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Esa cabeza suya ha estado ocupada largo tiempo con los problemas inextricables de la sociedad contemporánea, y tanto su buen corazón como su energía sin límite continúan la batalla. Sus esfuerzos no han sido en vano, pero probablemente no vivirá para verlos rendir frutos.

THEO VAN GOGH, 1889

—Tienes que oír esto —dijo Ted Descalzo, agarrándome del brazo.

Demonios. Me había pescado justo cuando estaba intentando escabullirme de la fiesta callejera para arrastrarme hasta el hotel y caer rendido. Ya había oído entera la crónica post-carrera de Ted Descalzo, incluidas sus notas al pie sobre los valores nutritivos y el efecto blanqueador de la orina humana, y no podía imaginar nada más urgente que conseguir un sueño profundo en una cama mullida. Pero no se trataba de Ted Descalzo y sus historias esta vez. Se trataba de Caballo. Ted me llevó hasta el jardín trasero de Mamá Tita, donde Caballo tenía embelesados a Scott, Billy y algunos más.

—¿Alguna vez se han despertado en una sala de urgencias —decía Caballo— y se han preguntado si en realidad querían despertarse después de todo?

Tras eso, se lanzó a contar la historia que yo venía esperando desde hacía dos años. No tardé mucho en comprender por qué había elegido ese momento. A la mañana siguiente, todos nos separaríamos y emprenderíamos el camino de vuelta a casa. Caballo no quería que olvidáramos lo que habíamos compartido, así que por primera vez estaba revelando quién era en realidad.

Había nacido con el nombre de Michael Randall Hickman, hijo de un sargento de artillería del Cuerpo de Marines, cuyos destinos hacían que su familia se moviera arriba y abajo por la Costa Oeste. Dado que era un delgaducho solitario que constantemente tenía que defenderse en cada nuevo colegio al que llegaba, la prioridad del joven Mike pasaba por encontrar el centro más cercano de la Police Athletic League (Liga atlética de la policía) en cada ciudad y apuntarse a clases de boxeo.

Los chicos más fuertes sonreían y chocaban sus guantes cuando veían a ese cretino de cabello largo y sedoso caminar desgarbado hacia el cuadrilátero, pero dejaban de sonreír en el momento en que ese largo brazo izquierdo empezaba a golpearles la cara. Mike Hickman era un muchacho sensible que odiaba hacer daño a la gente, pero eso no evitó que llegara a ser muy bueno en ello. «A los que más me gustaba pegar era a los más grandes y musculosos, porque no dejaban de meterse conmigo», recordó. «Pero la primera vez que noqueé a un chico, lloré. Y pasó un buen tiempo antes de que lo volviera a hacer».

Acabada la secundaria, Mike se marchó a la Universidad Humboldt State para estudiar Historia de las Religiones Orientales e Historia de los Indios Nativos Americanos. A fin de poder pagar la matrícula, empezó a participar en peleas clandestinas bajo el nombre de El Cowboy Gitano. Dado que no tenía miedo a la hora de entrar en gimnasios en los que casi ningún cara pálida había puesto pie antes, mucho menos un cara pálida vegetariano que no paraba de hablar de armonía universal y jugo de germen de trigo, el Cowboy rápidamente consiguió toda la acción que buscaba. Los promotores mexicanos de poca monta adoraban llevárselo a un lado y susurrarle tratos al oído.

—Oye, compay —decían—. Vamos a hacer correr el chisme de que eres un amateur de primera llegado del Este. Les va a encantar a los gringos, compadre. Todos los gabachos presentes van a apostar a su madre a que ganas tú.

El Cowboy Gitano se encogía de hombros.

—Por mí está bien.

—Solo tienes que bailar en el ring para que no te destrocen hasta el cuarto asalto —le advertían.

O el tercero, o el séptimo, cualquiera que fuera el asalto que habían acordado previamente. El Cowboy era capaz de mantenerse en pie ante gigantescos pesos pesados negros, esquivando los golpes y abrazándose a ellos, hasta que llegaba el momento de golpear la lona, pero cuando se enfrentaba a los pesos medios latinos tenía que luchar por su vida. «Amigo, algunas veces tenían que sacar volando mi trasero sangrante de ahí», nos contaría. Pero siguió peleando incluso después de acabar la escuela.

—Recorría el país peleando. Cayendo a la lona, ganando algunos combates, perdiendo pero en realidad ganando otros, básicamente montando buenos espectáculos y aprendiendo cómo pelear sin salir herido.

