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—No, está en préstamo hasta el día veintiséis —dice la señorita Hamilton con una sonrisa dinámica y profesional. Willow está de pie junto a ella tras el mostrador, reprimiendo un bostezo. Está cansada. Gracias a Dios que su turno en la biblioteca está a punto de acabar. Lanza una mirada furtiva al reloj. No exactamente a punto, aún le quedan cuarenta y cinco minutos.

Willow sabe perfectamente que debería estar agradecida por tener este trabajo. Al fin y al cabo, su hermano tuvo que mover un montón de hilos para conseguirlo. Trabaja en la biblioteca de la universidad tres tardes a la semana. Gana algo de dinero. No el suficiente, pero sí más del que ganaría si estuviera en su pueblo sirviendo helados en el Haagen Dazs.

Por supuesto, allí todo el dinero que ganara sería para ella. Pero las cosas son un poco diferentes ahora. Tiene que trabajar para ayudar a su hermano con los gastos. Ahora debe preocuparse de cosas como la factura de la luz. Sin embargo, eso tampoco es tan terrible. No en comparación con el resto de su vida.

—Creo que podemos conseguirlo por préstamo interbibliotecario —continúa la señorita Hamilton—. Willow, ¿te encargas tú?

La señorita Hamilton la mira con severidad, dispuesta a atacar si comete cualquier error. No es que sea mala persona. Es bastante simpática con el resto de la gente, es solo que no le gusta tener a Willow merodeando por su biblioteca. La mayoría de personas que trabajan para ella son estudiantes de universidad, y los que no, son adultos que han elegido hacer carrera como bibliotecarios. Basta con decir que Willow es la única estudiante de instituto que hay por aquí.

Es como con todo lo demás. Últimamente, es como si Willow no perteneciera a ninguna parte.

Willow coge la ficha que el tipo ha rellenado con una caligrafía temblorosa y enmarañada. Busca un complicado estudio sobre unos filósofos del siglo XII. Alza la mirada para ver su cara. Es mayor. Bastante mayor. Debe rondar los setenta. Siempre resulta interesante ver a los diferentes tipos de personas que se pasan por aquí. —Debería llegar en un par de días —le dice mientras teclea el número de catálogo—. ¿Ha escrito su número de teléfono? —Vuelve a mirar la ficha—. Perfecto, le llamaremos en cuanto nos llegue.

—Excelente —responde el hombre, con auténtico entusiasmo. Willow se fija en su agradable sonrisa. Seguro que es un profesor de universidad jubilado al que todavía le gusta leer. Le brillan los ojos ante la idea de poder tener el libro entre sus manos. Su padre podría haber sido así en veinte años. La simple idea de poder leer una nueva monografía de una tribu perdida de Nueva Guinea hubiera sido motivo de nervios y emoción.

Hubiera sido.

Una ola de desesperación la invade por sorpresa. Incluso le cuesta mantenerse en pie. Se aferra al mostrador con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. No puede permitirse perder el control aquí. ¿Habría algún modo, alguno, de marcharse a hacer lo que necesita sin que la señorita Hamilton se enfadara con ella? Willow mira su mochila bajo una de las sillas. Solo con saber que están ahí ya se siente algo mejor. Aparta las manos del mostrador y las aprieta contra sus brazos, deleitándose con el escozor que le produce el contacto del algodón con las heridas abiertas. Eso le tendrá que valer por ahora.

—¡Willow! —La voz de la señorita Hamilton suena con rotundidad. Es evidente que no es la primera vez que la llama.

—¡Perdón! —Willow se incorpora sobresaltada. Hace lo posible por dejar de fijarse en su mochila y centrarse en el rostro malhumorado de la señorita Hamilton.

—Necesito que vayas al depósito.

—De acuerdo —responde asintiendo con la cabeza, aunque en realidad odia ir al depósito. Está lleno de estanterías y pilas de libros enterradas en una montaña de polvo. Además, le da miedo. Circulan algunas historias de fantasmas. No es que ella crea en esas cosas pero…

—Este joven ha olvidado allí su carné de identidad. Debes acompañarle.

