El carrete de cinta, la orden inapelable del general Forester y el furioso doctor Markus T’mwarba llegaron a la oficina de Danil D. Appleby con apenas treinta segundos de diferencia. Estaba abriendo la caja, cuando el ruido que provenía de afuera de su oficina lo hizo alzar la vista.
—Michael —dijo por el intercom—, ¿qué pasa?
—¡Hay aquí un loco que dice ser psiquiatra!
—¡No estoy loco! —dijo el doctor T’mwarba a viva voz—. Pero sé cuánto tiempo demora un envío desde el Cuartel General Administrativo de la Alianza hasta la Tierra, y ese envío debería haber llegado a mi casa con el correo de la mañana. No lo hizo, lo que significa que ha sido retenido, y éste es el lugar donde se hacen esas cosas. Déjeme entrar.
La puerta se estrelló contra la pared y el doctor entró. Michael dio un rodeo alrededor de T’mwarba.
—Eh, Dan, lo siento. Llamaré al…
El doctor T’mwarba señaló hacia el escritorio y dijo:
—Eso es mío. Démelo.
—No te preocupes, Michael —dijo el funcionario de Aduana antes de que la puerta volviera a golpearse—. Buenas tardes, doctor T’mwarba. ¿Por qué no se sienta? Este envío está dirigido a usted, ¿verdad? No se sorprenda tanto porque lo conozco. También me ocupé de la parte de seguridad en integración de psicoíndices, y todos los de mi departamento conocemos sus brillantes trabajos de diferenciación esquizoide. Estoy encantado de conocerlo.
—¿Por qué no me puede dar mi paquete?
—En un momento lo averiguaré.
Mientras él abría la orden de Forester, el doctor T’mwarba tomó su paquete y se lo guardó en el bolsillo.
—Ahora puede explicarme —dijo.
El funcionario abrió la carta.
—Parece —dijo, apretando una rodilla contra el escritorio para liberar un poco de la hostilidad que se había acumulado en él en muy poco tiempo— que puede quedarse con la cinta a condición de que salga esta misma noche hacia el Cuartel General en el Midnight Falcon, llevando esa cinta con usted. Ya se le ha reservado pasaje y se le agradece anticipadamente su cooperación, sinceramente, general X. J. Forester.
—¿Por qué?
—No lo dice. Me temo, doctor, que a menos que usted acepte ir, no podré permitirle que se quede con la cinta. Y podemos hacer que nos la devuelva.
—Eso es lo que usted cree. ¿Tiene alguna idea de lo que quieren?
El funcionario se encogió de hombros.
—Usted esperaba este envío. ¿Quién es el remitente?
—Rydra Wong.
—¿Wong? —el funcionario había apoyado las dos rodillas contra el escritorio. Las dejó caer—. ¿Rydra Wong, la poeta? ¿Usted también conoce a Rydra?
—He sido su consejero psiquiátrico desde que ella tenía doce años. ¿Quién es usted?
—Soy Danil D. Appleby. De haber sabido que usted era amigo de Rydra, yo mismo lo habría conducido hasta aquí… —la hostilidad había actuado como punto de despegue para una calurosa camaradería—. Si va a partir en el Falcon, tendrá tiempo para salir un rato conmigo, ¿verdad? De todos modos, iba a irme temprano del trabajo. Tengo que detenerme un rato en… bien, en un sitio determinado de Ciudad Transporte. ¿Por qué no me dijo antes que la conocía? Hay un lugar deliciosamente étnico muy cerca de donde voy. Se puede conseguir una comida y bebida razonable allí, ¿a usted le gusta la lucha? La mayoría de la gente cree que es ilegal, pero allí se puede ver. Esta noche se exhiben Rubí y Pitón. Si acepta hacer esa pequeña escala conmigo, antes, estoy seguro de que le parecerá fascinante. Y abordará el Falcon a tiempo.
—Creo que ya conozco el lugar.
—Se baja, y allí tienen esa enorme burbuja en el techo, el lugar donde luchan… —efervescente, se inclinó hacia adelante—. En realidad, Rydra fue quien me llevó allí por primera vez.
El doctor T’mwarba empezó a sonreír. El funcionario dio una palmada sobre el escritorio.
—¡Ésa sí que fue una noche agitada! ¡Bien agitada! —entrecerró los ojos—. ¿Alguna vez lo levantó una de ésas…? —hizo chasquear tres veces los dedos—… ¿las del sector descorporizado? Eso también es ilegal. Pero dése una vuelta una de estas noches.
—Vamos —dijo el doctor, riendo—. Cena y un trago: la mejor idea que he oído en todo el día. Estoy famélico y hace cuatro meses que no veo una buena lucha.
—Jamás había estado en este sitio antes —dijo el funcionario cuando descendieron del monorriel—. Llamé para pedir turno, pero me dijeron que no era necesario, que viniera directamente; está abierto hasta las seis. Qué diablos, me dije; saldré más temprano del trabajo.
Cruzaron la calle y pasaron ante el puesto de noticias donde tres embarcadores recogían los horarios de las naves. Tres oficiales estelares de uniforme verde se paseaban abrazados por la vereda.
—¿Sabe? —decía el funcionario—. He tenido una lucha interna, he querido hacer esto desde la primera vez que vine… Diablos, desde la primera vez que lo vi en el cine. Pero algo demasiado fantástico no armonizaría con mi trabajo en la oficina. Así que me dije que bien podía ser algo simple, que quedara cubierto con la ropa cuando me vistiera. Aquí es.
El funcionario empujó la puerta de Plastiplasma Plus (Agregados, Superinscripciones y Pies de Página para el Bello Cuerpo).
—¿Sabe?, siempre quise preguntárselo a alguien autorizado… ¿Usted cree que hay algo psicológicamente anormal en el hecho de desear hacerse algo como esto?
—En absoluto.
Una jovencita con pelo, ojos, labios y alas azules les dijo:
—Pueden pasar directamente. A menos que primero deseen consultar nuestro catálogo.
—Oh, sé exactamente lo que quiero —dijo el funcionario—. ¿Es por aquí?
—Sí.
—En realidad —dijo el doctor T’mwarba—, es psicológicamente muy importante sentir que uno controla su propio cuerpo, que uno puede cambiarlo, moldearlo. Hacer una dieta de seis meses o embarcarse en un plan de desarrollo muscular puede resultar muy satisfactorio. Del mismo modo puede resultar satisfactorio adquirir una nueva nariz, barbilla o un conjunto de escamas y plumas.
Estaban en una habitación repleta de mesas quirúrgicas.
—¿En qué puedo servirles? —les preguntó un sonriente cosmetocirujano polinesio, enfundado en una bata azul—. ¿Por qué no se tiende aquí?
—Sólo estoy mirando —dijo el doctor T’mwarba.
—En su catálogo figura bajo el número 5463 —declaró el funcionario de Aduana—. Lo quiero aquí —agregó, llevándose la mano izquierda al hombro derecho.
—Oh, sí. Ése me gusta mucho también a mí. Espere un momento —dijo el cosmetocirujano, y abrió la tapa de un mueble que estaba junto a la mesa. Los instrumentos centellearon.
