Esa noche, Tom tuvo un sueño. Era el primero de julio, su cumpleaños. La mañana era cálida y soleada y, como estaba demasiado excitado para dormir, bajó sigilosamente a la cocina antes de que sus padres se levantaran para ver los regalos que le esperaban sobre la mesa. Había un gran montón en un extremo —los suyos— y uno mucho más pequeño en el otro, para su padre. Curiosamente, Tom y su padre habían nacido el mismo día y, pese a estar soñando, Tom supo que aquello era cierto. Con cuidado, fue cogiendo los regalos uno a uno, palpándolos e intentando imaginar qué contenían. Justo entonces oyó cómo se cerraba el buzón y, corriendo al recibidor, encontró un montoncito de cartas esparcidas en el suelo. «Tom Scatterhorn, Tom Scatterhorn, Tom Scatterhorn.»… La última tenía un peso prometedor; dinero, esperó mientras se llevaba las cartas a la cocina y las esparcía triunfalmente sobre la mesa.
No fue hasta entonces que vio, semioculto por las otras cartas, un sucio sobrecito donde ponía «correo aéreo».
Cogió la carta y la miró. El papel estaba amarillo y tiznado, como si hubiera sobrevivido a un naufragio, un incendio y, posiblemente, también un terremoto. Iba dirigida al «señor Sam Scatterhorn» y, pese a estar tan deteriorada, tenía un vago aire oficial. Tom se quedó desconcertado. Su padre nunca recibía cartas el día de su cumpleaños. Uno de los sellos era largo y estrecho y llevaba un colorido dibujo de un jinete con un águila, circundado por palabras escritas en un idioma que no había visto jamás. Sin saber muy bien por qué, Tom encendió un fogón y sostuvo el tiznado sobre amarillo encima de la llama azul. Se quedó mirándolo mientras el papel amarillo se iba tornando marrón y las llamas anaranjadas lo devoraban, acercándosele a los dedos, cada vez más…
—¡¡¡Ah!!!
Tom se sentó bruscamente en la cama, agarrándose los dedos. Al mirárselos, le alivió no encontrar en ellos ninguna quemadura ni marca, nada. Solo era un sueño, nada más.
Un sueño.
¿O no?
Suspirando profundamente, Tom volvió a dejarse caer en la cama, a sabiendas de que no había sido un sueño. Era un recuerdo del día que había cumplido siete años, y todo era cierto salvo una cosa. Él nunca quemó aquella carta, aunque debería haberlo hecho. Y recordaba claramente qué había sucedido a continuación.
Durante el desayuno, el padre de Tom abrió la carta y se rascó la cabeza. Aquello fue muy raro. Luego la releyó.
—¿De quién es, cariño? —preguntó la madre de Tom.
—Del Movimiento Internacional para la Protección y el Fomento de los Insectos —dijo él con lentitud, dándole la vuelta. Tom vio las palabras «Privado y confidencial» impresas en la parte superior en letra negra gruesa.
—¿Qué quieren, papá?
—Parece que quieren hacerme socio. Por lo visto, tienen mucho prestigio.
—¿A ti? —preguntó la madre de Tom sonriendo—. ¿Por qué te lo han pedido a ti?
—¿Te acuerdas de que cuando era pequeño coleccionaba escarabajos?
—No.
—Pues lo hacía. De hecho, se me daba bastante bien. Gané un premio una vez.
—¿Y por eso te han escrito? —preguntó la madre de Tom, no del todo segura de que aquello no fuera una broma—. ¿Porque coleccionabas escarabajos?
—Eso parece —respondió el padre de Tom profundamente desconcertado—. Bueno, esto sí que es una sorpresa.
Sam Scatterhorn era un hombre alto que trabajaba como contable para el ayuntamiento. No sonreía mucho, pero siempre tenía la mirada risueña, y aquella era una de las frases que siempre empleaba. Si hubiera visto un elefante recostado en su coche o un perro marcando el gol de la victoria en la final de copa o una nave espacial alienígena aterrizando en el jardín del vecino, todos habrían sido recibidos con un «Bueno, esto sí que es una sorpresa».
