—¿Qué llevas aquí? Piedras, supongo.
Eran las tres en punto de una fría tarde de invierno cuando el hombre bajo y rechoncho salió de la parte trasera del taxi con una desgastada bolsa de lona azul que dejó en la acera.
—No exactamente —respondió el flaco muchacho rubio, tiritando en la acera con su fino abrigo.
—¿No me digas que también llevas varios ladrillos? —dijo el hombre enarcando las cejas mientras se sacaba unos cuantos billetes del bolsillo. El muchacho sonrió educadamente y se arrebujó en el abrigo. Aunque solo eran las tres de la tarde, las farolas ya se habían encendido en aquella calle gris y el conductor del taxi bajó la ventanilla empañada solo lo suficiente como para sacar la mano y coger el dinero. No tenía ninguna intención de salir; hacía demasiado frío. Aquel viento venía directamente de Siberia.
—Gracias, amigo —dijo cogiendo el fajo de billetes y soplándose ruidosamente en los dedos—. Feliz Navidad. —Y se alejó a toda velocidad por la calle encharcada.
—Venga, Tom. Entremos antes de morirnos de frío —dijo el hombre rechoncho. Cogiendo la bolsa de lona con ambos brazos, subió bamboleándose los anchos escalones del decrépito edificio de ladrillo que tenían delante y entró en él por una portezuela lateral. Había comenzado a granizar, unas piedras inmensas que se rompían al estamparse contra los escalones, y Tom estaba a punto de seguirlo cuando se fijó en los dos feroces dragones de piedra que había sobre la entrada. Entre ellos, sostenían una deteriorada placa de piedra que decía:
MUSEO SCATTERHORN
FUNDADO EN 1906 POR SIR HENRY SCATTERHORN
LEGADO A LOS HABITANTES DE DRAGONPORT
DIOS SALVE AL REY
Pese al granizo y el viento glacial que le azotaban el rostro, Tom se descubrió sonriendo. Quizá no fuera tan malo, después de todo. No podía haber muchos niños que fueran a pasar las Navidades en un museo que se llamaba…
—¡Tom Scatterhorn, entra ahora mismo antes de que te quedes pajarito!
La voz atravesó el estruendo del granizo y, súbitamente, Tom recordó que los dientes le estaban castañeteando. Subió los escalones de dos en dos y se precipitó dentro.
—Entonces, tu madre se ha ido a Mongolia o algún sitio parecido, ¿no?
Tom asintió con la cabeza. Ahora estaba sentado en una pequeña cocina pintada de amarillo situada en la parte trasera del museo, con los dedos pegados al radiador. Poco a poco, notó que se iba desentumeciendo.
—Este es Sam. Es una caja de sorpresas.
—Bueno, quiera Dios que tu madre lo encuentre; es un sitio enorme.
—Lo encontrará —dijo Tom en un tono educado pero también firme—. Sé que lo hará.
Desde que su padre había desaparecido hacía seis meses y su madre había ido a buscarlo, eso era lo que más deseaba en el mundo.
—Hummm. —Tía Melba sirvió el té con aire pensativo—. Bueno, no perdamos el optimismo, ¿vale?
Tom asintió con la cabeza, aunque los dientes le seguían castañeteando. Él no podía perder el optimismo. No le quedaba más remedio. De igual modo que no le había quedado más remedio que pasar las Navidades con sus únicos parientes vivos, sus tíos Jos y Melba, en el otro extremo del país. Ellos eran los orgullosos propietarios del Museo Scatterhorn y Tom no los había visto en su vida, hasta ahora.
—¿Una galleta, Tom?
—Oh, sí, por favor —interrumpió el tío Jos, cogiendo dos.
—Haz el favor de esperar, glotón —espetó Melba, quitándole una y dándosela a Tom.
—Este niño tiene que estar hambriento; solo hay que verlo.
Jos masticó ruidosamente la galleta mientras escrutaba de soslayo al niño flaco que tiritaba en el otro extremo de la mesa. Tom tenía once años y era alto para su edad, pero delgado, con unos ojos asombrosamente oscuros y penetrantes. Tenía una rebelde pelambrera rubia que le caía sobre la frente. Parecía un niño extrañamente adulto a la vez.
—Como su padre —dijo Jos encogiéndose de hombros—. Es el vivo retrato de Sam.
—Pero está como un fideo —añadió Melba con preocupación—. ¿Te dan alguna vez de comer tus padres, Tom?
Tom miró a aquellas dos personas tan extrañas que tenía sentadas enfrente y lo único que le vino a la cabeza fueron las palabras de su madre cuando se había despedido de él en la estación aquella mañana:
—Solo recuerda que tío Jos y tía Melba son un poco distintos.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, son mayores y no han tenido hijos. Son un poco… distintos.
—¿Te refieres a… excéntricos?
—No, no exactamente —respondió su madre, midiendo sus palabras para no desanimarle—. Solo peculiares, eso es todo. Llevan mucho tiempo en ese viejo museo tan curioso.
