5 Visita a Catcher Hall

Cuando al día siguiente amaneció, el cielo estaba despejado y el viento había cesado por completo. Aquellas cosas sucedían, incluso en Dragonport. Al bajar, Tom encontró a tío Jos en el patio trasero partiendo troncos con una pesada hacha.

—Ah, estás aquí —dijo mirándolo a través de sus gafas empañadas—. ¿Has dormido bien?

—Sí, gracias.

Tom había decidido mantener en secreto su aventura de la noche anterior, pero tenía muchas preguntas que Jos quizá podía contestar. Lo vio colocar otro tronco derecho en la tajadera y alzar lentamente el hacha, tambaleándose hacia atrás por su propio peso.

—¿Quieres que te eche una mano? —preguntó mientras su tío se bamboleaba de un lado a otro—. Podría…

—No —lo interrumpió Jos apretando los dientes—. Si para mí es demasiado pesada, para ti aún lo será más. —Bajó el hacha, que golpeó ruidosamente el tronco, partiéndolo en un montón de trozos que salieron despedidos por doquier.

—Te diré algo, chaval —dijo Jos jadeante, apoyándose en el hacha para recobrar el aliento—. Los años pesan. —Parecía un dragón exhalando vaho por la boca.

-¿Jos?

—¿Sí? —escupió Jos ruidosamente.

—¿Recuerdas lo que me contaste sobre el mecanismo de relojería que August incorporó a esa musaraña?

Jos se quedó un momento pensando.

—Claro. La musaraña que guiñaba un ojo.

—¿Todavía la tienes?

—¿Si todavía la tengo? —repitió él—. Puede. Claro, supongo que querrás verla.

Tom sonrió. Aquel era un buen comienzo.

—Solo si no es mucha molestia. Cuando te vaya bien…

—¿Cuando me vaya bien? Bueno —dijo Jos—. Te mentiría si te dijera que esto me divierte, así que ¿por qué no ahora? Es decir, si la encuentro —Y, acto seguido, clavó el hacha en la tajadera y cogió su chaqueta—. Sígueme, chaval.

Jos fue hasta el final del jardín, donde una enorme enredadera cubría el muro entero. En la parte de abajo, oculta por la planta, Tom vio una pequeña caseta verde de madera con la pintura desconchada.

—Tu tía lo llama «cobertizo» —dijo tirando de una puerta tan podrida que parecía que fuera a quedársele en la mano—, porque está en el jardín. Aunque yo prefiero referirme a él por su título oficial: «anexo del museo». Venga, chaval, échame una mano.

Tom cogió la puerta por abajo, Jos por arriba y, tras muchos tirones y resoplidos, consiguieron abrirla lo suficiente como para poder entrar.

Dentro del minúsculo cobertizo, el suelo estaba casi completamente ocupado por pilas de cajas y en la pared del fondo había un estante con montones de viejas fotografías en blanco y negro.

—Veamos —murmuró Jos mientras rebuscaba entre los trastos—. Casi todos estos chismes estaban en el museo, pero mi padre hizo limpieza, Dios sabe cuándo, y… Ajá —dijo hurgando entusiasmado en un baúl—. Esto puede ser lo que andamos buscando.

Tras limpiar la gruesa capa de polvo que cubría el banco, se sentó y le enseñó un roedor viejísimo y sucísimo con unos dientes amarillos muy largos. Sopló para quitarle la mugre y lo dejó sobre sus patas planas de metal.

—A ver si hay suerte —dijo colocando el dedo pulgar en mitad del lomo de la musaraña. Se abrió un pequeño compartimento en cuyo interior había una llavecita para dar cuerda al mecanismo—. La llave sigue dentro.

Jos la giró unas cuantas veces, cerró el compartimento y aguardó a que funcionara. La musaraña comenzó a vibrar y de pronto saltó, dando una voltereta en el aire.

—No está mal, ¿eh? —dijo Jos henchido de orgullo—. Pero, aguarda, porque aún hay más. Ven, acércate un poco más.

Tom se puso en cuclillas al lado de Jos y escudriñó al roñoso animalillo. Se oyó un chirrido de muelles, tras el cual la musaraña volvió la cabeza hacia Tom y le guiñó un ojo.