Willow se fija en el chico que está apoyado en el mostrador detrás de la señorita Hamilton.

Este no tiene precisamente setenta años. Es un chico que, como mucho, tendrá unos años más que ella. El joven se aparta un mechón de pelo de los ojos y esboza una sonrisa perezosa.

La señorita Hamilton asiente y se marcha, pero el chico continúa ahí. La está mirando. Willow siente cómo él observa cada uno de sus movimientos mientras ella termina de encargar el préstamo interbibliotecario. Willow está segura de que se está comportando como una paranoica, pero le aterroriza la mirada insistente del chico. Le recuerda a las chicas de la escuela. No le gusta la idea de tener que subir al depósito con él y, para postergar el momento, se toma más tiempo del necesario para rellenar el formulario.

—¿Qué? ¿Cómo va eso? —dice el chico tras un par de minutos. Empieza a impacientarse. Golpea el mostrador con los dedos y su voz suena diferente. Parece que ya no está tan interesado en ella.

Willow suspira aliviada. A esto sí que puede enfrentarse.

—Sí, claro. Un segundo —contesta con un tono de voz parecido.

—¿Por qué no me dejas que termine yo con esto? —le dice Carlos, mientras coge la ficha del hombre del siglo xil—. Carlos es uno de los estudiantes universitarios, casi de la edad de su hermano. A Willow le gusta. —En fin, todo lo que le puede gustar alguien en esta época de su vida. Se porta bien con ella y la ha sacado de más de un apuro.

—Gracias —contesta en un susurro. En realidad desearía que la dejara a ella acabando el trabajo en el ordenador y que fuera él quien acompañara al chico al depósito. —Bueno. Vamos allá. —Willow camina unos pasos por delante de él, hacia el ascensor. —¿Sabes dónde está esto? —pregunta, mirando la ficha que ha rellenado el chico—. No importa, ya lo hago yo. —Entra en el ascensor y aprieta el botón para ir al undécimo piso. Las puertas se cierran y se quedan a solas. Willow fija la mirada en los números que se iluminan. —Me llamo Guy —dice, después de un momento—. ¿Y tú?

—Willow.

—Willow… —Hace una pausa, obviamente esperando una respuesta—. ¿Willow? —le repite, después de un segundo—. ¿Willow qué más?

A Willow no se le ocurre ninguna manera de contestarle sin ser absolutamente grosera.

—Randall —le dice.

—¿Eres familia de David Randall? —le pregunta, observándola con curiosidad—. Ya me había parecido que me sonaba tu cara. El año pasado hice antropología con él. Es genial.

—Es mi hermano —le contesta Willow en un tono que pretende acabar con esta conversación. Su charla está empezando a ponerla nerviosa.

—Entonces tú no estudias aquí, ¿verdad? —le pregunta mientras frunce el ceño—. Pareces un poco joven. ¿Cómo has conseguido este trabajo?

Willow no le contesta enseguida. Empieza a sentirse un poco incómoda con todas las preguntas que le hace. Empieza a contar los pisos que faltan en voz baja. Solo desea que se acabe el trayecto.

—Normalmente solo contratan a estudiantes de la universidad, si no, ya habría intentado conseguir un trabajo aquí. Me encantaría trabajar en la biblioteca. —El chico tiene una expresión agradable, y su tono de voz es afable. Si se ha dado cuenta de su tono distante, no parece importarle.

—Y si no eres universitario, ¿qué haces aquí? —pregunta Willow, confusa.

—Mi instituto tiene un programa que te permite coger algunas optativas en la universidad —contesta—. ¿Y tú? ¿Cómo conseguiste este trabajo?

—Ahora estoy viviendo con mi hermano —dice Willow tras unos segundos—. Él lo arregló todo. —El ascensor se para y los dos chicos se bajan.

El depósito está oscuro. Hay un interruptor para las luces que Willow se apresura en apretar. Parpadea mientras sus ojos se acostumbran a la luz. Sus miradas se encuentran y por un momento, Willow tiene la sensación de sentirse igual que lo haría cualquier otra chica de su edad al estar a solas con un chico guapo. Está un poco nerviosa y siente vergüenza y atracción a la vez.

