Cuando amaneció, el cielo estaba despejado y hacía frío. Tom se quitó toda la ropa que se había puesto durante la noche y volvió a ponérsela en otro orden para intentar entrar en calor y, cuando bajó a la cocina, encontró a Melba haciendo el desayuno.
—Buenos días, Tom —dijo sonriendo mientras dejaba un voluminoso bocadillo de beicon en la mesa delante de él—. ¿Has dormido bien?
—Sí, gracias… un poco de frío, pero…
—Esa maldita tubería está reventada —murmuró Jos sin dejar de leer el periódico.
—¿Y piensas arreglarla, Jos? —preguntó Melba mientras secaba los platos y los guardaba—. Tom no puede dormir ahí arriba sin calefacción con este tiempo. Aquí ya hace frío, así que imagínate…
Jos dejó el periódico en la mesa y miró duramente a Melba por encima de sus gafas para la vista cansada, una de cuyas varillas estaba sujeta con cinta adhesiva. Tenía los mechones de la calva de punta, como si fueran matojos de malas hierbas.
—Luego me pasaré por la tienda y compraré uno de esos calefactores de aire —dijo lacónicamente—. No son caros.
—Más te valdría reparar la tubería —replicó Melba, estornudando—. Esos aparatos gastan muchísima electricidad, como tú bien sabes.
Jos volvió a esconderse tras el periódico. Tom se quedó callado, masticando su bocadillo de beicon; lo último que deseaba era ser el centro de una discusión. Detestaba las discusiones. Al mirar la contraportada, se fijó en la fotografía de un extraño hombre retratado junto a una suntuosa mansión. Tenía unos ojos descomunales, la nariz fina y puntiaguda y el cabello negro peinado hacia atrás, con un grueso mechón cano en el centro.
«LOS CATCHER SE DISPONEN A REGRESAR A CATCHER HALL —rezaba en titular—, PERO NUESTRO CLIMA NO LES GUSTA». Tom se acercó más al periódico y siguió leyendo:
Catcher Hall, la casa solariega de la familia Catcher, volverá a estar habitada. Durante muchos años, la suntuosa mansión que ocupa la cima de Catcher Hill ha permanecido vacía, pero ahora don Gervase Askary, un pariente peruano de los Catcher, ha decidido trasladarse a la propiedad después de pasarse treinta años dedicado al comercio del cacao. Don Gervase va a necesitar hacer un cuantioso desembolso para devolver a la casa su antiguo esplendor, pero, como dijo ayer alDragonport Mercury: «Este es el hogar de mi familia y estoy dispuesto a gastarme lo que haga falta. Millones, si es necesario, ¡Lo único que me da miedo es la lluvia de este país!».
—¿Quiénes son los Catcher? —preguntó inocentemente Tom. Nada más pronunciar aquellas palabras, sintió que la temperatura de la cocina descendía diez grados. Jos dejó el periódico y lo miró detenidamente.
—¿Por qué lo preguntas, Tom?
—Bueno… es solo que en el periódico hay una fotografía de uno delante de Catcher Hall, eso es todo.
Jos volvió el periódico y miró detenidamente la fotografía. —Don Gervase Askary, un magnate peruano del cacao, ¿eh?— Jos resopló ruidosamente. —Más dinero que sentido común, seguro.
—Desde luego, tiene una pinta rarísima —añadió Melba asomándose por encima del hombro de Jos para verlo mejor—, aunque, por otra parte, es un Catcher, claro está, y no se le pueden pedir peras al olmo. —Suspirando ligeramente, regresó al fregadero—. ¡Pero pensad en todo ese chocolate! Seguro que tiene almacenes llenos… Nam… Creo que, en este caso, podría hacer una excepción —dijo en tono de broma—. ¿Qué opinas tú, Jos?
—Que estás como una cabra —bufó él, levantándose enérgicamente—. Venga, Tom, salgamos de aquí.
Tío Jos salió de la cocina en zapatillas y, sacándose una gran llave del bolsillo de la bata, abrió la pesada puerta que tenía delante.
—¿Quiénes son los Catcher? —volvió a preguntar Tom. Jos sacudió la cabeza y frunció el entrecejo.
—Chaval, necesitas una buena clase de historia —dijo resollando, tras lo cual abrió la puerta y entró en un pasillo lúgubre y estrecho con desgastados grabados de lagartos y serpientes en las paredes.
—Mira —comenzó a decir—, la historia es esta. Dragonport es una ciudad muy pequeña y, durante muchísimos años, solo hubo aquí dos grandes familias, los Catcher y los Scatterhorn. Los Catcher vivían en esa colina —hizo un vago gesto señalando la otra orilla del río— y los Scatterhorn vivían a este lado. Pero nadie recuerda un tiempo en que los Catcher y los Scatterhorn no se odiaran. No podían ni verse.
