Para apreciar la visión de Caballo, uno debe viajar atrás en el tiempo hasta comienzos de los años noventa, cuando un fotógrafo naturalista de Arizona llamado Rick Fisher se hacía a sí mismo una pregunta obvia: ¿Si los tarahumaras eran los corredores más resistentes del mundo, por qué no estaban arrasando en las carreras más difíciles del mundo? Quizá iba siendo hora de que conocieran a Fisher.
Iba a ser un negocio redondo para todos, según lo veía Fisher. Varios pueblos de mascadores de tabaco conseguían un montón de horas de televisión para sus carreras de excéntricos, Fisher se convertía en El Cazador de Cocodrilos de las Tribus Perdidas y los tarahumaras obtenían promoción de primer orden. Está bien, puede que los tarahumaras sean las personas más famosas del mundo debido a su timidez y hayan pasado siglos huyendo de cualquier tipo de relación con el público, pero…
Bueno, Fisher tendría que lidiar con ese obstáculo más adelante, ya tenía un problema mucho mayor al que enfrentarse. Para empezar, no sabía casi nada de correr y no hablaba una palabra de español, por no mencionar el rarámuri. No sabía dónde encontrar corredores tarahumara y no tenía idea de cómo iba a convencerlos de dejar atrás la seguridad de sus cuevas y acompañarlo a la guarida de los Demonios Barbudos. Y esos eran sólo los problemas menores: asumiendo que consiguiera formar un equipo de atletas tarahumara, ¿cómo iba a conseguir sacarlos de las barrancas sin vehículos y meterlos en Estados Unidos sin pasaportes?
Por suerte, Fisher tenía algunos talentos especiales de su parte. En el número uno de la lista se encontraba su increíble GPS interno; Fisher era como uno de esos gatos domésticos que reaparecen en su casa en Wichita tras haberse perdido durante las vacaciones familiares en Alaska. Su habilidad para ubicarse a través de los cañones más desconcertantes probablemente no tenga rival en el planeta, y por lo que parece es puramente instintiva. Fisher nunca había visto un accidente geográfico más profundo que una zanja antes de dejar el Medio Oeste para ir a la Universidad de Arizona, pero una vez ahí, de inmediato empezó a introducirse en lugares a los que era mejor no acercarse. Era todavía un estudiante cuando empezó a explorar la laberíntica zona de montañas Mogollón, aventurándonse en la zona poco después de que el director del Sierra Club de Phoenix muriera ahí a consecuencia de una nada infrecuente inundación repentina. Sin experiencia alguna y con el equipamiento propio de un boy scout, Fisher no solo sobrevivió sino que trajo consigo fotografías impresionantes de un país de las maravillas subterráneo.
Incluso Jon Krakauer, el megaexperto en deportes de aventura y autor de Mal de altura (Into Thin Air), estaba impresionado. «Rick Fisher puede reclamar con justicia el título de autoridad mundial en los cañones de Mogollón y la miríada de secretos que esconden», sentenció Krakauer al comienzo de la carrera de Fisher, luego de que este lo guiara por «una increíblemente fascinante tajada de tierra, incomparable a cualquier otro lugar que yo haya visto», una especie de mundo creado por Willy Wonka con piscinas color verde lima y torres de cristal rosado y cataratas subterráneas.
Esto nos lleva a otra de las habilidades de Rick Fisher: cuando se trata de conseguir ser el centro de atención y convencer a la gente de hacer cosas que preferirían no hacer, Fisher podría avergonzar a un televangelista (bueno, hasta donde eso es posible). Tomemos como ejemplo este clásico cuento de Fisher, que Krakauer relata hablando de un viaje que Fisher realizó a las Barrancas del Cobre para hacer rafting a mediados de los años ochenta. Fisher no tenía idea de adónde estaba yendo pese a que estaba intentando, según la estimación de Krakauer, «el equivalente, hablando de cañones o barrancas, a una gran expedición al Himalaya». Aun así, se las arregló para convencer a dos amigos —un joven y su novia— de que lo acompañaran. Todo iba estupendamente, hasta que, accidentalmente, Fisher encalló la balsa junto a un campo de marihuana. De la nada, apareció un vigilante con un rifle de asalto listo para disparar. No pasa nada. Fisher se limitó a agitar un paquete de artículos de prensa sobre sí mismo que lleva a todas partes (así es, incluso cuando hace rafting en las tierras baldías mexicanas donde no se habla inglés). «¡Lo ve! ¡No le conviene meterse conmigo! ¡Soy, hum, cómo se dice… importante! ¡Muy importante!».
El desconcertado vigilante los dejó marcharse remando, para que a continuación Fisher encallara en otra plantación de drogas. En esta ocasión, la cosa se puso realmente fea. Fisher y sus amigos fueron rodeados por una banda de matones que, dada la falta de mujeres en la selva, estaban borrachos y peligrosamente cachondos. Uno de los matones sujetó a la chica americana. Cuando su novio intentó hacer que la soltaran, le estamparon el caño de un rifle en el pecho.