Willow avanza, alejándose de él tanto como puede. Ahora mismo no puede enfrentarse a algo así.

—¡Eh, cuidado! —Guy la coge de la mano para intentar evitar que se dé de bruces contra las estanterías metálicas. Willow retira el brazo rápidamente, y se sorprende de lo mucho que le ha afectado el contacto de su piel. Es como si su mano ardiera como una cuchilla… pero el efecto es un poco diferente. La cuchilla la aturde, le hace olvidar, pero esto… bueno… Tiembla y empieza a frotarse los brazos compulsivamente. —¿Tienes frío? —le pregunta, alzando una ceja.

—Estoy bien, gracias. Yo… Vamos, busquemos tu libro, ¿vale?

Willow vuelve a comprobar la signatura y se vuelve hacia los estantes. Enseguida da con el libro y se dispone a entregárselo al chico cuando se percata del título y se queda paralizada.

—¿Va todo bien? —Guy la mira con el ceño fruncido.

—Oh, sí… Es que… —La voz de Willow se va apagando. No puede dejar de mirar el libro. Vaya, no debería sorprenderse tanto. El chico ya le había comentado algo de antropología, y este título es un clásico.

—¿Conoces este libro? Quiero decir, ¿has leído Tristes trópicos! —le pregunta mientras se lo coge de las manos.

—Sí, de hecho, un par de veces —contesta Willow tras unos segundos de silencio. Cierra los ojos un momento y visualiza el estudio de sus padres con las paredes repletas de libros. Tristes trópicos, tercer estante, segundo libro empezando por la derecha. —¡No había conocido a nadie que lo hubiera leído! —Guy parece impresionado—. Es genial, ¿verdad? —comenta perdiéndose entre las páginas—. Supongo que tu hermano te habrá hablado de él. Si no fuera por este libro, ni siquiera me hubiera matriculado en sus clases.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, el año pasado, justo antes de empezar las clases aquí, estaba paseando por el centro tratando de decidir qué asignatura hacer. Pensaba que acabaría escogiendo algo tipo química o mates, porque quedaba muy bien en mi expediente y me podía ayudar a entrar en una buena universidad. En fin, se puso a llover y me metí en una tienda de libros de segunda mano. Uno de estos cayó literalmente de uno de los estantes mientras buscaba otra cosa. Lo abrí y cuatro horas después continuaba allí, leyendo. Fue entonces cuando decidí que haría antropología.

—¿De veras? —Contra su propia voluntad, Willow no puede evitar sentir curiosidad. Ella tampoco había conocido antes a nadie (a nadie de su edad, se entiende) que hubiera leído el libro, así que ni hablar de alguien tan fascinado por él.

—Sí, en serio —asiente Guy—. Es como una historia de aventuras, ¿verdad?

—¡Sí, exacto! —A Willow se le ilumina la cara. Por un segundo se olvida de que Tristes trópicos era el libro favorito de su padre. Se olvida de las tardes lluviosas de sábado que ella pasaba junto a la ventana escudriñando todos los libros favoritos de su padre. Se olvida de que ya no tiene un padre, e incluso olvida ser infeliz—. Es como una historia de aventuras —continúa—, pero ¿sabes qué es lo más divertido? ¿Te acuerdas de cómo en la primera página explica que ni siquiera le gustan las historias de aventuras?

—Sí —dice Guy, riendo—. ¡Y después va y escribe una!

Las luces se apagan de repente y los dos se quedan de pie en la oscuridad un instante antes de que Guy vuelva a pulsar el interruptor. Entonces, se sienta en el suelo, como si eso fuera la cosa más natural del mundo, como si pasar el tiempo hablando con ella fuera lo mejor que puede hacer.

Willow no sabe muy bien qué hacer. Se siente cómoda hablando con él, pero lo que sintió cuando le cogió la mano, eso no fue para nada agradable. Busca su cara. No parece que tenga en mente nada más aparte de los libros.

Un instante después, Willow está sentada junto a él.