Luego se acercó a la vidriada unidad refrigeradora en la que, detrás de las puertas de vidrio, se apiñaban intrincadas formas plastiplasmáticas, todas cubiertas por la escarcha. Regresó con una bandeja repleta de fragmentos diversos. El único reconocible era un dragón en miniatura con ojos enjoyados, relucientes escamas y alas opalescentes: tenía menos de cinco centímetros de longitud.
—Cuando esté conectado a su sistema nervioso, usted podrá hacerlo silbar, sisear, rugir, agitar las alas y escupir fuego, aunque tal vez le lleve varios días asimilarlo a su esquema corporal. No se sorprenda si al comienzo sólo eructa o parece mareado. Quítese la camisa, por favor.
El funcionario se desprendió el cuello.
—Bloquearemos toda sensación de su hombro… aquí. Bien, realmente no le dolió. ¿Esto? Oh, es tan sólo un constrictor local, arterial y venoso: queremos mantener las cosas limpias. Ahora cortaremos a lo largo de… bien, si lo perturba, no mire. Sólo llevará unos minutos. ¡Oh, eso debe haberle hecho cosquillas en el estómago! No importa. Sólo una vez más. Bien. Ésa es la articulación de su hombro. Lo sé, su brazo le parece extraño así colgando. Bien, ahora le pegaremos esta jaula plastiplasmática. Exactamente la misma articulación que la de su hombro, y sus músculos quedan fuera del paso. Vea, tiene canaletas para las arterias. Mueva la barbilla, por favor. Si quiere mirar, hágalo con el espejo. Ahora le levantaremos un poquito los bordes. Déjese esta vivatela alrededor de los bordes de la jaula durante un par de días, hasta que las cosas se unan. No hay muchas posibilidades de que se le desprenda… A menos que haga un esfuerzo brusco con el brazo, pero en general es difícil. Ahora conectaré a este pequeñín a su nervio. Dolerá…
—¡Hmmmm! —el funcionario casi se puso de pie.
—¡Siéntese! ¡Siéntese! Bien, esta pequeña traba… mire por el espejo… es para abrir la jaula. Ya aprenderá cómo hacerlo salir y hacerle hacer cosas, pero no sea impaciente. Lleva un poco de tiempo. Permítame que devuelva la sensibilidad a su brazo.
El cirujano quitó los electrodos y el funcionario silbó.
—Sí, arde un poquito. Arderá durante una hora. Si aparece inflamación o enrojecimiento, por favor, no vacile y regrese. Todo lo que entra por esa puerta se esteriliza totalmente, pero cada cinco o seis años alguien se infecta. Ya puede ponerse la camisa.
Mientras volvían a la calle, el funcionario flexionó el hombro.
—¿Sabe?, dicen que uno no debería sentir ninguna diferencia —dijo, haciendo una mueca—. Siento los dedos muy raros. ¿Le parece que habrá lastimado un nervio?
—Lo dudo —dijo el doctor T’mwarba—, pero usted sí lo hará si sigue retorciéndose de ese modo. Aflojará la vivatela. Vamos a comer.
El funcionario se tocó el hombro.
—Es raro tener un agujero de seis centímetros allí y que el brazo siga funcionando —dijo.
—Así que fue Rydra quien lo trajo por primera vez a Ciudad Transporte —dijo el doctor T’mwarba por encima de su jarro.
—Sí. En realidad… bien, sólo la vi esa vez. Estaba reuniendo la tripulación para un viaje subvencionado por el gobierno. Yo la acompañaba para aprobar los índices. Pero algo sucedió esa noche…
—¿Qué fue?
—Conocí a un grupo de gente más extraña que la que jamás había conocido, gente que pensaba diferente, que actuaba diferente y que hasta hacía el amor de manera diferente. Y me hicieron reír y enfurecerme, y me sentí feliz y triste y excitado, y hasta me enamoré un poquito… —levantó la vista hasta la esfera de las luchas, muy lejos del bar—. Y ya no me parecieron tan extraños ni raros.
—¿La comunicación funcionaba bien esa noche?
—Eso creo. Es algo presuntuoso de mi parte llamar a Rydra por su nombre. Pero siento que es… mi amiga. Soy un hombre solitario, en una ciudad de hombres solitarios. Y cuando uno encuentra un lugar donde… la comunicación funciona bien, uno vuelve para ver si las cosas ocurren otra vez.
—¿Y han ocurrido?
Danil D. Appleby bajó la mirada del techo y empezó a desabotonarse la camisa.
—Vamos a cenar —dijo. Tiró la camisa sobre el respaldo de la silla y echó un vistazo al dragón enjaulado en su hombro—. Uno vuelve de todos modos… —giró en su silla, recogió la camisa, la dobló prolijamente y volvió a ponerla sobre el respaldo—. Doctor T’mwarba, ¿tiene idea de por qué le piden que vaya al Cuartel General Administrativo de la Alianza?
—Supongo que tiene que ver con Rydra y con esta cinta.
—Porque usted dijo que era su médico. Espero que no haya motivos médicos… Si algo le pasara a ella, sería terrible. Para mí, quiero decir. Se las arregló para decirme tantas cosas en una sola noche, y con tanta simpleza… —se rió, e hizo correr los dedos por el borde de la jaula. La bestia que estaba adentro gorgoteó—. Y la mitad del tiempo ni siquiera miraba en dirección a mí cuando lo decía.
—Espero que esté bien —dijo el doctor T’mwarba—. Será mejor que lo esté.
Antes de que el Midnight Falcon aterrizara, el doctor engatusó al capitán para que lo dejara hablar con Control de Vuelos.
—Quiero saber cuándo llegó el Rimbaud —dijo.
—Un momento. Señor, el Rimbaud no ha llegado. Al menos durante los últimos seis meses. Si quiere que controlemos más allá de esa fecha, llevará un poco más de tiempo…
—No. Lo más probable era que hubiera entrado en los últimos días. ¿Está seguro de que el Rimbaud no aterrizó recientemente bajo el control del capitán Rydra Wong?
—¿Wong? Creo que aterrizó ayer, pero no en el Rimbaud, sino en una nave de combate sin identificación. Hubo algunas confusiones porque habían borrado los números de serie, y se pensó que tal vez fuera robado.
—¿El capitán Wong estaba bien cuando desembarcó?
—Aparentemente había cedido el mando a su… —la voz se interrumpió.
—¿Bien?
—Perdóneme, señor. Todo esto ha sido marcado como confidencial. No vi el sello, y por accidente lo habían colocado en el fichero común. No puedo darle más información. Sólo para personas autorizadas.
—Soy el doctor Markus T’mwarba —dijo el doctor con autoridad, y sin tener idea de si le serviría de algo.
—Oh. Señor, hay una nota con respecto a usted, pero no está en la lista de personas autorizadas.
—Entonces, ¿qué diablos dice la nota, jovencita?
—Sólo que si usted requería información, había que enviarlo directamente al general Forester.
Una hora más tarde estaba entrando en la oficina de Forester.
—Muy bien, ¿qué pasa con Rydra?
—¿Dónde está la cinta?
—Si Rydra quería que yo la tuviera, sus razones habrá tenido. Si hubiera querido que la tuviera usted, seguramente se la habría enviado. Créame, no le pondrá las manos encima a menos que yo se la entregue.
—Esperaba más cooperación, doctor.
