Suelo visualizar un corredor más rápido, casi como un fantasma, con una zancada más veloz, que va delante de mí.
GABE JENNINGS,
ganador de la prueba de 1500 metros en las pruebas clasificatorias estadounidenses para las olimpiadas del año 2000.
A las cinco de la madrugada, Mamá Tita ya había puesto los panqueques, las papayas y el pinole caliente en las mesas. Como comida previa a la carrera, Arnulfo y Silvino habían pedido pozole, un sustancioso caldo de carne con tomates y gruesas mazorcas de maíz, y Tita, tan animada como un pajarillo a pesar de solo haber dormido tres horas, lo preparó sin problemas. Silvino se había puesto su atuendo especial de carrera, una preciosa blusa turquesa y una falda zapete blanca con flores bordadas por todo el bajo.
—Guapo —le dijo Caballo admirativamente.
Silvino hundió la cabeza, ruborizado. Caballo, inquieto, recorrió el jardín dando sorbos a un café. Había oído que algunos granjeros estaban planeando sacar a pastar el ganado por uno de los caminos, así que había estado dando vueltas toda la noche, planeando algún desvío de última hora. Cuando se levantó y se dirigió con dificultad hasta el restaurante, descubrió que el padre de Luis y el viejo Bob, su amigo vagabundo de Batopilas, ya habían acudido al rescate. Se habían cruzado con los vaqueros la noche anterior mientras tomaban fotos en el campo y les habían advertido del trayecto de la carrera. Ahora, sin una estampida de que preocuparse, Caballo estaba buscando otra causa de turbación. No tuvo que buscar demasiado.
—¿Dónde están los Niños? —preguntó.
Todo el mundo se encogió de hombros.
—Será mejor que vaya a buscarlos —dijo—. No quiero que vuelvan a matarse por no desayunar.
Cuando Caballo y yo salimos del restaurante, me quedé atónito al ver que todo el pueblo estaba ahí para saludarnos. Mientras desayunábamos, habían colgado guirnaldas de flores frescas y serpentinas de papel, y una banda de mariachis ataviados con sombreros y trajes de torero había empezado a calentar las guitarras con unas cuantas canciones. Había mujeres y niños bailando en la calle, mientras que el alcalde apuntaba al cielo con una escopeta, practicando para dar el pistoletazo de salida sin arruinar las serpentinas.
Eché un vistazo a mi reloj y de pronto sentí que me faltaba el aire: treinta minutos para que comenzara la carrera. La subida de treinta y cinco millas hasta Urique, como Caballo había pronosticado, me había «masticado y cagado entero», y en media hora tendría que hacerlo todo de nuevo sumando quince millas más. Caballo había diseñado un trayecto diabólico: teníamos que ascender y descender mil novecientos metros en un trayecto de cincuenta millas, exactamente la altitud que se alcanzaba en la primera mitad de la Leadville Trail 100. Caballo no era fan de los directores de Leadville, pero a la hora de elegir el terreno, era igual de despiadado.
Caballo y yo subimos la montaña hasta el hotelito. Jenn y Billy seguían en la habitación, discutiendo si hacía falta que Billy llevara la botella extra de agua, botella que Billy no encontraba de todas formas. Yo tenía una de sobra que estaba usando para café, así que fui corriendo a mi habitación, tiré el café y se la di a Billy.
—¡Ahora vayan a comer algo! ¡De prisa! —los regañó Caballo—. El alcalde dará el pistoletazo a las siete en punto.
Caballo y yo recogimos nuestro equipo —una mochila de hidratación repleta de geles y PowerBars, el mío; una botella de agua y una bolsa pequeña de pinole, el de Caballo— y bajamos la colina. Quince minutos para la partida. Doblamos en la esquina con dirección al restaurante de Tita y descubrimos que la fiesta callejera había crecido hasta convertirse en un mini Mardi Gras. Luis y Ted bailaban y hacían girar a unas mujeres mayores y esquivaban al padre de Luis, que seguía metiéndose de por medio. Scott y Bob Francis daban palmas y cantaban lo mejor que podían con los mariachis. Los tarahumaras de Urique habían montado su propia brigada de percusión, golpeando la acera con sus varas de palia.
