estilo de natación. He estado practicando, ¿sabes?

—¿De veras?

—Oh, sí. La clave está en el brazo. Hay que pasarlo por encima de la cabeza. Así. —Y, acto seguido, el mamut intentó imitar con una pata una supuesta brazada de croll.

—No. Casi. Otra vez. Sí. Sí… huy…

El mamut se desestabilizó y comenzó a dar brincos, desplazándose lateralmente hacia la vitrina de los pequeños mamíferos.

—Vaya —bramó al recobrar el equilibrio—. Una idea francamente insólita, de hecho. Pero dicen que se avanza el doble.

—Bueno, el campeón vigente eres tú —respondió mordazmente el pájaro dodo—. Supongo que tendrás que acostumbrarte.

—Sí, hay que adaptarse —se lamentó el enorme animal—. Aunque no es nada fácil, si se es un mamut.

Tom se quedó escuchando al abrigo de las sombras y se preguntó si no se habría vuelto loco de remate. Primero, el águila —aquello ya había sido bien raro—. ¡Y ahora estaba escondido en un museo repleto de raídos animales disecados que, al dar las doce campanadas, habían comenzado a moverse y charlar sobre natación en su mismo idioma! Era aterrador al mismo tiempo que no lo era. Era curioso y extraño. Tom quería saber si los animales se movían; bueno, allí estaba la respuesta, y era increíble. Él ya no se encontraba en un museo, sino en un zoológico, un zoológico lleno de animales parlantes.

Cuanto más los miraba, más imposible le parecía que aquellos animales estuvieran accionados por mecanismos de relojería. También debían de tener cerebro. ¿Cómo si no iban a poder mantener una conversación? August Catcher quizá fuera un genio después de todo, quizá hubiera creado un museo de increíbles robots Victorianos cuyas descoloridas pieles ocultaban algún tipo de motor avanzado cuya existencia no conocía nadie. O quizá la conociera una persona: don Gervase Askary.

«¡Eso es! —pensó Tom abriendo los ojos de par en par—. Eso es lo que anda buscando, por eso sospecha tanto de él tío Jos. Don Gervase debe de saber que los animales se mueven. Por eso se muestra tan amable. Los quiere para él».

Mientras pensaba en las consecuencias de todo aquello, Tom notó algo frío y duro en la nuca, husmeándole el forro polar como si buscara algo. Instintivamente, cerró los ojos y, justo después, notó que lo levantaban del suelo por el cogote. Se debatió, pero lo que lo tenía agarrado por el cuello de la camisa era muy fuerte y lo sacó de su escondrijo como si fuera una pluma. Al ver a Tom, todos los animales se quedaron mudos y un centenar de ojos lo escrutaron en la oscuridad. Su portador lo dejó bruscamente en el charco de luz lunar.

—Tenemos un invitado —dijo una voz ronca. Alzando la vista, Tom vio un gran oso pardo delante de él, erguido sobre sus patas traseras y señalándolo con la pata.

Tom oyó un gruñido en la oscuridad. Notó que se le erizaban los pelos de la nuca. ¿Qué iban a hacer? ¿Comérselo? No podían… ¿no? Estaba tan asustado que apenas podía respirar. Por fin, el pájaro dodo se acercó torpemente hacia él y lo miró de arriba abajo con su ojo amarillo.

—Acércate más, chico —dijo.

Tom se agachó obedientemente y lo miró a los ojos.

—No, no, más cerca.

Tom se agachó todavía más y sintió cómo le inspeccionaba cada milímetro de la cara. Cerró los ojos, convencido de que aquel pájaro del tamaño de un pavo iba a destrozársela en cualquier momento con su enorme pico.

—Me lo imaginaba —dijo altivamente el pájaro dodo. Se alejó dando tumbos y se dio la vuelta, mirándolo con aire triunfal—. ¡Es el joven Tom Scatterhorn!

Los animales susurraron alborotados.

—Tom Scatterhorn, ¡Tom Scatterhorn! Es Tom Scatterhorn… Ha vuelto…

Al alzar la vista, Tom vio que los barandales del primer piso estaban repletos de pájaros que piaban.