—¡Ja, ja! —gritó Jos complacido—. ¡La musaraña que guiña un ojo! ¡Funciona!

Entonces, la musaraña dio un último brinco y volvió a saltar al interior del baúl.

—Yo diría que esta es la primera vez en treinta años que alguien guiña el ojo aquí —dijo Jos sonriéndole con sus ojillos negros, casi tapados por sus pobladas cejas. Tom se quedó mirando las pequeñas patas metálicas moviéndose en el aire; parecía un juguete que hubieran arrojado a la basura. ¿Era algo como aquello lo que había visto en el museo?

-¿Jos?

-¿Sí?

Jos había sacado la musaraña del baúl y estaba toqueteando el mecanismo para darle cuerda.

—¿Crees que August pudo hacer un animal que se moviera mejor?

—¿Qué quieres decir?

—No como un juguete de cuerda. De una forma más… natural —sugirió Tom—. Más como…

—¿Más como un animal de verdad, quieres decir? —dijo Jos mirándolo de soslayo—. No lo creo, chaval. Todo lo que hay en el museo tiene más de cien años y está disecado. Los animales están rellenos de serrín, trapos, incluso periódicos.

—¿Periódicos?

—Oh, sí —respondió Jos—. Después de hacer el molde y colocarle la piel, August a menudo utilizaba periódicos como relleno. Mira.

Jos cogió la musaraña y le inspeccionó el cuello. En un lado, justo debajo de la oreja, había un pequeño orificio.

—Ten —dijo pasándosela—. Tú tienes los dedos pequeños. Mira a ver si puedes cogerlo.

Con cuidado, Tom cogió el extremo de un papel que asomaba por el orificio y tiró de él, sacando un largo trozo de papel de periódico.

—¿Lo ves? —dijo Jos—. ¿Qué dice ahí?

Tom forzó la vista para leer la apretada letra.

—«Hundimiento de un queche en alta mar —leyó—, el 14 de septiembre de 1899».

—Es un tipo de embarcación. Debió de ser el titular del día. ¿Y detrás?

Tom giró el trozo de papel de periódico y miró el diminuto texto. Apenas podía leer las frases.

—Algo sobre criquet —dijo.

—August utilizaba mucho papel. Sobre todo para las cavidades cerebrales, si no recuerdo mal.

—¿Las cavidades cerebrales?

—Sí. Una vez, mi padre tuvo que remendar la liebre polar; tenía la cabeza llena de papel. Creo que eran páginas de la Biblia. Proverbios, si no recuerdo mal.

Tom miró la zanquilarga musaraña que perdía papel de periódico por el cuello y recordó las pezuñas arañando las losas y la silueta alargada pasando junto a él en la oscuridad. Aquello no era normal.

—¿Jos?

Tío Jos ladeó la cabeza y lo miró con desconcierto. ¿Se cansaría alguna vez de hacerle preguntas aquel flaco niño rubio? Por la insistencia con que lo miraba, supo que no iba a ser así.

—¿Crees que el museo podría estar embrujado?

—¿Embrujado por qué, chaval?

—No sé. Fantasmas o animales, quizá.

Jos se cruzó de brazos y se subió las gafas.

—Así que eso fue lo que anoche te asustó en el museo, ¿verdad?

Tom sonrió avergonzado y notó que se ruborizaba. Tenía intención de mantener en secreto su aventura, pero Jos lo había adivinado.

—Y por eso querías echar un vistazo a este viejo juguete —continuó Jos con la mirada risueña—, para ver lo realista que es, por si hay otro. Ya veo.

—Solo me preguntaba… —comenzó a decir Tom, sintiéndose muy estúpido—, si… si alguno se moviera, no es que diga que lo hagan, pero pongamos que se movieran. Entonces, quizá sean más especiales de lo que parecen.

Alzó la vista, convencido de que tío Jos iba a echarse a reír, pero no lo hizo. Se quedó rascándose el mentón, considerando la idea con mucho detenimiento.