—Estoy cooperando: estoy aquí, general. Pero seguramente usted quiere que yo haga algo, y a menos que me explique lo que está ocurriendo, no podré hacerlo.
—Es una actitud muy poco militar —dijo el general Forester, rodeando el escritorio—. Es algo con lo que tengo que enfrentarme cada vez con mayor frecuencia. Y no sé si me gusta. Pero tampoco sé si me disgusta.
El oficial estelar, de uniforme verde, se sentó en el borde del escritorio, tocó las estrellas de su cuello y se quedó pensativo.
—La señorita Wong fue la primera persona que conocí en mucho tiempo a quien no pude decirle «haga esto o aquello, y maldita sea si pregunta algo acerca de las consecuencias». La primera vez que le hablé de Babel-17, creí que podía entregarle la transcripción y que ella me la devolvería en inglés. Ella me dijo, directamente: «No, tendría que decirme más». Ésa era la primera vez, en catorce años, que alguien me decía que yo tenía que hacer algo. Tal vez no me guste, pero es seguro que la respeto —sus manos bajaron protectoramente hasta el regazo… ¿Protectoramente? ¿Era Rydra quien le había enseñado a interpretar ese movimiento?, se preguntó T’mwarba—. Es tan fácil quedar atrapado en el propio fragmento de mundo… Cuando una voz lo traspasa, es importante. Rydra Wong…
Y el general se interrumpió. En su rostro se instaló una expresión que hizo que T’mwarba se estremeciera cuando le observó con los elementos que Rydra le había enseñado.
—¿Ella está bien, general Forester? ¿Es algo médico?
—No lo sé —dijo el general—. Hay una mujer en mi oficina interna… y un hombre. No puedo decirle si la mujer es o no es Rydra Wong. Por cierto que no es la misma mujer con la que hablé aquella noche en la Tierra, acerca de Babel-17.
Pero T’mwarba ya se había acercado a la puerta y la había abierto de un tirón. Un hombre y una mujer levantaron la vista. El hombre era enorme y grácil, de pelo color ámbar… Un convicto, advirtió el doctor al ver la marca del brazo. La mujer…
El doctor se llevó ambas manos a las caderas:
—Bien —dijo—, ¿qué es lo que estoy a punto de decirte?
—No hay comprensión —dijo ella.
Frecuencia respiratoria, posición de las manos en el regazo, postura de los hombros, los detalles cuya importancia ella le había demostrado mil veces: él se dio cuenta en el espantoso tiempo que toma un suspiro hasta qué punto servían para identificar. Por un momento deseó que ella jamás se lo hubiera enseñado, porque todos los detalles habían desaparecido, y su ausencia en el familiar cuerpo de ella era peor que las cicatrices o la desfiguración. Empezó a hablar con la voz que era habitualmente para ella, la que usaba para alabarla o para corregirla:
—Iba a decir… «si esto es una broma, cariño… te castigaré» —terminó con la voz que usaba con los desconocidos, con los vendedores y con los que se equivocaban de número, y se sintió inseguro—. Si no eres Rydra, ¿quién eres?
Ella dijo:
—Incomprensión de la pregunta. General Forester, ¿este hombre es el doctor Markus T’mwarba?
—Sí, lo es.
—Mire —dijo el doctor volviéndose hacia el general—, estoy seguro de que usted ya se ha ocupado de las huellas digitales, índices metabólicos, formaciones de la retina, toda clase de identificación.
—Ése es el cuerpo de Rydra Wong, doctor.
—Muy bien: hipnóticos, estampado experimental, injertos de materia cortical… ¿se le ocurre algún otro medio de meter una mente en otra cabeza?
—Sí. Diecisiete más. No hay evidencia de ninguno de ellos —el general se dirigió a la puerta—. Ella ha dejado bien claro que quiere hablar a solas con usted. Me quedaré aquí afuera —cerró la puerta.
—Estoy bastante seguro de que no se quedará afuera —dijo el doctor T’mwarba al cabo de un momento.
La mujer parpadeó y dijo:
—Mensaje de Rydra Wong, entregado verbalmente, no comprensión de su significado —de repente su rostro adquirió la animación habitual. Sus manos se unieron y se inclinó ligeramente hacia adelante—. Mocky, me alegra mucho que hayas venido. No puedo sostener esto durante mucho tiempo, así que allá voy. Babel-17 es más o menos como Onoff, Algol, Fortran. Después de todo soy telepática, sólo que ahora he aprendido a controlarlo. Me… nos hemos ocupado de los intentos de sabotaje de Babel-17. Sólo que somos prisioneros, y si quieres liberarnos, olvídate de quién soy. ¡Usa lo que está al final de la cinta y averigua quién es él! —y señaló al Carnicero.
La animación desapareció, la rigidez volvió a invadir su rostro. La transformación dejó a T’mwarba sin aliento. Sacudió la cabeza, empezó a respirar nuevamente. Al cabo de un momento regresó a la oficina del general.
—¿Quién es el pájaro de cuentas? —preguntó directamente.
—Nos estamos ocupando de eso. Esperaba tener el informe esta mañana… —algo centelleó sobre su escritorio—. Aquí está —activó una ranura que estaba en la tapa del escritorio y extrajo una carpeta. Hizo una pausa mientras rompía el sello—. ¿Le gustaría decirme lo que son Onoff, Algol y Fortran?
—Estaba seguro: escuchando por las cerraduras —T’mwarba se sentó en una silla inflable frente al escritorio—. Son antiguos lenguajes del siglo veinte… lenguajes artificiales que eran utilizados para programar computadoras, lenguajes especialmente ideados para las máquinas. Onoff era el más simple. Reducía todo a una combinación de las dos palabras, on y off, o al sistema de números binarios. Los otros eran más complicados.
El general asintió y terminó de abrir la carpeta.
—Ese tipo salió del bote araña robado junto con ella. La tripulación se alteró mucho cuando quisimos ubicarlos en habitaciones separadas —se encogió de hombros—. Es algo psíquico. ¿Para qué arriesgarnos? Los dejamos juntos.
—¿Dónde está la tripulación? ¿No colaboraron con usted?
—¿Ellos? Es como tratar de hablar con algo salido de sus peores pesadillas. Transporte. ¿Quién puede hablar con gente así?
—Rydra podía —dijo el doctor T’mwarba—. Me gustaría ver si yo puedo.
—Si lo desea… Los tenemos aquí, en el Cuartel General —abrió la carpeta e hizo una mueca—. Raro. Aquí hay una descripción detallada de la existencia de ese tipo durante un período de cinco años…, que empieza con algunos robos menores, asalto a mano armada y que termina con un par de asesinatos. Un asalto a un banco… —el general apretó los labios y asintió apreciativamente—. Sirvió dos años en las cuevas del penal de Titin, se escapó… este muchacho sí que es alguien. Desapareció en el Resorte de Specelli, donde tal vez murió o abordó una nave sombra. Por cierto que no murió. Pero aparentemente no existía antes de diciembre del ’61. Se lo conoce como el Carnicero.
De repente el general escarbó en un cajón y extrajo otra carpeta.
—Kreto, Tierra, Minos, Callisto —leyó, y después golpeó la carpeta con el revés de la mano—. ¡Aleppo, Rhea, Olympia, Paradise, Dis!