—Bienvenido de nuevo, Tom —dijo una voz cavernosa, y el mamut alargó su peluda trompa y se la enroscó alrededor de la mano—. Ha pasado mucho tiempo.

Tom miró aquella inmensa mole peluda y vio dos brillantes ojillos negros sonriéndole. ¿Qué significaba que le diera de nuevo la bienvenida? ¡Él nunca había estado allí! Entonces, el mamut le soltó la mano y comenzó a explorarlo con la trompa. Cuando esta le rozó la cara, Tom percibió un olor muy peculiar que le recordó a algo, pero no estuvo seguro de qué.

Ahora, Tom tenía tantas preguntas que su curiosidad fue más fuerte que él.

—Entonces —dijo en voz muy baja, mirando la inmensa montaña peluda—, ¿estás… o sea… vivo?

—¿Acaso no te lo parezco? —bramó la enorme bestia.

—Pero estás disecado… Es decir, ¿cómo es que hablas? ¿Y te mueves?

—Bueno —intervino el pájaro dodo suspirando e irguiéndose como si estuviera a punto de darle una respuesta larga y complicada—, digamos que tú deberías saber por qué. A fin de cuentas, tú, Tom…

¡CHISSST!

Un silbido ensordecedor acalló la conversación en un instante. La anaconda, enroscada a una columna que llegaba hasta el tejado, estaba mirando atentamente el tragaluz. No se oía nada salvo el suave rumor del viento entrando por el cristal roto.

Cric.

El sonido de pasos en el tejado. No había duda de que eran pasos.

Cric.

Otro.

Criiiiiic.

—¡Arsénico! —silbó la anaconda.

De pronto, todos los mamíferos, aves y peces del museo retomaron silenciosamente la postura en la que habían estado desde hacía un siglo. Fue como ver una película marcha atrás y el mono narigudo cerró las vitrinas con tanta rapidez que Tom apenas lo vio. Segundos después, Tom volvía a encontrarse solo en el museo vacío. La transformación había sido tan rápida que fue como si se acabara de despertar de un sueño. ¿Lo había hecho?

¡Criiiiiic!

Los pasos habían sonado justo por encima de él. Eso parecía bien real. Fue rápidamente de puntillas hasta el banco de terciopelo que había bajo las escaleras y se ocultó allí. Todo estaba oscuro y en silencio. Entonces alzó la vista y vio una negra mano enguantada metiéndose por el tragaluz roto y corriendo el pestillo. El tragaluz chirrió; luego se abrió ruidosamente. ¡Un ladrón! Tom se pegó aún más a la pared y observó estupefacto. Entonces, una figura vestida por completo de negro se deslizó por una cuerda tendida desde el tragaluz hasta llegar a la altura de los barandales. Allí se detuvo y, estirando las piernas, se impulsó ágilmente hacia delante, luego hacia atrás y de nuevo hacia delante, agarrándose con una pierna al barandal. Un momento después, Tom la había perdido de vista y solo veía la cuerda, colgando flojamente por encima de él.

El ladrón debía de haberse soltado e internado en la sala de las aves. Tom miró al pájaro dodo y al gorila, esperando que ellos pudieran ver lo que él no podía, pero ninguno de los dos miraba en la dirección correcta. Por alguna razón, estaban totalmente inmóviles. Era lógico: eran animales disecados. ¿En qué estaba pensando?

Despacio, sacó la cabeza de su escondrijo y miró el barandal. Pese a que estiró el cuello, no logró ver ni oír nada detrás de los balaustres. ¿Qué estaba haciendo el ladrón allá arriba? Sintiéndose más audaz, salió de su escondrijo y comenzó a subir las escaleras como un gato. Al llegar arriba, miró a su derecha.

