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Hazte amigo del dolor, y nunca te encontrarás solo.

KEN CHLOUBER

Minero de Colorado y creador de Leadville Trail 100

El gran fallo en el plan de Rick Fisher fue que la carrera de Leadville tenía lugar en Leadville.

Situada en un valle a dos millas de altura en las Montañas Rocosas de Colorado, Leadville es la ciudad más alta de Estados Unidos y, durante varios días, la más fría (cuando llegaba el invierno, los bomberos no podían hacer sonar su campana, temerosos de que se hiciera añicos). El primer vistazo que echaron los primeros colonos de estas cumbres los dejó temblando debajo de sus gorros de mapache. «Ahí, ante sus incrédulos ojos, se elevaba el fenómeno geológico más poderoso y amenazador que jamás habían visto —relata el historiador de la ciudad Christian Buys—. Bien podrían haberse encontrado en otro planeta. Así de lejano y amenazador era este lugar para todos, excepto para los más aventureros».

Las cosas han mejorado desde entonces, por supuesto: los bomberos usan ahora una bocina. Por lo demás, bueno… «Leadville es hogar de mineros, camioneros que transportan rocas y malvados hijos de puta», según Ken Chlouber, que era un domador de caballos, conductor de Harley Davidson y un duro y desempleado minero cuando creó la Leadville Trail 100, en 1982. «La gente que vive a tres mil metros de altitud está hecha de otra pasta».

Duro como un juguete para perros o no, el mejor médico de Leadville montó en cólera cuando escuchó lo que Ken tenía en mente.

—No puedes dejar que la gente corra un centenar de millas a esta altitud —gritó con rabia el doctor Robert Woodward.

Estaba tan molesto que tenía un dedo sobre la cara de Ken, lo que no hacía presagiar nada bueno para ese mismo dedo. Si hubieran visto a Ken, con esas botas con punta de acero talla cuarenta y seis y una cara tan afilada como la roca que picaba para ganarse la vida, entenderían rápidamente que uno no acerca una mano a su rostro a menos que esté seriamente borracho o que esté hablando muy, muy en serio. El doctor Woodward no estaba borracho:

—¡Vas a matar a todo aquel que sea tan imbécil como para seguirte!

—¡Mala suerte! —disparó Ken de vuelta—. Quizá unos cuantos muertos consigan volver a ponernos en el mapa.

Poco antes del enfrentamiento entre Ken y el doctor Woodward ese frío día de otoño de 1982, la mina Climax de molibdeno había cerrado de repente, llevándose consigo casi todos los ingresos de la gente de Leadville. El molibdeno, cariñosamente «Moly», es un mineral usado para fabricar aceros reforzados que se usan en buques de guerra y tanques, así que cuando murió la Guerra Fría, ocurrió lo mismo con el mercado de Moly. Casi de la noche a la mañana, Leadville dejó de ser una animada localidad con su heladería de toda la vida en su calle principal de toda la vida y se transformó en la ciudad más desesperada y con mayor desempleo de Norteamérica. Ocho de cada diez trabajadores fichaban en Climax, y los pocos que no lo hacían dependían de aquellos que sí. Si alguna vez había presumido de tener el mayor ingreso per cápita de Colorado, rápidamente se encontró entre los condados más pobres del estado.

Parecía que no podía ir a peor. Y fue a peor.

Los vecinos de Ken estaban bebiendo demasiado, pegando a sus esposas, hundiéndose en la depresión o marchándose del pueblo. Una especie de psicosis colectiva estaba aplastando la ciudad, un síntoma temprano de muerte cívica: primero, la gente pierde los medios para perseverar; luego, tras las peleas a cuchillo, arresto y avisos de desalojo, pierde el deseo de superación.

«Cientos de personas estaban haciendo las maletas y marchándose», recuerda el doctor John Perna, que dirige la sala de urgencias de Leadville. Su sala estaba por entonces tan llena como la unidad quirúrgica de un hospital militar; en lugar de atender las lesiones de trabajo habituales como torceduras de tobillo y dedos rotos, el doctor Perna estaba amputando dedos de los pies de mineros borrachos que habían perdido el conocimiento en la nieve, y avisando a la policía acerca de mujeres que llegaban a medianoche con los pómulos rotos y unos niños asustados.

«Estábamos hundiéndonos en una depresión letal —me dijo el doctor Perna—. A la larga, estábamos enfrentándonos a la desaparición de la ciudad». Se habían marchado tantos mineros, que los habitantes que quedaban no alcanzaban para llenar la tribuna del campo de un equipo amateur de béisbol.

La única esperanza de Leadville era el turismo, lo que no era esperanza alguna. ¿Qué clase de idiota iría de vacaciones a un lugar con un frío glacial nueve meses al año, ninguna pendiente que sirva para esquiar y una carencia de oxígeno tal que respirar se convierte en un ejercicio cardiovascular? El área rural de Leadville era tan feroz que la Décima División de Montaña, una fuerza de élite del ejército de Estados Unidos, solía realizar ahí sus entrenamientos de combate alpino.

Para empeorar las cosas, la reputación de Leadville daba tanto miedo como su geografía. Durante décadas, fue la ciudad más salvaje del Lejano Oeste, «una verdadera trampa mortal —en palabras de un cronista—, que parecía sentirse orgullosa de su propia degradación». Doc Holliday, aquel dentista convertido en corredor de apuestas y pistolero, solía pasar el tiempo en los bares de Leadville con su amigo y compañero en el tiroteo del O. K. Corral, Wyatt Earp. Jesse James solía dejarse caer por ahí también, por las diligencias llenas de oro y excelentes escondrijos en las montañas a un palmo de distancia. Incluso en fechas tan recientes como los años cuarenta, los comandos de la Décima División de Montaña tenían prohibido poner un pie en el centro de Leadville; al parecer, eran suficientemente fieros para enfrentarse a los nazis pero no para hacer frente a los apostadores asesinos y las prostitutas que mandaban en State Street.