—¿Por qué? —preguntó Tom apretando el paso para no quedarse rezagado cuando entraron en otro lúgubre pasillo, decorado esta vez con grises grabados de loros.
—¿Por qué? ¿Por qué? Es la tradición, chaval —continuó Jos—. Nombra una guerra, un deporte o una carrera de sacos, cualquier cosa, y puedes estar seguro de que los Scatterhorn y los Catcher han defendido bandos contrarios.
Tom lo miró sin comprender.
—Nadie sabe por qué; yo no lo sé, desde luego. Simplemente, así es como ha sido siempre, y probablemente siempre lo será.
—Pero… ¿no es eso como pelearte y olvidarte de por qué lo estás haciendo?
—Puede —respondió Jos enarcando las cejas—. No voy a discutírtelo, chaval. Pero las tradiciones son así. Las cosas empiezan un día, así sin más, y luego nadie es capaz de recordar por qué. De todas formas —Jos había apretado el paso y Tom apenas oía lo que decía—, hubo una excepción a esta larga enemistad. Hace unos ciento veinte años ocurrió algo inaudito y un Catcher y un Scatterhorn se hicieron grandes amigos. ¡Imagínate! Y ninguna de las dos familias pudo hacer nada para impedirlo —-Jos se detuvo para admirar un cuadro de un loro persiguiendo una araña—, aunque es posible que lo intentaran. —Luego miró a Tom y resolló ruidosamente—. Se llamaban August y Henry.
—Sir Henry Scatterhorn. ¿Te refieres al hombre que fundó este museo? —preguntó Tom entusiasmado.
—Así es —dijo Jos guiñándole un ojo—. Quien resulta que fue el hermano de tu tatarabuelo, de hecho. Por aquel entonces, era uno de los mejores cazadores del mundo y su mejor amigo, August Catcher, uno de los mejores taxidermistas del mundo, si no el mejor. Así que decidieron fundar juntos este museo. Sir Henry proporcionó los especímenes y August los disecó. Y, aunque no soy imparcial, claro está, sigo pensando que es una de las colecciones de taxidermia más impresionantes de la Tierra. —Habían llegado al final del pasillo y se encontraban ante una gran puerta de madera de caoba.
—Y aquí la tienes.
Tío Jos abrió ampulosamente la puerta para revelar un recinto cuadrado de techo alto sumido en la penumbra. En ese preciso instante hubo un estallido y Tom vio algo brillante surcando el aire.
¡ZAS!
Un ruido de cristales rotos reverberó en todo el recinto.
—¡Por las barbas de Neptuno! —exclamó Jos mirando hacia el tragaluz, uno de cuyos cristales estaba roto—. Ha sido el granizo, imagino. Las piedras son como pelotas de golf.
Jos fue a recoger los cristales y, cuando sus ojos se habituaron a la falta de luz, Tom descubrió que se hallaba en un recinto grande y húmedo repleto de animales disecados de todas las formas y tamaños. Algunos estaban en grandes vitrinas repartidas por toda la sala; otros, colocados en estrados distribuidos a lo largo de las paredes. Despacio, Tom comenzó a recorrer la colección, escudriñando las vitrinas una a una. En la pared del fondo, había una enorme vitrina titulada AFRICA, en cuyo interior una familia de leones encaramada a una peña inspeccionaba la llanura donde pastaban manadas de gacelas y antílopes. Estos no parecían muy contentos con el enjambre de suricatas y facóqueros que se perseguían entre sus patas.
Junto a la vitrina, estaba representada una inmensa escena de la selva lluviosa, donde ranas, serpientes y lemures se abrían paso entre las ramas y un tapir se asomaba tímidamente entre las hojas. Había un gran gorila sentado en la horquilla de un árbol, enfrente de un lobo rodeado de nieve que miraba ávidamente una liebre polar. A lo largo de toda una pared había hileras de adustos esturiones debajo de unos estantes plagados de peces globo y tiburones. Por encima de ellos, unos murciélagos volaban en torno a la cabeza de un armadillo, mientras, junto a la puerta, una familia de pangolines husmeaba en torno a la base de un termitero. En la vitrina titulada PEQUEÑOS MAMÍFEROS, un vombat sonreía a un canguro y, en el estante inferior, un mono narigudo parecía estar explicando algo a un coatí de cola anillada. En un rincón, había una gran vitrina abovedada que contenía un arbusto en flor con centenares de diminutos colibríes parecidos a piedras preciosas y, enfrente, una bestia enorme parecía ocupar la totalidad de la pared. Tom no advirtió que era un mamut hasta ver sus dos enormes colmillos curvos. Todo estaba descolorido y sucio, pero Tom se quedó boquiabierto. Nunca en su vida había visto tantos animales distintos, ni disecados ni vivos.
