El material retranscripto pasaba por la pantalla selectora. Junto a la consola de la computadora yacían las cuatro páginas de definiciones que ella había elaborado y un cuaderno lleno de especulaciones gramaticales. Mordiéndose los labios, recorrió la tabulación de frecuencia de los diptongos deprimidos. Sobre la pared había pegado tres gráficos titulados:
Posible Estructura Fonémica
Posible Estructura Fonética
Ambigüedades Semióticas, Semánticas y Sintácticas
Este último contenía los problemas a resolver. Las preguntas, formuladas y contestadas, eran transferidas como certezas a los otros dos gráficos.
—¿Capitán?
Ella se dio vuelta en su asiento inflable. Colgando de las rodillas de la portezuela de entrada estaba Diávalo.
—¿Sí?
—¿Qué quiere para la cena?
El cocinerito era un muchacho de diecisiete años. Dos cuernos cosmetoquirúrgicos sobresalían de su pelo albino, descolorido. Se estaba rascando una oreja con la punta de la cola.
Rydra se encogió de hombros.
—No tengo ninguna preferencia. Pregúntale al resto del equipo.
—Esos tipos comerían desechos orgánicos licuificados si yo se los diera. Nada de imaginación, capitán. ¿Qué le parecería un poco de faisán con hielo, o tal vez una gallina de Cornualles?
—¿Estás en vena para las aves?
—Bien… —soltó una pierna de la barra y pateó la pared, de modo que empezó a balancearse de adelante hacia atrás—. Podría tolerar algo con plumas…
—Si nadie objeta, prueba hacer coq au vin, Idahos al horno y tomates asados.
—¡Eso sí que es cocinar!
—¿Torta de frutillas para el postre?
Diávalo chasqueó los dedos y se izó por la portezuela. Rydra se rió y regresó a la consola.
—¡Riesling en el coq, zarzaparrilla con la comida! —y desapareció el rostro de ojos rojizos.
Rydra había descubierto el tercer ejemplo de lo que podía ser una síncopa cuando la silla inflable cayó hacia atrás. El cuaderno golpeó contra el cielorraso y también ella lo hubiera hecho de no haberse aferrado al borde del escritorio. Se le doblaron los hombros. Debajo de ella la funda de la silla inflable se rasgó, lanzando siliconas suspendidas.
La cabina se aquietó y ella se volvió justo a tiempo para ver a Diávalo que giraba a través de la compuerta y se golpeaba la cadera al aferrarse a la pared transparente.
Sacudón.
Ella se deslizó sobre la húmeda y desinflada funda de la silla inflable. El rostro de Control se sacudió en el intercomunicador.
—¡Capitán!
—¡Qué diablos…! —dijo ella.
El intermitente de Mantenimiento de Propulsión centelleaba. Algo volvió a sacudir la nave.
—¿Respiramos todavía?
—Es sólo… —el rostro de Control, pesado y bordeado de una delgada barba negra, mostraba una expresión desagradable—. Sí. Aire: en orden. El problema es en Mantenimiento de Propulsión.
—Si esos condenados chicos han… —conectó el intercomunicador con Mantenimiento.
Flip, el Capataz de Mantenimiento, dijo:
—Jesús, capitán, algo estalló.
—¿Qué estalló?
—No lo sé… —el rostro de Flop apareció por encima de su hombro.
—Los Propulsores A y B están bien. El C centellea como los fuegos de artificio del Cuatro de Julio. ¿Dónde diablos estamos, de todos modos?
—En el primer tramo de una hora entre la Tierra y la Luna. Ni siquiera nos hemos liberado del Centro Estelar 9. ¿Navegación?
Hubo otro clic. Apareció el oscuro rostro de Mollya.
—¿Wie gehts? —preguntó Rydra.
El primer navegante desarrolló su curva de probabilidades y los ubicó entre dos vagas espirales logarítmicas.
—Hasta ahora seguimos orbitando la Tierra —interrumpió la voz de Ron—. Algo nos desvió de curso. No tenemos poder de impulsión y derivamos.
—¿A qué velocidad, y cuánto hacia arriba?
—Calli está tratando de averiguarlo.
—Voy a echar un vistazo afuera —dijo ella, y llamó al Destacamento Sensorio—. Nariz, ¿cómo huele todo allí afuera?
—Apesta. Nada por aquí. Estamos en aprietos.
—¿Escuchas algo, Oreja?
—Ni un suspiro, capitán. Todas las corrientes de estasis de esta área están en punto muerto. Estamos demasiado cerca de una gran masa gravitacional. Hay una débil corriente de alrededor de cincuenta espectros en dirección a K. Pero creo que no nos llevará a ninguna parte, sino que nos hará mover en círculos. Nos movemos con el impulso del último viento de la magnósfera terrestre.
—¿Qué se ve, Ojo?
—Como adentro de una bolsa de carbón. Sea lo que fuere que ocurrió, elegimos un lugar muerto para que sucediera. En mi rango esa corriente es un poco más fuerte, y puede conducirnos a alguna buena marea.
Brass interrumpió.
—’ero me gustaría saber ’ara dónde va antes de saltar en ella. Ello significa que ’rimero tengo que saber adónde estamos.
—¿Navegación?
Un momento de silencio. Después aparecieron los tres rostros.
—No lo sabemos, capitán —dijo Calli.
El campo gravitatorio se había estabilizado. La suspensión de siliconas se juntó en un rincón. El pequeño Diávalo sacudió la cabeza y parpadeó. Con el rostro contorsionado de dolor susurró:
—¿Qué sucedió, capitán?
—Maldito si lo sé —dijo Rydra—. Pero voy a averiguarlo.
Cenaron en silencio. El equipo —todos chicos de menos de veintiún años— hacía el menor ruido posible. En la mesa de oficiales los Navegantes estaban sentados frente a las fantasmales figuras de los Observadores Sensorios, descorporizados. El robusto Control, sentado a la cabecera de la mesa, servía vino al resto de la tripulación. Rydra cenaba con Brass.
—No lo sé —dijo él, sacudiendo la melena y haciendo girar su copa entre las relucientes garras—. Navegábamos ’erfectamente sin obstáculos en el camino. Lo que haya ’asado, ’asó dentro de la nave.
Diávalo, con la cadera enyesada, vino con la torta, sirvió a Rydra y a Brass y después se retiró a su lugar en la mesa del equipo.
—Entonces estamos orbitando la Tierra con todos los instrumentos descompuestos —dijo Rydra—, y ni siquiera podemos decir dónde estamos.
—Los instrumentos de hi’erestasis están bien —le recordó Bras—. Sólo que no sabemos adónde estamos de este lado del salto.
—Y no podemos saltar, si no sabemos desde dónde lo hacemos… —dijo ella, echando un vistazo al comedor—. ¿Te parece que todos ellos esperan salir de ésta, Brass?
—Es’eran que usted los saque de ésta, ca’itán.
Ella se llevó el borde de la copa a los labios.
—Si alguien no lo hace, nos quedaremos aquí comiendo la comida de Diávalo durante seis meses antes de asfixiarnos —continuó Brass—. Ni siquiera ’odemos emitir una señal hasta que no saltemos ’ara hi’erestasis, con el comunicador normal en cortocircuito. Les ’regunté a los Navegantes si ’odian im’rovisar algo, ’ero no hay caso. A’enas si tuvieron tiem’o de ver que caíamos en un gran círculo.
—Deberíamos tener ventanas —dijo Rydra—. Al menos podríamos ver las estrellas y calcular nuestra órbita. No puede estar a más de un par de horas como máximo.
Brass asintió.
—Eso demuestra ’ara qué sirven las comodidades modernas. Una ’ortilla y un anticuado sextante nos ayudarían, ’ero estamos electronizados hasta la médula y aquí estamos, con un ’roblema claramente insoluble.
—En círculo… —Rydra dejó su copa.
—¿Qué ’asa?
—Der Kreis —dijo Rydra, frunciendo el ceño.
—¿Qué es eso?
—Ratas, orbis, il cerchio —apoyó las palmas sobre la mesa y las apretó—. Círculos —dijo—. ¡Círculos en diferentes lenguajes!
La confusión de Brass resultaba aterradora al mirar sus colmillos. El reluciente mechón que estaba por encima de sus ojos se erizó.
—Esfera —dijo ella—. Il globo, gumlas… —se puso de pie—. ¡Kule, kuglet, kring!
—¿Acaso im’orta en qué lenguaje se diga? Un círculo es un cír…
Pero ella se reía y salía apresuradamente del comedor. En su cabina buscó la traducción. Sus ojos recorrieron velozmente las páginas. Oprimió el botón de los Navegantes. Ron, limpiándose la crema batida de los labios, dijo:
—¿Sí, capitán? ¿Qué necesita?
—Un reloj —dijo Rydra—, y… ¡una bolsa de canicas!
—¿Eh? —preguntó Calli.
—Pueden terminar la torta más tarde. Vayan ahora mismo al centro G.
—¿Canicas? —articuló Mollya con asombro—. ¿Canicas?
—Alguno de los chicos del equipo debe haber traído una bolsa de canicas. Pídansela y búsquenme en el centro G.
Saltó por encima de la arruinada funda del asiento inflable y subió por la compuerta, giró por el eje radial siete y aterrizó en el corredor cilíndrico que conducía a la cámara hueca y esférica del centro de gravedad. El centro de gravedad calculado de la nave era una cámara de nueve metros de diámetro en constante caída libre, donde ciertos instrumentos grávito-sensibles recogían sus lecturas. Un momento más tarde, los tres Navegantes aparecieron en la entrada diamétrica. Ron tenía una bolsa de bolitas de vidrio.
—Lizzy le ruega que las use y se las devuelva antes de mañana a la tarde, porque tiene un desafío con los chicos de Impulsión y quiere mantenerse invicto.
—Si esto funciona, es probable que se las devuelva esta noche.
—¿Funciona? —Mollya quiso saber—. ¿Idea de usted?
—Yo lo haré. Sólo que no es, en verdad, idea mía.
—¿De quién es la idea y qué vamos a hacer? —preguntó Ron.
—Supongo que la idea pertenece a alguien que habla otro lenguaje. Lo que vamos a hacer es acomodar estas canicas siguiendo la pared, en una esfera perfecta, y después nos vamos a quedar sentados con el reloj y la vista fija en el minutero.
—¿Para qué? —preguntó Calli.
—Para ver hacia dónde se desplazan y cuánto tiempo les lleva llegar allí.
—No entiendo —dijo Ron.
—Nuestra órbita tiende a formar un círculo máximo alrededor de la Tierra, ¿verdad? Eso significa que todo lo que está dentro de la nave tiende también a orbitar en un círculo máximo y que, si se lo deja libre de influencia, automáticamente seguirá esa conducta.
—Correcto. ¿Y entonces?
—Ayúdenme a acomodar estas canicas —dijo Rydra—. Tienen un núcleo de acero. Magneticen las paredes, por favor, para mantenerlas en su lugar y para que podamos soltar todas al mismo tiempo.
Ron, confuso, fue a magnetizar las paredes de la cámara esférica.
—¿Aún no se dan cuenta? —preguntó Rydra—. Ustedes son matemáticos; háblenme de los círculos máximos.
Calli tomó un puñado de canicas y empezó a espaciarlas —un ruidito tras otro— sobre la pared.
—Un círculo máximo es el mayor círculo que se puede cortar en una esfera —dijo.
—El diámetro de un círculo máximo es igual al diámetro de la esfera —dijo Ron.