—¿Para qué lo necesitas? —Señala la copia de Tristes trópicos—. ¿Qué pasó con el que compraste en la librería de segunda mano? —En realidad no le importa en absoluto lo que le haya pasado con el libro; de hecho es una pregunta un poco estúpida. Estúpida y aburrida, pero no se le ocurre qué más decir, y no está tan a gusto como para estar sentada con él en silencio.

—Lo perdí en el metro. —Guy se encoge de hombros—. Debería comprarme otro, pero estoy un poco mal de pasta últimamente. ¿Conoces el sitio del que te hablo? —Deja el libro en el suelo y se vuelve para mirarla—. Me imagino que tu hermano debe de haberte llevado allí miles de veces. Siempre que voy está lleno de profesores.

Willow lo piensa un minuto.

—¿Está camino del centro —pregunta— y, aunque es un local inmenso, está todo hacinado?

—Exacto —asiente Guy—. Casi no puedes ni moverte. Es como si los libros lo hubieran invadido todo. Los estantes están a rebosar y hay tantos libros apilados en el suelo que es casi imposible caminar.

—Y tiene un olor extraño —dice Willow—. Pero no en plan libros viejos y cosas antiguas, sino en plan… —Se detiene un momento.

—Un poco en plan sucio y guarro —acaba Guy—. Sí, eso mismo —ríe Willow—. Y los empleados son muy maleducados.

—Si les preguntas algo parece que les estás molestando. —Y es casi imposible encontrar algo por ti mismo, porque lo ordenan todo sin ninguna lógica.

—Y el lugar, para empezar, está tan lejos de cualquier parte que uno no puede evitar preguntarse para qué irá la gente allí. Pero sin embargo es realmente… —Fabuloso —le interrumpe Willow—. Así que lo conoces. —Guy le sonríe. Para de hablar y observa detenidamente su cara. Willow se mueve, incómoda. De repente, es como si fuera extremadamente consciente del silencio que impera en el depósito, del silencio y de la soledad. —La verdad es que no te pareces tanto a tu hermano —continúa Guy después de un instante—. Quiero decir, que no creo que sea de eso que me suena tu cara. Willow no sabe muy bien adonde quiere ir a parar con todo esto, pero se da cuenta de que se siente mucho menos a gusto que hace unos minutos.

—¡Pero qué tonto soy! —exclama Guy—. No me lo puedo creer. ¿Tú no vas a mi instituto? De eso te conozco. Te he visto por los pasillos. Eres nueva de este año, ¿no?

Willow está demasiado sorprendida para contestar. ¿Van al mismo instituto? ¿La conoce? ¿Sabe cosas de ella? Willow se pone en pie.

—Me tengo que ir —contesta alarmada—. No debería haberme quedado aquí tanto rato.

—Sí, claro. —Guy se levanta y la sigue hacia el ascensor. Willow camina tan rápido que prácticamente corre.

Willow es incapaz de mirarlo. Clava la vista en el suelo del ascensor, en el techo, en cualquier cosa que no sea su cara. Es como si ese breve y agradable intervalo no hubiera existido. Se siente usada. Usada y estúpida. ¿Lo había sabido él desde el principio? ¿Toda aquella conversación no habría sido más que una farsa para poder explicar después a sus amigos que había conseguido hablar con la chica nueva? ¿Con la rara, con la que había matado a sus padres?

El deseo de cortarse es cada vez más latente, incluso más fuerte que en el mostrador. Tiene que deshacerse del chico. Necesita estar sola.

—Escucha, ¿crees que…?

—Me tengo que ir —dice Willow. Sale disparada del ascensor dejando a Guy tras ella, y se lanza contra la señorita Hamilton. Por primera vez, su ceño fruncido le parece agradable.

—Pues sí que te lo has tomado con calma —le dice la señorita Hamilton con desconfianza.

—Me… me ha costado un poco encontrar lo que estaba buscando. —Willow ocupa su lugar junto a ella tras el mostrador.

—Ya deberías estar familiarizada con las signaturas —replica la señorita Hamilton. Las excusas no sirven de nada con ella.

—Venga, vamos, a mí me costó siglos orientarme por el depósito. —Carlos le lanza a Willow una sonrisa amistosa.