Tras unos años abriéndose paso en el mundo de las peleas clandestinas, el Cowboy reunió sus ganancias y voló a Maui. Ahí, le dio la espalda a los resorts y se dirigió hacia el Este, hacia el lado húmedo y oscuro de la isla, hacia los santuarios ocultos de Hana. Estaba buscando un sentido a su vida. Pero en su lugar encontró a Smitty, un ermitaño que vivía en una cueva escondida. Smitty ubicó a Mike en una cueva para él solo y luego lo guió hacia los lugares sagrados de Maui.

—Smitty fue el primero que hizo que me interesara por correr —nos dijo Caballo.

Algunas veces salían en plena noche para correr las veinte millas del camino de Kaupo hasta la Casa del Sol, situada a tres mil metros, en la cima del monte Haleakala. Se sentaban en silencio a contemplar los primeros rayos de la mañana que iluminaban el Pacífico, luego bajaban corriendo, alimentándose únicamente con las papayas silvestres que hacían caer de los árboles. Poco a poco, el buscapleitos de callejón conocido como Mike Hickman desapareció. En su lugar, apareció Micah True, cuyo nombre estaba inspirado en «el espíritu valiente e intrépido» del profeta del Antiguo Testamento, Micah, y en la lealtad de un viejo chucho llamado True Dog. «No siempre consigo estar a la altura del ejemplo de True Dog —diría Caballo—. Pero vale la pena intentarlo».

Durante una de sus carreras en busca de sentido, el renacido Micah True conoció a una bella joven de Seattle que se encontraba por ahí de vacaciones. No podían ser más diferentes el uno del otro —Melinda era una estudiante de psicología, hija de un adinerado banquero de inversión, mientras que Micah era, literalmente, un hombre de las cavernas—, pero se enamoraron. Luego de un año en la selva, Micah decidió que era hora de volver al mundo.

¡Pum! El Cowboy Gitano noqueó a su tercer oponente…

… y al cuarto…

… y al quinto…

Con Melinda en su rincón y la fuerza del bosque tropical en sus piernas, Micah era prácticamente intocable; podía bailar y deslizarse hasta que el otro luchador sentía que los brazos se le habían convertido en cemento. Una vez que bajaba los puños, Micah entraba como una flecha y lo golpeaba hasta tumbarlo en la lona. «Me inspiraba el amor», nos dijo Micah. Él y Melinda se establecieron en Boulder, Colorado, y así podía correr por las montañas y conseguir peleas en las arenas de Denver.

«No había duda de que no parecía un luchador», me diría después Don Tobin, por entonces campeón de peso ligero de kickboxing de las montañas Rocosas. «Llevaba el pelo muy largo y un par de viejos guantes que parecían haber pertenecido a Rocky Graziano». Don Tobin entabló amistad con Cowboy, se convirtió en su sparring ocasional, y todavía hoy sigue maravillado por su ética de trabajo. «Entrenaba por su cuenta de una manera increíble. El día de su cumpleaños número treinta, salió y corrió treinta millas. ¡Treinta millas!». Había pocos maratonistas americanos haciendo esos números.

Cuando consiguió una marca de imbatibilidad de 12-0, la reputación del Cowboy era suficientemente imponente como para hacerlo aterrizar en la portada del semanario de Denver, Westword. Debajo del titular «Ciudad del puño», había una foto a toda página de Micah, con el pecho descubierto y sudoroso, con los puños en alto y el cabello revuelto, con el mismo brillo en los ojos que yo vería veinte años después cuando lo sorprendí en Creel. «Pelearé con cualquiera, si la cantidad de dinero es suficiente», se citaba al Cowboy diciendo.

¿Cualquiera, eh? El artículo llegó a las manos de una promotora de kickboxing de ESPN, que rápidamente localizó al Cowboy y le hizo una oferta. A pesar de que Micah era boxeador, no luchador de kickboxing, la promotora quería subirlo al ring en un combate televisado a nivel nacional contra Larry Shepherd, número cuatro de los pesos ligero-completos del país. A Micah le encantó la idea de toda esa publicidad y el dinero que le ofrecían, pero algo olía mal. Hacía tan solo unos meses, no era más que un hippie sin hogar meditando en la cima de una montaña; ahora estaban enfrentándolo a un experto en artes marciales que podía quebrar ladrillos con la cabeza.