Eso fue suficiente para Fisher. Esta vez no agitaría su álbum de recortes; en lugar de eso, se puso como un loco: «¡Son muy malos hombres!», gritó con toda su furia. «¡Muy, muy malos!». Continuó chillando como un loco hasta que, según cuenta Krakauer, los matones finalmente hicieron callar al lunático chillón empujándolo y marchándose. Fisher acababa de escapar de una muerte segura y, naturalmente, se aseguró de contárselo al periodista Krakauer.
Fisher adoraba echarse flores encima, lo que lo animaba a seguir buscando razones para no dejar de hacerlo. Mientras la mayoría de los hombres aficionados a la naturaleza salvaje en los años ochenta estaban mirando hacia el cielo, compitiendo con Reinhold Messner por escalar las catorce mayores cumbres de los Himalayas, Rick Fisher estaba cavando bajo tierra en busca de reinos más exóticos ubicados justo por debajo de sus pies. Usando las notas del capitán Frederick Bailey, un agente secreto británico que tropezó con un valle secreto en el Tibet en los años treinta mientras exploraba la zona con un grupo de rebeldes asiáticos, Fisher ayudó a localizar la legendaria cascada Kintup, una impresionante caída de agua que esconde la entrada de uno de los cañones más profundos del planeta. A partir de ahí, Fisher cavó su senda hacia mundos perdidos en los cinco continentes, atravesando zonas de guerra y territorios controlados por milicias homicidas para realizar descensos en calidad de pionero en Bosnia, Etiopía, China, Namibia y Bolivia.
Agentes secretos, balas zumbando, reinos prehistóricos, incluso Hemingway tendría que callarse la boca y cederle su silla si Fisher entrase en un bar. Pero sin importar qué lugares recorriese, Fisher continuaba regresando a casa, a su mayor pasión: su mujer ideal, las Barrancas del Cobre.
Durante una expedición a las barrancas, Fisher y su novia, Kitty Williams, se hicieron amigos de Patrocinio López, un joven tarahumara que se había adentrado en el mundo moderno cuando un camino de grava apareció en su tierra natal. Patrocinio era tan guapo como una estrella de Hollywood y un verdadero talento tocando el chabareke, un instrumento tarahumara de dos cuerdas. Además se mostraba tan dispuesto a trabajar con los Demonios Barbudos que el Departamento de Turismo de Chihuahua lo convirtió en el rostro del Expreso de las Barrancas del Cobre, un tren de lujo antiguo que realiza recorridos lentos a través de las Barrancas y permite a los turistas viajar en vagones con aire acondicionado y camareros con pajarita mientras observan el paisaje salvaje que tienen debajo. El trabajo de Patrocinio consistía en posar para carteles con un violín que él mismo había tallado (una habilidad heredada de tiempos de la dominación española), carteles que sugerían que la vida de los tarahumaras allá abajo era todo jóvenes bien parecidos y música.
Rick y Kitty preguntaron a Patrocinio si podía llevarlos a un rarájipari, la tradicional carrera con pelota tarahumara. «Quizá,» respondió Patrocinio, antes de demostrar que había adoptado los usos del mundo moderno de la misma forma que este lo había adoptado a él. «Si están dispuestos a pagar». Les hizo una oferta: Si ellos compraban comida para toda su aldea, él convencería a algunos corredores.
¿Trato hecho?
Trato hecho.
Rick y Kitty le entregaron la comida y Patrocinio les ofreció una carrera estupenda. Cuando llegaron a la aldea, no se encontraron una carrera barata, montada para salir del paso; por el contrario, había treinta y cuatro hombres tarahumara, vestidos sin más que sus taparrabos y sandalias, recibiendo masajes de calentamiento de manos de unos curanderos y apurando unas tazas de iskiate de última hora. Tras el grito de partida del anciano de la aldea, salieron disparados, atacando el sendero de tierra como una estampida de sesenta millas, semicontrolada, de sol a sol y sin contemplaciones, que dejaba atrás a Rick y Kitty con la velocidad y precisión casi telepática de una bandada de gorriones migrando. ¡Sí, eso es correr! Kitty, que era una entrenada corredora de ultramaratones, estaba embelesada. Había crecido viendo a su padre Ed Williams convertirse en un corredor de montaña imparable, aun viviendo en las tierras bajas de la ribera del Mississippi. Como prueba de la dureza de Ed, de todas las carreras que hay en el mundo, su favorita era la más espeluznante: la famosa Leadville Trail 100, una ultramaratón de cien millas celebrada en Colorado, que él había corrido íntegra doce veces y que todavía corría a sus setenta años.
Una pareja perfecta se estaba formando en la cabeza de Rick: Patrocinio podía conseguirle los atletas, y su futuro suegro, Ed, podía conseguirle conexiones con una carrera de prestigio. Todo lo que tenía que hacer era engañar a alguna organización benéfica para conseguir donaciones de maíz con las que tentar a los tarahumaras, y quizá conseguir una firma de calzado deportivo que les diera algo más resistente que esas sandalias, y…
Fisher siguió ideando su plan, sin saber que estaba poniendo a punto un fracaso.