—La suma de los ángulos de intersección de tres círculos máximos cualquiera dentro de una forma topológicamente contenida se aproxima a los quinientos cuarenta grados. La suma de los ángulos de n círculos máximos se aproximan n veces a los ciento ochenta grados… —Mollya entonó las definiciones con su voz de inflexiones musicales. Esa misma mañana había empezado a memorizarlas en inglés con ayuda de una personafix.
—Las canicas aquí, ¿no? —dijo.
—Todo alrededor, sí. Tan regularmente como puedan, aunque la separación entre ellas no tiene que ser exactamente igual. Díganme algo más acerca de las intersecciones.
—Bien —dijo Ron—, en cualquier esfera dada todos los grandes círculos se intersectan… o son congruentes.
Rydra se rió.
—Así de simple, ¿no? ¿Hay en una esfera otros círculos que deban intersectarse a pesar de cómo se los ubique?
—Creo que se puede acomodar a cualquier otro círculo, de modo que sea equidistante en todos sus puntos y no se superponga. Todos los círculos máximos tienen que tener, al menos, dos puntos en común.
—Piensen un minuto en eso y miren esas canicas, todas dispuestas en círculos máximos.
De repente Mollya regresó flotando desde la pared con expresión de entendimiento y juntó las manos. Exclamó algo en kiswahili y Rydra se rió.
—Así es —dijo. Y tradujo, para disipar el asombro de Ron y Calli—. Las canicas se acercarán entre sí hasta que sus trayectorias se encuentren.
Calli abrió muy grandes los ojos.
—Así es —dijo—, cuando hayan recorrido exactamente la cuarta parte de nuestra órbita, su trayectoria se habrá achatado hasta convertirse en un plano circular.
—Que yace en el plano de nuestra órbita —terminó Ron.
Mollya frunció el ceño e hizo con las manos un gesto que significaba «alargado».
—Sí —dijo Ron—. Un plano circular distorsionado, con una cola en cada extremo…, a partir de las cuales podemos computar para cuál de los dos lados se encuentra la Tierra.
—¿Inteligente, no? —dijo Rydra, regresando hacia la abertura del corredor—. Se me ocurrió que podíamos hacer esto, y luego disparar nuestros cohetes como para impulsarnos setenta u ochenta millas hacia abajo o hacia arriba sin dañar nada. A partir de ese impulso podemos obtener la longitud de nuestra órbita y también nuestra velocidad. Ésa es toda la información que necesitamos para ubicar nuestra posición con respecto a la influencia gravitacional mayor y más cercana. Y de allí podemos saltar en estasis. Todos nuestros instrumentos de estasis funcionan perfectamente. Podemos pedir ayuda y conseguir cualquier repuesto de una estación de estasis.
Los atónitos Navegantes se reunieron con ella en el corredor.
—Empiecen el conteo regresivo —dijo Rydra.
Al llegar al cero Ron desmagnetizó las paredes. Lentamente las esferas empezaron a flotar, alineándose con lentitud.
—Se aprende algo nuevo cada día —dijo Calli—. Si alguien me lo hubiera preguntado, yo hubiera dicho que estábamos aquí clavados para siempre. Y eso que se supone que mi trabajo consiste en saber cosas como ésta. ¿De dónde sacó la idea?
—De la palabra «círculo máximo» en… otro lenguaje.
—¿Lenguaje lengua hablada? —preguntó Mollya—. ¿Quiere decir?
—Bien —dijo Rydra, tomando una lámina de metal para escribir y un estilo—. Lo estoy simplificando un poco, pero les mostraré. Digamos que la palabra para círculo es: O. Este lenguaje tiene un sistema para ilustrar los comparativos. Lo representaremos por medio de las marcas diacríticas: ˇ, ¯, y ^, que significan, respectivamente el más pequeño, el común y el más grande.
»Entonces, ¿qué significaría Ǒ?
—¿El círculo más pequeño posible? —dijo Calli—. Es simple.
Rydra asintió.
—Ahora bien —continuó—, cuando nos referimos a un círculo de una esfera, supongamos que la palabra para un círculo es O seguida de uno de dos símbolos, uno de los cuales significa «sin tocar nada» y el otro «cruzando»: || o X. ¿Qué significaría ÔX?
—Círculos máximos que se intersectan —dijo Ron.
—Y como todos los círculos máximos se intersectan, en este lenguaje la palabra para círculo máximo es siempre ÔX. Toda la información está contenida en la palabra. Tal como bus-stop o fox-hole en inglés contienen información que la gare o le terrier —palabras comparables en francés— no poseen.[1]
»Círculo máximo contiene cierta cantidad de información, pero no la información necesaria para sacarnos del aprieto en el que estamos. Tenemos que recurrir a este otro lenguaje para pensar claramente en el problema, sin tener que hacer tantos rodeos para llegar a los aspectos que nos interesan.
—¿Y qué lenguaje es ése? —preguntó Calli.
—No conozco su verdadero nombre; por ahora se lo llama Babel-17. Por lo poco que conozco de él hasta ahora, la mayoría de las palabras contienen más información que otros cuatro o cinco lenguajes puestos juntos, y en menos espacio —hizo una breve traducción para Mollya.
—¿Quién habla? —preguntó Mollya, decidida a atenerse a su inglés mínimo.
Rydra se mordió los labios. Cuando se hacía esa pregunta a sí misma, el estómago se le ponía rígido, sus manos se extendían como para asir algo y su ansia de hallar una respuesta se convertía casi en un dolor en la garganta. Eso mismo le ocurrió ahora; luego cedió.
—No lo sé —dijo—. Pero querría saberlo. Ése es el motivo de este viaje: averiguarlo.
—Babel-17 —repitió Ron.
Uno de los chicos del equipo, un encargado de tuberías, tosió detrás de ellos.
—¿Qué pasa, Carlos?
Retacón, taurino, con un montón de rizado pelo negro, Carlos tenía músculos grandes y flexibles y hablaba con un ligero ceceo.
—Capitán, ¿puedo mostrarle algo? —se balanceó de lado a lado con torpeza adolescente, restregando las plantas de sus pies desnudos, encallecidos de treparse por los tubos de propulsión, contra el marco de la puerta—. Algo allá abajo, en las tuberías. Me pareció que le interesaría echarle un vistazo.
—¿Te dijo Control que me buscaras?
Carlos se rascó detrás de la oreja con un dedo de uña roída.
—Ajá.
—Ustedes tres pueden ocuparse de este asunto, ¿no es cierto?
—Por supuesto, capitán —dijo Calli, mirando las canicas que se juntaban.
Rydra se agachó detrás de Carlos. Descendieron por la escalera-descensor y se encorvaron para atravesar el túnel de techo bajo.
—Por aquí —dijo Carlos, vacilando al tomar la delantera debajo de arqueadas barras de acero. Al llegar a una plataforma de engranaje se detuvo, y abrió un gabinete de la pared—. Vea… —extrajo un tablero de circuitos impresos—. Allí —una delgada grieta se extendía por la superficie plástica—. Lo han roto.
—¿Cómo? —preguntó Rydra.
—Así —dijo, y tomó la lámina con ambas manos e hizo ademán de doblarla.
—¿Seguro que no se agrietó sola?
—Es imposible —dijo Carlos—. Cuando está colocada, tiene refuerzo. No se podría rajarla ni con una maza. Este panel contiene todos los circuitos de comunicaciones —Rydra asintió—. Los deflectores de campo giroscópico para todas nuestras maniobras en el espacio común… —abrió otra puerta y extrajo otro panel—. Mire.
Rydra siguió con un dedo la rajadura de la segunda lámina.
—Alguien de la nave rompió estas placas —dijo—. Llévalas al taller. Dile a Lizzy que cuando termine de reimprimirlas me las traiga, y yo misma las pondré en su sitio. Entonces le devolveré sus canicas.
Deje caer una gema en aceite denso. El brillo se amarillea lentamente, después se vuelve ámbar, luego enrojece. Eso era un salto en el espacio hiperestático.
En la consola de la computadora, Rydra meditaba sobre los gráficos. El diccionario se había duplicado desde el principio del viaje. La satisfacción colmaba una parte de su mente como una buena comida. Las palabras y su fácil ordenamiento, sencillo siempre para su lengua, en sus manos, se acomodaban para ella reveladoras, definitorias y reveladoras.
Y había un traidor. La pregunta, un vacío que no podía ser llenado con ninguna respuesta acerca de quién o por qué, causaba vacuidad en el otro lado de su mente, agonizante hasta el colapso. Alguien había roto deliberadamente esas láminas. También Lizzy lo había dicho. Los nombres de todos los miembros de la tripulación, y junto a cada nombre un signo de interrogación.
Arroje una joya en una plétora de joyas. Ése es el salto para salir de la hiperestasis y entrar al área de los Depósitos Bélicos de la Alianza, en Armsedge.
En el panel de comunicaciones, Rydra se puso el Casco Sensorio.
—¿Pueden traducir para mí?
La luz del indicador parpadeó en asentimiento. Cada observador descorporizado percibía los detalles del flujo gravitacional y electromagnético de las corrientes de estasis en una cierta frecuencia con todos sus sentidos, cada uno en un campo separado. Esos detalles eran miles…, y el piloto conducía a la nave a través de esas corrientes tal como los barcos utilizaban los vientos para navegar por los océanos líquidos. Pero el casco hacía una condensación a la que el capitán podía recurrir cuando necesitaba una visión general, reducida a términos que no alteraran la salud mental de un observador corpóreo.
Ella abrió el casco, cubriéndose los ojos, las orejas y la nariz.
Curvas de azul bordeadas de índigo, y allí flotaba el complejo de estaciones y planetoides que componían los Depósitos Bélicos. Un zumbido musical puntuado por estallidos de estática sonaba en los audífonos. Los emisores olfatorios producían un confuso olor de perfumes y aceite caliente cargado con el amargo olor de cáscaras de citrus ardiendo. Con tres de sus sentidos colmados, Rydra se alejó de la realidad de la cabina y se sumió en las abstracciones sensorias. Le llevó casi un minuto reunir sus sensaciones y comenzar su interpretación.
—Está bien, ¿qué es lo que estoy viendo?
—Las luces son los diversos planetoides y estaciones circundantes que conforman los Depósitos Bélicos —le explicó el Ojo—. Ese color azulado hacia la izquierda es una red de radar que han tendido hacia el Centro Estelar Cuarenta y Dos. Esos centelleos azules que están en la esquina superior derecha son solamente una reflexión de Bellatrix producida por un disco solar semipulido que rota a cuatro grados de su campo visual.
—¿Qué es ese zumbido?
—La propulsión de la nave —explicó la Oreja—. Ignórelo. Si usted quiere, lo bloqueo.
Rydra asintió y el zumbido cesó.
—Esos clics… —empezó la Oreja.
—… es código morse —terminó Rydra—. Lo reconozco. Deben ser dos radioaficionados que quieren permanecer al margen de los circuitos visuales.
—Eso es —confirmó la Oreja.
—¿Qué es lo que apesta de ese modo?
—El olor predominante es simplemente el campo gravitatorio de Bellatrix. Usted no puede recibir las sensaciones olfatorias en estéreo, pero ese olor a peladura de limón quemada es la planta de energía localizada en aquel resplandor verde que está justo frente a usted.
—¿Dónde atracamos?
—En el sonido de la tríada en Mi menor.
—En el aceite hirviendo que se puede oler burbujeando a su izquierda.