—A este ancianito no lo encontraron, claro está, en estado salvaje —anunció alegremente Jos, mirando la enorme montaña peluda—. Lo creó August. Y este siempre me ha gustado. —Se acercó a un gran pájaro gris colocado en un estrado en el centro del recinto—. ¿Sabes qué es?
—Es un pájaro dodo —respondió Tom mirando la extraña criatura parecida a un pavo—. Creía que estaban extintos.
—Lo están —dijo Jos guiñándole un ojo—, pero August trajo algunos dibujos hechos por un marinero que lo había visto y decidió crear uno. Es un pollo, en su mayor parte. Muy hábil, ¿verdad?
Tom miró el achaparrado pájaro de pico curvo y tristes ojos amarillos. Era tan real que imaginó que se podía mover en cualquier momento.
—¿Se inventó August todo estos animales?
—Dios mío, no. Son reales, por fuera, en cualquier caso. Después de conservar su piel o plumas, acoplaba los cráneos a una estructura de alambre, o a un molde de escayola para los más grandes, y luego los rellenaba. A veces utilizaba su esqueleto original, pero, en la mayoría de los casos, no lo hacía. Es un arte olvidado, en realidad. Qué lástima que estén todos envejeciendo.
Jos tenía razón. Casi todos eran de un apagado color marrón y a algunos incluso se les había salido parte del relleno. Le recordaron a su viejo oso de peluche, el cual se había lavado tantas veces que al final se le había ido el color. Hasta parecía que el mamut tuviera algunas calvas en la zona central y que, en otras partes, le hubieran añadido pelo de un color ligeramente distinto. Aun así, Tom no pudo evitar pensar que aquellas criaturas parecían vivas, de algún modo; quizá fueran las posturas en que August las había colocado o la expresión de sus ojos.
—Parecen bastante vivos, ¿verdad?
Tom miró ajos y vio que, bajo sus pobladas cejas, sus ojos risueños tenían un brillo travieso.
—Yo siempre pensaba eso. Los miraba como tú los estás mirando ahora y pensaba: «¡Sería estupendo que estuvieran vivos!». —Se rió—. Bueno, permíteme decirte, Tom, que uno lo estuvo, bueno, casi. Tuvimos una musaraña elefante en la vitrina de los pequeños mamíferos. —Jos señaló la vitrina alargada que había junto al mamut—. Eso es lo que August entendía por hacer una broma, creo. La musaraña tenía un mecanismo de relojería. Saltaba de vez en cuando, y guiñaba el ojo. Daba a los visitantes unos sustos de muerte. En unas Navidades, el Ejército de Salvación vino aquí a tocar villancicos y la musaraña guiñó el ojo a los músicos y dio una voltereta en el aire. ¡Casi se tragan las trompetas!
Jos se desternilló de risa al recordarlo.
—Dios mío —dijo enjugándose las lágrimas—. Anda, Tom, ven a ver esto.
Jos lo condujo hasta una vitrina baja y ancha que ocupaba casi toda una pared. Encendió las luces y, al bajar la mirada, Tom vio una gran maqueta del Dragonport de hacía un siglo. Encaramada a una colina que dominaba la ciudad, reconoció Catcher Hall y, en la otra orilla del río, vio el Museo Scatterhorn. Era invierno y las bulliciosas calles nevadas estaban atestadas de gente y trineos tirados por caballos que se dirigían al río. En el estuario, Tom vio el concurrido puerto, donde barios pesqueros descargaban las capturas del día y un barco de vapor acababa de arribar. Antes de llegar a Dragonport, el río trazaba un amplio meandro que se había helado por completo y el hielo estaba atestado de patinadores que se amontonaban en torno a puestos y atracciones de feria. Pegando la cara al cristal, Tom vio que la maqueta era detalladísima: hasta habían pintado las plumas en los sombreros de las señoras. Era como estar contemplando un mundo en miniatura.
—Fíjate bien —anunció Jos, y apretó otro interruptor.
—¡Uau! —exclamó Tom.
De pronto, la noche se había cernido ya sobre la maqueta. En todas las calles, diminutas bombillas eléctricas iluminaron las farolas de gas y Tom vio que había gente dentro de las casas; había familias comiendo en las cocinas, ancianos leyendo frente al fuego, perros corriendo escaleras arriba y bebés en sus cunas. Y, al fijarse mejor, vio también escenas más siniestras: dos hombres se estaban peleando en la parte trasera de un bar, con las caras magulladas y ensangrentadas. Había un mendigo congelándose en un almacén, un ladrón apuñalando a un hombre en un portal. Era como si la llegada de la noche hubiera revelado un mundo completamente distinto, mucho más peligroso y extraño.