—No era más que una gran broma para ellos, amigo —dijo Micah—. Yo no era más que este hippie pelilargo que querían lanzar al ring para reírse un poco.

Lo que ocurrió a continuación resume la vida entera de Caballo: de entre todas las decisiones que había tenido que tomar, las más fáciles siempre habían sido aquellas en las que había tenido que elegir entre la prudencia y el orgullo. Cuando sonó la campana en Superfight Night de ESPN, el Cowboy Gitano dejó de lado su astuta estrategia habitual de esquivar y bailar. Por el contrario, atravesó a toda velocidad el ring con suficiencia y destrozó a Shepherd con una lluvia de izquierdazos y derechazos. «Él no sabía qué estaba haciendo yo, así que se cubrió en una esquina para analizar la situación», recordaría Micah. Micah levantó el brazo derecho para soltar un directo, pero se le ocurrió algo mejor.

—Lo pateé en la cara con tanta fuerza, que me rompí el dedo gordo del pie —dijo Micah—. Y a él le rompí la nariz.

Ringringring

El juez alzó el brazo de Micah, mientras un médico revisaba los ojos de Shepherd para asegurarse de que no se le habían desprendido las retinas. Otro knockout para el Cowboy Gitano. No podía esperar para volver a casa y celebrar con Melinda. Pero Melinda, descubriría en breve, estaba a punto de perpetrar su propio knockout. Ya antes de que esa conversación terminara —antes de que Melinda terminara de contarle acerca de su aventura y sus planes de abandonarlo por otro hombre y mudarse de vuelta a Seattle— el cerebro de Micah estaba hirviendo de preguntas. Preguntas que él mismo debía responder, no ella.

Acababa de romperle la cara un hombre en televisión nacional, ¿y por qué? ¿Para ser grande a los ojos de los demás? ¿Para ser un intérprete cuyos méritos se miden solo por el afecto de alguien más? Micah no era idiota; podía unir perfectamente las líneas que llevaban del chico nervioso con el Gran Santini como padre al veleta hambriento de amor en que se había convertido. En otras palabras, ¿era un gran luchador, o solo un luchador necesitado?

Poco después, recibió una llamada de la revista Karate. Los rankings de fin de año estaban a punto de aparecer, le dijo el periodista, y la inesperada victoria del Cowboy Gitano lo había catapultado al puesto cinco de los pesos ligero-completos de kickboxing de Estados Unidos. La carrera del Cowboy estaba a punto de subir como la espuma. En cuanto Karate llegara a los kioskos y las ofertas empezaran a llover, tendría muchísimas oportunidades muy bien remuneradas para descubrir si amaba luchar o si luchaba para ser amado.

«Lo siento —le dijo Micah al periodista—. Pero acabo de decidir que me retiro».

Hacer desaparecer al Cowboy Gitano fue aún más fácil que prescindir de Mike Hickman. Todo lo que no podía cargar encima quedaba descartado. Desconectó el teléfono, abandonó el departamento. Su camioneta Chevy del 69 se convirtió en su único hogar. Por las noches, dormía en una bolsa de dormir en la parte trasera. Durante el día, ganaba algo de dinero cortando césped y haciendo mudanzas. Entre medias, corría. Si no podía tener a Melinda, lo único que le quedaba era el agotamiento.

—Me levantaba a las cuatro y media de la madrugada, corría veinte millas, y era una cosa hermosa —dijo Micah—. Luego trabajaba todo el día y quería sentirme nuevamente de esa forma, así que llegaba a casa, bebía una cerveza, comía unos frijoles y volvía a correr.

No tenía idea de si corría rápido o lento, si era talentoso o un desastre, hasta que un fin de semana del verano de 1986 condujo hasta Laramie, Wyoming, para hacer un intento en la Doble Maratón de las Montañas Rocosas. Sorprendió a todos, incluso a sí mismo, cuando ganó en seis horas y doce minutos, liquidando dos maratones seguidas en poco más de tres horas cada una. Correr ultramaratones, descubrió, era aún más duro que las peleas profesionales. En el cuadrilátero, es el otro luchador el que determina la magnitud del golpe, pero en la pista, eres tú mismo el que te maltratas. Para un tipo que deseaba aporrearse hasta la inconsciencia, las carreras extremas podían resultar un deporte tremendamente atractivo.