—Bueno, Tom, quizá tengas razón —dijo por fin—. De una forma u otra, siempre han corrido muchos rumores sobre lo que hay en este museo. August Catcher era todo un personaje, ¿sabes?, y sir Henry también —añadió misteriosamente, contemplando los montones de polvorientas fotografías que había en los estantes—. Se me ocurre una idea —comentó volviéndose súbitamente hacia él—. ¿Podrías hacerme un favor?

Tom no imaginaba cuál podía ser.

—¿Por qué no vas a Catcher Hall?

—¿Yo?

—Exacto. Para devolverles la visita, por decirlo así. A fin de cuentas, los Catcher han hecho una visita a los Scatterhorn y eso no pasaba desde hace más de cuarenta años. Estas cosas no ocurren por casualidad.

Tom vio que tío Jos hablaba en serio.

—Pero… pero creía que no nos caían bien.

—No nos caen bien. Nada bien. Solo necesitamos averiguar de qué pie calzan.

—¿De qué pie calzan?

—Formarnos una opinión sobre ellos. Ver si realmente son quienes dicen ser. —-Jos se inclinó hacia delante y enarcó una de sus pobladísimas cejas—. Un magnate del cacao, que ha enviudado recientemente, que logró salir de la selva y toda esa mandanga. Bastante increíble, ¿no crees?

Tom se acordó de Lotus en la sala de las aves la tarde anterior. Desde luego, su modo de relatar su historia había sido bastante extraño. Casi parecía que se alegrara de que hubiera sucedido.

—Pero… ¿cómo?

—Bueno, siempre puedes ir hasta allí y llamar a la puerta. No es ilegal, ¿no?

Tom se quedó un momento pensando. No estaba nada seguro de querer involucrarse en la larga disputa entre tío Jos y los Catcher.

—¿Tú no quieres venir?

—¿Yo? Ni hablar —resopló Jos—. Yo no voy allí ni muerto. No lo he hecho nunca ni nunca lo haré. Pero tú, tú eres un recién llegado. Puedes saltarte las reglas. Y, además —añadió—, tienes la excusa ideal, ¿o es que ya lo has olvidado?

Tom lo miró sin comprender.

—Doña Sabihonda te ha pedido que vayas. Tú eres su único amigo en Dragonport, ¿recuerdas?

Jos tenía razón, Lotus se lo había pedido. Pero, aun así, Tom temblaba de solo pensar en ver otra vez al extraño don Gervase, e incluso a Lotus… se sentía como si Jos le estuviera pidiendo que entrara en la tela de una enorme araña.

—Está bien —dijo por fin—. Iré.

—Buen chico. —-Jos sonrió alegremente, complacido de haber conseguido lo que quería—. Actúa con normalidad. Sé educado. E investiga. Hasta luego.

El río estaba a poca distancia del museo. Al final de la calle había un estrecho puente que Tom reconoció de la maqueta del museo, porque tenía pequeños apartaderos triangulares que los viandantes debieron de utilizar antiguamente para que los carros no los arrollaran. El puente estaba atestado de gente que iba a hacer las compras navideñas y Tom procuró no cruzarse con la mirada de nadie. Ya había empezado a arrepentirse de su promesa y una parte suya estaba más que dispuesta a sentarse en un café durante una o dos horas e inventarse alguna historia sobre cómo le había ido en Catcher Hall y lo que había descubierto allí. No obstante, pese a no quererlo, también sentía cierta curiosidad. Además, a lo mejor podía echar un vistazo a la casa sin tener que verse ni con Lotus ni con don Gervase…

Cuando alcanzó la cima de la escarpada colina que se alzaba en la otra orilla del río, estaba casi sin aliento y, deteniéndose un momento, se volvió para contemplar Dragonport, extendido a sus pies y centelleando bajo el pálido sol de invierno. Las vistas debían de ser casi las mismas que hacía un siglo, porque allí estaban las decrépitas torres del museo Scatterhorn, alzándose aún muy por encima de los tejados, y, más allá, el río, curvándose hacia el estuario como una serpiente plateada. A lo lejos distinguió el esbelto armazón de una antena de radio y, detrás, las alargadas siluetas grises de buques cisterna, avanzando muy lentamente en la niebla.

