4 Los visitantes

De pronto se desató el caos.

—Supongo que voy a tener que dejarlos pasar —refunfuñó Jos, paseándose de arriba abajo por delante de la gran puerta de la casa—, aunque estoy a un tris de no hacerlo.

—Yo creo que tal vez deberías —sugirió Tom, mientras observaba a don Gervase frotarse impacientemente las manos al otro lado de la puerta.

—Maldita sea —murmuró Jos, hurgando frenéticamente en los grandes bolsillos de su bata—. Mi padre se revolvería en su tumba si lo supiera. —Tom vio cómo caía al suelo una lluvia de lápices, alambres y cortezas de pan.

—¿Puedo ayudarte?

—¡La llave, chaval! La condenada llave de la puerta.

Tom echó un vistazo a la puerta y vio que había una vieja llave de acero con un ornamentado llavero insertada en la cerradura. Parecía Uevar mucho tiempo allí.

—¿Es esa?

Jos miró por encima de sus gafas.

—¡Esa misma! —gritó mientras le quitaba el polvo—. ¿Dónde diablos estaba?

—En la puerta.

Jos lo miró con cara de sorpresa.

—¡Sí, por supuesto que sí! —Y empezó a forzar la cerradura.

—Espera. ¡ESPERA!

Al volverse, Jos vio a tía Melba, de pie en el pasillo, a oscuras.

—¿Qué? —gritó—. ¿Qué?

Melba se quedó mirando ajos, en bata y zapatillas, con el ralo pelo de punta y las gafas rotas y torcidas. Parecía medio loco.

—La bata, querido, quizá…

Entonces Jos reparó en lo nervioso que estaba.

—Claro, sí. Por supuesto —resopló. Se quitó la vieja bata de rayas y se la arrojó a Tom, que la cogió con ambas manos—. Un Scatterhorn tiene que estar siempre en su mejor forma cuando se enfrenta a un Catcher.

—Ese es mijos —dijo tía Melba sonriendo con orgullo.

—Una cosa, Tom —refunfuño Jos mientras giraba el picaporte—, que los deje entrar no significa que nos caigan bien. Son Catcher, ¿recuerdas?

La gran puerta crujió y rechinó al abrirse, y en el recibidor entraron las dos personas más extrañas que Tom había visto en su vida.

—Buenos días —dijo don Gervase con voz grave, dando a Jos un afectuoso apretón de manos e inclinando mucho la cabeza—. No tengo palabras para decirle cuánto me complace conocer por fin a los Scatterhorn.

Don Gervase era un hombre asombrosamente alto. Tenía los hombros rectos y estrechos y la cabeza extrañamente bulbosa. Incluso doblado por la mitad continuaba siendo más alto que tío Jos, quien, a su lado, parecía un enanito de jardín. Iba impecablemente vestido con un largo abrigo de lana gruesa, unos pantalones negros de franela y unas botas de montar muy bien lustradas. Tom no pudo evitar fijarse en que tenía los pies pequeñísimos y en que, pese a su estatura, daba la impresión de querer parecer más alto aún poniéndose de puntillas.

—He oído hablar mucho de ustedes —dijo sonriendo cautivadoramente—. Permítanme que les presente a mi hija, Lotus.

Y, a una seña de sus largos dedos, la niña de pelo oscuro con un abrigo blanco de piel de serpiente se adelantó. Se movía elegantemente, como un gato, y con una gran inclinación de cabeza tendió a Jos su mano enfundada en un guante blanco.

—¿Qué tal está, señor Scatterhorn? —dijo en voz baja.

Tío Jos se había quedado mudo de asombro. ¡Cuánta ceremonia! Qué raras eran aquellas personas, incluso para ser unos Catcher.

—¿Qué…? ¿Qué… tal…? —Intentó terminar la frase, pero solo alcanzó a emitir un leve suspiro. Se hizo un incómodo silencio mientras todos esperaban educadamente a que recuperara el habla.

—Bueno, bueno —dijo don Gervase entrelazando las manos—. Una oportunidad para ver personalmente el museo. Qué gran placer.

Al volverse, vio a Tom detrás de la puerta, aún con la bata en las manos.