Allí, en el rincón más apartado de la sala de las aves, el ladrón estaba utilizando un disco de diamante para practicar un orificio en el cristal de la vitrina de las cucaburras. Sus movimientos eran rápidos y precisos y, momentos después, se oyó un chasquido amortiguado: el agujero estaba hecho. El ladrón introdujo su esbelto brazo negro por él y extrajo hábilmente la menor de las dos cucaburras, metiéndosela en una bolsa que llevaba a la espalda. Se volvió, no sin antes guardarse el disco de diamante en un bolsillo, y corrió sigilosamente hacia las escaleras. Hacia Tom…

Tom apenas tuvo tiempo de agacharse y pegarse al último escalón antes de que la oscura sombra pasara por encima de él, bajando los peldaños de dos en dos.

«¡Buf!». Tom se notó el corazón palpitándole en las sienes… Había faltado poco. No lo había visto, de momento.

Una vez en la planta baja, el ladrón se dirigió directamente a la vitrina de los pequeños mamíferos y volvió a sacar el disco de diamante. Con gran rapidez y eficacia, comenzó a practicar un agujero en el cristal. Tom lo observó fascinado, pensando en mil cosas. «Debe de ser un profesional… parece saber qué quiere exactamente, como si ya lo tuviera todo planeado…». ¿Trabajaría para don Gervase? Quizá… ¿Y le había allanado el terreno don Gervase con aquella tarta, asegurándose de que nadie iba a molestarlo?

Tom se quedó pegado al último peldaño, estrujándose el cerebro. Seguro que estaban compinchados… pero ¿qué debía hacer? ¿Intentar detenerlo? No parecía muy corpulento. ¿Y luego qué? A lo mejor iba armado… Si tenía un disco de diamante, era probable que también llevara una navaja… No… pelearse no era la respuesta. «¡Pero es un ladrón, y va a salirse con la suya! Tengo que detenerlo de algún modo». Ojalá volvieran a revivir los animales…

¡Plaf

Se oyó un fuerte golpetazo en el pasillo. Tom se quedó paralizado. Mirando abajo, vio que el ladrón también estaba inmóvil, con el brazo dentro de la vitrina, cogiendo al pangolín por el cuello. ¿Qué había sido aquel ruido? ¿Era tío Jos? No, seguro que estaba profundamente dormido. Entonces debía de ser aquel pájaro enorme, armando ruido en el pasillo… Ese era el ruido, Tom estaba seguro.

Pero el ladrón no lo sabía. Con mucho cuidado, retiró la mano de la vitrina y se dirigió a las escaleras sin hacer ruido. Esta vez, era inevitable que lo viera, no tenía escapatoria. Se le aceleró el pulso. Sabía que debía ser valiente, que debía hacer alguna cosa… ¿qué? El ladrón comenzó a subir las escaleras con sumo sigilo, y de repente, sin saber muy bien por qué, Tom se levantó. La figura negra se paró en seco delante de él, paralizada. Ninguno de los dos pronunció palabra. ¿Y ahora qué?

La figura negra se tensó como un gato, esperando que Tom diera el primer paso, pero él se quedó inmóvil. No tenía la menor idea de qué debía hacer; salvo quedarse allí, cerrándole el paso. De algún modo, el ladrón lo presintió, porque, un segundo después, se subió al pasamanos y saltó al vacío hacia el barandal del primer piso, agarrándose con ambas manos.

—¡Alto! —gritó Tom, y salió corriendo tras él; pero el ladrón ya se había encaramado al barandal y asido rápidamente a la cuerda. Justo cuando Tom estaba a punto de alcanzarla, la figura negra ganó bruscamente altura y empezó a trepar por la cuerda como si fuera una araña.

—¡Eh, vuelve aquí!