Mientras contemplaba las vistas, le llamó la atención una furibunda bandada de gaviotas. Estaban revoloteando por debajo de él en torno a la silueta de otro pájaro mucho más grande que estaba volando por el mismo centro de la bandada, sin hacer caso a sus gritos. Tom lo observó mientras batía pausadamente sus alas inmensas y supo que jamás en su vida había visto un pájaro tan grande como aquel. Quizá fuera un albatros al que una tormenta había desviado de su curso, o un águila que había escapado de un zoológico. Cuando aquel pájaro enorme desapareció tras unos árboles, Tom retomó a regañadientes su misión: Catcher Hall.

De la otra acera partía un estrecho camino de grava bordeado por dos altos setos de laurel. Tom cruzó la calle y no encontró ningún número ni nombre, solo un cartel abandonado donde ponía «Cuidado con el perro». Por lo que parecía, aquel perro ya estaba bien muerto y, viendo que aquella era la única casa construida en la misma cima de la colina, decidió seguir adelante. Diez metros más allá, el camino se estrechaba y giraba a la izquierda. Tom acababa de tomar la curva cuando oyó el ronco rugido de un coche acelerando en su dirección. Apenas tuvo tiempo de esconderse entre el tupido seto de laurel antes de que una gran silueta marrón doblara la curva. Al verla pasar, Tom vislumbró la silueta de Humphrey, el fornido inca, sentado al volante, y a don Gervase junto a él, con la mirada fija en la carretera. El asiento trasero estaba ocupado por una extraña mujercilla con el color de una nuez, abrazando una gran caja blanca. Un momento después, habían desaparecido y el estrecho camino volvía a estar desierto.

«Bien», pensó Tom. Aquello era sin duda Catcher Hall y, con don Gervase ausente, la perspectiva de seguir adelante le pareció de pronto un poco más atractiva. Pero aún era posible que Lotus estuviera en casa… Saliendo del tupido seto, Tom decidió continuar un poco más y pronto se encontró al borde de un césped largo y ancho salpicado de árboles. Más allá, había una casa almenada de color blanco, enmarcada por tres cedros centenarios. Hacía tanto sol que tuvo que protegerse los ojos para mirarla, pero, incluso así, advirtió que había grandes grietas en el yeso y que varias ventanas de la planta baja estaban completamente invadidas por la hiedra. Parecía vieja, y antiguamente debía de haber sido muy suntuosa. Al acercarse, oyó un piano dentro de la casa. El sonido parecía provenir de tres puertaventanas. Justo en ese momento, Tom vio algo brillando en una ventana. Era una cuerda tendida a más de un metro del suelo, centelleando a la luz del sol. Justo después, la cuerda osciló ligeramente y, de pronto, apareció Lotus, andando por el aire, según parecía, a mucha distancia del suelo.

Tom sofocó un grito; no había red, ni pértiga que la ayudara a mantener el equilibrio: estaba andando por la cuerda. Lotus se detuvo y pareció concentrarse. «¿Qué va a hacer ahora?», pensó Tom y, como si lo hubiera oído, Lotus dio un salto hacia atrás. La cuerda rebotó y osciló cuando ella terminó la pirueta, pero se mantuvo firme, con la cabeza oscilándole ligeramente y los brazos en cruz, logrando un equilibrio perfecto. Tom estaba boquiabierto: tenía que haber trampa. Entonces, Lotus volvió a hacerlo, esta vez saltando hacia delante y realizando también una pirueta perfecta. Luego se detuvo y se puso a caminar por la cuerda hasta que Tom dejó de verla. Tom esperaba que regresara y ella lo hizo, momentos después, haciendo laterales.

Tom apenas podía dar crédito a sus ojos. ¿Era posible hacer eso en una cuerda floja? Se estrujó el cerebro, intentando acordarse de cuando veía las Olimpiadas con su padre en televisión y preguntándose si alguna vez había visto a gimnastas haciendo laterales en la cuerda floja. Decidió que no lo había visto nunca. Lotus era extraordinaria; de eso no cabía ninguna duda.

