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—Así es, has de pasar muuuuuuuuucho tiempo ahí abajo hasta que se sientan cómodos en tu presencia —me dijo luego esa noche Ángel Nava López, responsable de la escuela tarahumara en Muñerachi, ubicada a unas cuantas millas río abajo de la choza de los Quimares—. Años y años. Como Caballo Blanco.

—Espera —lo interrumpí—. ¿Quién?

Caballo Blanco, me explicó Ángel, era un hombre alto, delgado, blanco como la tiza, que farfullaba en su propio y extraño idioma y podía surgir de entre las colinas sin aviso previo, materializándose de pronto en el camino, trotando hasta el pueblo. Apareció por primera vez diez años atrás después de la hora del almuerzo, una calurosa tarde de domingo. La lengua de los tarahumaras carece de escritura, ni qué decir que no llevan registro de avistamientos de homínidos extraños, pero Ángel estaba completamente seguro del día, el año y la rareza del encuentro, porque estuvo entre los presentes.

Ángel había estado fuera todo el día, chequeando los muros de la barranca para poder ver a sus alumnos de regreso a la escuela. Los chicos dormían en ella durante la semana, luego se dispersaban el viernes, escalando las montañas hasta las casas de sus padres. El domingo regresaban andando a la escuela. A Ángel le gustaba contar cabezas conforme iban llegando, es por ello que se encontraba fuera, bajo el abrasador sol de mediodía, cuando dos niños bajaron corriendo la ladera. Los chicos alcanzaron el río a toda velocidad, agitándose en las aguas como si estuvieran siendo perseguidos por demonios. Que, según lo que contaron entre jadeos a Ángel una vez que llegaron a la escuela, era lo que ocurría. Habían estado arreando cabras en la montaña, dijeron, cuando una extraña criatura apareció entre los árboles. La Criatura tenía la forma de un hombre, pero era más alto que cualquier otro humano que hubieran visto. Era pálido y huesudo como un cadáver, y unos mechones de cabello rojo como llamas le salían del cráneo. Además iba desnudo. Para ser un cadáver gigante y desnudo, la Criatura corría bastante rápido. Había desaparecido entre los arbustos antes de que los muchachos pudieran echar algo más que un vistazo. Los dos chicos huyeron tan rápido como pudieron en dirección a la villa, preguntándose a quién —o qué— acababan de ver. Una vez que llegaron donde Ángel, empezaron a calmarse y recobrar el aliento, y cayeron en la cuenta de a quién habían visto.

—Es el primer chuhuí que veo —dijo uno de los chicos.

—¿Un fantasma? —dijo Ángel—. ¿Qué te hace pensar que era un fantasma?

Llegados a este punto, varios adultos rarámuri se habían acercado a ver qué ocurría. Los chicos repitieron su historia, describiendo la esquelética apariencia de la Criatura, sus salvajes mechones de cabello, la manera en que corrió por encima de ellos. Los mayores escucharon atentamente a los niños, para luego corregirlos. Las sombras de las barrancas pueden jugarle malas pasadas a cualquiera, así que no sería sorprendente que la imaginación de los niños se hubiera desbocado un poco. Aun así, no había que dejar que asustaran a los más pequeños con estas historias.

—¿Cuántas piernas tenía? —preguntaron los mayores.

—Dos.

—¿Los escupió?

—No.

—Bueno, ahí tienen. Eso no era un fantasma —dijeron los mayores—. Era tan solo un ariwará.

El alma de un muerto. Claro, eso tenía mucho más sentido. Los fantasmas eran espíritus malignos que viajaban de noche y galopaban a cuatro patas, matando ovejas y escupiendo a la gente en la cara. Las almas de los muertos, por otra parte, no suponían peligro alguno y únicamente se encontraban atando algunos cabos sueltos. Incluso cuando se trata de la muerte, los tarahumaras son fanáticos de ese carácter esquivo. Una vez muertos, sus almas se mueven a toda prisa recuperando cualquier huella o cabello suelto que su cuerpo haya dejado atrás. La técnica de peluquería que usaban los tarahumaras pasaba por atarse el cabello a la rama de un árbol, mantenerlo tirante, y cortarlo con un cuchillo, así que todas esas madejas de pelo debían ser recogidas. Una vez que el alma del muerto ha borrado todas las huellas de su existencia terrenal, podía aventurarse en la vida eterna.