—Supongo. —La señorita Hamilton mira a sus dos empleados—. De acuerdo.

Entonces, supongo que ya has acabado por hoy, Willow. Nos vemos dentro de unos días.

Willow mira el reloj sorprendida. No tenía ni idea de que ya hubiera terminado su turno. La señorita Hamilton tenía razón, llevaba un buen rato allí arriba. No se había dado cuenta de que llevaran tanto tiempo hablando.

Bueno, un día más que no tengo que volver a soportar, piensa mientras recoge la bolsa y sale disparada por la puerta.

Willow se abre paso entre los estudiantes que se agolpan alrededor de la entrada de la biblioteca, ensuciando el aire con el humo de sus cigarrillos, y se dirige hacia el aparcamiento de bicicletas. Le lleva un instante recordar que ya no tiene bici, que se la dejó en casa de sus padres, apoyada en la pared del garaje. Una lástima, la verdad. Si la tuviera, sería mucho más fácil trasladarse del trabajo a casa.

Pero ¿por qué la vida debería ser más fácil, al fin y al cabo?

Sale del campus a la calle. Dos travesías y habrá llegado al parque. Por alguna razón, estar rodeada de árboles le hace sentirse mejor.

Pero no lo suficiente, piensa mientras palpa la mochila. Nunca es lo suficiente.

Sin bicicleta tarda unos veinte minutos para ir al piso de su hermano. Bueno, de su hermano, de la mujer de su hermano, Cathy, y de la hijita de ambos. Tampoco es un mal sitio. David, Cathy e Isabelle viven abajo y ella ocupa el antiguo despacho de David, la habitación para el servicio, arriba de todo. Es bastante mejor de cómo suena. Su habitación es bastante pequeña, pero tiene un toque especial. Parece salida de un cuento de hadas, o de una película sobre París. Tiene unas increíbles vistas al parque. Cathy hizo un buen trabajo arreglándola para ti, colgando largas cortinas y pintando las paredes de un pálido color manzana. Aunque no es que a Willow le importe mucho todo eso.

—¿Hacia dónde vas?

Willow se vuelve sorprendida. No tenía ni idea de que tuviera a Guy detrás de ella. ¿La estaba siguiendo? ¿Es que quiere saber más, tal vez incluso conseguir que le dé algún detalle morboso?

—¿Vas hacia el parque? —le pregunta, siguiéndola a pocos pasos—. Yo siempre voy por allí.

Willow quiere preguntarle qué sabe exactamente de ella, pero no sabe muy bien cómo hacerlo. Quiere preguntarle si antes le estaba tomando el pelo deliberadamente, o si realmente no la había reconocido. Al fin y al cabo, es posible que sea verdad, ella tampoco lo había reconocido. Pero está perdida en su propio mundo. Últimamente nada es capaz de impresionarla. Como la chica nueva del instituto, está destinada a llamar la atención aunque no lleve la letra A escarlata bordada en el pecho.

—¡Eh, Guy, espera! —Un chico alto, de pelo negro, llama a Guy desde la acera de enfrente. Corre hacia ellos con una pila de libros bajo el brazo.

—Adrián, ¿qué haces por aquí?

Guy se para un momento.

—He ido a pedir información sobre unos cursos.

Adrián mira a Willow y a Guy varias veces.

—Oh, perdona. Te presento a Willow. Va a nuestro instituto.

—¿Ah, sí? —Adrián le sonríe—. ¿Eres nueva? No te había visto nunca antes.

—Sí, soy nueva —contesta Willow. Observa al chico con atención. Parece que está siendo sincero, y se siente algo mejor. Posiblemente no destaque tanto como ella piensa.

—Podemos hablar si has pensado en matricularte aquí. Yo ya he mirado un par de posibilidades.

Guy le pasa a Adrián una hoja llena de apuntes sobre cursos y números de referencia.

—Sí, la verdad es que debería matricularme en alguno de estos. —Adrián le echa una ojeada al papel—. Pero por otra parte, me atrae la idea de no complicarme la vida el último año de instituto.

Willow ya no es el centro de atención, y suspira aliviada. Debería aprovechar para marcharse ahora que la situación es buena.