Visto aquello, Tom decidió que podría investigar el resto de Catcher Hall sin ningún problema. Rodeando sigilosamente la casa, se encontró delante de un estudio. Una de las puertaventanas estaba abierta y, detrás, Tom vio el parpadeo azul de una pantalla de ordenador. Había un gran mapa colgado en la pared con banderitas diseminadas por toda su superficie. Aquel estudio tenía algo tentador y, por un momento, Tom no supo qué era. Luego lo descubrió: era el olor que salía por la ventana, un intenso olor a delicioso chocolate. Era embriagador y Tom cerró los ojos un instante, impregnándose de él…

—¡Guau!

Un ladrido tan sonoro como unos platillos le estalló en el oído. Se volvió rápidamente, pero, en vez del dobermann grande y amenazador que esperaba ver, se encontró con un pequeño dogo de nariz chata y ojos saltones que lo miraba furioso.

—¡Guau! ¡Guau!

Los ladridos eran ensordecedores.

—Chist —susurró Tom—. Vete.

El doguillo retrocedió un poco, bajó sus orejillas recortadas y, luego, ladró aún más fuerte.

—¡Guau! ¡Guau! ¡Grrr!

El perro podía ser pequeño, pero era francamente escandaloso. Justo entonces, se abrió una ventana y Lotus se asomó por ella.

—¿Zeus? —gritó—. ¡Zeus!

—¡Grrr! ¡Guau! ¡Guau! —ladró Zeus, más alto que nunca.

Definitivamente, era hora de poner pies en polvorosa. Con Zeus zumbando como una avispa detrás de él, Tom corrió a esconderse entre los tejos, procurando que no lo vieran desde las ventanas de la casa.

—¡Zeus! —Zeus, el perro furioso, no estaba dispuesto a darse por vencido.

Tom corrió aún más aprisa y, justo cuando estaba llegando al final del césped, antes del seto de laurel, vio una gran sombra en el suelo por delante de él. Al principio, creyó que era un avión, pero de repente oyó un fuerte aleteo y los gruñidos de Zeus se convirtieron en agudos gemidos. Ocurrió todo tan deprisa que Tom no se atrevió a volverse y solo cuando estuvo oculto en el seto miró atrás para ver a Zeus corriendo hacia la casa, gañendo de miedo. ¿Qué había sucedido? Al perro debía de haberlo asustado algo: ¿el qué? Tom jadeaba tanto que no podía pensar, pero había una frase ametrallándole el cerebro, diciendo «¡Vete ahora mismo de aquí!». ¿Vete ahora mismo de aquí? Tom estaba convencido de que alguien se la acababa de susurrar, alguien que estaba muy cerca… ¿quién…? ¿Qué…?

Tom no quiso quedarse para averiguarlo. En vez de regresar por donde había venido, se abrió paso entre los matorrales hasta el muro que rodeaba la casa. Encaramándose al tronco de un magnolio, fue desplazándose por la rama más baja hasta donde se atrevió. Luego miró abajo. Seguía estando a más de tres metros del suelo. Solo tenía que desplazarse un poco más para bajarse… de pronto oyó el ronco rugido de un coche subiendo la cuesta en su dirección. ¿Podía ser…?

¡Crac! Alzó la vista y vio que la rama se estaba combando de un modo alarmante. Apenas tuvo tiempo de soltarse antes de oír un fuerte chasquido y caer al suelo como un peso muerto, con la rama desplomándose ruidosamente junto a él.

Se levantó, se metió las sucias manos en los bolsillos y comenzó a alejarse rápidamente colina arriba, escondiendo el mentón en el cuello de la chaqueta. El coche que tenía detrás redujo la velocidad. «No te vuelvas». Era don Gervase, tenía que ser él. Lotus debía de haberlo visto y el juego había terminado. Tom se concentró en las grietas del muro que tenía delante y apretó el paso. «No te vuelvas». Oyó una ventanilla eléctrica bajándose. «¡No te vuelvas!».

—¿Va todo bien, hijo?

Al otro lado de la calle había dos oficiales de policía sentados en un coche patrulla, mirándolo con recelo. Tom sonrió tan inocentemente como pudo.

—Sí. Voy… Solo voy… y esto… a casa —dijo esforzándose por ignorar su corazón, que parecía a punto de salírsele del pecho. El policía con bigote se fijó en su jersey sucio y sus pantalones embarrados.

—Menuda caída, ¿no?