—El viaje dura tres días —recordaron los mayores a los niños—. Cuatro si se trata de una mujer.

Así que naturalmente el ariwará tendrá la cabellera un poco espesa, con todo ese pelo amontonado en su cabeza de nuevo; y por supuesto que irá a toda velocidad, dado que sólo cuenta con un fin de semana largo para llevar a cabo un montón de recados. Si lo pensamos bien, era bastante sorprendente que los niños hubieran podido incluso atisbar al ariwará; las almas tarahumara normalmente corren tan rápido que todo lo que uno alcanza a ver es un remolino de polvo atravesando el paisaje. Aun muertos, los mayores recordaron a los pequeños, siguen siendo la Gente Que Corre.

—Estás vivo porque tu padre puede vencer a un ciervo. Él está vivo porque su abuelo pudo vencer a un caballo de guerra apache. Así de rápidos somos cuando cargamos el peso de nuestro sapá, nuestra humanidad. Imagina cuán rápido serás cuando te hayas liberado de ella.

Ángel escuchaba, pensando si debía interrumpir para señalar otra posibilidad. Ángel era un bicho raro en Muñerachin, un mexicano medio tarahumara que había dejado atrás las barrancas por un tiempo y que había ido a la escuela en un pueblo mexicano. Aún vestía las tradicionales sandalias tarahumara y la cinta de pelo koyera, pero a diferencia de los otros adultos, llevaba unos gastados pantalones de trabajo en lugar de un taparrabos. También había cambiado por dentro; si bien todavía adoraba a los dioses de los tarahumaras, no podía evitar preguntarse si esta Criatura Salvaje no era más que un chabochi llegado del mundo exterior.

Claro que esto era aún más improbable que la idea de compartir camino con un espíritu viajero. Nadie se adentraba así de lejos sin contar con una buena razón. ¿Sería quizá un fugitivo huyendo de la justicia? ¿Un místico en busca de nuevas visiones? ¿Un cazafortunas que había perdido el juicio debido al calor? Ángel se encogió de hombros. Un chabochi solitario podía ser cualquiera de estas tres cosas y aun así no ser el primero en aparecer en territorio tarahumara. Es una ley natural (o supernatural, si se prefiere) que cosas extrañas aparezcan donde la gente suele desaparecer. La selva africana, las islas del Pacífico, la estepa himalaya, ahí donde desaparecen grupos de expedicionarios, con toda seguridad surgirán especies perdidas, ídolos de piedra como los de Stonehenge, la huidiza sombra del yeti y ancianos soldados japoneses invencibles.

Las Barrancas del Cobre no son diferentes, y en algunos aspectos, son considerablemente peores. La Sierra Madre mexicana es el eslabón medio de una cadena de montañas que se extienden casi ininterrumpidamente desde Alaska hasta la Patagonia. Un fugitivo con cierta facilidad para guiarse en medio de la naturaleza podría seguir la ribera de un río en Colorado y escabullirse hasta encontrar refugio en las Barrancas del Cobre, avanzando a través de desfiladeros desolados y desiertos, sin ver un ser humano a lo largo de diez millas a la redonda.

Dada su condición de mejor refugio al aire libre del continente, las Barrancas del Cobre no solo producen sus propios seres extraños, sino que también los atraen. A lo largo de los últimos cien años, las barrancas han hecho las veces de anfitriones para todas y cada una de las variedades de inadaptados norteamericanos: bandoleros, místicos, asesinos, jaguares devora hombres, guerreros comanche, merodeadores apache, exploradores paranoicos, así como los rebeldes liderados por Pancho Villa, todos han escapado de sus perseguidores internándose en las barrancas.

Jerónimo solía escabullirse entre las Barrancas del Cobre cuando huían de la caballería norteamericana. Lo mismo hacía su protegido, Apache Kid, quien se «movía como un fantasma en el desierto», en palabras de un cronista. «No seguía ninguna pauta. Nadie sabía por donde aparecería. Resultaba inquietante estar cuidando ganado o trabajando en una mina, pensando que cualquier sombra, cualquier ruido leve, podía ser Apache Kid acercándose para matar. Un colono preocupado fue quien mejor lo expresó: “Normalmente, cuando veías aparecer a Apache Kid ya era demasiado tarde”».