—Vaya —dijo altivamente—. ¿Y tú quién eres?

—Tom Scatterhorn.

—Tom Scatterhorn, ¿eh? —repitió el hombre alto entornando los ojos hasta casi cerrarlos. Se agachó para mirarlo mejor y Tom se fijó en que su gran frente abombada estaba dividida por un profundo surco vertical que partía del entrecejo y se perdía en el cuero cabelludo.

—¿Y qué es lo que haces?

Incluso en la penumbra, sus lechosos ojos amarillos lo atrajeron como imanes.

—Estoy… estoy pasando unos días aquí con tío Jos —farfulló Tom.

—Así que es tu tío, ¿no?

—No, no… no es exactamente mi tío, pero yo… nosotros, o sea, mis padres… esto… lo llaman tío Jos.

—Oh, entiendo —susurró don Gervase acercándose un poco más a Tom—. Pero eres un Scatterhorn.

Tom vio que tenía los dientes pequeñísimos y casi negros. Instintivamente, se alejó de él apoyándose en la pared.

—Oh, sí —admitió incómodamente—. Sí, soy… soy un Scatterhorn, sí.

—Bien, joven Tom —dijo don Gervase en voz baja, cogiéndole la mano con sus dedos largos y fuertes—. Tengo muchísimas ganas de hacerme amigo tuyo. —Le dio un educado apretón de manos—. Más tarde, tal vez, quizá puedas enseñarle este sitio a mi hija. Mi conversación le parece… algo aburrida.

Lotus le sonrió hoscamente.

—¿Es usted… nieto de August?

Para entonces, tío Jos se había recobrado lo bastante como para pronunciar palabra.

—No exactamente —respondió don Gervase—. Su hermano se casó con mi tía abuela, creo. No, quizá eran primos. Sí, algo así. Familia política, ya sabe, un auténtico lío. Una familia numerosísima. Peruanos. Mucha gente. Nunca supe muy bien quién era quién.

Don Gervase intentó disimular su evidente confusión con una sonrisa y tío Jos lo miró con suspicacia. De pronto recordó que el tal don Gervase Askary era un Catcher. Y uno nunca podía fiarse de un Catcher.

—Es un poco complicado —añadió don Gervase—, pero todos conocíamos la existencia de August Catcher y su famoso museo.

—El Museo Scatterhorn —dijo una fría voz desde el pasillo—. Es el Museo Scatterhorn, de hecho.

Tía Melba emergió de las sombras como un fantasma.

—La señora Scatterhorn, ¿me equivoco? —preguntó don Gervase tendiéndole la mano, gesto que Melba optó por obviar.

—¿Así que han venido a vivir a Catcher Hall? —preguntó en un tono glacial.

—Así es. Y qué lugar tan increíble.

Melba asintió secamente con la cabeza y don Gervase le sonrió con educación.

—Alguien de la familia tenía que hacerse cargo —continuó—. Siempre había soñado con que un día sería yo, pero nunca creí que fuera a tener esa oportunidad, hasta el año pasado, cuando —se quedó callado y miró a Lotus de soslayo, quien bajó obedientemente la cabeza— mi amada esposa se nos fue.

—Vaya —dijo Melba, empezando a ablandarse de pronto—. Lo siento mucho.

—Fue horroroso —dijo don Gervase con profundo sentimiento—. Madame, desde el accidente, a Lotus y a mí nos ha costado encontrar algún sentido a la vida.

Y, con aquello, miró tristemente al suelo. Lotus sorbió por la nariz, en una muestra de apoyo a su padre.

—Sin duda —dijo ásperamente Jos, temiendo que don Gervase se pusiera a llorar en cualquier momento—. Bueno, ¿qué le parece si…?

—Pensamos —lo interrumpió don Gervase—, pensamos en venir aquí y volver a empezar —dijo sacándose un pañuelo pulcramente planchado del bolsillo del abrigo con el que se enjugó los ojos con mucha delicadeza—, lejos de tantos recuerdos.

—¿Té? —preguntó azorada tía Melba.

—Café, si no le importa —se apresuró a responder don Gervase.

