La noche se cernió súbitamente sobre el valle de Tosontsengel. El jeep se había pasado el día recorriendo una interminable serie de colinas, alcanzando la cima de una para encontrarse con la siguiente. Y otra. A media tarde, la carretera había descendido hasta un ancho fondo del valle orientado al oeste y, cuando el sol comenzó a ponerse, las lisas laderas de las montañas refulgieron con tonalidades anaranjadas y los oscuros pinares que había debajo se tornaron morados.
—Mire, ahí. Parece un buen sitio.
El jeep se detuvo con una sacudida. El hombre alto y rubio con una descuidada barba se protegió los ojos del sol y señaló unos pinos en la linde del bosque, teñidos de rojo por los últimos rayos de sol.
—¿Ve algo? —dijo una voz desde el asiento trasero.
El hombre flaco no respondió, pero alzando los prismáticos divisó, por encima de los pinos teñidos de rojo, varias hileras de árboles caídos que habían abierto una larga brecha gris en el corazón del pinar. Era un lugar ideal.
—Ahí.
El hombre lo señaló con el dedo, y el conductor, un fornido mongol con un raído forro polar, gruñó a modo de contestación. El jeep dejó la polvorienta pista y se dirigió hacia los pinos caídos.
Para cuando llegaron a la linde del bosque, el sol ya se había puesto. El hombre occidental se bajó del coche y se desperezó. Instantes después, la puerta trasera se cerró, y se unió a él un chino de aspecto sospechoso que llevaba gafas oscuras. El chino miró el bosque y sonrió con aprobación.
—Un deslizamiento de tierra. Tiene usted muy buena vista, señor Scatterhorn.
—Gracias.
—Creo que esta noche tendremos suerte.
—Eso mismo dijo anoche.
El chino volvió a sonreír, pero esta vez Sam Scatterhorn no se molestó en ser cortés. Se había pasado todo el día en aquel jeep infernal, zarandeado de un lado a otro y respirando el apestoso sudor del conductor, golpeándose la cabeza con el almohadillado del techo. Estaba agotado, le dolía todo el cuerpo y los buenos modales del señor Wong estaban comenzando a irritarle. Aquella sonrisa escondía algo desagradable…
—A trabajar —murmuró sin entusiasmo, y sacó una bolsita y un delgado palo metálico del jeep—. Esto puede llevarme algún tiempo.
—No se preocupe, señor Scatterhorn —dijo el señor Wong sonriendo—. No vamos a irnos sin usted.
Sam Scatterhorn gruñó.
—Eso pensaba yo. —Haciendo caso omiso de la sonrisa de Wong, se alejó por las rocas hasta el pinar.
—Maldito extranjero —dijo entre dientes el señor Wong mientras se encendía un cigarrillo y le daba una calada. Aquel tipo debería considerarse afortunado. Muchos darían cualquier cosa por estar en aquel momento en aquella remota región de Mongolia. Sam Scatterhorn era un don nadie. Wong lo había encontrado en un hotel barato, viviendo como un indigente. Acababa de salir de la cárcel y no tenía dinero ni ropa, solo un microscopio. «Un ilegal, probablemente— pensó Wong, —a la fuga, queriendo hacer dinero fácil para esfumarse cuanto antes». El ya había conocido a tipos como aquel. A muchos. Pero resultaba que el tal «señor Scatterhorn», fuera quien fuese, era el mejor que había. Aclarándose la garganta, Wong escupió bruscamente al suelo y sonrió. Tenía la paciencia de un elefante: podía esperar lo que hiciera falta. Scatterhorn iba a terminar encontrando lo que estaban buscando. Tenía que hacerlo. Y si decidía darle problemas, bueno, desaparecer en aquella región tan inhóspita era facilísimo. Los accidentes eran frecuentes. Nadie iba a echarlo de menos, ¿no?
Tras gritar una orden al hosco conductor, que ya estaba desenrollando una vieja tienda de campaña militar, Wong regresó al jeep y sacó su teléfono satélite. Mientras colocaba la antena en el capó del coche, apagó el cigarrillo a la espera de que se realizara la conexión.