Perseguirlos a través de ese laberinto significaba correr el riesgo de no encontrar nunca la salida. «Contemplar este país es grandioso; viajar por él es un infierno», escribió el capitán de la caballería John Bourke, luego de sobrevivir por los pelos a una persecución tras Jerónimo por las Barrancas del Cobre. El chasquido de una piedra que cae es capaz de producir un eco enloquecedor, cuyo volumen aumenta y aumenta en lugar de atenuarse, rebotando de derecha a izquierda, y por encima de nuestras cabezas. El sonido áspero de dos ramas de enebro rozándose podía causar que una compañía de jinetes de la caballería se llevaran la mano a la pistola, sus propias sombras distorsionándose monstruosamente en los muros de piedra mientras ellos miraban a todas partes como locos.

Pero no sólo el eco y una imaginación volátil hacían pensar que las Barrancas del Cobre podían estar embrujadas; un tormento tras otro aparecían con tanta velocidad que era difícil no pensar que estuvieran custodiadas por un espíritu iracundo poseedor de un sádico sentido del humor. Luego de unos días asándose bajo un sol despiadado, los soldados recibían con alivio la aparición de unas cuantas nubes negras, para minutos después verse atrapados en medio de una riada tan poderosa como el chorro de una manguera contra incendios, intentando escapar desesperadamente por los resbaladizos muros de roca. Fue exactamente así como otro apache rebelde llamado Massai se deshizo una vez de una brigada entera de jinetes: «Atrayéndolos a un barranco poco profundo, justo a tiempo para ser barridos por la riada que, gracias a una tormenta, cayó montaña abajo».

Las barrancas eran tan traicioneras que incluso una pequeña parada para beber agua podía matarte. El jefe apache Victorio, a quien las tropas de la caballería seguían como gatos a ratón, solía arrastrar a sus perseguidores hasta las profundidades de las barrancas, para luego esconderse en el único charco de agua del lugar. Los jinetes debían saber que Victorio estaba ahí, pero no podían controlarse. Perdidos y desquiciados por el calor, más les hubiera valido pegarse un tiro antes de morir ahogados lentamente, presos de su garganta sedienta.

Ni siquiera los dos hombres más duros en la historia del ejército americano eran rivales a la altura de las barrancas. Cuando las tropas de Pancho Villa atacaron en 1916 un pueblo de Nuevo México, el presidente Woodrow Wilson ordenó personalmente a Black Jack Pershing y George Patton que lo sacaran a rastras de su guarida en las Barrancas del Cobre. Diez años después, el Jaguar seguía libre. Aun contando con todo el poder de las fuerzas armadas americanas a su disposición, Patton y Pershing debieron sucumbir desconcertados ante diez mil millas de naturaleza salvaje, donde la única fuente posible de información, los tarahumaras, desaparecen cuando escuchan un estornudo. Como resultado: Black Jack y Sangre y Agallas fueron capaces de darle una paliza a los alemanes en dos guerras mundiales, pero cayeron derrotados ante las Barrancas del Cobre. Con el tiempo, los federales mexicanos aprendieron a seguir una estrategia basada en el principio «ten cuidado con lo que deseas». Lo que era un infierno para los perseguidores, descubrieron, no podía ser mucho mejor para los perseguidos. Ocurriera lo que ocurriera a los fugitivos ahí dentro —inanición, ataques de jaguar, demencia, una cadena perpetua de confinamiento voluntario en soledad— sería probablemente más espantoso que cualquier pena que el sistema judicial mexicano pudiera dictaminar. Así que con frecuencia, los federales tiraban de las riendas de sus caballos y permitían que cualquier bandido que se acercara hasta las barrancas probara suerte en esa prisión que él mismo elegía.

Muchos aventureros que escapaban internándose en las barrancas nunca lograban escapar de ellas, otorgándoles su reputación de Triángulo de las Bermudas de la frontera. Apache Kid y Massai atravesaron al galope Skeleton Pass para llegar hasta las Barrancas del Cobre y no ser vistos nunca más. Ambrose Bierce, el famoso columnista y autor del éxito satírico El diccionario del diablo, estaba en 1914 camino de encontrarse con Pancho Villa cuando fue arrastrado por la fuerza gravitatoria de las Barrancas del Cobre y nunca más se lo volvió a ver. Imaginen que Anderson Cooper desapareciera durante una misión de la CNN y así podrán entender la magnitud de la búsqueda que se emprendió para encontrar a Bierce. Pero no se encontró rastro alguno.