—En aquel círculo blanco.
Rydra se comunicó con el piloto.
—Ok, Brass, llévala adentro.
El platillo circular se deslizó descendiendo por la rampa mientras ella se balanceaba con soltura en los cuatro quintos de gravedad. Una brisa que corría por la penumbra artificial le echó el pelo hacia atrás. Alrededor de ella se extendía el arsenal más importante de la Alianza. Por un momento reflexionó acerca del accidente que la había establecido firmemente en el interior del reino de la Alianza. Nacida a una galaxia de distancia, con toda facilidad hubiera podido ser Invasora. Sus poemas eran populares en ambos lados. Eso era perturbador. Dejó de lado la idea. Aquí, deslizándose por los Depósitos Bélicos de la Alianza, no era inteligente dejarse perturbar por ideas como ésa.
—Capitán Wong, llega usted bajo los auspicios del general Forester.
Asintió, mientras su platillo se detenía.
—Él nos ha informado que en este momento es usted la experta en Babel-17.
Ella sintió una vez más. Ahora el otro platillo se detuvo delante de ella.
—Entonces me complace mucho conocerla y le ruego que me diga en qué le puedo ser útil.
—Gracias, barón Ver Dorco —dijo ella, extendiendo la mano.
Él arqueó las negras cejas y el tajo de su boca se curvó en el oscuro rostro.
—¿Sabe leer heráldica? —preguntó él, señalando con sus largos dedos el escudo que llevaba en el pecho.
—Sí.
—Todo un logro, capitán. Vivimos en un mundo de comunidades aisladas, apenas relacionadas con los vecinos, como si cada una hablara un lenguaje diferente.
—Yo hablo muchos.
El Barón asintió.
—A veces creo, capitán Wong, que sin la Invasión, sin algo que concentre las energías de la Alianza, nuestra sociedad se desintegraría. Capitán Wong… —se detuvo, las finas líneas de su rostro se contrajeron en expresión de concentración, luego se abrieron repentinamente—. ¿Rydra Wong…?
Ella asintió, sonriendo ante la sonrisa de él, pero cautelosa ante lo que significaría el reconocimiento.
—No me había dado cuenta… —extendió la mano como si recién ahora la conociera—. Pero, por supuesto… —sus modales perdieron la rigidez, y si ella no hubiera visto muchas veces esta transformación, hubiera respondido a la nueva calidez—. Sus libros, quisiera saber… —y la frase concluyó con un ligero movimiento de la cabeza. Los ojos oscuros demasiado abiertos; los labios, en este momento, demasiado cerca de una sonrisa desdeñosa; las manos que se entrelazaban, buscándose entre sí: todo ello hablaba a Rydra de un inquietante apetito por su presencia, un hambre de lo que ella era o podía ser, un famélico—. En mi casa cenamos a las siete —dijo el Barón, interrumpiendo los pensamientos de ella con alarmante propiedad—. Esta noche cenará usted conmigo y con la Baronesa.
—Gracias. Pero deseo discutir con mi tripulación algunos…
—Extiendo la invitación a todos ellos. Tenemos una casa espaciosa, salas de reunión a su disposición, así como entretenimientos, por cierto que mucho menos confinados que en su nave.
La lengua, púrpura y movediza detrás de los dientes muy blancos, las pardas líneas de sus labios, pensó ella, forman palabras con tanta languidez como las lentas mandíbulas de una mantis caníbal.
—Por favor, venga un poco más temprano para que podamos prepararla…
Ella contuvo el aliento y después se sintió muy tonta. Un leve parpadeo de él le dijo que el Barón había registrado, aunque no comprendido, su sobresalto.
—… para su recorrido de los depósitos. El general Forester ha sugerido que le hagamos conocer todos nuestros esfuerzos contra los Invasores. Eso es todo un honor, señora. Hay muchos oficiales maduros de los Depósitos que jamás han visto lo que se le mostrará a usted. Me atrevería a decir que gran parte de la muestra le resultará tediosa. En mi opinión, la atiborraremos de trivialidades. Pero algunos de nuestros logros son bastante ingeniosos. Mantenemos nuestra imaginación muy activa.
«Este hombre hace surgir a la paranoica que hay en mí», pensó ella. «No me gusta».
—Preferiría no molestarlo, Barón. En mi nave hay ciertas cuestiones que…
—Venga. Su trabajo aquí se verá muy facilitado si acepta mi hospitalidad, se lo aseguro. Una mujer de su talento y valía será un honor para mi casa. Y últimamente he sentido mucha hambre —labios oscuros deslizándose por encima de dientes relucientes— de conversación inteligente.
Ella sintió que su mandíbula se tensaba involuntariamente en una tercera negativa ceremoniosa. Pero el Barón ya estaba diciendo:
—La espero, y también a toda su tripulación, un rato antes de las siete.
El platillo circular se deslizó por encima de la gente. Rydra giró para mirar la rampa en donde la esperaba la tripulación, sus siluetas recortadas contra el falso crepúsculo. Su platillo empezó a ascender la rampa hacia el Rimbaud.
—Bien —le dijo al pequeño cocinero albino, que acababa de quitarse el vendaje el día anterior—. Esta noche estás libre. Control, la tripulación está invitada a cenar. A ver si puedes pulirles los modales en la mesa… Asegúrate de que todo el mundo sepa con qué cubiertos se come cada cosa y todo eso.
—El tenedor para la ensalada es el pequeño del lado de afuera —anunció suavemente Control dirigiéndose al equipo.
—¿Y para qué es el más pequeño que está al lado de ése? —preguntó Allegra.
—Ése es para las ostras.
—¿Y si no sirven ostras?
Flop se restregó los labios con el nudillo del pulgar.
—Supongo que se podría usar de escarbadientes —dijo.
Brass dejó caer una zarpa sobre el hombro de Rydra.
—¿Cómo se siente, ca’itán?
—Como un cerdo en el asador.
—Parece como si estuviera lista… —empezó Calli.
—¿Lista? —preguntó ella.
—… a medias —terminó él, zumbón.
—Tal vez he estado trabajando demasiado. Esta noche somos invitados del barón Ver Dorco. Supongo que allí podré descansar un poco.
—¿Ver Dorco? —preguntó Mollya.
—Está a cargo de la coordinación de varios proyectos de investigación en contra de los Invasores.
—¿Aquí es donde se hacen las mejores y mayores armas secretas? —preguntó Ron.
—También hacen armas pequeñas y más mortíferas. Me imagino que debe ser muy educativo.
—Los intentos de sabotaje —dijo Brass; Rydra les había dado una idea general de lo que estaba pasando—. Un intento exitoso aquí en los De’ósitos Bélicos sería bastante deteriorante ’ara nuestros esfuerzos en contra de los Invasores.
—Sería un golpe casi fatal, ése junto con el intento de poner una bomba en el mismo Cuartel General Administrativo de la Alianza.
—¿Podría impedirlo? —preguntó Control.
Rydra se encogió de hombros, volviéndose hacia los débiles resplandores que marcaban el lugar de la tripulación descorporizada.
—Tengo un par de ideas. Miren, muchachos, les voy a pedir que esta noche sean malos huéspedes y espíen un poco. Ojo, quiero que te quedes en la nave y que te asegures de que eres el único que está aquí. Oreja, una vez que salgamos para lo del Barón, hazte invisible y mantente a menos de dos metros de mí hasta que regresemos a la nave. Nariz, tú llevas y traes los mensajes. Está sucediendo algo que no me gusta. No sé si es mi imaginación o qué.
El Ojo hizo un comentario ominoso. Habitualmente, los miembros corpóreos de la tripulación sólo podían conversar con los descorporizados —y recordar la conversación— con un equipo especial. Rydra resolvía el problema traduciendo inmediatamente lo que le decían al vasco antes de que se quebraran las débiles sinapsis. Aunque se perdían las palabras originales, la traducción quedaba: «esas láminas de circuitos rajadas no eran su imaginación», era lo que había retenido en vasco.
Miró a la tripulación con creciente desazón. Si uno de los chicos o de los oficiales era simplemente un psicótico destructivo, su psicoíndice lo hubiera revelado. Entre ellos había alguien conscientemente destructivo.
Le dolía como una inubicable astilla en la planta del pie, una astilla que se moviera ocasionalmente con la tensión de una caminata. Recordó cómo los había buscado a todos en medio de la noche. Había sentido orgullo. Un cálido orgullo al observar cómo sus funciones se engranaban y completaban a medida que hacían avanzar la nave a través de las estrellas. Esa calidez era el alivio anticipado que sentía por todo aquello que podía andar mal con la máquina-llamada-nave si la máquina-llamada-tripulación no funcionaba con complementariedad y precisión. Un fresco orgullo en otra parte de su mente, por la facilidad con que todos ellos se manejaban: los chicos, inexpertos tanto en la vida como en el trabajo; los adultos, tan cercanos a situaciones límites que podrían haber dejado marcada su pulida eficiencia y que les podrían haber causado algún deterioro psíquico. Pero ella los había elegido, y la nave —su mundo— era un hermoso lugar para caminar, trabajar y vivir mientras duraba el viaje.
Pero había un traidor.
Eso resumía algo. «En algún lugar del Paraíso, ahora…» recordó, sin dejar de mirar a la tripulación… «En algún lugar del Paraíso, ahora, un gusano, un gusano».
Esas láminas agrietadas se lo decían: el gusano quería destruir… No sólo a ella, sino a la nave, a la tripulación y a todo lo que contenía, lentamente. No había espadas que partieran la noche, ni disparos desde un rincón, ni sogas alrededor del cuello cuando entraba a su cabina oscura. Babel-17… ¿Hasta qué punto servía un lenguaje para luchar por la propia vida?
—Control, el Barón quiere que yo vaya algo antes para mostrarme algunos de los últimos métodos de asesinato. Lleva a los chicos más o menos temprano, ¿quieres? Yo me marcho ahora. Ojo, Oreja, a sus puestos.
—De acuerdo, capitán —dijo Control.
La tripulación descorporizada se desperceptualizó.
Ella llevó su platillo hasta la rampa y se deslizó alejándose de los alineados jóvenes y oficiales, colmados de curiosidad ante su aprensión.
—Armas rústicas, incivilizadas —dijo el Barón, haciendo un gesto en dirección a la fila de cilindros plásticos que crecían en tamaño y que colgaban de un bastidor—. Sería una vergüenza desperdiciar el tiempo en dispositivos tan torpes. Ese pequeño de allí puede demoler un área de más o menos cincuenta millas cuadradas. Los más grandes dejan un cráter de alrededor de veintisiete millas de profundidad y de ciento cincuenta millas de diámetro. Barbarismo. No me gusta su uso. Ése de la izquierda es más sutil. Explota una vez, con fuerza suficiente para demoler un edificio de buen tamaño; pero la bomba en sí misma queda oculta y entera debajo de los escombros. Seis horas más tarde explota otra vez, y causa un daño comparable al que produciría una bomba atómica de tamaño regular.
»Eso da a las víctimas tiempo suficiente para concentrar sus fuerzas de reconstrucción, toda clase de operarios, enfermeras de la Cruz Roja o como las llamen los Invasores, montones de expertos usados para determinar la magnitud del daño. Entonces… buum. Una explosión de hidrógeno retardada, y un buen cráter de treinta o cuarenta millas. No causa tanto daño físico como la más pequeña de las otras, pero liquida un montón de equipo y de atareados reconstructores. Sin embargo, es un arma de niños. A todas éstas las guardo entre mi colección sólo para demostrar que tenemos equipos standard.