Después del desayuno, Sam Scatterhorn se puso la chaqueta como hacía siempre, no se dio cuenta de que llevaba un calcetín de cada, como hacía siempre, y salió por la puerta del número 27 de Middlesuch Cióse. Tocando la bocina, entró en la calle marcha atrás y se fue a trabajar. Como hacía siempre.
Esa tarde, Tom lo sorprendió releyendo otra vez la carta, y de nuevo al día siguiente. Al cabo de una semana llegó otra carta del misterioso Movimiento Internacional. También llevaba escrito «Privado y confidencial». Sam Scatterhorn examinó su contenido y esa tarde regresó a casa con un gran libro sobre insectos que había sacado de la biblioteca.
—Se me había olvidado que uno de cada cuatro animales de este planeta es un escarabajo —dijo mirando atentamente las páginas mientras se tomaba sus cereales—. ¿Sabíais que algunos llevan aquí doscientos millones de años? Casi son fósiles vivientes.
—¿Ah sí? —dijo la madre de Tom, pasando rápidamente por la cocina de camino al trabajo—. Es fascinante. Si algo cambia antes de esta tarde, dínoslo.
—Puede que lo haga, si tenéis suerte —respondió Sam Scatterhorn, con la misma mirada risueña de siempre. Pero Tom se dio cuenta de que, pese a su sonrisa, su padre estaba cada vez más serio, como si tuviera la cabeza en otra parte. Todas las semanas había en el suelo del recibidor más y más cartas del Movimiento, con el característico símbolo del MIP-FI y repletas de interesantes sellos extranjeros que a Tom no le habría importado coleccionar si su padre no las hubiera recogido y guardado en su estudio. Entonces, una noche, Tom se despertó y oyó a sus padres discutiendo abajo.
—¡Pero dime cómo vamos a vivir! —gritó su madre. Tom sabía que había estado llorando.
—Bueno, tú eres profesora, tienes un empleo. Cariño, tengo que hacer esto. Por favor, déjame hacerlo.
Entonces su madre prorrumpió en sollozos.
Aquel fue el principio de todo, porque, justo al día siguiente, Sam Scatterhorn dejó su empleo en el ayuntamiento y se compró un microscopio. Primero, comenzó a recoger insectos en el jardín, para después matarlos, diseccionarlos y examinarlos durante horas al microscopio. No obstante, al cabo de unos meses, Sam Scatterhorn se impacientó y comenzó a ensanchar sus miras.
—Esto sí que es una sorpresa —dijo Donald Duke, su vecino, que miraba con recelo la vieja autocaravana oxidada que había aparcada en el camino particular de los Scatterhorn.
—¿Va a quedarse eso ahí? —trinó una voz aflautada desde detrás del seto. Era Dina, su esposa.
—Por desgracia sí, querida —respondió Donald.
—Tienes que hacer algo —le susurró Dina casi gritando, y le clavó el desplantador en las costillas—. ¿Qué se creen que es esto, un cementerio de coches?
Pero Dina Duke no tenía ninguna necesidad de preocuparse; la vieja autocaravana oxidada no se quedó; de hecho, rara vez estaba allí. En cuanto empezaban las vacaciones escolares, Sam Scatterhorn la cargaba de víveres y mantas y salía a la carretera, con destino a algún río o montaña lejana en busca de lo único que ahora le interesaba. En Francia recogieron larvas de gorgojo. En Alemania fueron escarabajos saltarines. En Hungría, efímeras. En Italia, pequeños escorpiones negros.