El sol ya había desaparecido y el fondo del valle era una morada superficie en penumbra. Arriba, en el fresco pinar sumido en la oscuridad, Sam Scatterhorn llegó a un calvero y se detuvo, apoyándose en un árbol para recuperar el aliento. Cerrando los ojos, respiró hondo, impregnándose del intenso aroma a pino. Por fin estaba volviendo a sentirse el de siempre. Los grillos cantaban a su alrededor y, a lo lejos, oyó el repiqueteo de un pájaro carpintero. Mirando la luna, sonrió para sus adentros: la hora mágica. Aquel era su momento del día preferido.
Entonces recordó por qué estaba allí. Escrutando los pinos caídos que le rodeaban, comenzó a clavar el palo metálico en la madera podrida, no sin antes apartar la hojarasca. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Se arrodilló delante de un tronco caído, vio un orificio en la blanda madera blanca. Sacó su navaja, lo agrandó y, a continuación, extrajo el filo con sumo cuidado. Allí, enroscada en la punta, había una rolliza larva blanca de escarabajo de unos cuatro centímetros de longitud.
—Lamprima adolphinae —susurró para sus adentros.
Era una buena señal. A la criatura no le gustó que la sacaran de su agujero y comenzó a retorcerse a ciegas.
—Vale, vale —susurró dulcemente Sam Scatterhorn, y volvió a meterla en su blando hogar pulposo.
Con cuidado, removió la tierra roja a su alrededor y, poco después, vio un destello dorado y negro. Allí estaba. Levantando cuidadosamente una hoja, encontró el macho adulto de aquella especie de escarabajo, alerta y totalmente inmóvil. Tenía las patas negras y su cuerpo era una bruñida coraza dorada donde se reflejaba el oscurísimo cielo azul. A sendos lados de la cabeza, tenía dos espinosas mandíbulas rosas dirigidas hacia las copas de los árboles, listas para atacar. Era magnífico, como una criatura de otro mundo. Por un momento, Sam Scatterhorn sintió el mismo asombro que se apoderó de él cuando muchos años atrás, de niño, había encontrado su primer escarabajo en el bosque próximo a su casa.
—Eres grande, ¿eh? —dijo en voz baja acariciándole los duros élitros dorados al tiempo que sacaba lentamente una caja de la bolsa. Con mano experta, logró que la criatura se encaramara al extremo del palo metálico, deslizó rápidamente la caja por él y cerró la tapa.
—Tú te vienes conmigo. —Sonrió dando un golpecito a la caja con el dedo antes de meterla en la bolsa—. Veamos, ¿tienes algún amigo para el señor Wong?
Cuando Sam Scatterhorn regresó al campamento, ya era de noche. El señor Wong estaba sentado junto al fuego y, nada más ver al alto occidental saliendo del bosque, se puso en pie de un salto, impaciente por tener buenas noticias. Pero la hosca expresión de Sam Scatterhorn le sugirió lo contrario y, dominándose, volvió a sentarse sin dejar de mirar a Sam mientras este dejaba cuidadosamente la bolsa en el suelo y daba un larguísimo sorbo a su cantimplora. Al final, Wong no pudo seguir conteniéndose.
—¿Cuántos? —preguntó. Sam Scatterhorn lo ignoró—. ¿Uno? ¿Dos? ¿Cuatro? ¿Cuántos, señor Scatterhorn?
El conductor, que estaba en cuclillas delante de una humeante cacerola de arroz, miró a Wong de soslayo. El extranjero había encontrado algo y Wong estaba intentando dominar su genio. Aquello le gustaba.
—¿Ninguno? —espetó Wong.
—Doce —respondió Sam Scatterhorn sin inmutarse.
—¡Doce!
Wong corrió hasta la bolsa para verlo con sus propios ojos. Dentro había doce largas cajas de papel, apiladas y pulcramente rotuladas. Abrió una y la sacudió con cuidado hasta tener el dorado escarabajo en la palma de la mano. Sofocó un grito. Era el espécimen más grande que había visto nunca. Con ojo de contable, midió la anchura de sus mandíbulas, espinosas y resplandecientes, a la luz de la hoguera.