Melba volvió a meterse en la cocina, aliviada de haber encontrado una excusa para escapar. A aquellas alturas, don Gervase parecía profundamente desgraciado. Era una actuación muy convincente, desde luego.

—Bueno, señor Askary…

—Don Gervase, por favor…

—Don… esto… Gervase —farfulló Jos entrelazando las manos e intentando cambiar el rumbo de la conversación—, dado que ha venido de tan lejos, estoy seguro de que echar un vistazo a la obra de August Catcher lo animará.

—Estaba deseando oírle decir eso —dijo don Gervase, conteniendo un sollozo—. La taxidermia siempre me ha fascinado, sobre todo la de August. Fue un genio, creo. —Dobló el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo.

—Cómo envidio el dominio de las emociones que tienen en su cultura, señor Scatterhorn.

—No hay para tanto, amigo —dijo Jos aliviado—. Venga… Oye, Tom, ¿por qué no te llevas a Lotus arriba y le enseñas la sala de las aves?

Y ahí se separaron. Tom y Lotus subieron las escaleras y entraron en una sala larga y lúgubre bordeada de paisajes^que contenían aves de toda índole. Anduvieron en silencio durante un rato mientras Lotus miraba atentamente los avetoros en su nido y el gran río repleto de tarros blancos y martines pescadores. Se detuvo frente a una gran arpía de aspecto triste posada en un árbol muerto.

—Conozco esta ave —dijo en voz baja—. Vive en la selva lluviosa.

—¿Oh? —respondió educadamente Tom mirando el rótulo—. Aquí dice que come serpientes.

—Así es —afirmó Lotus—, pero sobre todo perezosos, y también guacamayos, como ese de ahí.

Lotus cruzó la sala y se detuvo delante de un pequeño guacamayo azul grisáceo posado en una percha.

—Un guacamayo de Spix —dijo sin siquiera mirar el rótulo—. En la selva no hay ninguno.

—¿No?

—No. Está extinto en su hábitat natural. —Lotus lo estudió con mucha atención—. Ahora solo vive en cautividad. Raro, ¿no? Que algunas cosas sobrevivan y otras… no.

—¿Qué quieres decir?

Lotus lo miró fijamente. Tom advirtió que tenía los ojos del mismo tamaño y color que su padre y, de inmediato, se sintió bastante incómodo.

—Quieres saber qué pasó, ¿verdad? ¿Te lo cuento?

Tom no supo a qué se refería; pensaba que Lotus iba a hacerle una disertación sobre el guacamayo. Entonces vio un atisbo de sonrisa en sus labios.

—Mi madre, claro está.

—Oh. Sí —dijo Tom bajando la vista—. Lo siento…

—No lo sientas —respondió ella con frialdad—. Tendríamos que haber muerto todos, de hecho.

Tom no dijo nada; ahora sentía mucha curiosidad. Lotus se puso a andar y se detuvo delante de una vitrina que contenía búhos chicos.

—Hace un año más o menos —comenzó a explicar—, fuimos a visitar la plantación de cacao de mi tío en el norte de Perú. Mi padre es piloto, ¿sabes?, y conducía nuestro avión conmigo delante y mi madre, mi tía y mis dos hermanos menores detrás. Mientras sobrevolábamos la selva lluviosa, se desató una tormenta tropical. El cielo se volvió negro y no se veía nada. Entonces, recuerdo una luz deslumbrante y ¡PUM!

Miró a Tom desde el otro lado de la vitrina y le complació ver que estaba captando toda su atención.

—¿Qué pasó? ¿Os…?

—Nos alcanzó un rayo —dijo ella sin inmutarse— y el motor se incendió. Luego, se paró por completo. Caímos en picado desde tres mil metros de altura, derechos a las profundidades de la selva tropical. —Pasó el dedo por el borde de la vitrina y se acercó al cristal para examinar las bisagras—. El avión, claro está, se hizo pedazos al estrellarse contra las copas de los árboles.

Tom la estaba mirando con mucha atención y le pareció ver una nota de triunfo en sus lechosos ojos amarillos.

—Murieron todos —añadió ella chasqueando los dedos—. Todos salvo mi padre y yo.

Tom se quedó atónito. Jamás había conocido a nadie que hubiera sufrido un accidente de aviación y aún menos salido de él con vida. Y entonces se dio cuenta de que debía decir algo compasivo.