—Sí… estooo… esta es la casa de mi amiga. Estábamos jugando —explicó Tom con voz entrecortada.

—¿Jugando? —repitió Bigotes.

—Sí —mintió Tom.

Bigotes enarcó las cejas y Tom se removió incómodamente en su sitio.

—Catcher Hall está vacía, ¿no? —dijo el otro oficial con cara de niño.

—No, no lo está —se apresuró a responder Tom—. Hay…

Justo entonces, una gran sombra pasó por encima del coche y, al alzar la vista, los dos policías vieron un objeto del tamaño de un ala delta sobrevolando los árboles.

—Puede que sea nuestro pájaro, señor —opinó Cara de Niño.

Bigotes hizo una mueca.

—En efecto, Moon —dijo, y miró largamente a Tom por última vez—. No es conveniente enredar en los jardines de otras personas, ¿sabes?

El coche patrulla se alejó despacio y Tom se quedó donde estaba y esperó hasta haberlo perdido de vista. Tenía la sensación de que, por esta vez, se había librado de una buena, aunque no estaba seguro de cuál había sido su delito.

Cuando llegó al Museo Scatterhorn, ya era de noche. Había tardado en volver a propósito, esperando no tener que sumarse a la merienda con don Gervase, y cuando entró por la puerta lateral le alivió ver que el Bendey marrón chocolate ya no estaba aparcado fuera. Ahora, lo único que tenía que hacer era pensar en algo convincente que explicar a tío Jos. A fin de cuentas, su misión no había sido un éxito; ni siquiera había entrado en Catcher Hall, y difícilmente podía admitir que un perrillo furioso lo había echado de la propiedad. Aunque, por otra parte, estaban Lotus y sus acrobacias, eso sí era insólito… Respirando hondo, abrió la puerta de la cocina y encontró a Jos y a Melba sonriendo beatíficamente, sin ningún motivo aparente.

—Hola —dijo Tom quitándose el jersey.

Jos y Melba solo se rieron tontamente: a lo mejor estaban ebrios. En la mesa, delante de ellos, Tom vio los restos de una enorme tarta de chocolate.

—Tom, acabas de perderte un festín —dijo Jos, y alzó la mano.

—Tu tía y yo nos declaramos culpables de ser unos tragones.

—Sin duda —añadió Melba bamboleándose ligeramente—, esta es la mejor tarta de chocolate que he comido en mi vida.

Se inclinó sobre la mesa y cogió unas cuantas migajas del gran plato que Plancton estaba dejando limpio como una patena. Tom se fijó en que hasta la rata parecía un poco inestable.

—Toma un poco, chaval, antes de que esa rata glotona se lo coma todo —bufó Jos, quien, ensartando un trocito de tarta con la punta de su cuchillo, se lo ofreció. Tom lo cogió entre los dedos y se lo metió en la boca. De inmediato, la tarta se disolvió en una incomparable gama de sabores. Supo a naranja, lima, canela, helado y, sobre todo, a chocolate. Chocolate puro, dulce y concentrado, distinto a cualquier cosa que él hubiera probado.

—¿Y bien, chaval?

—Es increíble.

—Don Gervase insistió mucho en que debías probar la tarta —dijo Jos—, pero me temo que Melba se ha comido más de la mitad ella sola.

—Esa Gloria es una artista y una maga —observó Melba arrastrando las palabras—. Y pensar que don Gervase ni tan siquiera puede olerlo, y aún menos probarlo.

—No sabe lo que se pierde.

«Quizá sí lo sepa —pensó Tom—. Quizá conozca perfectamente los efectos de la tarta de Gloria». Y reconoció aquel olor embriagador: era el mismo que salía por la ventana de Catcher Hall; un olor tan bueno que uno se lo quería comer. No era de extrañar que los dos parecieran ebrios.

Jos bostezó ruidosamente.

—Señor, Señor —dijo—, hora de irse a la cama, creo. Melba, ¿qué dices tú?

Melba no respondió; los ojos ya se le habían cerrado.

—¡MELBITA! —rugió Jos.

Sobresaltada, Melba alzó bruscamente la cabeza y abrió los ojos como si estuviera soñando.

—¿Sí, querido?

—¡Hora de acostarse, bomboncito mío!