«Quizá podría hacerme profesional, si pudiera superar estas molestas lesiones…». Este pensamiento atravesaba la mente de Micah mientras bajaba en su bicicleta por una calle empinada de Boulder. Lo próximo que vio fueron las luces brillantes de la sala de urgencias del Boulder Community Hospital. Tenía los ojos cubiertos de sangre y la frente llena de puntos. Como mucho podía recordar haber chocado contra una superficie de grava y haber volado por encima del manillar.

«Tienes suerte de estar vivo», le dijo el médico, lo que era una manera de verlo. Otra era que la muerte era todavía un problema pendiendo sobre su cabeza. Micah acababa de cumplir cuarenta y uno, y fuera de su habilidad para las ultramaratones, la vista desde esa camilla de urgencias no era demasiado bonita. No tenía seguro médico, ni casa, ni familiares cercanos, ni un trabajo fijo. No tenía dinero suficiente para pasar una noche en observación, ni tenía una cama donde recuperarse si abandonaba el hospital.

Pobre y libre era como había decidido vivir, ¿pero era también como quería morir? Un amigo dejó a Micah convalecer en su sofá y ahí, durante los próximos días, consideró sus opciones de futuro. Solo los rebeldes con suerte terminan saliendo por la puerta grande, como bien sabía Micah. Desde segundo grado, Micah había idolatrado a Jerónimo, el valiente apache que solía escapar de la caballería norteamericana corriendo a través de las tierras baldías de Arizona. Pero, ¿cómo terminó sus días Jerónimo? Prisionero, borracho en una acequia de una polvorienta reserva natural.

En cuanto se hubo recuperado, Micah partió hacia Leadville. Y ahí, durante esa noche mágica corriendo a través del bosque con Martimano Cervantes, encontró las respuestas que buscaba. Jerónimo no podía correr libre por siempre, pero tal vez un «indio gringo» sí. Un indio gringo que no poseía nada, ni necesitaba a nadie ni temía desaparecer de la faz de la Tierra sin dejar rastro.

—¿Y de qué vivías? —pregunté.

—Sudor —dijo Caballo.

Cada verano, abandonaba su choza y volvía en bus a Boulder, donde su vieja pickup esperaba en el patio trasero de un granjero amigable. Durante dos o tres meses recuperaba la identidad de Micah True y se ganaba la vida haciendo trabajitos de mudanza. Tan pronto como reunía suficiente dinero para aguantar otro año, desaparecía al pie de las barrancas, calzándose las sandalias de Caballo Blanco.

—Cuando me haga demasiado viejo para trabajar, haré lo que Jerónimo hubiera hecho si lo hubieran dejado en paz —dijo Caballo—. Me internaré en las barrancas y encontraré un lugar tranquilo donde descansar.

No había autoindulgencia ni melodrama en la manera en que Caballo dijo esto, tan solo la asunción de que la vida que había elegido requería un último acto de desaparición.

—Así que quizá vuelva a verlos a todos —terminó Caballo, mientras Tita apagaba las luces para enviarnos a todos a la cama—. O quizá no.

Cuando apareció el sol a la mañana siguiente, los soldados de Urique estaban esperando al lado del viejo minibús parado a las puertas del restaurante de Tita. Al llegar Jenn, se pusieron firmes.

—Hasta luego, Brujita —gritaron.

Jenn les lanzó besos de diva de Hollywood con un amplio movimiento del brazo, y luego trepó a bordo. El siguiente fue Ted Descalzo, que subió con cuidado. Sus pies estaban tan envueltos en vendas que apenas cabían en sus sandalias japonesas. «No están mal en realidad», insistía Ted. «Solo un poco sensibles». Se apretó junto a Scott, que de buena gana se apartó para hacerle sitio.

El resto de nosotros se metió en el vehículo y cada uno intentó acomodar su cuerpo dolorido de la mejor forma posible para soportar el viaje movidito que teníamos por delante. El fabricante de tortillas de la aldea (que era también el barbero, zapatero y conductor de autobús) se colocó detrás del volante y aceleró el motor. Fuera, Caballo y Bob Francis recorrían el bus apretando sus manos contra cada una de nuestras ventanas.

Manuel Luna, Arnulfo y Silvino se mantuvieron de pie a su lado, mientras el bus partía. El resto de los tarahumaras había empezado ya el largo camino de vuelta a casa, pero a pesar de que estos tres debían recorrer una distancia mayor, se habían quedado a vernos partir. Mucho tiempo después, todavía podía verlos de pie, diciendo adiós con las manos, hasta que el pueblo de Urique desapareció en una nube de polvo.