Caballo estaba encantado. Se metió entre la muchedumbre y empezó a caminar como Muhammad Ali, balanceándose y zigzagueando y lanzando puñetazos al aire. El público rugió. Mamá Tita le lanzó besos volados.
—¡Ándale! ¡Vamos a bailar todo el día! —gritó Caballo haciendo bocina con las manos—. Pero sólo si no muere nadie. ¡Tengan cuidado allá fuera!
Se giró hacia los mariachis e hizo una señal cruzando el dedo por la garganta. Acaben con la música. Ha llegado la hora del espectáculo.
Caballo y el alcalde empezaron a ahuyentar bailarines de la calle y a llamar a los corredores a la línea de salida. Nos reunimos todos, formando una colcha de retazos con nuestros diferentes rostros, cuerpos y atuendos. Los tarahumaras de Urique llevaban shorts y zapatillas de correr, además de sus palias. Scott se quitó la camiseta. Arnulfo y Silvino, que se apretaban al lado de Scott, llevaban las blusas brillantes que habían traído especialmente para la carrera; los cazadores de venados no iban a perder de vista al Venado ni un segundo. Por acuerdo tácito, elegimos una línea invisible en el asfalto agrietado y nos colocamos detrás.
El pecho me apretaba. Eric se las arregló para ponerse a mi lado.
—Mira, tengo malas noticias —dijo—. No vas a ganar. Sin importar lo que hagas, vas a estar ahí fuera todo el día. Así que lo mejor será que te relajes, te tomes tu tiempo y lo disfrutes. Quédate con esto en la cabeza: si sientes que requiere demasiado esfuerzo, es que estás esforzándote más de la cuenta.
—Entonces los pillaré desprevenidos —dije con voz ronca—, y tomaré la iniciativa.
—¡Nada de iniciativas! —me advirtió Eric, para que ni siquiera se me cruzara la idea por la cabeza como broma—. Pueden hacer más de treinta y ocho grados ahí afuera. Tu trabajo es regresar a casa sobre tus dos pies.
Mamá Tita se acercó a cada corredor, con los ojos anegados en lágrimas mientras nos apretaba las manos.
—Ten cuidado, cariño —nos rogaba.
«¡Diez!… ¡Nueve! …».
El alcalde lideraba a la multitud en la cuenta atrás.
«¡Ocho!… ¡Siete! …».
—¿Dónde están los Niños? —gritó Caballo.
Eché un vistazo alrededor. Ni rastro de Jenn y Billy.
—¡Dile al alcalde que se detenga! —grité de vuelta.
Caballo negó con la cabeza. Se giró y se colocó en posición, listo para la carrera. Había esperado años y arriesgado su vida para este momento. No iba a posponerlo por nadie.
«¡Brujita!».
Los soldados señalaban detrás de nosotros.
Jenn y Billy llegaron corriendo cuando el público llegó a «cuatro». Billy llevaba solo unas bermudas, sin camiseta, mientras que Jenn llevaba unas licras negras, un sostén de deporte negro, y el cabello en dos trenzas a lo Pippi Calzaslargas. Distraída por su club de fans militar, Jenn lanzó su bolso con comida y medias de repuesto en el lado equivocado de la calle, asustando a los espectadores, que brincaron cuando el bolso voló hacia sus piernas para luego perderse por ahí. Fui corriendo hasta donde estaba, lo recogí y lo coloqué sobre la mesa de socorro justo cuando el alcalde halaba el gatillo.
¡PUM!