—¿Qué es eso, el itinerario del Carnicero antes de caer en Titin?
—Da la casualidad que sí. Pero también es la ubicación de una serie de accidentes que comenzaron en diciembre del ’61. Recién ahora hemos establecido una conexión entre ellos y Babel-17. Habíamos estado trabajando sólo con «accidentes» recientes, pero entonces apareció esta información un poco vieja. Se informa la misma clase de emisiones radiales. ¿Le parece que la señorita Wong nos ha traído a nuestro saboteador?
—Podría ser. Sólo que esa que está ahí no es Rydra.
—Bien, supuse que usted diría eso.
—Por razones similares me atrevo a deducir que el caballero que la acompaña no es el Carnicero.
—¿Y quién piensa que es?
—No lo sé en este momento. Diría que es muy importante que lo averiguáramos… —se puso de pie—. ¿Dónde puedo encontrar a la tripulación de Rydra?
—¡Lindo lugarcito! —dijo Calli, mientras todos salían del ascensor en el último piso de la Torre Alianza.
—Es hermoso poder caminar por aquí —dijo Mollya.
El jefe de camareros, enfundado en una formal vestimenta blanca, se acercó desde el otro extremo de la alfombra de piel, miró de soslayo a Brass y dijo:
—¿Éstos son sus invitados, doctor T’mwarba?
—Así es. Tenemos el reservado junto a la ventana. Puede traernos una ronda de bebidas inmediatamente. Ya he hecho el pedido.
El camarero asintió, se volvió y los condujo hasta una ventana alta y con arcos que daba a la Plaza Alianza. Unas pocas personas se dieron vuelta para observarlos.
—La Administración puede ser un lugar muy agradable —dijo el doctor, sonriendo.
—Si se tiene dinero —dijo Ron. Levantó la cabeza para mirar el techo negro azulado, donde las luces estaban dispuestas como para simular las constelaciones vistas desde Rymik, y lanzó un suave silbido—. Había leído acerca de lugares como éste, pero jamás creí que los conocería alguna vez.
—Me gustaría haber traído a los chicos —dijo Control—. Estaban muy impresionados con la residencia del Barón.
En el reservado, el camarero arrimó la silla de Mollya.
—Ese Barón que mencionó, ¿era el Barón Ver Dorco, de los Depósitos Bélicos?
—Sí —dijo Calli—. Cordero asado, vino de ciruelas, los pavos de mejor aspecto que había visto durante años. Nunca pude llegar a comerlos —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Es uno de los irritantes hábitos de la aristocracia —dijo T’mwarba, riendo—. Se vuelven plebeyos a la menor provocación. Pero ya sólo quedamos muy pocos, y la mayoría es lo suficientemente bien educada como para no utilizar los títulos.
—Es el difunto Maestro de Armas de Armsedge —corrigió Control.
—Leí el informe de su muerte. ¿Rydra estaba allí?
—Todos estábamos. Fue una noche bastante agitada —dijo Brass.
—¿Qué sucedió exactamente?
Brass sacudió la cabeza.
—Bien, el ca’itán fue más tem’rano…
Cuando terminó de relatar los incidentes, mientras los otros agregaban los detalles, el doctor T’mwarba se recostó en su silla.
—Los periódicos no lo decían así. Pero, claro, no podían hacerlo. De todos modos, ¿qué era ese TW-55?
Brass se encogió de hombros. Se escuchó un clic, y el descorporífono que estaba en la oreja del doctor se puso en marcha:
—TW-55 es un ser humano que desde el nacimiento es perfeccionado y perfeccionado hasta no ser más humano —dijo el Ojo—. Yo estaba con el capitán Wong la vez que el Barón se lo mostró y se lo explicó.
El doctor T’mwarba asintió.
—¿Puede decirme algo más?
Control, que había tratado de ponerse cómodo en la silla de respaldo duro, ahora apoyó el estómago contra el borde de la mesa.
—¿Por qué? —preguntó.
Los otros quedaron en silencio inmediatamente.
El hombre gordo miró al resto de la tripulación.
—¿Por qué le están diciendo todo esto? Va a regresar a decirle todo a ese oficial estelar.
—Así es —dijo el doctor T’mwarba—. Cualquier cosa que pueda ayudar a Rydra.
Ron dejó su vaso de cola helada.
—Los oficiales estelares no han sido lo que se llamaría amables con nosotros, capitán —explicó.
—No nos llevaron a ningún restaurante de lujo —dijo Calli, atándose la servilleta al collar de circonio que llevaba puesto para la ocasión.
Un camarero dejó sobre la mesa un plato de patatas fritas, se fue y regresó con una fuente de hamburguesas.
Mollya levantó de la mesa un frasco rojo alto, y lo miró inquisitivamente.
—Ketchup —dijo el doctor T’mwarba.
—Ohhh —suspiró Mollya y volvió a dejarlo sobre el mantel de damasco.
—Diávalo tendría que estar aquí —dijo Control, reclinándose y dejando de mirar al doctor—. Es un artista con la carbosíntesis, y tiene una sensibilidad para el dispensador de proteínas que es excelente para las comidas sólidas, como el faisán relleno de nueces o el filet creyonnaise, y toda esa comida apropiada para llenar los estómagos de una tripulación hambrienta. Pero todas estas cosas complicadas —y untó su bollo con mostaza—… si le dan una libra de verdadera carne picada, apuesto que sale corriendo de la cocina por miedo de que lo muerda.
—¿Qué ’asa con el ca’itán Wong? —preguntó Brass—. Eso es lo que todos quieren ’reguntar.
—No lo sé. Pero si me dicen todo lo que puedan, tengo mayores posibilidades de hacer algo por ella.
—La otra cosa que nadie quiere decir —prosiguió Brass—, es que uno de nosotros no quiere que usted haga nada por ella, ’ero no sabemos cuál.
Los otros volvieron a callarse.
—Había un es’ía en la nave. Todos lo sabíamos. Intentó destruir la nave dos veces. Creo que tiene mucho que ver con lo que le sucedió al ca’itán y al Carnicero.
—Todos lo creemos —dijo Control.
—¿Eso es lo que no quisieron decirle al oficial?
Brass asintió.
—Si no hubiera sido por el Carnicero —el descorporífono volvió a hacer clic—, hubiéramos regresado al espacio normal en la Nova de Cygnus. El Carnicero convenció a Jebel de que debía rescatarnos y llevarnos a bordo.
—Entonces —dijo el doctor, mirando a los que rodeaban la mesa—, uno de ustedes es un espía.
—Podría ser uno de los chicos —dijo Control—. No tiene que ser alguien de esta mesa.
—Si lo es —dijo el doctor—, me estoy dirigiendo al resto de ustedes. El general Forester no consiguió nada de ustedes. Rydra necesita la ayuda de alguien. Es así de simple.
Brass rompió el prolongado silencio:
—Yo acababa de ’erder una nave a manos de los Invasores, doctor: todos los chicos del equi’o, más de la mitad de los oficiales. Aunque luchaba bien y era buen ’iloto com’arado con cualquier otro ca’itán de Trans’orte, ese encontronazo con los Invasores me descalificaba. El ca’itán Wong no es de nuestro mundo. Pero de donde venía, fuera de donde fuera, traía consigo una tabla de valores que decía: «Me gusta tu trabajo y quiero contratarte». Le estoy agradecido.