Sí, Leadville era un lugar duro, Ken lo sabía. Repleto de hombres duros y mujeres aún más duras y… ¡mierda! ¡Maldita sea! Eso era.

Si todo lo que Leadville tenía para vender era testarudez, pues habría que venderla como pan caliente. Ken había oído de este tipo en California, un pelucón de la montaña llamado Gordy Ainsleigh, al que una yegua se le quedó coja justo antes de la mayor competición mundial de resistencia para caballos, la Western States Trail Ride. Gordy decidió correr de todas formas. Se presentó en la línea de partida con zapatillas de correr y preparado para correr a pie cien millas a través de la Sierra Nevada. Sorbió agua de los arroyos, los veterinarios de las paradas médicas le midieron las constantes vitales y superó la marca de veinticuatro horas por diecisiete minutos. Como era de suponer, Gordy no era el único lunático de California, así que al año siguiente otro corredor se sumó a la carrera de caballos… y otro más el año siguiente… y otro más el siguiente… hasta que, en 1977, los caballos fueron desplazados y la Western States se convirtió en la primera carrera de cien millas a pie del mundo. Ken nunca había corrido una maratón, pero si un hippie de California podía correr cien millas, ¿dónde estaría la dificultad? Además, una carrera normal no serviría; si Leadville iba a sobrevivir, necesitaba una competición del carajo, algo que la distanciara de todas esas carreras de 26,2 millas que hay por ahí, tan idénticas entre sí que una vez hecha una, has hecho todas.

Así que en lugar de una maratón, Ken creó un monstruo.

Para hacerse una idea de lo que se inventó, intenten correr la maratón de Boston dos veces seguidas con una media atorada en la boca y después escalen hasta la cima del Pikes Peak.

¿Hecho?

Genial. Ahora háganlo de nuevo, esta vez con los ojos cerrados. Eso es, en resumidas cuentas, la Leadville Trail 100 equivale a cerca de cuatro maratones enteras, la mitad del recorrido realizado a oscuras, con dos ascensos dos de mil seiscientos pies justo en el medio. La línea de partida de Leadville se encuentra al doble de la altitud en la que los aviones presurizan sus cabinas, y a partir de ahí todo es cuesta arriba.

—El hospital gana un montón de dinero gracias a nosotros —reconoce alegremente Ken Chlouber, veinticinco años después de la carrera inaugural y su discusión con el doctor Woodward. Es el único fin de semana en que los hoteles y la sala de urgencias están llenos a la vez.

Ken sabe de lo que habla. Ha corrido en todas las ediciones, pese a que fue hospitalizado con hipotermia en su primer intento. Los corredores de la Leadville habitualmente se caen desde alturas considerables, se rompen tobillos, sufren de sobreexposición al sol, extrañas arritmias cardíacas y mal de altura. Crucemos los dedos para que no ocurra, pero Leadville todavía no se ha cargado a nadie, probablemente porque hace capitular a los corredores antes de que sufran un colapso. Dean Karnazes, el autodenominado Hombre Ultramaratón, no pudo terminar la carrera las dos primeras veces que lo intentó. Tras verlo abandonar dos veces, la gente de Leadville le puso otro apodo: Ofer («O fer one, O fer two…»[7]). Cada año, menos de la mitad de los competidores llegan a terminar la carrera. No es sorprendente que una competición con más bajas que finalizadores tienda a atraer a una raza peculiar de atletas. Durante cinco años, el campeón reinante fue Steve Peterson, miembro de una secta de creyentes en la conciencia superior llamada Divine Madness (Locura Divina), que busca alcanzar el nirvana mediante orgías, carreras extremas de montaña y un servicio de limpieza de casas económico. Una de las leyendas de la Leadville es Marshall Ulrich, un magnate de la comida para perros que anima sus ratos extirpándose quirúrgicamente las uñas de los pies. «Se caían siempre de todas formas», dice Marshall.

Cuando Ken conoció a Aron Ralston, el escalador que se serró el antebrazo con el cuchillo de sierra de su navaja multiuso después de quedar inmovilizado por una roca, le hizo una oferta asombrosa: si alguna vez quería correr en Leadville, no tendría que pagar. La invitación de Ken dejó atónitos a todos los que supieron de ella. El campeón que defiende su título tiene que pagar para correr. El heroico gran maestro Ed Williams tiene que pagar. Ken tiene que pagar. Pero a Aron le daba un pase gratis, ¿por qué? «Él es la esencia de Leadville —dijo Ken—. Tenemos un lema aquí: eres más duro de lo que crees y eres capaz de hacer más de lo que crees. Un tipo como Aron nos demuestra al resto de lo que somos capaces en el fondo».

Uno podría pensar que el pobre Aron ya ha sufrido suficiente, pero al año y poco de su accidente aceptó la oferta de Ken. Con una nueva prótesis balanceándose en un costado, Aron cruzó la línea de meta por debajo de la marca de treinta horas y se llevó a casa una hebilla de cinturón plateada, dejando claro de ese modo, y con mayor contundencia de la que Ken nunca sería capaz, lo que hace falta para cruzar la línea de meta en Leadville: No tienes que ser rápido. Pero será mejor que seas intrépido.