Tom se había preguntado entonces qué significaría «peculiares» mientras veía cómo resbalaban las gotas de lluvia por la ventanilla del tren. Podía significar peculiares en el sentido que lo eran sus propios padres: ellos apenas podían calificarse de normales. No obstante, ahora que había llegado, Tom empezaba a entender a qué se había referido su madre.
—¿Un bocadillo, Tom? —preguntó tío Jos ofreciéndole un diminuto plato lleno de triángulos de pan—. Venga, son los mejores: de sardinas.
Tío Jos parecía una bola de sebo. Tenía las mejillas sonrosadas y la cabeza calva, con mechones sueltos de pelo que le crecían en todas direcciones. Su rasgo más prominente eran las cejas, que eran tan tupidas como arbustos y se le juntaban en el entrecejo. Bajo ellas se ocultaban dos ojillos brillantes y redondos que nunca se estaban quietos. En aquel momento, llevaba puestas dos chaquetas, una sobre la otra, y tenía la cabeza ligeramente ladeada, como un perro que escucha una regañina.
—Esto… no gracias.
—No sabes lo que te pierdes, chaval —dijo tío Jos, no sin antes meterse otro bocadillo en la boca.
—Creo que sí lo sabe, Jos —dijo Melba con desaprobación—. Tom, querido, bebe un poco más de té. El té siempre es bueno.
Si tío Jos era un extremo, tía Melba era justo el contrario. En vez de ser baja, rechoncha y bastante jovial, era pálida y esbelta y, con su corte de pelo estilo casco, parecía bastante severa. En aquel momento estaba cogiendo las migajas de su plato como si fuera un pajarito y colocándoselas en la punta de la rodilla, donde se las estaba comiendo una gran rata blanca de ojos rojos. Era Plancton, que también estaba merendando.
—Plancton es la mejor cazadora de ratones de la ciudad —gorjeó Melba acariciándole dulcemente el lomo.
—¿Cazadora de ratones? —repitió Tom, seguro de que los que cazaban ratones eran los gatos y no las ratas.
—Ah, sí —dijo tío Jos guiñándole un ojo—. ¿No sabías que a los ratones les aterran las ratas? Sobre todo las que son blancas y tienen los ojos rojos. Se encuentran con Plancton en sus madrigueras y se creen que se han muerto y han ido al infierno.
Jos cogió dos tartitas de mermelada y se las puso bajo las enormes cejas negras.
—Es el demonio, entiendes, ¡con esos enormes ojos rojos! ¡Y ha venido a castigarlos por todas las barrabasadas que han hecho en su vida! ¡Ay! ¡Ay!
Jos agitó aparatosamente sus brazos rollizos como si fuera un extraño monstruito y Tom contuvo la risa. Luego, Jos se quitó las tartitas de las cuencas oculares y parpadeó.
—Y esos animalillos tan traviesos dan media vuelta y salen pitando. ¡Ya no vuelven!
—No le hagas caso, Tom —dijo Melba sonriendo—. Sea o no el demonio, Plancton es una rata deliciosa. ¿Te apetece cogerla?
Y antes de que Tom se diera cuenta, Plancton estaba correteando por su regazo.
—Estooo… gracias. Yo… estooo… —A Tom nunca le habían entusiasmado las ratas y Plancton, cuyo lomo olía ligeramente a paja, no le hizo cambiar de opinión.
—Creo que le gustas —gorjeó Melba.
—¿Y… estooo… da… hum… el museo mucho trabajo en esta época del año? —preguntó Tom intentando obviar las roñosas patas blancas de Plancton mientras le hurgaban en el bolsillo, donde, casualmente, guardaba sus últimos caramelos de limón.
—Oh, sí, chaval. Es continuo —respondió animadamente Jos—. Aquí no paramos, nunca. Melba y yo gobernamos este barco los dos solos. Mira, solo la semana pasada, tuvimos… Estooo… ¿a quién tuvimos, Melba?
—La escuela de Saint Denis canceló su visita el lunes —dijo ella dando una migaja a Plancton.
—Ah, sí. Hace un poco de frío para los pequeñines en esta época del año —explicó Jos—. Pero los veteranos de la Sociedad Histórica de Dragonport vinieron el martes y es evidente que les encantó…
—Excepto los dos que juraron que no volverían nunca más.
—¿Cuál fue el motivo? —preguntó Tom.
—Se asustaron —se apresuró a responder tío Jos—. Esto está muy oscuro, ya sabes. Algunos no tienen el corazón para esos trotes.
—Tres personas el miércoles.
Jos carraspeó ruidosamente.
—¿Sabes, querida?, creo que estás contando mal. Estoy seguro de que fueron más…
—Bueno, hubo un señor mayor que se coló sin pagar.
—¿Goteras Logan? —exclamó Jos—. ¡Otra vez no!
—Se negó a pagar porque dice que le debes tanto dinero por arreglar la caldera que se merece entrar gratis durante lo que le queda de vida —dijo mordazmente Melba.
—¡Por las barbas de Neptuno! —masculló tío Jos.