—Caramba, eso es… esto… es horroroso. Y… ¿qué hicisteis luego?

—Oh, en la selva lluviosa hay mucho que comer, ¿sabes? —dijo Lotus, dirigiéndose a una pequeña vitrina de cucaburras—, toda clase de criaturas, habitantes del suelo selvático.

—¿Como cuáles?

—Ranas, ciempiés gigantes, tarántulas, ese tipo de bichos.

Tom se estremeció de solo pensarlo.

—Y de la selva siempre se puede salir, si se sabe cómo.

—¿Con un mapa?

—Nosotros no teníamos mapa —respondió Lotus—, no lo necesitábamos. Seguimos las gotas de lluvia.

—¿Las gotas de lluvia?

—Si sigues las gotas de lluvia, descubrirás que acaban formando pequeños arroyos. Los pequeños arroyos se convierten en grandes arroyos, y los grandes arroyos en grandes ríos. Y así es cómo, al final, encuentras gente y ellos te rescatan.

Miró a Tom y vio que estaba muy impresionado. Parecía bastante satisfecha de su explicación.

—Y… ¿y fue así como salisteis? —dijo Tom por fin.

Lotus asintió con la cabeza.

—Tardamos dos meses. Entonces, unos pigmeos nos encontraron con su canoa, y cuando volvimos a casa lo vendimos todo y vinimos aquí.

Tom silbó entre dientes. Menuda historia, si bien había algo en su forma de contarla que no terminaba de creerse… O quizá estuviera siendo demasiado suspicaz.

—Creo que ya he visto bastante —dijo Lotus tras echar una última ojeada a la sala y fijarse en el tragaluz roto—. ¿Bajamos? —Y, sonriendo, salió resueltamente de la sala.

Cuando Tom abrió la puerta de la pequeña cocina amarilla, le sorprendió encontrarse con una tertulia.

—Aquí llega la nueva generación —bramó don Gervase, que sentado a la mesa enfrente de Jos y Melba. Ambos parecían diminutos en comparación con su delgado y largo cuerpo.

—¿Te ha llamado la atención algo en concreto, cariño?

—Oh, sí, papá —respondió dulcemente Lotus—. Las aves son fascinantes. También hay muchas que están extintas.

—Bien. Yo estoy encantado. Mira, Jos, aquí tienes a otro Catcher hechizado con tu museo. Oye —dijo melosamente—, ¿no crees que ya va siendo hora de que los Scatterhorn y los Catcher enterremos el hacha de guerra?

—¿El hacha de guerra?

—¡Exacto! ¡Hagamos las paces! ¿Cuánto tiempo llevamos peleados?

Tío Jos silbó entre dientes, alzó la mirada e hizo un rápido cálculo mental.

—Cuatro siglos más o menos.

—¡Cuatro siglos! Ya es hora de que olvidemos el pasado. Al fin y al cabo, el Museo Scatterhorn, la obra de tu vida, es un monumento a nuestras dos familias, ¿no?

—En efecto —resopló Jos cruzándose de brazos. Eso no podía negarlo.

—Entonces, dado que vamos a ser vecinos a partir de ahora, personalmente no veo ningún motivo para continuar peleados. Y, además de visitar la colección, lo cual ha sido francamente instructivo para mí, ya he dicho lo que había venido a decir.

Sonriendo, les enseñó sus dientecillos cariados y se levantó para marcharse, tocando casi el techo con la cabeza.

—Madame —susurró—, el café era excelente.

—Gracias —dijo Melba sonriendo tontamente, derribadas ya todas sus defensas.

Don Gervase se encorvó y salió al pasillo seguido de Lotus. Al llegar a la puerta del museo, se detuvo como si acabara de recordar algo.

—¿Señora Scatterhorn?

—Melba, por favor.

—¿Melba? Vaya… qué nombre tan bonito. Bastante… envolvente. Melba, en el país del que yo vengo, es costumbre corresponder un detalle con otro y me encantaría traerte un regalito mío. ¿No te gustará la tarta de chocolate, verdad?

—Le chifla —gritó Jos.