—Sabe tantas cosas… —dijo Calli—. Éste es el viaje más agitado que he hecho. Mundos. Eso es, doc. Pasa de un mundo a otro, y no le importa llevarnos con ella. ¿Cuándo fue la última vez que pasé la noche en casa de un Barón, cenando y espiando? Al día siguiente me encuentro comiendo con piratas. Y aquí estoy ahora. Seguro que quiero ayudar.
—Calli está demasiado mezclado con su estómago —interrumpió Ron—. Lo que sucede es que ella nos hace pensar acerca de Mollya y Calli. Sabe, estuvo triplada con Muels Aranlyde, el tipo que escribió Estrella Imperial. Pero creo que usted debe saberlo, si es su médico. De todos modos, uno empieza a pensar que esa gente que vive en otro mundo, como dice Calli, mundos donde las personas escriben libros o fabrican armas, es real. Si se cree en ellos, uno está más dispuesto a creer en uno mismo. Y cuando alguien que puede hacer eso necesita ayuda, uno ayuda.
—Doctor —dijo Mollya—, yo estaba muerta. Ella me hizo vivir. ¿Qué puedo hacer?
—Pueden decirme todo lo que sepan —se inclinó sobre la mesa y entrelazó los dedos—, acerca del Carnicero.
—¿El Carnicero? —preguntó Brass. Los otros estaban sorprendidos—. ¿Qué ’asa con él? No sabemos nada, a’arte de que el ca’itán y él llegaron a acercarse mucho.
—Estuvieron en la misma nave con él durante tres semanas. Cuéntenme todo lo que le vieron hacer.
Se miraron entre sí, cuestionándose en silencio.
—¿No recuerdan nada que pueda indicar su lugar de origen?
—Titin —dijo Calli—. La marca en el brazo.
—Antes de Titin, cinco años antes por lo menos. El problema es que tampoco el Carnicero lo sabe.
Todos se quedaron aún más perplejos. Después Brass dijo:
—Su lenguaje. El ca’itán dijo que originariamente él hablaba un lenguaje que no tenía «yo».
El doctor T’mwarba frunció aún más el ceño cuando el descorporífono volvió a hacer clic.
—Ella le enseñó a decir yo y tú. Vagaban por el cementerio, de noche, y nosotros revoloteábamos encima de ellos mientras se enseñaban quiénes eran.
—El «yo» —dijo T’mwarba—, eso es algo para empezar… —se recostó hacia atrás—. Es raro. Yo creía que lo sabía todo acerca de Rydra. Y sólo conozco un poco acerca…
El descorporífono volvió a hacer clic.
—No sabe nada acerca del pájaro myna.
—Por supuesto que sí —dijo T’mwarba, sorprendido—. Yo estaba allí.
La tripulación descorporizada rió suavemente.
—Pero jamás le dijo por qué se asustó tanto.
—Fue un brote histérico producido por su condición anterior…
Risas fantasmales otra vez.
—La lombriz, doctor T’mwarba. No tenía miedo del pájaro, en absoluto. Tenía miedo de la impresión telepática de un enorme gusano que reptaba hacia ella, la lombriz que el pájaro se estaba imaginando.
—Ella les dijo eso… y nunca me lo dijo a mí —fue el final de lo que había comenzado con un sentimiento de traición, y que se interrumpió en perplejidad.
—Mundos —repitió el fantasma—. A veces existen mundos ante nuestros ojos y no los vemos. Este cuarto puede estar lleno de fantasmas, y usted nunca lo sabrá. Ni siquiera el resto de la tripulación puede estar segura de lo que estamos diciendo ahora. Pero el capitán Wong… jamás usó el descorporífono. Descubrió un modo de hablar con nosotros. Pasaba de un mundo a otro y los unía… Ésa es la parte más importante… De modo que los mundos se hacían más grandes.
—Entonces… alguien tiene que imaginarse de qué parte del mundo, del tuyo, del mío o del de ella, ha salido el Carnicero —un recuerdo se resolvió como una cadencia que se cerrara, y él se rió. Los otros lo miraron, asombrados—. Un gusano. Ahora, en algún lugar del Paraíso, un gusano, un gusano… Ése fue uno de sus primeros poemas. Y a mí jamás se me ocurrió.
—¿Se supone que debo sentirme feliz? —preguntó el doctor T’mwarba.
—Se supone que debe sentirse al menos interesado —dijo el general Forester.
—Usted ha observado un mapa hiperestático y ha descubierto que, aunque todos los sabotajes del último año y medio se han llevado a cabo a lo largo de toda una galaxia del espacio convencional, todos esos sitios están a distancia crucero del Resorte de Specelli, del otro lado del salto. Y también ha descubierto que durante el tiempo que el Carnicero pasó en Titin no ocurrió ningún «accidente». En otras palabras, ha descubierto que el Carnicero podría ser el responsable de todo ese asunto, tan sólo por proximidad física. No, no me siento para nada feliz.
—¿Por qué no?
—Porque el Carnicero es una persona importante.
—¿Importante?
—Yo sé que es… importante para Rydra. La tripulación me lo dijo.
—¿Él? —y entonces se dio cuenta—. ¿Él? Oh, no. Nada menos. Es la forma más baja… Eso no. Traición, sabotaje, no sé cuántos asesinatos… Quiero decir, que es…
—Usted no sabe qué es lo que es. Y si es responsable de los ataques de Babel-17, es, por derecho propio, tan extraordinario como Rydra —el doctor se levantó de su silla inflable—. Ahora bien, ¿me dará una oportunidad de probar mi idea? Ya he escuchado las suyas durante toda la mañana. Y la mía probablemente funcione.
—Todavía no comprendo lo que pretende.
El doctor suspiró.
—Primero quiero que Rydra, el Carnicero y nosotros nos traslademos al más profundo, oscuro y mejor custodiado calabozo que haya en el Cuartel General…
—Pero aquí no tenemos calabo…
—No se burle —dijo el doctor, sin alterar su voz—. Están peleando una guerra, ¿lo recuerda?
El general hizo una mueca.
—¿Y para qué tantas medidas de seguridad?
—A causa del revuelo que este tipo ha causado hasta ahora. No va a disfrutar precisamente de lo que planeo hacer. Me sentiría feliz de tener algo, algo así como toda la fuerza militar de la Alianza, de mi lado. Entonces sentiría que al menos tengo una posibilidad.
Rydra estaba sentada en un lado de la celda, el Carnicero en el otro, ambos sujetos a las sillas tapizadas de plástico que formaban parte de las paredes. El doctor T’mwarba miró todo el equipo que estaban sacando del cuarto.
—Nada de calabozos ni cámaras de tortura, ¿no, general? —echó un vistazo a una mancha de color marrón rojizo que se había secado en el piso de piedra, junto a su pie, y sacudió la cabeza—. Me sentiría mejor si este lugar hubiera sido limpiado con ácido y desinfectado primero. Pero, supongo que como la orden fue imprevista…
—¿Tiene todo el equipo que necesita, doctor? —preguntó el general, ignorando la provocación del psicólogo—. Si cambia de idea, puedo traer todo un grupo de especialistas aquí mismo dentro de quince minutos.