—Este podría ser un campeón —dijo en voz baja—. ¿Son todos del mismo tamaño?
—Algunos son incluso más grandes. Las condiciones son ideales aquí.
Wong realizó rápidamente una serie de cálculos mentales. En Tokio, las peleas de escarabajos eran un gran negocio y los escarabajos campeones de todo el mundo se vendían por muchísimo dinero. Cada milímetro de su longitud aumentaba su valor en centenares de dólares. ¡Y allí había doce posibles campeones! Aquella bolsa podía valer cincuenta mil dólares, cien mil incluso. Contuvo la risa: aquel era el premio gordo, pero no debía manifestar demasiada emoción delante del extranjero, solo por si se daba cuenta del mal negocio que estaba haciendo.
—Esto hay que celebrarlo —dijo volviendo a meter el escarabajo en la caja—. ¿Qué le parece si nos tomamos la última botella de sake?
Sam Scatterhorn solo pudo obligarse a sonreír.
—Eso está mejor —dijo Wong riéndose—. ¿Sabe?, debería sonreír más a menudo. Es bueno para la salud.
Más tarde, después del inevitable cordero con arroz que se comió con la ayuda del sake barato de Wong, Sam Scatterhorn estaba acostado junto al fuego en su saco de dormir, pensando. Wong no tenía de qué preocuparse; él ya sabía el mal negocio que estaba haciendo. Pero no tenía más opción que acompañar a aquellos piratas a los confines de Mongolia en busca de aquellos escarabajos tan difíciles de encontrar. Aun cuando solo viera una décima parte de lo que se llevaría Wong, continuaba saliéndole a cuenta. El dinero que iba a ganar aquella noche le duraría unos cuantos meses y él ya andaba cerca de lo que estaba buscando, lo presentía. Cada día se aproximaba más… Se puso boca arriba y miró la Vía Láctea, que brillaba intensamente en el vasto firmamento, por encima de los pinos. El señor Wong podría tener sus peleas de escarabajos en los tugurios de Tokio. A él, aquello le traía sin cuidado. El estaba allí con un propósito más elevado. Pero ese era su secreto…
El viento, que había cesado al ponerse el sol, volvía a soplar con fuerza en el valle. Hacía frío. Pese a estar junto al fuego, Sam Scatterhorn notó el aire gélido colándosele por el saco y enfriándole la espalda. Wong estaba en la tienda roncando, y también el conductor, repantingado en el suelo, borracho como una cuba. Mientras recibiera su paga y su botella diaria de vodka, le daba igual si encontraban escarabajos o no. Sam Scatterhorn no estaba de humor para unirse a ellos, por lo que se caló el gorro hasta las cejas y se arrebujó en el saco de dormir. Como una larva de escarabajo.
Debía de ser alrededor de medianoche cuando se despertó. Ahora, el viento era glacial, demasiado frío para dormir al aire libre. No tenía más opción que meterse en la tienda con Wong. Maldiciendo en voz baja, salió del saco y se calzó las botas sin molestarse en anudárselas. Dando tumbos en la oscuridad, solo había recorrido una corta distancia cuando se dio cuenta de que ya no estaba pisando matorrales. El suelo crujía y crepitaba bajo sus botas, como el hielo. Qué extraño. Encendió su linterna frontal, se agachó y descubrió que estaba pisando una larga columna de escarabajos que venía del valle. Debía de haber decenas de miles.