—Entonces, tengo una sorpresa para ti, princesa —declaró don Gervase, volviéndose para mirarla. Melba se ruborizó; hacía veinte años que nadie la llamaba «princesa»—. Mañana te traeré un regalo. Gloria, mi ama de llaves peruana, hace tartas de chocolate utilizando una vieja receta india. Naranjas, canela, tila y una pizca de guindilla.

—¡Cielos! —Melba entrelazó las manos anticipándose.

—Puede que tenga un olor penetrante —añadió don Gervase—, o eso me han dicho, ya que debo confesar que tengo muy poco olfato. Pero no dejes que eso te disuada. Es espectacular.

—Hasta mañana entonces —dijo Jos abriendo la puerta.

—Así es. ¡Venga, Lotus!

Don Gervase chasqueó los dedos y bajó brincando las escaleras hacia el flamante Bentley marrón, donde lo esperaba un hombre fornido sosteniéndole la puerta.

—Gracias, Humphrey —bramó don Gervase al subirse al coche.

Humphrey, que parecía un dios inca y estaba obviamente muy incómodo con su traje de tweed de pata de gallo, asintió secamente con la cabeza.

—Adiós, señor y señora Scatterhorn —dijo Lotus sonriendo y tendiéndoles la mano—. He disfrutado mucho.

—Ha sido un placer conocerte, cielo —gorjeó Melba. Lotus miró a Tom y le tendió la mano, quien se la estrechó sin ningún entusiasmo.

—Adiós, Tom. Ven a verme algún día. Ya sabes que eres mi único amigo en Dragonport.

Tom sonrió nerviosamente y bajó la mirada.

—Han sido todos muy amables.

Tom, tío Jos y tía Melba se quedaron en el umbral de la puerta, hasta que Humphrey cerró la pesada puerta detrás de Lotus.

—No te fíes nunca de un Catcher —dijo Jos entre dientes cuando el Bentley se puso roncamente en marcha. Don Gervase les sonrió y les dijo adiós con la mano.

—Pues a mí me ha parecido encantador —dijo Melba, sonriendo y devolviéndole el saludo—. Tiene una pinta rara, desde luego, pero es encantador.

Por su parte, Tom no sabía qué pensar. No podía olvidar aquellos lechosos ojos amarillos que parecían haberle atravesado el cráneo, horadándole el cerebro.

—Busca algo, no lo dudes —dijo Jos de vuelta en el museo, sentándose pesadamente en las escaleras—. Solo me pregunto qué diablos será —añadió mirando las vitrinas que lo rodeaban. Y no dijo nada más.

Las preguntas que había suscitado la visita de don Gervase se negaban a desaparecer. Después de la merienda, Jos decidió hacer una lista. En un lado, encontró diecisiete razones por las cuales la enemistad de varios siglos entre los Scatterhorn y los Catcher no debería concluir nunca, frente a una única razón por la cual debería hacerlo, y hasta eso se lo sugirió Melba.

—Don Gervase tiene el dinero —dijo mientras tejía un par de manoplas. Esa era la verdad. El dinero parecía que era la clave de todo. Sin él, el museo no podía abrir, el tejado no podía repararse, la calefacción no podía encenderse y, lo más importante de todo, los animales no podían recuperar su anterior esplendor. Tío Jos se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando la larga lista de agravios que tenía delante.

—No soy quisquilloso. Cualquier benefactor servirá. Siempre y cuando sea inmensamente rico y le interese la taxider-mia, como…

—A don Gervase —repitió Melba sin dejar de hacer punto.

—¡Pero es un maldito CATCHER!

Jos exhaló ruidosamente.

—Y me da muy mala espina. No, trama algo, ellos siempre lo hacen. ¿No tendrás tú algo de dinero para tus gastos, Tom?

Tom sonrió y negó con la cabeza.

—¿Nada de nada? Maldita sea. Ni comida ni dinero. ¿Qué os dan a los niños de hoy, eh?

—Anda, vete a la cama —dijo dulcemente Melba, dejando la labor y dándole una bolsa de agua caliente—. Y llévate esto, porque vas a necesitarlo.

—Gracias —respondió Tom agradecido.