—El lugar no es suficientemente amplio —dijo T’mwarba—. Ya tengo nueve especialistas aquí —y apoyó la mano sobre una computadora mediana ubicada en un rincón—. Me gustaría más que tampoco usted estuviera. Pero ya que no se quiere marchar, mire en silencio.
—Usted dijo —respondió el general— que deseaba un máximo de seguridad. También puedo hacer venir a un par de maestros de aikido, unos tipos de más de cien kilos.
—Yo soy cinturón negro de aikido, general. Creo que con nosotros dos bastará.
El general arqueó las cejas.
—Yo hago karate. El aikido es un arte marcial que jamás he comprendido. ¿Y usted es cinturón negro?
El doctor colocó una pieza del equipo y asintió.
—Y también Rydra. No sé lo que es capaz de hacer el Carnicero, pero por las dudas he hecho sujetar bien a todo el mundo.
—Muy bien —el general tocó algo en el marco de la puerta. La plancha de metal descendió suavemente—. Nos quedaremos aquí adentro cinco minutos —la plancha llegó hasta el piso y la línea del borde de la puerta desapareció—. Estamos totalmente aislados ahora. Estamos en el centro de doce capas de defensa, todas impenetrables. Nadie conoce la ubicación de este lugar, ni siquiera yo mismo.
—Después de recorrer esos laberintos por los que vinimos, por cierto que yo tampoco.
—Por precaución, por si alguien lograra ubicarnos, nos moveremos automáticamente de lugar cada quince segundos. Él no podrá salir —dijo el general, señalando al Carnicero.
—Yo sólo pretendo que nadie pueda entrar —dijo T’mwarba, oprimiendo un interruptor.
—Repítame todo una vez más.
—El Carnicero tiene amnesia, dijeron los médicos de Titin. Eso significa que su conciencia está restringida a la parte de su cerebro que contiene las conexiones sinápticas que datan del ’61. En efecto, su conciencia está restringida a un segmento de su córtex. Lo que esto hace —el doctor alzó un casco de metal y lo puso en la cabeza del Carnicero, mirando a Rydra—, es crear una serie de «sensaciones desagradables» en ese segmento, hasta que consigue que él salga de esa parte de su cerebro y se ubique en todo el resto.
—¿Y qué pasa si no hay conexiones entre esa y otra parte del córtex?
—Si la sensación es lo suficientemente desagradable, él creará nuevas conexiones.
—Con la clase de vida que ha llevado —comentó el general—, me pregunto qué podrá ser suficientemente desagradable para conmoverlo.
—Onoff, Algol, Fortran —dijo el doctor.
El general lo observó mientras el doctor hacía los últimos ajustes.
—Habitualmente, esto crearía una situación muy complicada en el cerebro. Sin embargo, en una mente que desconoce la palabra «yo», o que no la ha conocido durante mucho tiempo, las tácticas de atemorización no funcionarán.
—¿Y qué funcionará?
—Algol, Onoff, Fortran, con la ayuda de un barbero y el hecho de que hoy es jueves.
—Doctor T’mwarba, no me molesté más que para un rápido control de su psicoíndice…
—Sé lo que estoy haciendo. Ninguno de esos lenguajes de computadora tiene la palabra «yo». Eso impide afirmaciones tales como: «No puedo resolver el problema», o «En realidad no me interesa», o «Prefiero desperdiciar mi tiempo en otras cosas». General, en una pequeña ciudad del lado español de los Pirineos hay un solo barbero. Ese barbero afeita a todos los hombres de la ciudad que no se afeitan sí mismos. El barbero, ¿se afeita a sí mismo o no?
El general frunció el ceño.
—¿No me cree? Pero, general, yo siempre digo la verdad. Salvo los jueves, todo lo que digo los días jueves es una mentira.
—¡Pero hoy es jueves! —exclamó el general, que ya comenzaba a irritarse.
—Qué conveniente. Bien, general, no contenga el aliento hasta que la cara se le ponga azul.
—¡No estoy conteniendo el aliento!
—Yo no dije que estuviera haciéndolo. Simplemente conteste sí o no: ¿Se ha detenido al pegarle a su esposa?
—Maldición, no puedo responder a una pregunta…
—Bien, mientras piensa en su esposa y decide si va a contener el aliento, siempre considerando que hoy es jueves, dígame: ¿Quién afeita al barbero?
La confusión del general se disipó en una carcajada.
—Paradojas. Quiere decir que lo va a alimentar con paradojas, y que su mente tendrá que vérselas con ellas.
—Cuando se le hace eso a una computadora, se funde… a menos que haya sido programada para desconectarse cuando se la enfrenta con una paradoja.
—¿Y si decide descorporizarse?
—Yo jamás me dejaría amilanar por una pequeñez como ésa. Para algo tengo esta máquina —y señaló otra.
—Sólo una cosa más. ¿Cómo sabe qué paradojas debe darle? Seguramente las que me dijo no…
—Claro que no. Además, sólo existen en inglés, y en otros pocos lenguajes bastante torpes en el sentido analítico. En el caso del barbero español y de los jueves, es la palabra «Todos» la que crea una ambigüedad contradictoria. Lo mismo en el caso de la palabra «detenerse». La cinta que Rydra me envió contenía la gramática y el vocabulario de Babel-17. Algo fascinante. Es el lenguaje más exacto y analítico que se pueda imaginar. Pero eso es porque todo es flexible, y las ideas aparecen en gran número de tandas congruentes, gobernadas por las mismas palabras. Eso significa que el número de paradojas que puede aparecer es alarmante. Rydra usó la última mitad de la cinta para grabar las más ingeniosas. Si una mente limitada a Babel-17 se viera atrapada allí, estallaría o…
—… o se pasaría a la otra parte del cerebro. Ya veo. Bien, vamos. Empiece.
—Lo hice hace dos minutos.
El general miró al Carnicero.
—No veo nada…
—No verá nada durante otro minuto —dijo el doctor, y realizó otro ajuste—. El sistema de paradojas que he preparado tiene que abrirse camino en toda la parte consciente de su cerebro. Un montón de sinapsis tienen que conectarse y desconectarse.
De repente, los labios del duro rostro del Carnicero se separaron, mostrando los dientes.
—Aquí vamos —dijo el doctor.
—¿Qué le ocurre a la señorita Wong?
El rostro de Rydra sufría la misma contorsión.
—Esperaba que esto no sucediera —suspiró el doctor T’mwarba—, pero lo sospechaba. Están unidos telepáticamente.
La silla del Carnicero hizo crac. La correa de la cabeza estaba ligeramente floja, y su cráneo se había golpeado contra el respaldo de la silla.
Un sonido provino de Rydra, un sonido que se abrió en un profundo gemido que cesó de repente. Sus ojos muy abiertos parpadearon dos veces y ella gritó:
—¡Oh, Mocky, me duele!
Una de las correas que sujetaba los brazos del Carnicero cedió, y su puño salió disparado hacia arriba.
Después, una luz que estaba junto al pulgar del doctor T’mwarba pasó del blanco al ámbar, y el pulgar bajó un interruptor. Algo sucedió en el cuerpo del Carnicero: se relajó.