Scott dio un salto y gritó, Jenn aulló y Caballo rugió. Los tarahumaras se limitaron a correr. El equipo de Urique partió como una manada, desapareciendo camino abajo en las sombras anteriores al amanecer. Caballo nos había advertido que los tarahumaras saldrían con todo, pero ¡caramba!, esto era feroz. Scott se puso detrás de ellos, con Arnulfo y Silvino pisándole los talones. Yo salí lentamente, dejando que el pelotón me adelantara hasta encontrarme en la última posición. Hubiera sido genial tener algo de compañía, pero en ese momento me sentí más seguro estando solo. El peor error que podía cometer era retrasar el paso de alguien.
Las primeras dos millas eran un paseo por tierra plana, fuera del pueblo y por un camino de tierra hasta el río. Los tarahumaras de Urique llegaron al agua primero, pero en lugar de atacar directamente el cruce poco profundo de cincuenta metros, se detuvieron de pronto y empezaron a escarbar en la orilla, volteando algunas rocas.
«¿Qué demonios…?», se preguntó Bob Francis, que se había adelantado con el padre de Luis para tomar fotos desde el lado opuesto del río. Desde ahí vio cómo los tarahumaras de Urique sacaban unas bolsas de plástico que habían escondido bajo las rocas la noche anterior. Se colocaron las palias bajo el brazo y metieron los pies dentro de las bolsas, tirando con todas sus fuerzas de las asas, para empezar a cruzar el río chapoteando, demostrando qué ocurre cuando una nueva tecnología viene a reemplazar algo que ha funcionado perfectamente bien durante diez mil años: temerosos de mojar sus preciosas zapatillas del Ejército de Salvación, los tarahumaras de Urique iban haciendo malabares con sus botas impermeables caseras.
—Dios —murmuró Bob—. Nunca había visto nada así.
Los tarahumaras de Urique estaban todavía resbalándose sobre las rocas cuando Scott llegó a la orilla del río. Scott se lanzó al agua directamente, seguido de Arnulfo y Silvino. Los tarahumaras de Urique alcanzaron la otra orilla, se quitaron las bolsas y las guardaron en sus shorts para usarlas después. Empezaron a trepar la empinada duna de arena mientras Scott se acercaba a toda prisa, con los pies revoloteando sobre la arena. Para cuando los tarahumaras de Urique llegaron al camino de tierra que conducía hacia la montaña, Scott y los dos Quimares ya los habían alcanzado.
Jenn, por su parte, tenía ya un problema. Ella, Billy y Luis habían cruzado el río de lado a lado con un grupo de tarahumaras, pero cuando Jenn asaltó la duna de arena, la mano derecha le estaba molestando. Los ultramaratonistas confiaban en unas botellas de mano que se atan con correas para ser llevadas con facilidad. Jenn le había dado a Billy una de sus botellas de mano, y se había atado a la otra mano una botella de agua mineral con una venda elástica adhesiva. Conforme luchaba duna arriba, su botella de mano casera empezó a sentirse pegajosa e incómoda. Era una pequeña molestia, pero una pequeña molestia con la que tendría que lidiar minuto a minuto durante las próximas ocho horas. Así que, ¿debía continuar llevándola? ¿O debía arriesgarse, otra vez, a cruzar las barrancas con solo una docena de sorbos de agua en la mano?
Jenn empezó a mordisquear la venda. Sabía que su única esperanza de competir con los tarahumaras pasaba por deshacerse de la botella. Si se arriesgaba y fallaba, perfecto. Pero si perdía la carrera de su vida porque había jugado sobre seguro, se arrepentiría para siempre. Se deshizo de la botella y de inmediato empezó a sentirse mejor. Más audaz, incluso. Lo que la llevó a su siguiente decisión arriesgada. Se encontraban al pie de la primera picadora de carne, una empinada colina de tres millas con muy poca sombra. Jenn sabía que una vez que el sol se abriera por completo, tendría muy pocas opciones de continuar pegada a los tarahumaras devoradores de calor.