—¡Vaya! —exclamó rascándose la cabeza. Aquello era insólito. Entusiasmado, cruzó de puntillas al otro lado de la columna, donde se arrodilló y cogió delicadamente un escarabajo. Cuando lo miró a la luz, no pudo contener su sorpresa: aquella criatura que se retorcía entre sus dedos no se parecía a nada de lo que había visto hasta entonces. Era muy grande, de unos veinte centímetros de longitud, y tenía el cuerpo en forma de canto rodado y encerrado en una armadura azul oscuro. En vez de mandíbulas, tenía afiladas pinzas, como un escorpión, un gran escorpión negro: Pandinus imperator, el escorpión emperador… La mente se le disparó… aquel escorpión vivía en África y, además, los escorpiones pertenecían a la familia de los arácnidos: tenían ocho patas como las arañas, a diferencia de los insectos, que solo tenían seis. Observó atentamente la criatura, que abría y cerraba con avidez las pinzas a la luz de la luna. Decididamente, era alguna clase de híbrido, una nueva especie quizá… ¿Lo era? ¿Podía serlo? El corazón comenzó a latirle más aprisa… No; debía esperar, tener calma. Llevárselo primero al hotel, estudiarlo, hacerle pruebas, quizá hasta podía ponerle nombre.
—Lamprima scatterhornus —dijo riéndose entre dientes. Sí, sonaba bien. Y aquellas pinzas parecían peligrosas, mortíferas. Tenía que enseñárselo a Wong. Iba a encantarle.
Alumbrando el suelo con la linterna, vio que la columna se había convertido en un río y que los escarabajos se dirigían en masa al pinar. Parecía que estuvieran migrando, pero ¿por qué? ¿Qué había en el pinar? Justo en ese momento, notó el primer mordisco. Fue dentro de la bota. Y luego otro, en la pierna. Alumbrándose los pantalones, descubrió que tenía escarabajos subiéndole por todo el cuerpo. Al principio, sonrió: ahí estaba él, el amante de los escarabajos cubierto de escarabajos; Wong debería hacerle una fotografía. Pero luego se dio cuenta de que la situación era grave.
Aquellos animalillos eran peligrosos y le estaban mordiendo por todo el cuerpo. Se le estaban encaramando al cuello de la camisa y metiendo por la espalda y tenían las pinzas tan afiladas como cristales. Intentó quitarse uno del hombro, pero se agarraba con tanta fuerza que casi tuvo que arrancarle las negras patas espinosas para sacárselo de encima. Fueran lo que fuesen, aquellos escarabajos tenían una fuerza extraordinaria.
Y los había a millones. En aquel instante, por primera vez en su vida, Sam Scatterhorn se dio cuenta de que estar allí, en ese preciso momento, era peligroso. De hecho, todos corrían un grave peligro.
De vuelta rápidamente al campamento, vio que un enjambre de escarabajos lo había invadido todo. El agua, los alimentos, hasta la tienda estaba plagada. Iba a gritar para avisar a Wong cuando de pronto lo distrajo un espectáculo tan insólito que borró de su mente todo lo demás. Columnas de escarabajos avanzaban alrededor de la hoguera, cuyas brasas seguían encendidas. Entonces, un escarabajo, viéndose forzado por la voluminosa masa de insectos que tenía detrás o siendo más audaz que el resto, se puso a cruzar las brasas. Sam Scatterhorn estaba convencido de que la criatura se quemaría y moriría de inmediato.
Pero el escarabajo no lo hizo.
¡Siguió adelante!
Poco a poco, las seis negras patas espinosas se le tornaron rosadas a causa del calor y el cuerpo comenzó a brillarle como el acero fundido. Pero siguió cruzando las llamas, como si estuviera realizando una demencial actuación circense. Cuando hubo atravesado la hoguera, volvió a unirse al río de escarabajos. El cuerpo se le enfrió rápidamente, pasando del rosa al ámbar para tornarse marrón y finalmente negro, y pronto ya no pudo distinguirse de los demás. Sam Scatterhorn tragó saliva e intentó pensar con claridad. Aquello era imposible; ningún insecto del mundo se comportaba de aquella forma.