Al principio, Tom descubrió que aquello se le daba bastante bien; partía al despuntar el alba con un palo y una cajita y, a la hora de comer, había recogido toda clase de criaturas para que su padre las examinara al microscopio. Fue emocionante durante un tiempo y él siempre se entusiasmaba cuando conseguía atrapar un escorpión particularmente fiero bajo su piedra, pero, conforme fue haciéndose mayor, se dio cuenta de que no quería pasarse todo el día buscando insectos debajo de las piedras ni persiguiéndolos por el bosque con una red. Y también empezó a darse cuenta de que la obsesión de su padre ya no se limitaba a coleccionarlos. Estaba buscando algo difícil de alcanzar, una verdad oculta que quizá no hallara nunca.
—Dime —preguntó Tom con impaciencia—. ¿Qué es?
Estaban en España, sentados en un pinar a la luz de la luna, viendo cómo danzaban las luciérnagas entre los árboles. Su padre se quedó mirando la hoguera durante mucho rato, observando el resplandor de las brasas.
—Antiguamente lo llamaban la chispa divina —dijo despacio—. Es el fogonazo que pone en marcha el motor. Lo que hace que todo respire, se mueva, sea. El espíritu de la vida, supongo. Los científicos pueden hacer que crezcan cosas en sus laboratorios, replicar animales e incluso hacer injertos, pero, para eso, todos tienen que estar vivos, ¿no? ¿Qué es, pues, lo que les insufla vida?
Tom creyó comprender lo que su padre estaba diciendo, pero seguía sin encontrarle un sentido.
—Pero… ¿por qué insectos, papá? Seguro que todo lo que está vivo tiene una chispa divina.
—Hummm.
Su padre lo miró fijamente a través de las llamas. Parecía más serio de lo que Tom lo había visto en su vida.
—Ojalá —contestó—, ojalá pudiera decírtelo. Y también a mamá. Pero no se nos permite decir nada. Es como un gran secreto y, una vez que lo sabes… nunca…
Pero no llegó a terminar la frase. Tom aguardó, consumido por la curiosidad. El canto de los grillos era ensordecedor.
—¿Papá?
—¿Qué es exactamente el Movimiento Internacional para la… la…? Ya sabes.
—¿Protección y el Fomento de los Insectos?
Tom asintió con la cabeza. Era una pregunta que llevaba mucho tiempo queriendo hacerle, pero su padre continuó mudo.
—Es solo que, bueno, no veo por qué te han pedido que la busques precisamente a ti —continuó Tom, empezando a frustrarse—. O sea, tú no eres un científico. ¿Por qué no se lo piden a algún otro, a un profesor o algo así?
Su padre le sonrió y negó con la cabeza.
—Porque, Tom… ellos jamás lo entenderían. Esto no es ciencia, es más bien… una misión, supongo —dijo por fin—. En cuanto aceptas el desafío, ya no puedes parar. Y, lo que es más, apenas he tenido elección.
Tom atizó el fuego con brusquedad, levantando chispas que flotaron en la oscuridad.
—Pero ¿qué pasa si nunca encuentras la chispa divina? Eso puede ocurrir, ¿no?
Sam Scatterhorn se quedó mirando las brasas sin decir nada. Tenía una expresión de honda preocupación en el rostro.
Después de aquel viaje, las cosas fueron de mal en peor. Sam Scatterhorn ya casi no salía de casa y Tom apenas podía subir las escaleras que conducían a su dormitorio, cuyos peldaños estaban atestados de cajas que contenían insectos y escarabajos. Entonces, Sam Scatterhorn se fijó en un coche en el que iban dos hombres que a menudo estaba aparcado al final de Middlesuch Cióse a extrañas horas del día y la noche.
—Fuera hay dos agentes secretos —gritó Tom cuando volvió de clase—. Te están vigilando.