¿Sufrían las almas perdidas de las barrancas un destino terrible, o provocaban ese destino terrible unas a otras? Nadie lo sabe. Antiguamente, podían morir a causa de los pumas, escorpiones, serpientes de coral, la sed, el frío, el hambre o la fiebre del cañón, y ahora podíamos añadir a la lista la bala de un francotirador. Desde que los cárteles de la droga se mudaron a las Barrancas del Cobre protegen sus cultivos con rifles con miras telescópicas con suficiente potencia para ver una hoja moverse a millas de distancia.

Todo ello hizo a Ángel preguntarse si llegaría a ver a la Criatura. Muchas cosas podían matarlo ahí fuera, y probablemente lo harían. Si la Criatura no era lo suficientemente lista para mantenerse alejada de los campos de marihuana, no alcanzaría ni a oír el disparo que le volara la cabeza.

—¡Hoooooolaaaaaa! ¡Amigoooooooooos!

El misterio del vagabundo solitario se resolvió incluso antes de lo que Ángel esperaba. Se encontraba todavía con los ojos entrecerrados debido al sol, observando a sus alumnos regresar, cuando escuchó el eco de una voz cantarina y divisó a un tipo desnudo saludando y corriendo hacia el río. Una mirada más atenta le descubrió que la Criatura no iba completamente desnuda. No iba exactamente vestido, tampoco, al menos no para los estándares tarahumara. Para ser gente que prefiere no ser vista, los tarahumaras tenían siempre un aspecto fantástico. Los hombres vestían blusas brillantes por encima de un trozo de tela atado a la entrepierna que les colgaba como una falda, por delante y por detrás. Conjunto al que daba forma una faja multicolor, y que coronaban con una banda para el cabello a juego. Las mujeres lucían aún más espléndidas, con unas faldas de colores brillantes y blusas a juego, resaltando el adorable tono ocre de su piel con collares y pulseras de piedras de color coral. Aunque lleves tus mejores galas deportivas, siempre te verás desaliñado entre los tarahumaras.

Incluso para los estándares de los exploradores enloquecidos por el sol, la Criatura lucía tremendamente desharrapado. No llevaba más que unos sucios shorts chabochi, un par de sandalias y una vieja gorra de béisbol. Y nada más. No llevaba mochila, ni camiseta ni, aparentemente, comida. En cuanto llegó a donde estaba Ángel, pidió agua en un español torpe, e hizo gestos de llevarse algo a la boca, como preguntando si podría darle algo de comer.

Assag —le dijo Ángel en tarahumara, indicándole que se sentara.

Alguien le alcanzó una taza de pinole, las gachas de maíz de los tarahumaras. El extraño las sorbió ávidamente. Mientras engullía, intentó entablar comunicación. Agitó los brazos y dejó que la lengua le colgara, como si fuera un perro jadeando.

—¿Corriendo? —preguntó el profesor.

La criatura asintió:

—Todo día —dijo en rudimentario español.

—¿Por qué? —preguntó Ángel—. ¿Y a dónde?

La Criatura se lanzó a contar una historia larga, que Ángel encontró enormemente divertida como representación teatral pero prácticamente ininteligible como relato. Según lo que Ángel logró entender, o el vagabundo solitario estaba completamente loco o no era tan solitario después de todo; decía tener un compañero aún más misterioso, una especie de guerrero apache al que llamaba Ramón Chingón.

—¿Y tú? —preguntó Ángel.

—Caballo Blanco —dijo.

—Pues, bueno —dijo el profesor, encogiéndose de hombros.

Caballo Blanco no se quedó a pasar el rato; una vez que bebió un poco de agua y una segunda taza de pinole, se despidió y se fue trotando. Daba zancadas y soltaba alaridos como un caballo desbocado, divirtiendo a los niños, que se reían y siguieron sus pasos hasta que, una vez más, desapareció en medio de la nada.

—Caballo Blanco es muy amable —me diría Ángel terminando su historia—, pero un poco raro.

—¿Crees que todavía anda por ahí? —pregunté.

—Hombre, claro —dijo Ángel—. Estuvo aquí ayer, le ofrecí un trago en esa taza.

Miré alrededor, no había ninguna taza.

—La taza estaba ahí también —insistió Ángel.