Ella lo siguió por el corredor hasta la sala siguiente. Allí había archivos en las paredes, y un sola caja de exhibición en el centro de la habitación.
—Bien, aquí hay algo por lo que estoy orgulloso —dijo el Barón, acercándose a la caja mientras las paredes de vidrio de ésta se separaban.
—¿Qué es exactamente? —preguntó Rydra.
—¿Qué es lo que parece?
—Un… pedazo de roca.
—Un trozo de metal —corrigió el Barón.
—¿Es explosivo o particularmente duro?
—No explotará —le aseguró él—. Su resistencia a la tensión está ligeramente por encima del acero al titanio, pero tenemos plásticos muchísimo más duros.
Rydra extendió la mano, pero luego lo pensó y preguntó:
—¿Puedo levantarlo para examinarlo?
—Lo dudo —dijo el Barón—. Inténtelo.
—¿Qué sucederá?
—Compruébelo usted misma.
Ella estiró la mano para tomar el opaco trozo. Su mano se cerró en el aire a cinco centímetros por encima de la superficie. Extendió los dedos hacia abajo para tocarlo, pero sólo consiguió desviarlos hacia un costado. Rydra frunció el ceño.
Movió la mano hacia la izquierda, pero ya había pasado al otro lado del extraño fragmento.
—Un momento —dijo el Barón, mientras sonreía y asía el fragmento—. Ahora bien, si se encontrara con esto a su lado, en el suelo, no miraría dos veces, ¿verdad?
—¿Es venenoso? —sugirió Rydra—. ¿Es el componente de alguna otra cosa?
—No —el Barón hizo girar el objeto, pensativamente—. Es sólo altamente selectivo. Y servicial… —alzó una mano—. Supongamos que usted necesita una pistola —en la mano del Barón había aparecido ahora una bruñida pistola vibrátil, de un modelo más moderno que todas las que ella había visto—… o una llave de tuerca —ahora sostenía una llave de treinta centímetros de largo. Reguló la abertura—. O un machete… —la hoja centelleó cuando él echó el brazo hacia atrás—. O una pequeña ballesta… —la ballesta tenía culata de pistola, y el arco medía menos de veinticinco centímetros. La cuerda, sin embargo, estaba puesta doble y sostenida con remaches de un cuarto de pulgada. El Barón gatilló: no había flecha, y el tump producido por la liberación de la cuerda, seguido del continuo piing de la tensa barra vibrátil hizo que a ella le castañetearan los dientes.
—Es una especie de ilusión —dijo Rydra—. Por eso no pude tocarlo.
—Un ariete de metal —dijo el Barón, y en su mano apareció un martillo de cabeza particularmente ancha. Golpeó con él el piso de la caja que contenía el «arma» y se oyó un estridente sonido metálico—. Mire.
Rydra vio la marca circular que había dejado la cabeza del martillo. En el medio, ligeramente sobreelevada, se veía la forma ligeramente desvaída del escudo de Ver Dorco. Hizo correr los dedos sobre el metal abollado y aún caliente por el impacto.
—No es ninguna ilusión —dijo el Barón—. Esa ballesta puede arrojar una flecha de quince centímetros y hacerla atravesar una plancha de roble de siete centímetros a cuarenta metros de distancia. Y la pistola vibrátil… Estoy seguro de que usted sabe lo que puede hacerse con ella.
Él sostuvo el… era nuevamente un trozo de metal… encima de su estuche en la caja.
—Guárdelo por mí —dijo.
Rydra puso su mano debajo de la de él y el Barón dejó caer el fragmento. Ella cerró los dedos para asirlo, pero el trozo de metal ya había caído en el estuche.
—No hay ninguna treta. Es simplemente selectivo y… servicial.
Rozó el borde de la caja y las paredes laterales se cerraron cubriendo el arma.
—Un juguetito inteligente —dijo el Barón—. Vamos a echarle un vistazo a otras cosas.
—Pero… ¿cómo funciona?
Ver Dorco sonrió.
—Nos las hemos arreglado para polarizar aleaciones de los elementos más pesados, de modo que sólo existen en ciertas matrices perceptuales. Si no es así, deflexionan. Eso significa que, aparte del aspecto visual, y también podemos suprimirlo, es indetectable. No tiene peso, no tiene volumen, todo lo que tiene es inercia. Lo que significa que si se lo lleva a bordo de una nave hiperespacial, todos los controles de impulsión quedarían sin poder. Dos o tres gramos de esto cerca del sistema de inercia de estasis provocará toda clase de tensiones y sobrecargas sin causa aparente. Ésa es su función más importante. Si lo introducimos subrepticiamente en las naves Invasoras, podemos dejar de preocuparnos. El resto… es juego de niños. Una propiedad inesperada de los materiales polarizados es la memoria de tensión.
Se trasladaron al cuarto adyacente a través de una arcada, mientras él seguía hablando.
—Fundida en una forma fija durante un tiempo y luego codificada, la estructura de esa forma es retenida en el interior de las moléculas. En cualquier ángulo de la dirección en la que ha sido polarizada la materia, cada molécula tiene movimiento completamente libre. Pero defórmela un poco, y volverá a adquirir la forma original como un muñeco de goma… —el Barón dio vuelta a la cabeza, y echó un vistazo a la caja—. Verdaderamente simple. Pero aquí —hizo una seña hacia los archivos que estaban contra la pared— está la verdadera arma: aproximadamente tres mil planes individuales que utilizan ese pequeño fragmento polarizado. El «arma» es saber qué hacer con lo que uno tiene. En combate cuerpo a cuerpo, un alambre de vanadio de quince centímetros de largo puede ser mortal. Si se lo inserta directamente en el ángulo interno del ojo, atravesando diagonalmente los lóbulos frontales, y se lo retira rápidamente, punza el cerebelo ocasionando parálisis general; si se lo introduce más, destrozará la unión de la columna vertebral y la médula: muerte. Se puede usar el mismo alambre para desconectar una unidad de comunicaciones Tipo 27-QX, la clase que se utiliza habitualmente en los sistemas de estasis de los Invasores.
Rydra sintió que se le tensaban los músculos de la espalda. La repulsión, que hasta ahora había podido contener, la invadió.
—Esto que está aquí es un producto de los Borgia. Los Borgia —repitió el Barón, riendo—, es el sobrenombre que le doy a nuestro departamento de toxicología. Sus productos también son terriblemente poco sutiles… —tomó de un estante un frasco de vidrio sellado—. Toxina de difteria pura. Aquí hay cantidad suficiente para hacer que el depósito de agua de una ciudad mediana se vuelva fatal.
—Pero la vacunación standard… —empezó Rydra.
—Toxina de difteria, querida. ¡Toxina! Cuando las enfermedades contagiosas todavía eran un problema, solían examinar los cadáveres de las víctimas de difteria y sólo descubrían unos pocos cientos de miles de bacilos, todos localizados en la garganta de la víctima. En ninguna otra parte. Cualquier otra clase de bacilo ocasionaría tan sólo un poco de tos. Les llevó años descubrir lo que sucedía. Ese pequeñísimo número de bacilos producía una aún más pequeña cantidad de una sustancia que aún hoy es el compuesto orgánico más mortal que se conoce. La cantidad necesaria para matar a un hombre… oh, y hasta diría a treinta o cuarenta hombres… es, en la práctica, indetectable. Hasta ahora, incluso con todo nuestro progreso, el único modo en que se podía obtener era de un servicial bacilo de difteria. Los Borgia han cambiado eso… —señaló otra botella—. ¡Cianuro, el viejo caballito de batalla! Pero el delator olor de almendras… ¿No tiene hambre? Podemos subir a tomar un cóctel cuando usted lo desee.
Ella sacudió negativamente la cabeza, con rapidez y firmemente.
—Ahora bien, éstos son deliciosos. Catalíticos… —hizo correr la mano por encima de varios frascos—. Ceguera a los colores, ceguera total, sordera tonal, sordera completa, ataxia, amnesia, etc., etc. —dejó caer la mano, y sonrió como un roedor hambriento—. Y todos controlados por esto. Verá, el problema que tienen los productos con un efecto tan específico es que es necesario introducir cantidades comparativamente grandes. Todos éstos requieren un décimo de gramo o más. Entonces, catalíticos. Ningún producto de los que le he mostrado le produciría efecto alguno, ni siquiera si ingiere todo el frasco… —levantó el último frasquito que había señalado, y oprimió un tapón. Se escuchó un zumbido sibilante, como el de un gas que se escapara—. Hasta este momento. Un esteroide atomizado, perfectamente inofensivo.
—Sólo que activa los venenos que contiene, para producir… esos efectos.
—Exactamente —sonrió el Barón—. Y el catalizador puede usarse en dosis casi tan microscópicas como la toxina de la difteria. Los contenidos de aquel frasco le producirían a usted un leve dolor de estómago y un poco de dolor de cabeza durante una media hora. Nada más. Aquél verde: atrofia total del cerebro durante un período de una semana. La víctima se transforma en un vegetal por el resto de su vida. Aquél de color púrpura: la muerte… —alzó las manos, con las palmas hacia arriba, y se rió—. Estoy famélico —dejó caer las manos—. ¿Regresamos a cenar?
Pregúntale qué hay en aquella habitación, se dijo ella, y hubiera hecho caso omiso de su pasajera curiosidad si no hubiera estado pensando en vasco; era un mensaje de su guardaespaldas descorporizado, invisible pero al lado de ella.
—Cuando era niña, Barón —dijo, y se dirigió hacia la puerta—, al poco tiempo de llegar a la Tierra, me llevaron al circo. Era la primera vez que veía desde tan cerca tantas cosas fascinantes. No quise irme a casa hasta casi una hora después de la función. ¿Qué es lo que tiene en esta habitación?
Sorpresa, reflejada en el casi imperceptible movimiento de los músculos de la frente del Barón. Ella sonrió.
—Muéstreme —dijo.
Él inclinó la cabeza, en burlona y casi formal aquiescencia.
—Actualmente se puede luchar en tantos niveles absolutamente diferentes… —continuó el Barón caminando al lado de ella, como si nadie hubiera sugerido una interrupción—. Se gana una batalla asegurándose de que las tropas tengan suficientes ballestas o hachas como las que vimos en la primera sala, o con un alambre de vanadio de quince centímetros bien colocado en una unidad de comunicaciones tipo 27-QX. Si se demoran las órdenes, las confrontaciones nunca se llevan a cabo. Armas para lucha cuerpo a cuerpo, equipo de supervivencia, más entrenamiento, alojamiento y comida: tres mil créditos por soldado estelar durante un período de dos años de servicio activo. Para un cuartel de mil quinientos hombres, eso significa un gasto de cuatro millones y medio de créditos. Ese mismo cuartel vivirá y luchará desde tres naves hiperespaciales de combate que, totalmente equipadas, cuestan alrededor de un millón y medio de créditos cada una… lo que totalizaría unos nueve millones. En ciertas ocasiones, hemos gastado tanto como un millón en la preparación de un solo espía o saboteador. Y eso es bastante más de lo habitual. Y creo que un alambre de vanadio de quince centímetros cuesta la tercera parte de un centavo.
»La guerra es costosa. Y aunque ha llevado un poco de tiempo, el Cuartel General Administrativo de la Alianza ha comenzado a darse cuenta de que la sutileza reditúa. Por aquí, señorita… capitán Wong.