—Imagino que ya habrás oído bastantes disparates por hoy.

—Deja que te acompañe a tu cuarto, chaval —dijo Jos levantándose y saliendo al pasillo—, y demos a ese condenado radiador una última oportunidad.

Delante de Tom, Jos subió pesadamente las desvencijadas escaleras que conducían a su minúscula habitación. Al entrar, se encontró con que la ventana estaba abierta de par en par. Hacía tanto frío como en un depósito de cadáveres.

—Esto no ayuda, ¿verdad? —murmuró salvando el camino de obstáculos formado por los cajones de embalaje y cerrándola bien.

Tom tiritó. Hacía tanto frío que apenas podía hablar.

—Vamos a ver. —Jos se agachó y, ladeando la cabeza, pegó la oreja a la calefacción, en cuyo interior se oía un débil repiqueteo—. Veamos si puedo engatusar a esta señorita para que resucite. —Le dio dos golpecitos con el dedo y puso el oído.

—Agua hay —dijo resollando—, solo que no circula. Aquí, ¿qué pone?

—No estoy seguro —respondió Tom, no sin antes forzar la vista para leer las diminutas letras que había en el mando oxidado del radiador—. Parece otro idioma.

—Probablemente holandés, Tom. El radiador fue recuperado de un dragaminas. Es uno de los que puso mi padre. Estaba en la sentina —dijo, y empezó a desenroscar el mando. Se oyó un débil silbido que fue aumentando de volumen hasta que, ¡puf! De pronto salió una fuentecita del radiador y Jos tapó inmediatamente el tubo con el dedo.

—Bueno, agua hay. Ya es algo. Bien. —Jos se palpó los bolsillos con la mano libre—. Las gafas…

—¿En la cocina? —sugirió Tom.

—No, no, antes de eso. Deben de estar en el museo en alguna parte.

Tom se quedó un momento pensando.

—En las escaleras quizá, ¿donde te has sentado?

—Eso es, chaval. ¿Te importa? Sal por la puerta, ve a la izquierda por el pasillo y síguelo hasta la sala principal.

—De acuerdo.

—Y no tardes mucho o vas a necesitar unas gafas de buceo.

—No lo haré —gritó Tom, bajando rápidamente las escaleras y girando por el oscuro pasillo que conducía a la gran puerta de caoba. Al bajar el pesado pestillo de latón, la encontró abierta, con el museo agazapado detrás, sumido en la oscuridad. El interruptor de la luz no se veía por ninguna parte. ¿Debía volver para preguntar ajos dónde estaba? «No, no está lejos», se dijo. Sabía adonde ir. Entró cautelosamente en el pasillo y, guiándose por la pared, comenzó a caminar. Cuando hubo dado unos pocos pasos, deseó haber traído la linterna. Estaba todo tan oscuro que apenas podía verse las manos y parecía que sus pies hubieran desaparecido por completo. Podría haber estado caminando por el borde de un volcán y no haberlo sabido. De pronto tuvo la impresión de hallarse muy lejos de las escaleras. Aun así, era mejor que siguiera adelante, antes de que hubiera una inundación.

Continuó avanzando a tientas, pegado a la pared, hasta palpar un frío cristal. Debía de haber llegado a la primera vitrina. Rodeándola, alargó la mano y tocó algo redondo y liso. Esa debía de ser la vitrina abovedada que contenía el árbol repleto de colibríes, pensó, y, mirando en su interior, vislumbró diminutas formas oscuras en una maraña de follaje. Bien, eso significaba que estaba cerca de la sala principal. Sintiéndose más audaz, se apartó de la pared y alargó las manos por delante de él. Un paso. Dos pasos. Tres pasos. ¿Cuánto faltaba? Cuatro… —¡Ahhh!

Tom retrocedió al instante. ¿Qué era aquello?

Respirando con dificultad, volvió a alargar tímidamente la mano y la pasó por el borde de algo peludo hasta palpar lo que podría ser un dedo de una mano. O de un pie. Había otro áspero dedo junto a él. Al alzar la vista creyó ver un largo diente plateado. Debía de ser el gorila, encaramado a su árbol.