El ladrón ya estaba saliendo por el tragaluz mientras la cuerda se balanceaba tentadoramente por delante de Tom, justo fuera de su alcance. La cuerda… quizá… Sin pensárselo dos veces, se encaramó al pasamanos y, titubeante, esperó a que el gancho de acero viniera hacia él. Inclinándose temerariamente hacia delante, sus dedos se cerraron en torno al frío acero, pero, en ese preciso instante, notó un tirón desde arriba. La cuerda empezó a izarlo… no…

Durante un segundo, Tom osciló peligrosamente en el pasamanos… ¿Debía soltarse? ¿Y si la cuerda no estaba atada? Demasiado tarde…

Antes de darse cuenta, Tom cayó hacia delante y se quedó colgando de la cuerda, balanceándose por encima de los animales. Retorciéndose frenéticamente, cargó todo el peso en un brazo y utilizó el otro para intentar subir por la cuerda, pero la mano le resbaló. ¿Cómo lo había hecho el ladrón? Parecía que no le hubiera costado ningún esfuerzo. Volvió a intentarlo varias veces, pero no logró izarse por la cuerda. No había a qué agarrarse. No podía hacer nada. Entre jadeos, miró abajo y vio el suelo, a seis metros por debajo de él. Si se soltaba ahora, se rompería una pierna como mínimo, probablemente el espinazo, y no iba a poder seguir sujetándose durante mucho más tiempo. El gancho de acero se le estaba clavando en los dedos y los músculos de los hombros le dolían muchísimo…

—Por favor —susurró casi sin aliento a los mudos animales que lo rodeaban—, que alguien me ayude.

En ese momento llamaron ruidosamente a la puerta de la entrada. Tom intentó hacer caso omiso del intenso dolor de los brazos y miró hacia el vestíbulo, donde vio el haz de una linterna por la ventana. La luz peinó el museo en busca de algo, antes de detenerse debajo de…

«Oh, no…».

Mirando abajo, Tom se horrorizó al ver que le estaba alumbrando los calcetines. Despacio, el haz fue recorriéndole el cuerpo hasta enfocarle directamente en la cara, cegándolo. Tom se retorció violentamente, intentando volver la cabeza. Sabía que debía de ser la policía; debían de haber oído los pasos en el tejado, visto incluso al ladrón encaramándose a él, y ahora lo habían sorprendido allí dentro, como si fuera él el ladrón.

Los golpes en la puerta se reanudaron, con más insistencia esta vez, seguidos de un fuerte timbrazo.

—Un momento… Ay, Señor.

Tom sofocó un grito. La sombra de tío Jos pasó por debajo de él camino de la puerta. En un santiamén, la policía estaría dentro y las luces se encenderían. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía justificar su presencia allí? Miró frenéticamente a su alrededor y vio el lomo del mamut a tres metros de distancia. Desde el lugar donde se encontraba, la oscura mole marrón parecía tentadora, como una gruesa manta vellosa. Quizá pudiera ocultarse en ella.

—Llave, llave, llave —masculló Jos, y Tom lo oyó abrir la puerta de la entrada. Solo le quedaban unos segundos. Estirando las piernas lo más posible, se dio lentamente impulso hacia delante, no sin antes observar que la puerta ya estaba medio abierta y oír las interferencias de una radio policial.

—Buenas noches, señor Scatterhorn.

Tom intentó dejar la mente en blanco. Estaba columpiándose hacia atrás. «Concéntrate». Otro impulso más, y lo lograría…

—¿Allanamiento? —oyó que decía Jos—. Espere un segundo…

Jos se dirigió al interruptor de la luz, y era ahora o nunca. Tom se dio tanto impulso como pudo y se soltó… La alfombra oscura del lomo del mamut vino a su encuentro. ¡Paf! Tom se dio tal golpe al caer sobre ella que se quedó sin respiración, pero se aferró con fuerza, hundiendo los dedos en el largo pelaje. En ese momento, la luz se encendió.

—Dios bendito —exclamó Jos mirando la cuerda que oscilaba en el centro del recinto.

—El chiquillo se nos ha escapado —gruñó otra voz conocida.

Tom alzó un milímetro la cabeza y vio a los dos policías mirando hacia el tejado. Uno tenía bigote; el otro, cara de niño.

¡Ahora sí que la había hecho buena!

¿Y si lo encontraban allí? Intentó pensar en una sola razón para explicar lo que estaba haciendo, pero no encontró ninguna.

—Ajá —dijo Bigotes dirigiéndose a la vitrina que contenía el pangolín. Agachándose, cogió el círculo perfecto de cristal que le habían recortado en un lado.

—Parece hecho con un disco de diamante.