Otra vez se hallaban en una habitación que contenía solamente un exhibidor, pero éste era de dos metros de altura.
Una estatua, pensó Rydra. No… carne y hueso, con detalles musculares y de articulaciones… No, debe ser una estatua…, porque un cuerpo humano, muerto o en estado de animación suspendido, no podría lucir tan… vivo. Sólo el arte podía producir esa sensación de vibración.
—Entonces, como verá, un espía adecuado es importante —aunque la puerta del cuarto se había abierto automáticamente, el Barón la sostenía con cortesía—. Éste es uno de nuestros modelos más costosos. Cuesta bastante menos de medio millón de créditos, pero es uno de mis favoritos, aunque en la práctica tiene sus fallas. Con algunas alteraciones menores, podría formar parte permanente de nuestro arsenal.
—¿Un modelo de espía? —preguntó Rydra—. ¿Una especie de robot o de androide?
—En absoluto.
Se aproximaron al exhibidor.
—Hicimos media docena de TW-55. Eso requirió una investigación genética intensísima. La ciencia médica ha progresado tanto que toda clase de seres humanos, hasta los más desesperanzados, viven y se reproducen a un ritmo alarmante…, hasta las criaturas inferiores que habrían sido demasiado débiles y no hubieran sobrevivido un par de siglos atrás. Nosotros elegimos cuidadosamente a los padres, y después, con inseminación artificial, conseguimos nuestra media docena de cigotas, tres hembras y tres machos. Los hicimos crecer en… oh, un medio nutricio cuidadosamente controlado, acelerando el ritmo de crecimiento por medio de hormonas y otras cosas. Pero lo más hermoso fue el estampado experimental: criaturas gloriosamente saludables. Usted no se imagina cuánto cuidado recibieron.
—Una vez pasé el verano en una granja ganadera —dijo Rydra con sequedad.
El Barón asintió en forma brusca.
—Ya habíamos utilizado el estampado experimental, así que sabíamos lo que estábamos haciendo. Pero jamás se había usado para sintetizar artificialmente la situación vital de, digamos, un ser humano de dieciséis años. Los hicimos llegar a la edad fisiológica de dieciséis años en seis meses. Observe qué espléndido espécimen es éste. Sus reflejos superan en un cincuenta por ciento a los de un ser humano de crecimiento normal. La musculatura humana es una perfecta obra de ingeniería: alguien que no ha comido en tres días, o un caso de seis meses de evolución de miastenia gravis puede, si se le administran adecuadas drogas estimulantes, dar vuelta un automóvil de una tonelada y media. El esfuerzo lo matará… pero aun así, eso prueba la notable eficiencia de la musculatura. Piense entonces en lo que podría lograr en cuanto a fuerza física un cuerpo biológicamente perfecto, que trabaja en todo momento con el máximo de eficiencia.
—Creí que los incentivos hormonales para el crecimiento habían sido prohibidos por ley. ¿No reducen dramáticamente el promedio de vida?
—Tal como nosotros los utilizamos, el promedio de vida se reduce en un setenta y cinco por ciento o más… —sonrió como si estuviera observando las cabriolas de algún extraño animal—. Pero, señorita, nosotros fabricamos armas. Si el TW-55 puede funcionar durante veinte años con máxima eficiencia, habrá superado la duración de la nave de combate promedio por cinco años. ¡Pero el estampado experimental! Para encontrar entre los hombres comunes a alguien que pueda funcionar como espía, que quiera funcionar como espía, hay que buscar entre personas al borde de la neurosis y a menudo de la psicosis. Y aunque esas desviaciones pueden significar fuerza en un área determinada, siempre significan una debilidad general de la personalidad. Si funciona en cualquier otra área que no sea la que concentra su fuerza, un espía así puede ser peligrosamente ineficiente. Y también los Invasores tienen psicoíndices, que mantendrán al espía promedio alejado de todos los puestos en los que nosotros quisiéramos ubicarlo. Si lo capturan, un buen espía es diez veces más peligroso que un mal espía. Las sugerencias post-hipnóticas de suicidio y otros recursos semejantes son fácilmente superadas con drogas; además, son poco económicas.
»En cambio, TW-55 registrará perfecta integración psíquica. Tiene alrededor de seis horas de conversación social, resúmenes argumentales de las últimas novelas, situaciones políticas, crítica musical y artística… Creo que en el curso de una velada, de acuerdo con la programación, puede llegar a nombrarla dos veces, honor que usted comparte tan sólo con Ronald Quar. Tiene un tema sobre el cual puede disertar eruditamente durante una hora y media… creo que en este caso es «agrupaciones haptoglobínicas entre los marsupiales». Si se le exige comportamiento formal, se sentirá perfectamente a gusto en una fiesta de embajada o en el descanso para el café de una conferencia de alto nivel gubernamental. Es un maníaco asesino, experto en el uso de todas las armas que usted ha visto hasta ahora, y algunas más.
»TW-55 tiene doce horas de episodios en catorce dialectos diferentes, acentos o jergas, todos referidos a conquistas sexuales, experiencias de juego, encuentros con la policía y anécdotas humorísticas de empresas semiilegales, todas las cuales fallaron desdichadamente. Desgárrele la camisa, póngale grasa en la cara y vístalo con un overol y puede convertirse en mecánico de cualquier depósito espacial o centro estelar del otro lado del Resorte. Puede descomponer cualquier sistema de propulsión espacial, componentes de comunicación, radar o sistema de alarma utilizado por los Invasores durante los últimos veinte años con poca cosa aparte de…
—¿Quince centímetros de alambre de vanadio?
El Barón sonrió.
—Puede alterar a voluntad sus impresiones digitales y su retina. Una pequeña intervención neurológica ha transformado en voluntarios a todos sus músculos faciales, lo que significa que puede alterar drásticamente su estructura facial. Tinturas químicas y bancos hormonales insertados debajo del cuero cabelludo le permiten cambiar el color de su pelo en pocos segundos o, si fuera necesario, quedarse completamente calvo y hacer crecer una cabellera nueva en media hora. Es un consumado maestro en la psicología y fisiología de la coacción.
—¿Tortura?
—Si quiere llamarlo así. Es absolutamente obediente con las personas a las que, por condicionamiento, considera superiores; absolutamente destructivo con las personas que se le ha ordenado destruir. En esa bella cabeza no hay nada ni siquiera similar a un superyó.
—Es… —dijo ella, preguntándose lo que diría—… bello.
Los ojos de oscuras pestañas que temblaban a punto de abrirse, las anchas manos que pendían junto a los muslos desnudos, con los dedos semicurvados, a punto de extenderse o de convertirse en un puño. La luz del exhibidor caía como una niebla sobre la piel bronceada y casi translúcida.
—¿Dijo usted que éste no es un modelo, que está verdaderamente vivo?
—Oh, más o menos. Pero está firmemente fijado en algo parecido al trance yoga, o a la hibernación de un lagarto. Podría activarlo… pero ya son las siete menos diez. Será mejor que los demás no nos sigan esperando para comer, ¿verdad?
Ella desvió la vista de la figura encerrada en vidrio a la piel tensa y opaca del rostro del Barón. Su mandíbula, debajo de la mejilla ligeramente cóncava, se tensaba involuntariamente en la articulación.
—Como en el circo —dijo Rydra—. Pero ahora soy mayor. Vamos.
Fue un esfuerzo de voluntad ofrecerle su brazo. La mano de él era seca como el papel, y tan liviana que ella tuvo que esforzarse para no rechazarla.
—¡Capitán Wong! ¡Estoy encantada!
La Baronesa extendió su mano regordeta, de un matiz rosado grisáceo que sugería algo hervido. Sus hombros acolchados y pecosos se alzaban debajo de los breteles de un vestido de noche que cubría con bastante buen gusto su extendida aunque grotesca figura.
—Aquí en los Depósitos tenemos tan pocas ocasiones excitantes, que cuando alguien tan distinguido como usted nos visita… —dejó que la frase terminara en lo que tendría que haber sido una sonrisa de éxtasis, pero el peso de sus mejillas infladas distorsionó el gesto, convirtiéndolo en algo porcino y pomposo.
Rydra estrechó los dedos cortos y maleables durante el menor tiempo que la cortesía permitía y le devolvió la sonrisa. Recordó que, cuando era niña, la obligaban a no llorar mientras la castigaban. Pero tener que sonreír era peor. La Baronesa le parecía un asfixiante, vasto y vacuo silencio. Los pequeños movimientos musculares —esos indicios de comunicación que tan útiles le resultaban a Rydra— estaban, en el caso de la Baronesa, sepultados bajo la grasa. Y aunque la voz salía de los pesados labios como estridentes chillidos, era como si las dos hablaran con varias mantas en el medio.
—¡Pero su tripulación! Queríamos que todos estuvieran presentes. Veintiuno, ahora que sé cómo está formada una tripulación. —Hizo un gesto negativo con el dedo, con desaprobación maternal—. Lo leí en esos informes, ya sabe. Y aquí hay sólo dieciocho.
—Pensé que los miembros descorporizados podrían quedarse en la nave —explicó Rydra—. Se necesita un equipo especial para hablar con ellos, y me pareció que eso podría perturbar a sus otros invitados. En realidad, prefieren acompañarse entre sí y no comen.
«Cenaremos cordero asado, y te irás al infierno por mentirosa», se dijo a sí misma… en vasco.
—¿Descorporizados? —dijo la Baronesa, dándose unos golpecitos en las laqueadas e intrincadas alturas de su peinado lleno de laca—. ¿Usted quiere decir muertos? Oh, por supuesto. No se me había ocurrido pensar en eso. ¿Se da cuenta de lo aislados que estamos del resto del mundo? Haré que quiten sus cubiertos.
Rydra se preguntó si el Barón tendría equipo detector de descorporizados… y en ese momento la Baronesa se inclinó hacia ella, y le susurró confidencialmente:
—Su tripulación ha encantado a todo el mundo… ¿Continuamos?
Con el Barón a su izquierda —la palma de su mano hacía de seco cabestrillo para el brazo de Rydra— y la Baronesa apoyada en ella a la derecha —sudorosa y húmeda—, caminaron desde el recibidor de piedra blanca a la sala.
—¡Hey, capitán! —bramó Calli, acercándose a zancadas desde casi el otro extremo de la habitación—. Éste es un lugar bastante refinado, ¿no? —hizo un gesto con los codos señalando la sala abarrotada, después alzó el vaso para mostrarle el tamaño de su trago—. Deje que le consiga uno de éstos, capitán… —ahora levantaba un puñado de diminutos sandwiches, aceitunas rellenas con hígado y ciruelas envueltas en panceta—. Pasa un tipo con una bandeja repleta —volvió a señalar con el codo—. Señora, señor —miró al Barón y a la Baronesa—, ¿puedo ofrecerles algo también a ustedes? —se puso un sandwich en la boca, lo tragó y lo acompañó con un sorbo de su vaso—. Mmmmm.
—Esperaré hasta que nos sirvan —dijo la Baronesa.
Divertida, Rydra miró a su anfitriona, pero en los rasgos carnosos flotaba una sonrisa, ahora sí del tamaño adecuado.
—Espero que le gusten —dijo la Baronesa a Calli.
Calli tragó.
—Claro que me gustan… —después alzó la cabeza, mostró los dientes, entreabrió los labios y sacudió la cabeza—. Salvo esos muy salados, con pescado. Ésos no me gustan en absoluto, señora. Pero el resto está muy bien.