—¿Te gusta? —susurró Jos—. Yo me pasaba horas mirándola cuando tenía tu edad. Es otra de las creaciones de August.
Se quedaron callados admirándola durante un rato, y tío Jos parecía absorto en sus pensamientos. Lo único que se oía era el repiqueteo en las losas del suelo de las gotas de lluvia que se colaban por el tragaluz roto.
—Imagina cómo debió de ser este sitio en aquellos tiempos —dijo por fin Jos.
—Puedo ayudarte a arreglarlo, si quieres —dijo Tom.
—¿Qué? —preguntó Jos aún ausente.
—Las goteras del tejado, limpiarlo todo, si tú quieres.
Jos apagó las luces. De pronto parecía mucho más viejo que hacía un momento.
—Te lo agradezco. Pero, Tom, mira a tu alrededor. ¿De veras crees que serviría de algo?
—¿A qué te refieres?
Jos estaba evitándole la mirada y manoseaba sus gafas rotas.
—Te lo diré sin tapujos, Tom. Has llegado en un mal momento. La caldera, las luces, y ahora el tejado; se está yendo todo al garete. No tengo el dinero que hace falta para arreglarlo.
—Pero ¿no pagan una entrada los visitantes?
—Ya nadie paga para entrar aquí —dijo tío Jos haciendo aspavientos en la penumbra—. Esto no le interesa a nadie. No hay ordenadores, no es interactivo. Aquí solo hay un montón de viejos animales llenos de polvo…, hechos polvo; sé que lo están. Son vestigios de otra época. Ya no impresionan a la gente, solo la asustan. —Jos miró las vitrinas con gesto ausente. Hileras de ojos y dientes le devolvieron la mirada—. Tampoco tengo dinero para repararlos a ellos.
—¿Qué hay de los Catcher? —preguntó Tom de repente—. ¿No podrían ayudarnos ellos? Es decir, August fue uno de ellos. Deben de ser parientes suyos.
Jos negó tristemente con la cabeza.
—Lamento decirte que eso no va a pasar nunca —gruñó—. Sé que a los Scatterhorn nunca se nos ha dado bien el dinero y sé que a ellos sí. Créeme, no me gusta quedarme aquí de brazos cruzados mientras ellos viven cómodamente en esa colina, pero así es la vida, ¿no?
Para entonces, Jos ya había caído en un pozo de autocompasión. A Tom no se le ocurrió nada que decir.
—No sé —dijo Jos resollando y rascándose la cabeza—. Supongo que, ahora que termina el año, ya va siendo hora de soltar lastre y despedirse de todo.
Se puso a andar cansinamente por el pasillo y estaba a punto de abrir la gran puerta de caoba cuando oyeron el timbre de la entrada. Ladeó la cabeza y aguzó el oído. El timbre volvió a sonar dos veces.
—¿Qué es eso? —preguntó Tom.
Jos estaba muy desconcertado.
—Hay alguien en la entrada. Ve a la ventana, Tom, deprisa, para ver quién es.
Tom hizo lo que le pedía y miró afuera. Por debajo de él, en la acera, había un enorme Bentley de color marrón chocolate, reluciendo a la débil luz del sol. Tom vio un hombre corpulento sentado al volante y, al alargar el cuello, otro esperando fuera junto a la puerta, con un gorro de color crema y un largo abrigo de lana gris. Detrás de él había una niña de una edad parecida a la suya. El hombre volvió a pulsar el timbre con impaciencia.
—¿Y bien? —preguntó Jos cuando el timbre resonó en el recibidor vacío.
—Son… visitantes, turistas quizá. —Tom no tenía la menor idea de quiénes eran.
—Pero ¿es que no saben leer? ¡Está cerrado!
Dirigiéndose al lugar donde estaba Tom, Jos abrió bruscamente la ventana.
—¡Fermé! —gritó con furia—. ¡Chiuso! ¡Geschlossen! ¡Como se diga!
El hombre del abrigo de lana dejó de tocar el timbre y alzó la vista.
—Buenos días, señor —dijo descubriéndose e inclinando la cabeza—. Creo que no nos han presentado.
Era don Gervase Askary. Jos parecía estupefacto. Alzó los brazos para indicarles que se marcharan, pero, en cambio, se frotó la nariz.
—Soy un pariente lejano de August Catcher. ¿Sería tan amable de dejarme pasar?