Según lo que Ángel había logrado sacarle a lo largo de los años, Caballo vivía en una choza que él mismo había construido en algún lugar de las montañas de Batopilas. Cada vez que aparecía en la escuela de Ángel, llegaba sin más que las sandalias en los pies, una camiseta a la espalda (por si acaso) y una bolsa de pinole seco colgándole de la cintura, como los tarahumaras. Cuando corría parecía alimentarse de la tierra, dependiendo del korima, la piedra angular de la cultura tarahumara. Korima suena como karma y funciona de la misma forma, excepto por sus implicaciones inmediatas. Uno está obligado a compartir aquello que le sobra, inmediatamente y sin esperar nada a cambio: una vez que el obsequio deja tu mano es como si nunca te hubiera pertenecido. Los tarahumaras no tienen sistema monetario, así que el korima es la forma que tienen para hacer negocios: su economía está basada en el intercambio de favores y de, ocasionalmente, marmitas de cerveza de maíz.

Caballo Blanco ni se parece ni se viste ni suena como los tarahumaras pero, en el fondo, es uno de ellos. Ángel había oído acerca de corredores tarahumara que utilizaban la choza de Caballo como una estación de paso durante sus largos viajes a través de las barrancas. Caballo, en consecuencia, tenía siempre alimento y un lugar donde descansar cuando sus carreras sin sentido lo llevaban a la villa de Ángel.

Ángel agitó el brazo, con un movimiento brusco señaló hacia allá, más allá del río y de la cima de la barranca, fuera de las tierras tarahumara, de donde nada bueno podía venir.

—Hay una villa llamada Mesa de la Yerbabuena —dijo—. ¿La conoces, Salvador?

—Ajá —murmuró Salvador.

—¿Sabes qué le ocurrió?

—Ajá —replicó Salvador y la inflexión de su voz quería decir: «Por dios santo que sí».

—Muchos de los mejores corredores eran de Yerbabuena —dijo Ángel.

—Tenían un buen camino que les permitía recorrer una gran distancia en un día, mucho más de lo que puedes alcanzar desde aquí. Desafortunadamente, el camino era tan bueno que, eventualmente, el gobierno mexicano decidió asfaltarlo y convertirlo en una carretera. Empezaron a aparecer camiones por Yerbabuena cargados de alimentos que los tarahumaras rara vez habían probado: gaseosas, chocolate, arroz, azúcar, mantequilla, harina. La gente de Yerbabuena le encontró el gusto a las harinas y las golosinas, pero necesitaban dinero para comprarlas, así que en lugar de trabajar sus propios campos, empezaron a hacer autostop hasta Guachochi, donde trabajaban como lavaplatos y jornaleros, o vendiendo baratijas de artesanía en la estación de trenes de Divisadero.

—Eso fue hace veinte años —dijo Ángel—. Ahora no hay corredores en Yerbabuena.

La historia de Yerbabuena asustaba de verdad a Ángel, porque se decía que el gobierno había encontrado la forma de construir una carretera a los pies de la barranca que pasaría justo por este poblado. Ángel no tenía idea de por qué querían poner una carretera; los tarahumaras no la querían y eran los únicos que vivían por aquí. Sólo los capos de la droga y los traficantes de madera ilegal se beneficiaban con las carreteras en las Barrancas del Cobre, lo que hacía bastante desconcertante la obsesión del gobierno mexicano con la construcción de carreteras en medio del campo, o quizá no, si consideramos cuántos militares y políticos se encuentran relacionados con el tráfico de drogas.

«Eso era justo lo que Lumholtz temía que pasara», pensé. Un siglo atrás, el visionario explorador ya había alertado acerca del peligro de desaparición en que se encontraban los tarahumaras. «Las generaciones futuras no encontrarán más rastro de los tarahumaras que lo que los científicos actuales puedan obtener de boca de la gente y del estudio de sus herramientas y costumbres», predijo. «Sobresalen hoy en día como una interesante reliquia de un tiempo que se marchó hace mucho; como representantes de una de las etapas más interesantes del desarrollo de la raza humana; como una de esas maravillosas tribus que fueron los fundadores y autores de la historia de la humanidad».

—Hay rarámuri que no respetan nuestras tradiciones tanto como Caballo Blanco —se lamentó Ángel—. El Caballo sabe.

Me desplomé contra la pared de la escuela, las piernas me temblaban y la cabeza me latía debido al agotamiento. Llegar hasta aquí ya había sido suficientemente extenuante, y ahora parecía que la cacería acababa de empezar.