—Le diré algo —dijo la Baronesa, inclinándose hacia adelante, su sonrisa convertida casi en generosa carcajada—… En realidad, ¡tampoco a mí me gustaron nunca esos salados!
Miró a Rydra y al Barón con un encogimiento de hombros que simulaba abandono.
—Pero hoy día todos estamos tan tiranizados por el cocinero… ¿qué otra cosa se puede hacer?
—Si a mí no me gustaran —dijo Calli, sacudiendo la cabeza con determinación—, ¡le diría que no los preparara!
La Baronesa lo miró arqueando las cejas.
—¿Sabe?, tiene usted razón. ¡Eso es exactamente lo que haré! —miró a su esposo por encima de Rydra—. Eso es exactamente lo que haré la próxima vez, Félix.
Un camarero que cargaba una bandeja con copas, dijo:
—¿Les agradaría una copa?
—Ella no quiere una copa diminuta —dijo Calli, señalando a Rydra—. Tráigale uno grande como el mío.
Rydra rió.
—Me temo que esta noche tendré que comportarme como una dama, Calli.
—¡Tonterías! —gritó la Baronesa—. Yo también quiero uno grande. Ahora veamos, puse el bar en algún lugar por aquí, ¿no es cierto?
—Allí estaba cuando lo vi por última vez —dijo Calli.
—Esta noche nos divertiremos, y nadie puede divertirse con un trago de ésos… —tomó a Rydra del brazo y llamó a su esposo—. Félix, sé sociable —y se llevó a Rydra.
—Ése es el doctor Keebling —le dijo—. La mujer del pelo descolorido es la doctora Crane y ese otro es mi hermano político, Albert. Cuando regresemos se los presentaré. Son todos colegas de mi marido; trabajan con él en esas horribles cosas que le estuvo mostrando en el sótano. Me gustaría que no guardara en la casa su colección privada. Es algo horripilante. Siempre tengo miedo de que uno de ellos se escurra hasta aquí en medio de la noche y nos decapite. Creo que está tratando de compensarse por su hijo. ¿Sabe usted?, perdimos a nuestro muchacho, Nyles… hace ya ocho años. Pero esa explicación es terriblemente superficial, ¿no es cierto? Capitán Wong, ¿nos encuentra muy provincianos?
—En absoluto.
—Debería hacerlo. Pero, claro, usted no nos conoce bien. Oh, los jóvenes brillantes que llegan aquí, con sus imaginaciones vívidas y poderosas. Y no hacen nada en todo el día, salvo idear modos de matar. En realidad, es una sociedad terriblemente plácida. ¿Por qué no habría de serlo? Todo su poder agresivo se canaliza de los cinco a los nueve años. Sin embargo, creo que eso le hace algo a nuestras mentes. La imaginación debería ser utilizada para otra cosa que no sea el asesinato, ¿no le parece?
—Lo creo —dijo Rydra. Empezó a preocuparse por la pesada mujer.
En ese momento fueron detenidas por un grupo de invitados arracimados.
—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó la Baronesa—. Sam, ¿qué están haciendo aquí?
Sam sonrió, dio un paso atrás y la Baronesa se coló en el espacio, sosteniendo aún el brazo de Rydra.
—¡Que alguien los haga retroceder!
Rydra reconoció la voz de Lizzy. Otra persona se movió, y Rydra pudo ver. Los chicos de Propulsión habían dejado libre un espacio de tres metros de lado y lo custodiaban como policías juveniles. Lizzy estaba agachada junto con tres muchachos que, por su atavío, eran parte del personal de Armsedge.
—Lo que deben comprender —decía Lizzy—, es que todo se concentra en la muñeca.
Impulsó una canica con el pulgar: primero golpeó a una, luego a otra, y una de las golpeadas le dio a una tercera.
—¡Hey, vuélvelo a hacer!
Lizzy tomó otra canica.
—Sólo un nudillo apoyado en el piso, para poder pivotar. Pero casi todo está en la muñeca.
La canica salió disparada, golpeó, golpeó, golpeó. Cinco o seis personas aplaudieron. Rydra fue una de ellas.
La Baronesa se llevó una mano al pecho.
—¡Perfecto disparo! ¡Perfectamente hermoso! —pero recordó dónde estaba, y miró hacia atrás—. Oh, Sara, seguramente quieres ver. De todos modos, tú eres el experto en balística.
Con cortés timidez le cedió el lugar, se volvió hacia Rydra y continuaron su marcha.
—¿Ve por qué me alegra tanto la visita de su tripulación? Han traído algo tan fresco, tan agradable, tan crujiente.
—Habla de nosotros como si fuéramos una ensalada —dijo Rydra, riendo. En la baronesa el «apetito» no era tan amenazador.
—Me atrevo a decir que si ustedes se quedaran más tiempo, los devoraríamos. Estamos hambrientos de lo que ustedes traen.
—¿Y qué es eso?
Habían llegado al bar; después regresaron con sus tragos. El rostro de la Baronesa se tensó en una expresión de esfuerzo.
—Bien… —dijo—. Desde el mismo momento en que llegaron, empezamos a aprender cosas… cosas acerca de ustedes y, en definitiva, acerca de nosotros mismos.
—No comprendo.
—Su Navegante, por ejemplo. Le gustan los tragos grandes y todos los hors d’oeuvres,[2] excepto las anchoas. Eso es mucho más de los que sé acerca de las preferencias y los disgustos de cualquier otra persona que esté en esta habitación. Si uno les ofrece scotch, beben scotch. Si se les ofrece tequila, absorben tequila. Y hace sólo un momento descubrí —y sacudió su mano supina— que todo está en la muñeca. Nunca antes lo había sabido.
—Estamos habituados a hablarnos.
—Sí, pero se dicen cosas importantes. Lo que les gusta, lo que les disgusta, de qué modo se hacen las cosas… ¿De veras quiere que le presente a todos estos enmohecidos hombres y mujeres dedicados a matar la gente?
—Verdaderamente, no.
—Eso me pareció. Y yo tampoco tengo ganas de esforzarme. Oh, hay tres o cuatro que tal vez le agraden. Pero ya me ocuparé de que los conozca antes de que se vaya —dijo la Baronesa, metiéndose entre la multitud.
Mareas, pensó Rydra. Corrientes de hiperestasis. O los movimientos de la gente en una gran habitación. Se deslizó a través de las brechas menos frecuentadas, más abiertas, que luego se cerraron cuando alguien se movió para conocer a alguien, o para buscar un trago, o para interrumpir una conversación.
Después había un recodo, una escalera en espiral. Ascendió, deteniéndose en el segundo rellano para observar la multitud debajo de ella. Arriba había una puerta doble entreabierta, una brisa. Salió.
El violeta había sido reemplazado por un artificioso púrpura estriado de nubes. Pronto la cúpula cromática del planetoide simularía la noche. Una vegetación húmeda se adhería a la cerca. En un extremo, las vides habían cubierto por completo la piedra blanca.
—¿Capitán?
Ron, ensombrecido y rozado por las hojas, estaba sentado en un rincón de la terraza, abrazándose las rodillas. «Su piel no es plateada», pensó ella; «sin embargo, siempre que lo veo así, retraído, me imagino un nudo de metal blanco». Él levantó el mentón de las rodillas y apoyó la cabeza contra la cornisa de verde, de modo que las hojas se entremezclaron con su pelo de color maíz y plata.
—¿Qué estás haciendo?
—Demasiada gente.
Ella asintió, observando cómo él bajaba los hombros y de qué modo sus tríceps saltaban sobre el hueso, aquietándose luego. Con cada inspiración del cuerpo joven y descarnado, los diminutos movimientos eran una canción para Rydra. Escuchó la canción durante casi medio minuto mientras él la observaba, quieto, pero sin impedir esos minúsculos movimientos. La rosa de su hombro susurraba contra las hojas. Después de haber escuchado un rato la música muscular, ella preguntó:
—¿Hay problemas entre tú, Mollya y Calli?
—No. Quiero decir… es sólo que…
—Sólo que… ¿qué? —Rydra sonrió y se apoyó en la baranda del balcón.
Él volvió a reclinar el mentón en las rodillas.
—Creo que ellos están bien. Pero yo soy el más joven y… —de repente sus hombros se alzaron—. ¡Cómo diablos podría entenderme! Por supuesto, usted sabe de estas cosas, pero en verdad no sabe. Usted escribe lo que ve. No lo que hace —las palabras salieron como pequeñas explosiones, semisusurradas. Ella escuchó las palabras y observó el músculo de la mandíbula que tironeaba y saltaba y se contraía, como una pequeña bestia en el interior de la mejilla de él—. Pervertidos —dijo él—. Eso es lo que en verdad piensan ustedes, los de Aduana. El Barón y la Baronesa, toda esa gente que está allí dentro, mirándonos fijo, sin comprender realmente por qué uno puede querer más de dos personas. Y usted tampoco puede comprenderlo.
—Ron…
Él mordió una hoja y la arrancó del tallo.
—Cinco años atrás, Ron, formé parte de un triple.
El rostro de él se volvió hacia ella como si lo hubieran tirado de una cuerda; después volvió a darse vuelta. Escupió la hoja.
—Usted es Aduana, capitán. Usted anda con la gente de Transporte; pero el modo en que deja que se la coman con los ojos, el modo en que se vuelven a mirarla cuando pasa: sí, es una Reina. Pero una reina de Aduana. Usted no es Transporte.
—Ron, yo soy pública. Por eso me miran. Escribo libros. La gente de Aduana los lee, sí, pero me miran porque quieren saber quién diablos los escribió. No los escribió nadie de Aduana. Hablo con los de Aduana, y ellos me miran y dicen: «Usted es Transporte»… —Rydra se encogió de hombros—. No soy ninguna de las dos cosas. Pero aun así, estuve triplada. Conozco la situación.
—Los de Aduana no se triplan.
—Dos hombres y yo. Si alguna vez vuelvo a hacerlo, será con otra muchacha y un hombre. Creo que me resultaría más fácil. Pero estuve triplada durante tres años. Eso es el doble de tiempo que estuviste tú.
—Su triple no funcionó, entonces. El nuestro sí. Al menos funcionaba con Cathy.
—Uno de ellos murió —dijo Rydra—. El otro está en estado de animación suspendida en el Centro General Hipócrates, esperando que descubran una cura para la enfermedad de Caulder. No creo que eso suceda en el transcurso de mi vida, pero si sucede… —durante la pausa, él se volvió hacia ella—. ¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿Quiénes eran?
—¿Aduana o Transporte, quieres decir? —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Como yo, ninguna de las dos cosas. Fobo Lombs era capitán de un transporte interestelar; él fue quien me hizo conseguir mis papeles de capitán. También trabajaba en tierra haciendo investigación hidropónica, estudiando métodos de acumulación de energía de hiperestasis. ¿Quién era? Era delgado y rubio y maravillosamente afectivo, y a veces bebía demasiado y solía regresar de un viaje y emborracharse y se peleaba y terminaba en la cárcel, y nosotros teníamos que sacarlo. Aunque en verdad, sólo sucedió dos veces; pero nos burlamos de él durante todo un año. Y no le gustaba dormir en el medio de la cama, porque siempre quería dejar un brazo colgando.
Ron se rió, y las manos, que le asían los antebrazos, se deslizaron hasta las muñecas.
—Murió en una caverna, explorando las Catacumbas de Ganímedes durante el segundo verano que los tres trabajamos juntos en el Estudio Geológico Joviano.
—Como Cathy —dijo Ron al cabo de un momento.