—Se ha descor… —empezó el general.
Pero el Carnicero respiraba.
—Déjame salir de aquí, Mocky —dijo Rydra.
El doctor rozó un microinterruptor con el pulgar, y las correas que sujetaban los tobillos, muñecas, brazos y frente de Rydra se aflojaron. Ella cruzó corriendo la celda hasta acercarse al Carnicero.
—¿A él también?
Ella asintió.
El doctor empujó el segundo microinterruptor y el Carnicero cayó hacia adelante, en los brazos de ella, que se fue al suelo al recibir el peso. Al mismo tiempo, empezó a restregar con los nudillos los rígidos músculos de la espalda de él.
El general Forester les apuntaba con una pistola vibrátil.
—Bien, ¿quién diablos es él y de dónde viene? —preguntó.
El Carnicero empezó a desplomarse nuevamente, pero sus manos cachetearon el suelo y se controló.
—Ny… —empezó—. Soy… soy Nyles Ver Dorco… —su voz había perdido esa cualidad áspera y mineral, era casi un cuarto de tono más aguda y sus palabras eran enunciadas con una cadencia aristocrática—. Armsedge. Nací en Armsedge. ¡Y he matado a mi padre!
La plancha de metal de la puerta empezó a alzarse. Entró una vaharada de humo seguida por el olor del metal caliente.
—¿Qué diablos es ese olor? —dijo el general Forester—. Se suponía que no sucedería nada de eso…
—Creo —dijo el doctor— que la primera media docena de capas defensivas deben haber sido barridas. Si nos hubiera llevado unos minutos más, creo que no estaríamos aquí.
Ruido de pasos apresurados. Un oficial estelar sucio de polvo se tambaleó hasta la puerta.
—General Forester, ¿está bien? El muro exterior explotó y de algún modo forzaron las radio-cerraduras de la puerta doble. Algo atravesó la mitad del muro de cerámica. Parecía láser, o algo así.
El general se puso pálido.
—¿Qué era eso que trataba de entrar aquí?
El doctor T’mwarba miró a Rydra. El Carnicero se puso de pie, apoyado en el hombro de ella.
—Un par de los más ingeniosos modelos de mi padre, primos carnales de los TW-55. Debe haber seis en puestos oscuros, pero efectivos, aquí en el Cuartel General. Pero ya no tienen que preocuparse por ellos.
—Entonces apreciaría grandemente —dijo con mesura el general— que todo el mundo subiera a mi oficina más rápido que el diablo y me explicara qué es lo que está ocurriendo aquí.
—No, mi padre no era un traidor, general. Sólo quería convertirme en el agente secreto más poderoso de la Alianza. Pero el arma no es el instrumento; el instrumento es el conocimiento de cómo usarla. Y los Invasores lo tenían, y ese conocimiento es Babel-17.
—Está bien. Usted puede ser Nyles Ver Dorco…, pero eso sólo vuelve confusas varias cosas que hasta un par de horas atrás me parecían comprensibles.
—No quiero que hable mucho —dijo el doctor T’mwarba—. La tensión que ha soportado su sistema nervioso…
—Estoy bien, doctor. Tengo todo un equipo de repuesto. Mis reflejos son bastante superiores a los normales y controlo completamente mi sistema autónomo, y hasta sé con qué rapidez me crecen las uñas. Mi padre era un hombre muy meticuloso.
El general Forester golpeó su escritorio con el taco de la bota.
—Será mejor que lo deje seguir —dijo—. Porque si no comprendo todo esto en cinco minutos, ustedes pagarán las consecuencias.
—Mi padre había empezado con la fabricación de espías a medida cuando se le ocurrió la idea. Hizo que los médicos me convirtieran en el ser humano más perfecto que se podía planear. Después me envió al territorio de los Invasores con la esperanza de que sembrara tanta confusión como pudiera. Y logré hacer muchísimo daño antes de que me capturaran. Papá se dio cuenta también de que sus espías progresarían rápidamente, y que acabarían por superarme… lo que resultó cierto. Por ejemplo, no soy nada al lado de TW-55. Pero a causa de su… creo que era orgullo de familia… quería que el control de las operaciones permaneciera en la familia.
»Cada espía de Armsedge podía recibir órdenes radiales por medio de una clave preestablecida. Injertado debajo de mi médula se encuentra un transmisor hiperestático cuyas partes, en su gran mayoría, son electroplastiplasmas. Ya no importaba la complejidad de los futuros espías; yo seguiría controlando siempre toda la flota. Durante los últimos años, miles de ellos han sido enviados a los territorios de los Invasores. Hasta que me capturaron, éramos una fuerza muy efectiva.
—¿Por qué no lo mataron? —preguntó el general—. ¿O averiguaron todo y se las arreglaron para usar todo ese ejército de espías en contra de nosotros?
—Descubrieron que yo era un arma de la Alianza. Pero ese transmisor se desintegra bajo ciertas condiciones, y puedo evacuarlo junto con los desechos de mi cuerpo. Demoro más o menos tres semanas en hacer crecer uno nuevo. Así que nunca se dieron cuenta de que yo controlaba a todos los otros. Pero acababan de descubrir su nueva arma secreta, Babel-17. Me hicieron sufrir de amnesia, no me dejaron ningún medio de comunicación salvo Babel-17 y me dejaron escapar de Nueva-Nueva York de regreso al territorio de la Alianza. No me dieron instrucciones para sabotaje. Mis poderes, el contacto con los otros espías, todo eso lo advertí muy lentamente, muy dolorosamente. Y toda mi vida de saboteador disfrazado de criminal creció sola. Cómo o por qué, aún no lo sé.
—Creo que yo puedo explicarlo, capitán —dijo Rydra—. Se puede programar a una computadora para que cometa errores, y eso no se hace desconectando cables, sino manipulando el «lenguaje» con el que se le enseña a «pensar». La falta de un «yo» impide cualquier proceso autocrítico. En realidad, impide la conciencia del proceso simbólico… que es el modo en el que distinguimos la realidad de nuestra expresión de la realidad.
—¿Pueden explicarme otra vez?
—Chimpancés —interrumpió el doctor—. Los chimpancés son lo suficientemente coordinados como para aprender a conducir un automóvil, y lo suficientemente listos como para poder distinguir una luz roja de otra verde. Pero una vez que aprenden no se los puede dejar solos, pues cuando la luz se pone verde atropellarán un muro de ladrillos si está frente a ellos; y si la luz se pone roja, se detendrán en medio de la calle aunque se les venga encima un camión. No tienen proceso de simbolización. Para ellos, el rojo es detenerse, y el verde es adelante.
—De todos modos —prosiguió Rydra—, Babel-17, como lenguaje, contiene un programa preestablecido que hizo que el Carnicero se convirtiera en saboteador y en criminal. Si alguien sin recursos es liberado en un país extraño sabiendo tan sólo las palabras que describen las herramientas y las partes de una máquina, no es raro que esa persona termine como mecánico. Manipulando su vocabulario de modo adecuado, se lo puede convertir en marinero o en artista. Además, Babel-17 es un lenguaje tan analítico y preciso que le asegura a uno un absoluto dominio técnico de cualquier situación que se observe. Y la falta del «yo» impide que uno se de cuenta de que, a pesar de ser extremadamente útil para observar las cosas, ése no es el único modo de hacerlo.