—Jueves y viernes, nadie en absoluto —continuó Melba, que, sonriendo, libró a Tom de la molesta rata.
—Puede ser, Melba, puede ser, pero el sábado es siempre el mejor día de la semana para el Museo Scatterhorn —dijo Jos negándose a darse por vencido—. En nuestros mejores momentos, en sábado han pasado por aquí miles de personas, con colas que llegaban hasta el final de la calle. Como en una final de copa.
—Pero el sábado pasado solo vinieron dos personas. Y las dos eran del ayuntamiento, reclamándonos dinero otra vez.
—Está bien —dijo Jos alzando las manos—. Lo sé, no es lo que se dice rentable. Pero, Tom, lo importante es —se aclaró la garganta—, lo importante es…
—¿Qué es lo que siempre decía tu padre? —le preguntó Melba en voz baja.
—Que mientras estemos aquí —bramó Jos y, poniéndose de pie, agarró súbitamente a Tom por la camisa—, aquí estaremos, chaval.
—Mientras estemos aquí, aquí estaremos, aquí estaremos, mientras estemos aquí, aquí estaremos, aquí estaremos —canturreó Melba con su voz aflautada, y a Jos comenzaron a agitársele violentamente los hombros.
—Mientras…
—¡Basta! —exclamó Jos desternillándose. Los ojos se le habían convertido en dos puntos diminutos y tenía la cara tan morada que a Tom le pareció que iba a estallar. Melba titubeó. Tom miró a uno y a otro y sonrió con impotencia. Estaba empezando a preguntarse si Jos y Melba no estarían locos de remate.
—Ay, ay, nunca supe lo que quería decir —dijo por fin Jos enjugándose el ojo—. Pero yo lo entendía como mantener el museo abierto contra viento y marea.
Y, habiendo sido marinero del ejército, aquella era una frase que Jos sí comprendía.
Después de merendar, tío Jos subió con Tom las desvencijadas escaleras traseras que conducían a una pequeña habitación abuhardillada situada en lo alto de la estrecha porción del edificio donde vivían Jos y Melba. El techo era tan bajo y la puerta tan angosta que Jos tuvo dificultades para cruzarla.
—Disculpa el desorden —dijo apartando con los pies varios cajones de embalaje viejísimos y subiendo la bolsa de Tom a la cama—. ¡Dios mío, cómo pesa!
Jos se sentó pesadamente junto a ella, entre tantos jadeos que el aliento se le convertía en vaho, como una tetera.
—Dime, Tom —dijo alzando la vista y ladeando la cabeza—, ¿qué te parece tu cuarto?
Tom miró la minúscula habitación. Era oscura, húmeda y fría, y todas las paredes se inclinaban hacia dentro. Al fondo había un escritorio delante de una ventana desde la que se divisaban los tejados mojados de la ciudad y, detrás, el ancho río gris. A lo lejos, Tom vio las luces amarillas del puerto y las sombras de grúas inmensas, alzándose en la oscuridad como dinosaurios.
—Es estupenda —dijo tiritando ligeramente—. Un poco fría, quizá, pero…
—Eso puede arreglarse, chaval —interrumpió Jos—. No te preocupes. Aquí dentro puede hacer frío, ¡pero te aseguro que en Mongolia hace más!
Soltando una risita, Jos se levantó pesadamente de la cama y se dirigió a la puerta, no sin antes sortear algunos cajones.
—Estoy seguro de que ahora querrás poner tus cosas en orden, así que voy a dejarte. Mañana, echaremos un buen vistazo a este sitio y tú podrás decirme qué te parece. Y yo querré saberlo. —Le guiñó un ojo—. A fin de cuentas, eres un Scatterhorn. Puede que algún día termines llevando tú el timón. —Y después de despedirse con un gesto de la mano, se marchó.
Tom volvió a mirar aquel cuarto frío y oscuro, con sus montones de libros enmohecidos y periódicos viejos. De pronto se sintió muy solo. Sorteando los cajones de embalaje, se dirigió a la ventana, desde la que contempló la luna surcando velozmente las nubes plateadas en medio de los aullidos del viento. Imaginó esa misma luna brillando en el otro extremo del mundo. Allí, en la linde de un inmenso pinar, había una pequeña tienda de campaña con una hoguera encendida junto a ella. Y había dos sombras junto a la tienda, siempre dos sombras…
Se apartó de la ventana mordiéndose el labio. En aquel momento añoraba a sus padres más de lo que era capaz de expresar en palabras.
—Sé valiente, cariño —le había dicho su madre cuando el tren se puso en marcha—. Lo encontraré. Te lo prometo.
Tom se dejó caer en la cama baja y chirriante y se quedó mirando el papel desconchado del techo. Enfadado, se enjugó las lágrimas con la manga. No era así como se lo había imaginado.
¿Dónde había ido su padre?
A un país extraño y despoblado, lleno de bosques y ríos. Tom se dio la vuelta e intentó obviar la perturbadora verdad. Podía haber sido todo tan distinto…