Jos se acercó y miró por el agujero.

—Esto sí que es raro.

—¿El qué? —preguntó Bigotes.

—No falta nada.

—¿Está seguro? —dijo Bigotes observando ajos con recelo.

—Completamente. Está todo.

Bigotes enarcó una ceja.

—Entonces, ¿por qué ha hecho el agujero?

Jos se encogió de hombros. Tenía los pelos de punta y parecía más loco que nunca.

—A lo mejor… hemos… pillado al ladrón en plena faena —sugirió adormilado. Bigotes entornó los ojos y miró suspicazmente a su alrededor. Aquel hombre podía parecer medio loco, pero lo que decía tenía sentido. Y si habían sorprendido al ladrón, era probable que aún siguiera en el museo.

—Usted quédese aquí —dijo ajos—. Y no vaya a ninguna parte, porque luego vamos a tener que hablar con usted. ¡Moon! —gritó.

—¿Señor? —dijo Moon, quien tenía la voz excepcionalmente aguda para ser tan corpulento.

—Arriba, Moon. Busca en todos los rincones. Nuestro hombre puede seguir en el recinto.

—De acuerdo, señor. —Y Moon subió las escaleras, trotando como un hipopótamo.

—A ver, ¿dónde se ha metido ese malhechor? —susurró Bigotes mientras se ponía a inspeccionar detenidamente cada vitrina. Al principio, Jos pensó en unirse a él, pero luego decidió no hacerlo. En cambio, se dirigió con paso cansino a una silla próxima a la vitrina de los colibríes y se sentó para observar a los policías. Tenía la expresión resignada de quien ya ha pasado muchas veces por lo mismo.

Desde su atalaya en el lomo del mamut, Tom consideró sus opciones. Su situación no podía ser peor. Solo era cuestión de tiempo que los policías se asomaran al barandal del primer piso y lo vieran subido al mamut. El único motivo de que aún no lo hubieran hecho era probablemente que su forro polar era casi del mismo color que el pelaje del animal. Quizá pudiera deslizarse hasta el suelo por una pata y escapar. Pero ¿cómo iba a hacerlo con tanta luz?

—¡Señor!

Moon salió precipitadamente de la sala de las aves y Bigotes sacó la cabeza por detrás del oso.

—¿Qué pasa, Moon?

—Señor —dijo él—. Aquí falta algo. Una cucaburra. Si no me equivoco. ¿Qué opina?

Bigotes se puso muy serio. Salió lentamente de detrás del oso, se enderezó la gorra y subió las escaleras con mucha decisión.

—Una cucaburra, ¿eh? —repitió, como si aquello fuera una pista.

—Sí, señor, una cucaburra aliazul. Un pájaro con una pinta bastante rara.

—Bien, Moon.

Los dos policías entraron juntos en la sala de las aves. Cuando los hubo perdido de vista, Tom miró el lugar donde tío Jos estaba sentado, junto al árbol de los colibríes, y vio que tenía la cabeza apoyada en la vitrina. Había vuelto a quedarse dormido. «Ahora o nunca —pensó Tom—. ¡Sal ya!».

Empujándose hacia atrás con las manos, se deslizó por el lomo del mamut hasta quedarse colgado de su muslo izquierdo. Luego, medio deslizándose, medio cayéndose, bajó hasta el suelo. ¿Y ahora qué? ¿Debía arriesgarse a atravesar la sala y regresar corriendo a su cuarto? Sí, tenía que escapar. «Corre…».

Pero solo había dado unos pasos cuando oyó que los policías regresaban.

—Un robo de antigüedades, Moon. ¡Qué mala suerte tengo! —refunfuñó Bigotes.

—¿Señor?

—Papeleo, Moon. Montones de papeleo. Época, valor, descripción, de todo…

De puntillas, Tom volvió a refugiarse detrás del mamut tan aprisa como pudo, notándose el corazón a punto de estallar.