—Oye, yo me tengo que ir —susurra, esbozando una pequeña sonrisa.

—¡Claro! Adrián, luego te llamo. —Para sorpresa de Willow, Guy se despide de su amigo y continúa caminando a su lado—. Bueno, ¿adónde vas?

—A casa. —Aunque la llame así, Willow se da cuenta de que no es la palabra más adecuada. El apartamento de su hermano puede ser su casa actualmente, pero ella no la siente como su hogar. En absoluto.

—¿Quieres que paremos por el camino y tomemos un café? —le pregunta Guy.

No.

No quiere tomar ningún café. Quiere estar sola. Sin embargo, no puede evitar pensar que, en el pueblo, cualquiera de sus amigas estaría emocionada por que un chico como Guy le pidiera para salir. Se pregunta cómo se hubiera sentido si le hubiera hecho la misma propuesta, digamos, hace un año. ¿Se habría sentido halagada? ¿Le hubiera gustado la idea? ¿Le habría gustado él? Willow hace un esfuerzo por imaginar cómo hubiera actuado el invierno pasado. Pues claro que le hubiera gustado. ¿Y por qué no iba a gustarle? Es mono y hasta lee libros. Una pena que la chica del año pasado haya muerto.

—Bueno, y ¿qué me dices? —El chico se cuelga la mochila del hombro derecho y esboza una sonrisa—. Hay un local genial unas cuantas calles más allá. El mejor capuccino que hayas probado nunca, y las pastas no están nada mal.

Primero un café, luego vendrá una película. Después unos cuantos paseos por el parque. Willow ya sabe cómo funcionan este tipo de cosas. Y más adelante vendrán los sentimientos. Solamente de pensar en ello se le pone la carne de gallina. Ella ya ha terminado con sus sentimientos. No quiere volver a sentir en lo que le queda de vida. —No, gracias—. Incluso a ella le choca lo fría y seca que ha sonado la respuesta. Perfecto.

Guy se encoge de hombros. Parece un poco decepcionado.

La vida está llena de decepciones, Guy. Willow le da una patada a una piedra del camino.

—De acuerdo, otra vez será. —Pero por alguna razón, no se despide. Sigue caminando junto a ella.

¿Por qué no se marcha? Willow se impacienta. A lo mejor le gusta lo que oye. Quizás está buscando un desafío.

Por un momento se pregunta qué pensaría él si viera las marcas de heridas en sus brazos. ¿Sería eso suficiente reto para él? Nunca se las ha enseñado a nadie, y por supuesto, él no va a ser el primero. Pero, aun así, ¿cómo puede quitárselo de encima?

—¿Cómo es que estás viviendo con tu hermano? —le pregunta Guy—. ¿Es que tus padres se han tomado un año sabático? Porque me acuerdo que tu hermano comentó que eran especialistas en el mismo campo. —Vuelve a sonreír, totalmente ajeno al efecto que está teniendo sobre ella.

¿Será como Adrián? ¿Verdaderamente no sabe nada de ella? ¿O es que está esperando a oír las palabras?

En cualquier caso, él ya le ha dado una alternativa. Ahora ya sabe cómo librarse de él. —No se han tomado un año sabático. —La voz de Willow suena con dureza. Para de andar, se gira y mira a Guy sin vacilar. Directamente a los ojos. Tan de cerca que puede ver su iris color miel surcado por motas marrones. Tiene unos ojos bonitos, pero eso a ella difícilmente le puede importar ahora. Él le devuelve la mirada. Ya no sonríe, sino que la mira con la misma intensidad. Cualquiera que pasara ahora junto a ellos pensaría que son pareja. Deben hacer una bonita estampa allí de pie, mirándose fijamente bajo la bóveda que crean las frondosas copas de los árboles.

—Pero tus padres son profes, ¿no? —Él rompe el silencio—. Tu padre es antropólogo y tu madre arqueóloga. Porque una vez yo fui…

—Están muertos. —Willow pronuncia las palabras con frialdad e indiferencia. Le gusta ver cómo se pone pálido Guy—. Muertos —repite para asegurarse de que le ha quedado claro—. Y yo los maté.