—¡Que Dios nos asista! ¿Ya es esa hora? —dijo ella poniéndose de pie con esfuerzo. Tom miró el reloj de pared; ni siquiera eran las siete.

—Bien —masculló Jos de camino a la puerta—. Tom, tú puedes hacer la primera guardia esta noche.

—Tío Jos —dijo Tom en voz baja mientras Jos se agarraba al picaporte para afianzarse—. Mi visita a Catcher Hall ha sido interesante.

Jos lo miró sin comprender. Era obvio que se había olvidado por completo del encarguito que le había hecho.

—Buen chico. Así se hace. Asegúrate de contármelo todo —bostezó ruidosamente— mañana.

Lo que llevaba aquella tarta debía de ser fuerte, pensó Tom. Aunque solo se había tomado un pedacito, también él notó que se le cerraban los ojos. Despacio, subió por las estrechas escaleras que conducían a la buhardilla, aferrándose al pasamanos para no caerse. A cada paso que daba, la temperatura parecía disminuir varios grados y el frío cada vez mayor fue despabilándolo. Cuando llegó a la portezuela de su cuarto, ya volvía a estar completamente despejado. Al abrirla, lo azotó una ráfaga de aire que casi le cortó la respiración. La luna entraba a raudales por la ventana abierta y el fuerte viento estaba levantando las cortinas. Era como entrar en un congelador. Maldiciendo en voz alta, Tom fue a la ventana y la cerró. ¿Por qué estaba abierta siempre que él subía a su cuarto?

Enfadado, se volvió para mirar la estrecha cama combada, cubierta de finas mantas, y se preguntó cómo iba a conseguir dormir sin pasar frío aquella noche. Jos jamás lo entendería. ¿Cómo habría de hacerlo? Tenía abundantes reservas de lo que él llamaba «aislamiento natural»; en otras palabras, era una foca bien acolchada. No notaba el frío, ni Melba tampoco, por lo visto. Pero Tom sí, no podía evitarlo. Tenía una constitución delgada y fibrosa, como la de sus padres, y carecía por completo de aislamiento natural. Hurgando en su bolsa, sacó otro par de pantalones y otros dos pares de calcetines. A continuación, buscó su grueso forro polar negro y un gorro marrón de esquiar que su madre le había regalado. Luego cogió todas las mantas y se envolvió en ellas como un capullo. Aquello estaba mejor. Tendido boca arriba, respiró despacio y observó el vaho de su aliento flotando en la oscuridad.

Durante diez largos minutos se esforzó por conciliar el sueño. Pero el frío no se lo permitía y tenía la mente activadísima. Puede que la tarta hubiera drogado a Jos y a Melba. Puede que don Gervase tuviera algo planeado para aquella noche… suponiendo que hubiera algo vivo en el museo cuya existencia Jos desconocía… ¿no debería Tom ir a averiguarlo? No lo sabía. Cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa. Despacio, otra escena comenzó a dibujársele en la mente: su padre acampado al borde de un bosque inmenso y su madre caminando en su dirección, contra el viento. Estaban allí, los dos, y Tom se preguntó, pese a no quererlo, si alguna vez volvería a verlos. ¿Lo haría? Tampoco sabía la respuesta a aquella pregunta.

Media hora después, el frío se había colado bajo las mantas y a Tom le castañeteaban los dientes de forma incontrolada. Aquel cuarto era probablemente el lugar más frío en que había estado nunca. Se incorporó y miró la ventana. ¡Volvía a estar abierta! La luz lunar entraba a raudales y las cortinas estaban ondeando al viento. Se levantó rápidamente y, envuelto en todas las mantas, fue brincando hasta la ventana y la cerró por segunda vez. Cuando volvió a acostarse, vio que era absurdo intentar dormirse; hacía demasiado frío. ¿Qué era lo que siempre le decía su madre?

—Si estás desvelado —se susurró en voz alta—, levántate y…

—Haz algo.