—Muels Aranlyde era…
—¡Estrella Imperial! —dijo Ron, con los ojos muy abiertos—… ¡Y los libros de «Comet Jo»! ¿Usted estaba triplada con Muels Aranlyde?
Ella asintió.
—Esos libros eran muy divertidos, ¿no es cierto? —dijo.
—¡Diablos, debo haberlos leído todos! —dijo Ron. Sus rodillas se separaron—. ¿Qué clase de tipo era? ¿Era parecido a Comet?
—En realidad, Comet Jo empezó siendo Fobo. Fobo nos metía en algún problema, yo me enojaba y Muels empezaba otra novela.
—¿Quiere decir que las historias son reales?
Ella sacudió negativamente la cabeza.
—La mayoría de sus libros son solamente fantasías acerca de lo que podría haber sucedido, o que temía que sucediera. ¿Muels? En sus libros siempre se disfraza de computadora. Era moreno y retraído, increíblemente paciente e increíblemente amable. Me lo enseñó todo acerca de oraciones y párrafos… ¿Sabías que la unidad emocional de la escritura es el párrafo? Y de cómo separar lo que se quiere decir de lo que se quiere sugerir, y cuándo hacer una cosa o la otra… —se detuvo—. Después me daba un manuscrito y me decía: «Ahora dime qué es lo que está mal en estas palabras». Lo único que pude averiguar fue que había demasiadas palabras.
»Recién después de la muerte de Fobo me dediqué de lleno a la poesía. Muels solía decirme que si alguna vez me dedicaba a escribir, seguramente sería buena, porque conocía bien todos los elementos de antemano. Tuve que dedicarme a algo entonces, porque Fobo había… bien, ya lo sabes. Muels contrajo la enfermedad de Caulder más o menos cuatro meses más tarde. Ninguno de los dos alcanzó a ver mi primer libro, aunque ambos conocían la mayoría de los poemas. Tal vez algún día Muels los lea. Tal vez incluso escriba más aventuras de Comet… y tal vez vaya a la Morgue, llame de regreso a mi estructura pensante y le diga: «Ahora dime qué es lo que está mal en estas palabras», y yo podré decirle tanto más… tanto más. Pero ya no me quedará conciencia…
Se dejó arrastrar hacia las peligrosas emociones, las dejó llegar tan cerca como pudieran. Peligrosas o no, ya habían pasado tres años desde que sus emociones la habían asustado demasiado como para permitírselas.
—… tanto más… —Ron estaba sentado con las piernas cruzadas, los antebrazos sobre las rodillas y las manos colgando—. Estrella Imperial y Comet Jo: nos divertimos muchísimo con los relatos, discutiéndolos durante toda una noche o corrigiendo las pruebas o escarbando en las librerías para hallarlos detrás de otros libros.
—Yo también solía hacer eso —dijo Ron—. Pero sólo porque me gustaban.
—Hasta nos divertíamos discutiendo quién dormiría en el medio.
Fue como una contraseña. Ron empezó a rehacerse, levantó las rodillas, se las abrazó, bajó el mentón.
—Al menos, yo tengo a los dos míos —dijo—. Creo que debería sentirme bastante feliz.
—Tal vez sí. Tal vez no. ¿Te aman?
—Eso dicen.
—¿Tú los amas?
—Por Dios, sí. Hablo con Mollya y ella trata de explicarme algo y… aún no habla muy bien, pero de repente yo me imagino lo que quiere decir, y… —enderezó el cuerpo y miró hacia arriba, como si la palabra que estaba buscando se encontrara en algún lugar de las alturas.
—Es maravilloso —lo ayudó Rydra.
—Sí, lo es… —la miró—. Es maravilloso.
—¿Y tú y Calli?
—Diablos, Calli es un viejo oso y yo puedo jugar con él. Pero el problema es él con Mollya. Él aún no puede comprenderla muy bien. Y como yo soy el más joven, él cree que debe aprender más rápido que yo. Y no lo hace; entonces se mantiene alejado de nosotros dos. Sin embargo, cuando se enfurruña, como le digo, sé cómo manejarlo. Pero ella es nueva, y cree que él está muy enojado con ella.
—¿Quieres saber lo que puedes hacer? —le preguntó Rydra al cabo de un momento.
—¿Usted lo sabe?
Ella asintió.
—Es más doloroso cuando algo anda mal entre ellos, porque aparentemente tú no puedes hacer nada. Pero es más fácil de arreglar.
—¿Por qué?
—Porque te aman.
Ahora él estaba expectante.
—Calli se enfurruña, y Mollya no sabe qué hacer con él.
Ron asintió.
—Mollya habla otro lenguaje y Calli no sabe qué hacer con ella.
Él volvió a asentir.
—Tú eres el que puede comunicarse con ambos. No puedes actuar como intermediario: eso nunca funciona. Pero sí puedes enseñarle a cada uno de ellos lo que tú ya sabes.
—¿Enseñarles?
—¿Qué haces con Calli cuando se enfurruña?
—Le tiro de las orejas —dijo Ron—. Él me dice que no lo haga hasta que empieza a reírse y después los dos rodamos por el piso.
Rydra hizo una mueca.
—Es poco ortodoxo, pero si funciona, está bien. Enséñale a Mollya cómo hacerlo. Es atlética. Que practique contigo hasta que le salga bien, si es necesario.
—A mí no me gusta que me tiren de las orejas —dijo Ron.
—A veces hay que hacer sacrificios —trató de no sonreír… pero sonrió de todas maneras.
Ron se restregó el lóbulo de la oreja con la yema del pulgar.
—Eso creo —dijo.
—Y tienes que enseñarle a Calli las palabras para entenderse con Mollya.
—Pero a veces ni yo mismo las sé. Simplemente, adivino mejor que él.
—Si él supiera las palabras, ¿sería una ayuda?
—Claro.
—En mi cabina tengo una gramática kiswahili. Cuando volvamos a la nave, búscala.
—Hey, eso sería magnífico… —se detuvo, escondiéndose un poquito entre las hojas—. Sólo que Calli no lee demasiado, ni nada de eso.
—Ayúdalo.
—¿Le enseño? —dijo Ron.
—Eso es.
—¿Crees que lo logrará?
—¿Si logrará acercarse a Mollya? —preguntó Rydra—. ¿Tú qué crees?
—Lo logrará —como una vara de metal enderezándose, Ron se puso súbitamente de pie—. Lo logrará.
—¿Vas adentro ahora? —preguntó Rydra—. Comeremos en unos minutos.
Ron se volvió hacia la baranda y miró hacia el vivido cielo.
—Tienen un hermoso escudo aquí —dijo.
—Para evitar ser quemados por Bellatrix —dijo Rydra.
—Así no tienen que pensar en lo que están haciendo.
Rydra arqueó las cejas. Siempre la preocupación por lo malo y lo bueno, aun en medio de la confusión doméstica.
—Eso también —dijo, pensando en la guerra.
La tensa espalda de él le dijo que entraría más tarde, que debía pensar un poco más. Ella traspuso la puerta doble y empezó a bajar la escalera.
—La vi salir, y se me ocurrió esperar que regresara.
Deja vu, pensó ella. Pero no podía haberlo visto antes en su vida. Pelo negro azulado sobre una cara arrugada por la edad, veintitantos años. Se hizo a un lado para dejarle lugar en la escalera con una increíble economía de movimientos. Ella le miró las manos y el rostro, buscando un gesto que le revelara algo. Él le devolvió la mirada, sin darle nada; después se volvió e hizo un gesto hacia la gente que estaba abajo. Señaló al Barón, que estaba solo en medio de la habitación.
—Yon Cassius tiene una expresión hambrienta y desolada —dijo.
—Me pregunto hasta qué punto estará hambriento… —dijo Rydra, sintiéndose otra vez muy rara.
La Baronesa le hacía agitadas señas al Barón por encima de la multitud, pidiéndole consejo acerca del momento de servir la cena, o acerca de cualquier otra decisión igualmente desesperada.
—¿Cómo será un matrimonio entre dos personas como ésas? —preguntó el desconocido, con ironía austeramente paternalista.
—Comparativamente simple, me imagino —dijo Rydra—. Sólo tienen al otro para preocuparse.
Una cortés mirada inquisitiva. Como ella no le ofreció ninguna explicación, el desconocido se volvió a la multitud.
—Ponen unas caras tan extrañas cuando miran hacia aquí para asegurarse de que es usted, señorita Wong.
—Miradas maliciosas —dijo ella, secamente.
—Pandikokkus. Eso es lo que parecen. Cantidades de ellos.
—¿Es el cielo artificial lo que les da un aspecto tan enfermizo? —ella sentía que la desbordaba una hostilidad apenas controlada.
Él se rió.
—¡Pandikokkus con thalasanemia!
—Eso supongo. ¿Usted no es de los Depósitos?
Su rostro tenía un color que hubiera desaparecido bajo el cielo artificial.
—En realidad, sí, lo soy.
Sorprendida, le hubiera preguntado algo más, pero los altavoces anunciaron:
—Damas y caballeros, la cena está servida.
Él la acompañó y bajaron la escalera, pero al llegar abajo ella descubrió que había desaparecido. Siguió sola hacia el comedor.
El Barón y la Baronesa la esperaban bajo la arcada. Cuando la Baronesa la tomó del brazo, la orquesta de cámara del estrado empezó a hacer sonar sus instrumentos.
—Venga, nuestro sitio está por aquí.
Ella se mantuvo cerca de la regordeta matrona mientras se internaban entre la gente apiñada junto a la mesa serpentina, que se curvaba y se retorcía alrededor de sí misma.
—Ése es nuestro sitio.
Y el mensaje en vasco: «Capitán, algo aparece en su transcriptor, en la nave». Esa pequeña explosión en el interior de su mente la hizo detenerse.
—¡Babel-17!
El Barón se volvió hacia ella.
—¿Sí, capitán Wong?
Ella vio que la incertidumbre le marcaba tensas líneas en la cara.
—¿Hay en los depósitos algún lugar donde se guarde material muy importante, o donde se lleve a cabo alguna investigación importante y que en este momento esté desprotegido?
—Todo se hace automáticamente. ¿Por qué?
—Barón, está a punto de producirse un sabotaje, o se está produciendo en este mismo momento.
—Pero… ¿cómo…?
—No puedo explicarle ahora, pero asegúrese de que todo está en orden.
Y la tensión no disminuyó.
La Baronesa rozó el brazo de su esposo y dijo con súbita frialdad:
—Félix, ése es tu sitio.
El Barón retiró su silla, se sentó y sin ninguna ceremonia hizo a un lado sus cubiertos. Había un panel de control debajo de su mantel. Mientras la gente se sentaba Rydra vio a Brass, a seis metros de distancia, que se acomodaba en el asiento especial que habían preparado para sus gigantescas dimensiones.
—Usted se sienta aquí, querida. Seguiremos con el banquete como si nada sucediera. Creo que eso es lo mejor.
Rydra se sentó junto al Barón y la Baronesa; se acomodó cuidadosamente en el asiento que estaba a su izquierda. El Barón susurraba a través de un micrófono de garganta. Imágenes que ella no podía ver muy bien desde su lugar, centelleaban en la pantalla de ocho pulgadas. Él levantó la vista el tiempo suficiente para decir:
—Nada todavía, capitán Wong.