—Pero… ¿usted quiere decir que este lenguaje puede hacer que uno se vuelva en contra de la Alianza? —preguntó el general.
—Bien —dijo Rydra—, para empezar, la palabra para Alianza en Babel-17 se traduce literalmente como: alguien que ha invadido. Dedúzcalo usted mismo. Contiene toda clase de programaciones diabólicas. Mientras se piensa en Babel-17, es perfectamente lógico que uno destruya su propia nave y que después borre el hecho con autohipnosis para no descubrir lo que se está haciendo.
—¡Ése era tu espía! —la interrumpió el doctor T’mwarba.
Rydra asintió.
—El lenguaje «programa» en la mente de quien lo aprende, una personalidad esquizoide autocontenida, reforzada por la autohipnosis… Lo que parece una cosa sensata, ya que todo lo que hay en el lenguaje aparece como «bueno», contrastando con los demás lenguajes, que parecen tan torpes. Esta «personalidad» tiene el deseo general de destruir a la Alianza a cualquier precio y, al mismo tiempo, permanece oculta del resto de la personalidad hasta que es lo suficientemente fuerte como para controlarlo todo, a pesar de que nosotros pudimos impedir que se volviera totalmente destructiva.
—¿Por qué no te dominó completamente? —preguntó el doctor.
—Porque no contaron con mi talento, Mocky —dijo Rydra—. Lo analicé por medio de Babel-17 y es muy simple. El sistema nervioso humano emite ruidos de radio. Pero hay que tener una antena de miles de millas para poder sintonizar algo que tenga sentido. En realidad, la única clase de antena con esas características es otro sistema nervioso humano. En cierta medida, todo el mundo lo tiene. Algunas personas como yo tenemos un mejor control de él. Las personalidades esquizoides no son tan fuertes y, además, yo también ejerzo cierto control sobre el ruido que transmito. Los he estado interfiriendo.
—¿Y qué se supone que debo hacer con esos agentes esquizoides que ustedes alojan en el cerebro? ¿Lobotomizarlos?
—No —dijo Rydra—. El modo de arreglar una computadora no es quitarle la mitad de los cables. Se corrige el lenguaje, se introducen los elementos faltantes y se compensan las ambigüedades.
—Introdujimos los principales elementos faltantes —dijo el Carnicero— en el cementerio de Tarik. Y estamos corrigiendo el resto.
El general se puso lentamente en pie.
—No servirá —dijo, sacudiendo la cabeza— T’mwarba, ¿dónde está esa cinta?
—En mi bolsillo, donde ha estado todo este tiempo —dijo el doctor, sacando el carrete.
—Voy a llevar esto a criptografía, después repasaremos todo una vez más —se dirigió hacia la puerta—. Oh, sí… voy a dejarlos encerrados.
Salió, y los tres se miraron.
—… Sí, por supuesto que debería haber sabido que alguien que casi pudo entrar a nuestro cuarto de máxima seguridad, y que saboteó los esfuerzos bélicos en todo un brazo de la galaxia podría escaparse de mi oficina… No soy retardado, pero pensé… Ya sé que a usted no le importa lo que yo piense, pero ellos… No, no se me ocurrió que podrían robar una nave. Bien, sí… Yo, no. Por supuesto que no supuse… Sí, una de nuestras naves de guerra más grandes. Pero dejaron una… No, no van a atacar nuestra… No tengo modo de saberlo, salvo por la nota que dejaron… Sí, en mi escritorio, dejaron una nota… Bien, por supuesto que se la leeré. Eso es lo que he tratado de hacer durante los últimos…
Rydra entró en la espaciosa cabina de la nave de guerra Cronos. Llevaba a Ratt a caballito. Cuando lo bajó, el Carnicero se volvió del panel de control.
—¿Cómo les va a todos allá abajo?
—¿Hay alguien confundido con los nuevos controles? —preguntó Rydra.
El chico del equipo se tiró de las orejas.
—No lo sé, capitán. Esta nave es muy grande para nosotros.
—Sólo tenemos que volver hasta el Resorte y entregarle esta nave a Jebel y a los demás de Tarik. Brass dice que puede llevarnos hasta allá si ustedes siguen trabajando como hasta ahora.
—Tratamos. Pero llegan tantas órdenes al mismo tiempo… Yo debería estar allá abajo ahora mismo.
—Puedes llegar en un minuto —dijo Rydra—. Supongamos que te nombro quipucamayocuna honorario…
—¿Qué?
—Es el tipo que lee las órdenes a medida que llegan, las interpreta y las reparte. Tus antepasados eran indios, ¿verdad?
—Sí, seminolas.
Rydra se encogió de hombros.
—Quipucamayocuna es maya. Impartían órdenes por medio de nudos en una soga, nosotros lo hacemos con tarjetas perforadas. Lárgate y mantennos en vuelo.
Ratt se rozó la frente y se largó.
—¿Qué crees que entendió el general de tu nota? —preguntó el Carnicero.
—En realidad no importa. Pasará de mano en mano entre los oficiales principales, y pensarán y pensarán, y la posibilidad se imprimirá semánticamente en sus mentes, y eso ya es un buen trabajo. Y tenemos a Babel-17 corregido… tal vez deberíamos llamarlo Babel-18… que es el mejor instrumento que se pueda concebir para hacer que esa nota se convierta en realidad.
—Además mi batería de asistentes —dijo el Carnicero—. Creo que nos alcanzará con seis meses. Es una suerte que tus malestares no se debieran, después de todo, a una aceleración metabólica. Eso me sonaba un poco raro. Si así hubiera sido, te hubieras desmayado antes de emerger de Babel-17.
—Era la configuración esquizo, que trataba de imponerse. Bien, tan pronto como acabemos con Jebel tenemos que dejar un mensaje sobre el escritorio de Meihlow, Comandante de los Invasores en Nueva-Nueva York. «Esta guerra terminará en seis meses» —citó ella—. Es la mejor frase en prosa que he escrito. Pero ahora tenemos que trabajar.
—Tenemos los instrumentos que nadie más tiene —dijo el Carnicero. Se hizo a un lado para dejarle lugar a Rydra—. Y con los instrumentos adecuados no será difícil. ¿Qué haremos en nuestro tiempo libre?
—Yo voy a escribir un poema, creo. O tal vez una novela. Tengo mucho que decir.
—Pero yo aún soy un criminal. Compensar las malas acciones con otras buenas es una falacia lingüística, que ha metido a la gente en aprietos más de una vez. Especialmente si la buena acción está en el futuro. Sigo siendo responsable de un montón de asesinatos.
—El mecanismo de la culpa como impulsora de buenas acciones es también una falta lingüística. Si tanto te molesta, regresa a que te juzguen, te absuelvan y sigue con tus asuntos. Deja que yo sea tu asunto por un tiempo.
—Por cierto. Pero ¿quién dice que me absolverán en el juicio?
Rydra empezó a reírse. Se inclinó junto a él, le tomó las manos y apoyó su rostro en ellas, sin dejar de reír.
—¡Yo seré tu defensora! Y aún sin Babel-17, ya deberías saber que puedo salir de cualquier situación hablando.