Cuando volvió a mirar hacia la hoguera, vio que otros escarabajos comenzaban a cruzar por las brasas, pisándose y entrechocándose, hasta que la hoguera fue una alfombra viva de colores rosas y dorados. Cada escarabajo brillaba como una joya en una fragua, totalmente inmune al calor. Sam Scatterhorn se quedó mudo de asombro. Aquellas criaturas, fueran lo que fuesen, eran lo más extraño que había visto en su vida. ¿Cómo era posible que hicieran aquello? De pronto, el dolor de un millar de mordiscos en todo el cuerpo lo arrancó de sus pensamientos. Aquellos escarabajos migratorios se le estaban subiendo por todas partes. Tenía que apartarse de su camino ya. Pero ¿y Wong y el conductor?
Pisoteando aquella marea negra, Sam Scatterhorn corrió a la tienda y alumbró el interior con la linterna, donde vio dos siluetas inmóviles en el suelo.
—¿Wong? ¡Wong, despierte!
No obtuvo respuesta. Los dos hombres habían quedado ocultos bajo una marea de escarabajos mientras dormían.
—¿Wong?
Sam Scatterhorn alumbró el rostro de Wong y contuvo un grito cuando vio un escarabajo enorme subiéndole por el cuello y abriéndole los labios con las pinzas.
—Oh, Dios mío —susurró mientras el escarabajo se le metía en la boca. ¡Parecía que se lo estuviera comiendo!
De pronto, Sam Scatterhorn notó que empezaba marearse. Se agarró al palo de la tienda, cerró los ojos e intentó contener violentas arcadas.
«Respira hondo —se dijo—. Mantén la calma».
Pero su corazón desbocado le palpitaba en los oídos y no lo dejaba pensar. «¿Son carnívoros estos escarabajos? Esto no puede estar pasando… es una pesadilla…». Y entonces notó dos afiladas pinzas en la frente.
—¡No! —gritó. Arrancándose el escarabajo del pelo, fue tambaleándose hasta el jeep y tiró frenéticamente de la puerta. Estaba cerrada. ¡El conductor tenía las llaves! Las llevaba en el bolsillo, pero él no iba a regresar a aquella tienda, no ahora. De ninguna manera. Mirando la mancha oscura que lo rodeaba, se dio cuenta de que los escarabajos no iban a tardar en matarlo también a él. Eran demasiados. El sonido de un millón de patas avanzando le perforó los oídos. Notó pinzas cortándole los pantalones y adhiriéndosele a la carne. Aquello no podía acabar de aquella forma.
«Esto no debe terminar así».
Solo podía hacer una cosa. Frenéticamente, apartó con el brazo los miles de escarabajos que habían invadido el capó y se subió al techo del jeep. La marea de escarabajos trepó por el parabrisas detrás de él, resbalando por el cristal y amontonándose unos sobre otros hasta alcanzar la altura del techo. Las criaturas comenzaron a encaramársele por las botas y los pantalones.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Por favor! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Por favor!
Los gritos de Sam Scatterhorn resonaron en el valle desierto, lanzados al viento, a las estrellas, a cualquiera que estuviera en aquel paraje remoto.
Y sucedió que fueron oídos. Justo por debajo del límite del arbolado, al otro lado del valle, un hombre emergió de una cueva enclavada en una sólida pared rocosa. Iba vestido al estilo tradicional de Mongolia, con el gorro inclinado, e, incluso a la escasa luz de la luna, sus distinguidas facciones aguileñas eran inconfundiblemente europeas. Se llevó a los ojos unas gafas de visión nocturna y miró la diminuta figura subida al techo del jeep, en un intento desesperado por mantener a raya el oscuro río de escarabajos que fluía a todo su alrededor.
—¿No será otro de esos estúpidos coleccionistas? —dijo una voz a sus espaldas desde el interior de la cueva.
—Dios mío —murmuró el hombre alto forzando ahora la vista. Sam Scatterhorn estaba de rodillas, a punto de desfallecer. Tenía escarabajos por toda la cara. El hombre alto arrojó un fino puro al suelo, cogió un rifle viejo que estaba apoyado en la pared rocosa y se lo puso al hombro.
—Está en apuros, por lo que parece. Será mejor que vaya a echarle una mano.
Cogiendo una cartuchera y una pequeña cantimplora, se internó ágilmente en la oscuridad. Instantes después, su espigada silueta había desaparecido…