«¡Buf!». Respiró hondo. «Está disecado, muerto desde hace mucho». Aun así, no quería toparse con nada más. Poniéndose a gatas, cruzó la sala hasta el pie de las escaleras y se puso a palpar los peldaños hasta rozar con el plástico en el tercero. Allí estaban, las gafas de tío Jos… misión cumplida. Volviéndose, miró el museo, donde vislumbró las sombras de los animales. Aunque, en la oscuridad, si no supiera que eran animales, podrían ser cualquier cosa: un montón de muebles, o piedras, quizá. «Mejor así —pensó—. Finge que son piedras y sal de aquí».

Poniéndose otra vez a gatas, volvió a cruzar la sala hasta el principio del pasillo. Levantándose, lo recorrió a tientas hasta vislumbrar la oscura silueta de la puerta que había al final. Ya casi había llegado, solo unos cuantos pasos más.

Cric-crac, cric-crac, cric-crac…

Tom se quedó paralizado. Aguzó el oído. Escrutó la oscuridad, pero no vio nada.

Cric-crac, cric-crac, cric-crac…

Un sonido rítmico y pausado, procedente del fondo del pasillo. Entonces, el sonido pareció doblar una esquina y, al hacerlo, Tom oyó el roce de algo arañando las losas del suelo.

Cric-crac, cric-crac, cric-crac…

Se estaba acercando.

—¿Hola?

Su voz pareció minúscula cuando reverberó en el museo. De pronto, el sonido cesó. Hubo silencio. Tom notó que se le erizaban los pelos de la nuca. No veía nada, pero tenía la clara sensación de estar siendo observado. ¿Observado por qué? ¡Quizá fuera esa rata! Esa rata con esos ojos rojos tan horribles.

—¿Plancton? —dijo tan alto y tan audazmente como fue capaz. Parecía que el corazón fuera a salírsele del pecho.

—¿Hola? —repitió con más energía esta vez. Los ojos seguían observándolo. Oyó algo moviéndose a solo unos metros de él. Luego tuvo la clara sensación de que una silueta pasaba junto a él por el pasillo. Si hubiera alargado la mano, podría haberlo tocado, fuera lo que fuese. Pero estaba demasiado aterrado.

Cric-crac, cric-crac, cric-crac…

Aguzando el oído, siguió el sonido de las pisadas, que se dirigían por el pasillo hacia la sala principal del museo.

¡Cric!

Otra vez el roce de unas uñas en las losas del suelo. Y en ese momento Tom vio, o creyó ver, la larga silueta gris de un lobo saliendo del pasillo.

Cuando Tom llegó a su habitación, estaba temblando. Tío Jos estaba sentado en la cama, secándose las manos con un trapo, y de pronto Tom se acordó del escape del radiador.

—Parece que, al final, no vas a necesitar gafas de buceo, chaval —dijo alegremente Jos—. Está arreglado. Rosca a izquierdas.

—Oh. Ge-genial.

Cogiendo las gafas, Jos alzó la vista y vio que Tom estaba blanco como el papel.

—¿Te encuentras bien, chaval?

—Sí… estoy… estoy bien —farfulló Tom—. Es solo que ahí abajo está un poco oscuro.

—Efectivamente —dijo Jos sonriéndole—. De noche tiende a estarlo.

Tom apenas fue capaz de sonreír.

—Y la oscuridad le juega a uno toda clase de malas pasadas, ¿no crees?

Tom comenzó a notar que recobraba el color. De pronto estaba empezando a sentirse bastante estúpido.

—Bueno, sé que a mí me las juega —dijo Jos dando unas palmaditas al radiador—. En fin, ahora funciona, así que voy a irme. Gracias por las gafas.

Y se marchó.

Esa noche, Tom tuvo dificultades para conciliar el sueño, acosado por un sinfín de preguntas. ¿Debía creer en lo que no había visto? Y, en cualquier caso, ¿qué había visto? ¿Era el lobo solo producto de su imaginación? Se tapó la cabeza con todas las mantas y, antes de haber encontrado las respuestas, se sumió en una duermevela plagada de animales y espectros. Y en algún punto próximo al centro de aquel calidoscopio de sueños estaba la sombra de un gran pájaro, posado en el alféizar de su ventana, observándolo.