Y ahora, ¿dónde iba? Detrás de él, debajo de las escaleras, había un armario con una puerta triangular. Sin pensárselo dos veces, corrió hasta ella y agarró el tirador. ¡Estaba abierta! Tom entró rápidamente y cerró la puerta sin hacer ruido. Dentro estaba oscurísimo. Notó gotas de sudor en la frente.

¡Aquello era una locura!

¿Por qué estaba jugando al ratón y al gato con dos policías cuando era inocente? ¿Qué estaba haciendo? Pero había demasiadas cosas que explicar. Lo habían visto en la calle en circunstancias sospechosas; probablemente, también lo habían reconocido colgado de la cuerda. Contara lo que les contase, jamás lo creerían. Había puesto en marcha una secuencia de acontecimientos que ya no controlaba. Ahora había decidido esconderse, y eso debía hacer.

Forzando la vista, distinguió la silueta de una cesta blanca de mimbre en un rincón. Ese era el sitio; si lograba meterse en la cesta, nadie lo encontraría y él podría quedarse durmiendo allí hasta la mañana siguiente. Sí, esa era la mejor forma de actuar. Ahora solo le quedaba llegar hasta ella.

Alargó los brazos por delante de él y, con cautela, dio un paso hacia la cesta. Bien. Luego dio otro; bien también. Ya estaba a medio camino. Tenía la vaga impresión de que había fregonas y escobas por delante de él, pero en realidad no podía verlos. Aún no había terminado de dar el tercer paso cuando supo instintivamente que aquello era un error. Notó que metía el pie en algo duro, un cubo de acero posiblemente, y al intentar sacarlo vio que se le había quedado trabado. Antes de que pudiera evitarlo, se estaba cayendo, dándose de bruces con escobas, fregonas y botellas. El estruendo fue terrible. Se quedó tendido en medio del desorden, con el corazón palpitándole con fuerza.

«¡Estúpido!».

Seguro que ahora venían a por él. No tenía escapatoria. Todo estaba en silencio… A lo mejor no lo habían oído…

De pronto oyó el eco de unas fuertes pisadas en las losas del suelo. Girando violentamente el pie, se libró del cubo y se metió en la gran cesta de mimbre. Justo cuando la tapa se cerraba, la puerta del armario se abrió y por ella asomó la silueta de Moon. Tom intentó no respirar. ¿Y ahora qué? Estaba tendido sobre un montón de trapos y estropajos.

—Una rata, probablemente, señor —dijo Moon. Había una nota de alivio en su voz.

—¿Estás seguro de que ahí dentro no hay nada? —vociferó Bigotes desde afuera.

—Bueno… hay una cesta en un rincón, señor —añadió Moon—. Pero…

—Pues venga, Moon. Ábrela. Puede que esté escondido dentro.

Moon soltó un agudo silbido.

—Tiene razón, señor.

El oficial Moon comenzó a abrirse paso ruidosamente entre aquel caos.

—No hagas ninguna tontería, chiquillo —susurró nerviosamente al detenerse justo delante de la cesta—. Nada de trucos, ¿lo oyes?

Moon estaba resollando cuando se agachó para levantar la tapa. Se encontraba tan cerca que Tom oía su respiración. Desesperado, comenzó a retorcerse, intentando ocultarse bajo los trapos. Excavando con los brazos, se dio cuenta de que el fondo de la cesta no estaba donde esperaba, y pronto había conseguido enterrarse bajo el montón de trapos. Bien. Por encima de él oyó cómo se abría la tapa de mimbre. El policía debía de estar mirando dentro. ¿Podía enterrarse aún más hondo bajo los trapos? Buscó a tientas los lados de la cesta para ayudarse a bajar, pero allí no parecía haber nada… La cesta debía de ser enorme, pensó, mucho más ancha de lo que le había parecido, y también más profunda. Quizá tuviera un doble fondo, o estuviera colocada en lo alto de una montaña de trapos y condujera a un sótano…

De pronto notó que se caía como si lo hubieran arrojado desde un trampolín. Agarrándose frenéticamente a los trapos que lo rodeaban, intentó frenar la caída, pero no había nada a que sujetarse. Estaba cayendo, como en un sueño, por un espacio vacío y oscuro…