«Ah, a la mierda —pensó Jenn—. Voy a lanzarme ahora que todavía está fresco».
En el lapso de cinco zancadas, estaba dejando atrás al pelotón.
—Hasta luego, chicos —dijo por encima del hombro.
De inmediato, los tarahumaras emprendieron la persecución. Los dos astutos veteranos, Sebastiano y Herbolisto, le cerraron el paso por delante, mientras que otro tres tarahumaras la rodearon por los lados. Jenn buscó una rendija por donde escapar, luego salió disparada y volvió a poner distancia de por medio. Instantáneamente, los tarahumaras se reagruparon y le cerraron el paso de nuevo. Los tarahumaras podían ser amantes de la paz en casa, pero a la hora de correr salían con los nudillos afilados todo el tiempo.
—Odio decirlo, pero Jenn va a reventar —le dijo Luis a Billy cuando la vieron salir lanzada por tercera vez. Solo llevaban tres millas de una carrera de cincuenta y ya estaba yendo mano a mano contra un grupo de cinco tarahumaras—. Uno no corre así si pretende terminar la carrera.
—De alguna forma, siempre termina lográndolo —dijo Billy.
—No en este terreno —dijo Luis—. No contra esos tipos.
Gracias al genial diseño de Caballo, todos podíamos presenciar la carrera en tiempo real. Caballo había trazado el recorrido con un diseño en Y, con la línea de partida en el medio. De esta manera, los aldeanos podían ver la carrera varias veces según volvía sobre sus pasos y avanzaba nuevamente, y los corredores podían saber siempre qué tan lejos se hallaban de los líderes. El diseño en Y aportaba además otro inesperado beneficio: en ese preciso momento, le estaba dando a Caballo un buen puñado de razones para sospechar de los tarahumaras de Urique.
Caballo iba algo así como a un cuarto de milla detrás, así que tenía una vista perfecta de Scott y los cazadores del Venado conforme reducían la ventaja con los tarahumaras de Urique en la colina al otro lado del río. Cuando los vio regresando tras la primera vuelta, Caballo estaba atónito: en el lapso de cuatro millas, el equipo de Urique había sacado una ventaja de cuatro minutos. No sólo habían dejado atrás a los dos mejores corredores tarahumaras de su generación, sino también al mejor corredor montaña arriba de toda la historia de los ultramaratones occidentales.
—Ni. En. Broma —gruñó Caballo, que corría en su propio pelotón formado por Ted Descalzo, Eric y Manuel Luna.
Cuando llegaron a la vuelta de la milla cinco en el pequeño asentamiento tarahumara de Guadalupe Coronado, Caballo y Manuel empezaron a hacer algunas preguntas a los espectadores tarahumaras. No tardaron mucho en descubrir lo que estaba ocurriendo: los tarahumaras de Urique estaban atajando por caminos secundarios y recortando la ruta. En lugar de furia, Caballo sintió lástima por ellos. Se dio cuenta de que los tarahumaras de Urique habían perdido el viejo estilo, y con él se había ido también su confianza. Ya no eran Gente Que Corre, no eran más que unos tipos intentando alcanzar las sombras de lo que alguna vez fueron.
Caballo los disculpaba como amigo, pero no como director de la carrera, así que anunció que estaban descalificados.
Yo también me llevé una sorpresa cuando llegué al río. Había estado tan concentrado cuidando mis pisadas en la oscuridad y chequeando mentalmente mi lista de tareas (flexiona esas rodillas… pasitos de pájaro… no dejes huella) que no me di cuenta hasta que estaba caminando río adentro, con el agua hasta la rodilla, de que acababa de correr dos millas y no sentía nada. Mejor que nada: me sentía ligero y suelto, aún más elástico y lleno de energía que antes de empezar.
—¡Así se hace, Oso! —me gritó Bob Francis desde la orilla opuesta—. Una colina diminuta. Nada de que preocuparse.