—Ignore lo que está haciendo —le dijo la Baronesa—. Esto es mucho más interesante… —se puso sobre el regazo una pequeña consola que había estado oculta debajo del borde de la mesa—. Un aparatito muy ingenioso —continuó la Baronesa, mirando alrededor de sí—. Creo que estamos listos. ¡Ahí va! —su índice regordete oprimió un botón y las luces de la habitación disminuyeron su intensidad—. Controlo toda la comida oprimiendo el botón adecuado en el momento adecuado. ¡Mire! —y oprimió otro.
A lo largo del centro de la mesa, bajo la luz atenuada, se abrieron unos paneles y ante los invitados se elevaron grandes fuentes de fruta, manzanas acarameladas y uvas azucaradas, medios melones rellenos con nueces y miel…
—¡Y vino! —dijo la Baronesa, oprimiendo otro botón.
Aparecieron fuentes a todo lo largo de la inmensa mesa. Una espuma reluciente se arremolinó en los bordes cuando se puso en marcha el mecanismo de las fuentes. El líquido comenzó a fluir en surtidores.
—Llene su copa, querida. Beba —instó la Baronesa, colocando su propia copa debajo de un chorro: el cristal se salpicó de púrpura.
A su derecha el Barón dijo:
—El Arsenal parece estar en calma. He alertado a todos los proyectos especiales. ¿Está segura de que el intento de sabotaje se está produciendo ahora?
—O bien ahora mismo —dijo ella—, o dentro de los próximos dos o tres minutos. Puede ser una explosión o la ruptura de alguna importante pieza de equipo.
—Eso no me da demasiados datos. Aunque Comunicaciones ha registrado su Babel-17. He pasado la alerta acerca de cómo se llevan a cabo estos atentados.
—Pruebe uno de éstos, capitán Wong —dijo la Baronesa, alcanzándole un cuarto de mango que, según Rydra descubrió al probarlo, había sido marinado en kirsch.
Casi todos los invitados estaban sentados ahora. Vio a uno de los chicos del equipo, llamado Mike, que buscaba la tarjeta que indicaba su lugar. Cerca de la mitad de la mesa vio al desconocido que la había detenido en la escalera. El hombre caminaba rápidamente en dirección a ellos por detrás de los invitados sentados.
—El vino no es de uva, sino de ciruela —dijo la Baronesa—. Un poco pesado para empezar, pero tan bueno como la fruta. Me siento particularmente orgullosa de las frutillas. Las legumbres son la pesadilla de los hidroponicistas, pero este año hemos logrado algunas adorables.
Mike encontró su asiento y sumergió ambas manos en la fuente de fruta. El desconocido circundó la última curva de la mesa. Calli sostenía un copón de vino en cada mano y miraba a uno y a otro como si estuviera tratando de decidir cuál de los dos era más grande.
—Podría ser bromista —dijo la Baronesa— y servir primero los sorbetes. ¿O le parece que debo seguir ya con el caldo verde? Lo preparo muy liviano. Jamás puedo decidirme…
El desconocido llegó hasta el Barón, se inclinó por encima de su hombro para observar la pantalla y susurró algo. El Barón se volvió hacia él, giró nuevamente hacia la mesa… ¡y cayó hacia adelante! Un hilito de sangre se le escurrió del rostro.
Rydra empujó su silla hacia atrás. Asesinato. Un mosaico se compuso en su cabeza y decía: asesinato. Se incorporó de un salto.
La Baronesa exhaló un ruidoso suspiro y se levantó, haciendo caer su silla. Agitó histéricamente las manos en dirección a su esposo y sacudió la cabeza.
Rydra giró y alcanzó a ver que el desconocido sacaba una pistola vibrátil del interior de su chaqueta. Apartó a la Baronesa de un tirón. El disparo fue bajo y le dio a la consola de servir.
Habiendo vencido la inmovilidad, la Baronesa se tambaleó hasta su esposo y lo asió. Su suspiro adquirió voz y se transformó en lamento. Su grueso cuerpo, como un dirigible desinflado, se hundió y tiró del cuerpo de Félix Ver Dorco, hasta que ella quedó arrodillada en el piso, con su esposo en brazos, acunándolo, gritando.
Los invitados se habían puesto de pie; la charla se transformó en rugido.
Con la consola destrozada, las fuentes de fruta que estaban encima de la mesa eran desplazadas por pavos asados y decorados, con cabezas azucaradas y oscilantes plumas en la cola. No funcionaba ningún mecanismo de limpieza y ordenamiento. Soperas de caldo verde aparecieron junto a las fuentes del vino hasta que ambos recipientes se volcaron, inundando la mesa. La fruta rodaba hacia el piso.
En medio de las voces, la pistola vibrátil siseó a la izquierda, otra vez a la izquierda, después a la derecha. La gente se levantó de sus sillas, bloqueando la visión de Rydra. Escuchó la pistola una vez más y vio que el doctor Crane se doblaba en dos, mientras su sorprendido vecino de mesa lo sostenía y su pelo descolorido, en desorden, le invadía el rostro.
Corderos asados se elevaron y desalojaron a los pavos. Las plumas barrieron el piso. Fuentes de vino rociaban la carne ambarina y reluciente que siseaba por el calor. La comida volvió a caer en el orificio de los paneles, encima de las brasas. Rydra olió a quemado.
Se lanzó hacia adelante y tomó del brazo al hombre gordo de negra barba.
—¡Control, saca a los chicos de aquí!
—¿Y qué piensa que estoy haciendo, capitán?
Rydra salió corriendo, se topó con una sección de mesa y saltó por encima del asador. Mientras saltaba apareció el postre, oriental y elaborado: bananas calientes sumergidas primero en miel y colocadas luego en los platos encima de una rampa de hielo molido. Las bananas relucientes salían despedidas de la rampa y caían al piso, con la miel cristalizada y convertida en relucientes astillas. Rodaron bajo los pies de los invitados. La gente se resbalaba, pisándolas, y caía gritando.
—Qué modo tan deslumbrante de resbalar sobre una banana, ¿no, capitán? —comentó Calli—. ¿Qué está sucediendo?
—¡Lleva a Mollya y a Ron de regreso a la nave!
Unas grandes urnas se elevaron, golpeando los asadores y volcándose, derramando café hirviendo. Una mujer chilló, asiendo su brazo escaldado.
—Esto ya no es divertido —dijo Calli—. Los buscaré.
Salió corriendo, mientras Control partía en dirección opuesta.
—Control, ¿qué es un pandikokku? —le dijo Rydra, tomándolo del brazo otra vez.
—Perverso animalito. Marsupial, creo. ¿Por qué?
—Está bien. Ahora lo recuerdo. ¿Y qué es la thalasanemia?
—¡Qué momento para preguntas! Alguna clase de anemia.
—Eso ya lo sé. ¿Qué clase? Eres el médico de a bordo.
—Veamos —dijo él, cerrando los ojos por un momento—. Aprendí todo eso una vez durante un hipnocurso. Sí, ya recuerdo. Es hereditaria, el equivalente caucásico de la anemia de célula faliciforme, en la que las células de los glóbulos rojos es destruida porque la haptoglobina irrumpe…
—… y hace que la hemoglobina se filtre hacia fuera, y la célula es destruida por presión osmótica. Me lo había imaginado. Fuera de aquí, rápido como el diablo.
Intrigado, Control se encaminó hacia la arcada. Rydra lo siguió, resbaló en un charco de vino y se aferró a Brass, que resplandecía por encima de ella.
—¡Des’acio, ca’itán!
—Fuera de aquí, niño —ordenó ella—. Y rápido.
—¿La llevo? —dijo él, haciendo una mueca, y se puso un brazo en la cadera para que ella pudiera trepar a su espalda, apretando los costados de él con las rodillas y asida de sus hombros. Los grandes músculos que habían derrotado al Dragón de Plata se tensaron debajo de ella y Brass saltó del otro lado de la mesa, aterrizando sobre sus cuatro patas. Al ver a esa bestia dorada, con colmillos, los invitados se dispersaron. Se encaminaron hacia la puerta.
Un agotamiento histérico bullía en su mente. Se desprendió de él en la cabina del Rimbaud y oprimió el intercom.
—Control, ¿está todo el mundo…?
—Todos presentes, capitán.
—¿Los descorporizados?
—A salvo y a bordo, los tres.
Brass, jadeante, llenó la compuerta de entrada que estaba detrás de ella. Ella cambió a otro canal y un sonido casi musical colmó la habitación.
—Bien. Aún continúa.
—¿Eso es? —preguntó Brass.
Rydra asintió.
—Babel-17. Ha sido transcripto automáticamente para que yo pudiera estudiarlo más tarde. De todos modos, no es nada —accionó un interruptor.
—¿Qué está haciendo?
—Pregrabé algunos mensajes y estoy enviándolos ahora. Tal vez lleguen… —detuvo la primera emisión e inició una segunda—. Aún no lo conozco bien. Sé un poco, pero no lo suficiente. Me siento como alguien que balbuceara en inglés durante la representación de una obra de Shakespeare.
El indicador de una línea exterior centelleó para llamar su atención.
—Capitán Wong, soy Albert Ver Dorco —la voz estaba perturbada—. Hemos sufrido una terrible catástrofe y la confusión es total aquí. No pude encontrarla en casa de mi hermano, pero Autorización de Vuelo acaba de decirme que usted ha pedido despegue inmediato para salto hiperespacial.
—No he pedido nada de eso. Sólo quería sacar de allí a mi tripulación. ¿Ha averiguado lo que sucede?
—Pero, capitán… me dicen que usted estaba a punto de despegar. Usted tiene prioridad absoluta, así que no tengo autoridad para desautorizar su orden. Pero tengo que pedirle que por favor se quede hasta que todo esto se aclare, a menos que esté actuando en base a alguna información que…
—No vamos a despegar —dijo Rydra.
—Será mejor que no lo hagamos —interpuso Brass—. Aún no me he conectado a la nave.
—Aparentemente, su James Bond automático se enloqueció —le dijo Rydra a Ver Dorco.
—¿Bond…?
—Una referencia mitológica. Discúlpeme. TW-55 se descontroló.
—Oh, sí, lo sé. Asesinó a mi hermano y a tres oficiales. Si lo hubiera planeado, no hubiera podido elegir cuatro figuras más importantes.
—Fue planeado. TW-55 fue saboteado. Y no sé cómo. Le sugiero que se ponga en contacto con el general Forester en…
—¡Capitán, Autorización de Vuelo me dice que usted sigue enviando señales de despegue! No tengo autoridad oficial, pero…
—¡Control! ¿Estamos despegando?
—Claro que sí. ¿Acaso no envió órdenes para una salida de hiperestasis de emergencia?
—¡Brass ni siquiera está conectado aún, idiota!
—Pero si hace treinta segundos recibí su orden. ¡Por supuesto que Brass está conectado! Acabo de hablar…
Brass se acercó y rugió en el micrófono:
—¡Estoy exactamente detrás de ella, imbécil! ¿Qué ’retendes hacer, sumergirte en medio de Bellatrix? ¿O zambullirte en alguna nova? Cuando derivan, ¡estas cosas se dirigen a la masa más ’róxima!
—Pero si tú acabas de…
Algo empezó a trepidar debajo de ellos. Un súbito sacudón.
En el altavoz, la voz de Albert Ver Dorco:
—¡Capitán Wong!
Rydra volvió a gritar:
—¡Idiota, corta el generador de estasis…!
Pero el generador ya silbaba por encima del rugido.
Otro sacudón: ella se aferró del borde del escritorio y vio a Brass que agitaba una zarpa en el aire. Y…