Pero los ojos de Sam Scatterhorn ya no sonreían. Su padre miró nerviosamente el coche aparcado al final de la calle, sin descorrer las cortinas, y una semana después atornilló la puerta de la casa para que nadie pudiera entrar por ella, obligando a Tom y su madre a hacerlo únicamente por la trasera. Estaba convencido de que aquellos dos hombres tenían intención de entrar a robarle los especímenes. Algo iba mal, muy mal, y Tom y a su madre lo sabían. Sam Scatterhorn se estaba imbuyendo rápidamente en un demencial mundo paranoico de insectos y fórmulas científicas donde nadie podía comunicarse con él. Los tres comían en silencio y Tom no se atrevía a mirar a su padre a los ojos por temor a iniciar una discusión. Sam Scatterhorn no encontraba lo que buscaba y se estaba desquiciando. Entonces, una mañana de junio, ocurrió lo peor que podía haber ocurrido. Sam Scatterhorn salió de casa por primera vez en meses y descubrió que habían registrado su autocaravana.
—Vaya —dijo maliciosamente Donald Duke desde el otro lado del seto, mirando las ventanillas destrozadas y los asientos rajados que sembraban el camino particular salpicado de aceite—. ¿Por qué querría alguien hacer una cosa así?
Sam Scatterhorn no respondió. Solo se quedó mirando el caos a su alrededor bajo la luz del sol. Volviéndose, buscó con la mirada el coche aparcado al final de la calle. Los dos hombres seguían allí. De algún modo, la destrucción de su querida camioneta parecía haberle instilado lucidez. Casi parecía complacido.
Más tarde, esa misma noche, un chasquido apenas audible interrumpió los intranquilos sueños de Tom. Al darse la vuelta en la cama, vio que eran las dos y cinco de la noche y, al abrir una rendija de la cortina, vio a su padre cerrando la veija del jardín sin hacer ruido. Llevaba una voluminosa mochila a la espalda y su largo cazamariposas en una mano. Tom lo vio asomarse cautelosamente por un lado del seto para escudriñar la calle. Aparte de un gato atigrado que hacía la ronda bajo las farolas, reinaba una calma absoluta. Los habitantes de Middlesuch Close estaban todos dormidos. Sam Scatterhorn dirigió una mirada hacia la casa y Tom vio que estaba sonriendo, sonriendo de verdad, por primera vez en mucho tiempo. Quiso gritar, decir algo, pero su padre ya había salido resueltamente a la calle. Al cabo de un minuto, dobló la esquina y desapareció.
Durante varias semanas, la madre de Tom fingió conocer el paradero de su marido.
—Suiza, Tom. Pronto recibiremos una postal, espero —decía mientras se preparaba para ir a su escuela, y Tom la creía a medias. Comenzaron a utilizar otra vez la puerta principal y Tom se fijó en que el coche con los dos hombres ya no estaba aparcado al final de la calle. Pero las semanas se convirtieron en meses y seguían sin tener noticias de él. Todas las mañanas, la madre de Tom bajaba corriendo a recoger el correo y regresaba cansinamente a la cocina, intentando disimular su decepción, y todas las noches entraba en el estudio de Sam Scatterhorn con mucho sigilo en busca de pistas. Pero el estudio era un caos y Tom a menudo se despertaba y la oía llorar quedamente. Cuánto deseaba ayudarla en esos momentos, pero ¿qué podía decir?
Sabía que si su padre había salido en busca de la «chispa divina», fuera lo que fuese eso, podría estar en cualquier punto del planeta. Y, por algún motivo, Tom ya no quiso seguir viendo a su padre como a un hombre alto y delgado cuya obsesión por los insectos lo había vuelto medio loco. En sus ensoñaciones, Sam Scatterhorn se convirtió en el aguerrido explorador de un libro de cómic, que tanto podía estar atravesando audazmente un manglar, arrancándose las sanguijuelas del pecho, como escalando una pared de hielo en plena ventisca armado solo con una piqueta. Su padre era un hombre con una misión tan secreta que no podía revelársela a nadie, ni tan siquiera a su hijo. Pero un día regresaría convertido en héroe, tras hallar la chispa divina. Y, en sus sueños, Tom seguiría sus pasos.