Tom parpadeó. Había estado a punto de decir «Haz algo», pero no lo había hecho. Lo había dicho otra persona. Se quedó mirando la pared, con los ojos abiertos como platos. Alguien había dicho «Haz algo» en aquel cuarto; estaba seguro. Abrió aún más los ojos y aguzó el oído. Nada. Luego, muy despacio, se dio la vuelta en la cama y miró a su alrededor. Las cajas de libros y los montones de periódicos estaban donde siempre, sombras en la penumbra. Bien. La ventana estaba cerrada. Bien. En la esquina, al final de su cama, había un paraguas grande colgado de la pared. Bien. Un momento.

¡Un momento!

Le dio un vuelco el corazón. ¿Un paraguas grande? ¡En aquel cuarto no había ningún paraguas grande! Volvió a mirarlo y vio que no era un paraguas. Era la inconfundible silueta de un pájaro, y de un pájaro enorme, además. Un águila. Y el águila lo estaba observando con sus feroces ojos amarillos.

—Haz algo.

El pájaro cambió el peso de una pata a otra. ¿Lo había dicho él? No, eso era imposible. Tom se preguntó si no estaría soñando. A lo mejor lo estaba. Muy despacio, salió de la cama y, andando de espaldas, fue cautelosamente hacia la puerta.

—Haz algo.

El acento parecía extranjero… ¿cómo? El enorme pájaro dejó su percha y se posó torpemente en el centro del cuarto. Era más alto que Tom y comenzó a caminar amenazadoramente hacia él.

—Ve abajo, chico.

Tom corrió rápidamente el pestillo y huyó por las escaleras tan aprisa como pudo. Irrumpiendo en la cocina, se encerró dentro. Intentó recobrar el aliento cerrando los ojos.

«Contrólate. Es una pesadilla. No es más que una pesadilla».

—Volvemos a encontrarnos.

Tom alzó la vista. Posada en una silla de la cocina, junto a la ventana abierta, estaba el águila.

—Te has equivocado de habitación.

Tom notó que se le ponía la piel de gallina y le entraron unas ganas tremendas de vomitar. ¿Qué estaba sucediendo? Abriendo bruscamente la puerta, salió al pasillo y corrió hasta la gran puerta de caoba que había al final. Bajó el pesado pestillo de latón, empujó con fuerza y la gran puerta se abrió sin hacer ruido, como por decisión propia. Detrás de ella acechaba el museo, negro como el carbón y en silencio. ¿Debía seguir adelante?

Se quedó en el umbral, con las sienes palpitándole. No quería volver a encontrarse con aquel lobo, o lo que fuera, de ninguna de las maneras. Pero ¿qué diablos estaba haciendo en su cuarto aquella enorme águila parlante? Juraría que lo estaba persiguiendo.

—Esto está mejor.

Tom miró el pasillo y se quedó paralizado. El águila había salido de la cocina y lo estaba fulminando con la mirada.

—Muchísimo mejor.

Desplegando sus enormes alas hasta rozar las paredes, comenzó a andar por el pasillo. Después de aquello, a Tom no le cupo ninguna duda de que lo estaba persiguiendo.

—N-n-no… —susurró—, por favor…

—¡Mueve el trasero! —refunfuñó el águila apretando el paso.

«¿Mueve el trasero?». Tom fue presa del pánico. Entró en el museo sumido en la oscuridad, se apoyó en la pesada puerta y empujó con todas sus fuerzas. Despacio, la puerta comenzó a moverse hasta cerrarse. Tom esperaba que volviera a abrirse de golpe en cualquier momento y apareciera el águila, pero no sucedió nada. Oyó arañazos, luego un chasquido metálico. Sofocó un grito: ¡el águila lo había dejado encerrado dentro del museo!

¿Qué debía hacer ahora? ¿Gritar para despertar a Jos? Era imposible que lo oyera. ¿Intentar llamar a la policía? Probablemente, no había ningún teléfono. Y, además, ¿qué iba a decir? «Disculpe, señor, pero es que un enorme pájaro parlante me ha dejado encerrado en el museo». Maldijo en voz baja. No, eso tampoco daría resultado. Iba a tener que esperar. Esperar hasta la mañana siguiente, cuando Jos le abriera la puerta. Tenía que pasar la noche en el museo. No había otra opción. Ninguna otra opción. Respirando hondo, palpó la pared con las yemas de los dedos y se internó a tientas en la oscuridad.