Por fin, una mañana hubo una postal en el suelo del recibidor, pero no era de Sam Scatterhorn. La fotografía en blanco y negro que llevaba era muy curiosa: mostraba a un hombre canoso con bigote, sentado ociosamente en un sofá. Junto a él, había un gran guepardo y tanto el hombre como el animal parecían bastante aburridos. Abajo, ponía «Sir Henry Scatterhorn y amigo: 1935». La postal era de tío Jos, quien esperaba que todo les fuera bien y «preguntándome si podríamos tener una breve charla sobre la financiación del Museo Scatterhorn, en un futuro no demasiado lejano».
—Como si pudiéramos darle algo —refunfuñó la madre de Tom—. Es más tacaño que una rata.
Colgaron la postal en la puerta de la nevera y Tom no pensó más en ella hasta pasadas varias semanas, cuando, al regresar a casa después de clase, se encontró a su madre de pie en el recibidor con lágrimas rodándole por las mejillas.
—¿Mamá? Mamá… ¿qué ha pasado?
A Tom se le hizo un nudo en el estómago: habían encontrado a su padre, congelado, colgando de algún glaciar, o frito en el desierto…
—No le ha pasado nada.
Su madre le enseñó la carta y la agitó como si fuera una bandera.
—Está en Mongolia.
Tom creyó que el corazón iba a estallarle y corrió hacia ella, abrazándola con todas sus fuerzas. Ya no iban a tener que seguir fingiendo. Su padre estaba bien, todo estaba bien. Su madre sonrió, conteniendo las lágrimas.
—No me ha podido decir dónde exactamente, pero necesita mi ayuda —susurró ella mientras lo apretaba contra sí—. Tengo que ir a buscarlo.
Tom no comprendía.
—Pero ¿por qué…?
—Lo sé. Pero volveré, Tom. Te lo prometo. Lo traeré a casa.
Tom se sintió como si las paredes de su mundo estuvieran empezando a desmoronarse. Había perdido a su padre y ahora también su madre estaba a punto de abandonarlo. Se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Puedo ir contigo? —suplicó.
Su madre se arrodilló delante de él y Tom vio que tenía lágrimas en los ojos. Le pareció que ella deseaba profundamente poder decirle que sí.
—Por favor, cariño —murmuró su madre—, no lo hagas más difícil de lo que ya es. Yo…
—¿Qué?
Tom le escrutó la cara, interrogándola con sus ojos oscuros. Al fin, ella lo miró y, por un momento, se quedaron los dos en silencio.
—Eres un niño muy valiente, Tom —dijo su madre, apartándole un grueso tirabuzón rubio de los ojos—, pero no podría soportar perderos a los dos. —E, inclinándose hacia delante, lo abrazó con más fuerza que nunca—. Con tío Jos estarás seguro.
—¿Tío Jos?
—Sí —dijo su madre enjugándose las lágrimas—. Acabo de hablar con él. Estará encantado de hacerse cargo de ti durante estas Navidades.
—Tío Jos… ¿estas Navidades?
—Así es, cariño.
Tom la miró sin acabar de comprender, intentando hacerse a la idea. De pronto, todo parecía tener una explicación. Su padre se había ido sin avisar un buen día y ellos se habían limitado a seguir adelante, fingiendo que todo iba bien y que él solo estaba de vacaciones en alguna parte. Ahora que se había puesto en contacto con ellos, podían por fin admitir que habían estado tan preocupados por él que pensaban que incluso podría estar muerto. Y ahora su madre iba a rescatarlo. Y eso era todo.
—Entonces… ¿de verdad te vas?
—Eso me temo, cariño. Tengo que hacerlo. Acuérdate de cómo estaba cuando se fue.
Tom miró el suelo con indignación; sabía que no había modo de hacerle cambiar de idea.
—¿Cuándo?
—El lunes. Después de las clases.
Tom miró el bajo techo abuhardillado y se estremeció. Eso había sido ayer.