Salí del agua y ataqué la duna de arena, sintiéndome más optimista a cada paso que daba. Sí, todavía me quedaban cuarenta y ocho millas, pero si seguía así, podía arreglármelas para pulir la primera docena antes de que tuviera que empezar a esforzarme de verdad. Empecé a ascender por el camino de tierra justo cuando el sol se elevaba sobre la cima del cañón. Instantáneamente, todo se iluminó: el río brillaba, el bosque relucía en su verdor y la serpiente de coral enroscada a mis pies…
Grité y pegué un brinco que me hizo resbalarme por la pendiente, así que me agarré de unos matorrales para detener la caída. Podía ver a la serpiente por encima de mi cabeza, silenciosa y enroscada, lista para atacar. Si escalaba de vuelta, me arriesgaba a recibir una mordedura mortal. Si me deslizaba hacia el río, corría el riesgo de caerme colina abajo. La única salida era bordear la colina, arreglándomelas para saltar de un matorral a otro.
El primer matojo aguantó, el siguiente también. Cuando ya había avanzado unos diez pies, me arrastré cuidadosamente de vuelta al camino. La serpiente seguía ahí, pero por alguna razón estaba muerta. Alguien la había partido en dos con un palo. Me quité la tierra de los ojos y realicé una comprobación de daños: tenía rasguños en ambas canillas, astillas clavadas en las manos y el corazón se me salía del pecho. Me quité las astillas con los dientes y me limpié las heridas, más o menos, con un chorrito de mi botella de agua. Era hora de partir. No quería que nadie me viera sangrando y asustado por una serpiente en estado de descomposición.
Conforme ascendía por la montaña, el sol golpeaba con más fuerza pero, tras el frío de la madrugada, resultaba más estimulante que agobiante. Seguía pensando en el consejo de Eric —«si sientes que requiere demasiado esfuerzo, es que estás esforzándote más de la cuenta»—, así que decidí abstraerme de mis pensamientos y dejar de obsesionarme con mis zancadas. Comencé a embriagarme con la vista que tenía alrededor, observando como el sol se alzaba sobra la falda de la montaña, tiñendo el río de dorado. En breve me encontraría a la altura de esa cima.
Un momento después, Scott apareció de pronto tras una curva en el camino. Me lanzó una sonrisa y levantó los pulgares antes de desaparecer. Arnulfo y Silvino venían justo detrás, con las blusas ondeando como velas. Me di cuenta de que debía estar cerca de la vuelta de la milla cinco. Seguí hasta la siguiente curva y ahí estaba: Guadalupe Coronado. Era poco más que el edificio encalado de la escuela, unas pocas casas pequeñas y una tienda diminuta que vendía gaseosas tibias y paquetes de galletas polvorientas, pero ya una milla antes se podían oír las ovaciones y los tambores.
Un pelotón estaba justo dejando atrás Guadalupe para emprender la persecución de Scott y los Quimares. Lideraba el grupo ella sola, La Brujita.
Cuando vio su oportunidad, Jenn se abalanzó sobre ella. En la carrera de Batopilas, había notado que los tarahumaras corren cuesta abajo de la misma forma que lo hacen cuesta arriba, con un paso controlado y firme. Jenn, por su parte, adora pisar el acelerador en los descensos. «Es el único punto fuerte que tengo —dice—, así que lo exprimo todo lo que puedo». Así que en lugar de agotarse luchando con Herbolisto, decidió dejar que él marcara el paso en el ascenso. Y una vez que llegaron a la vuelta y empezó el descenso, rompió el pelotón y empezó a subir la velocidad.
Esta vez, los tarahumaras la dejaron ir. Les sacó tanta ventaja que para cuando llegó a la siguiente cuesta —un camino rocoso de un solo carril ascendente en el segundo ramal de la Y en la milla quince—, Herbolisto y el pelotón no pudieron acercarse lo suficiente para rodearla. Jenn se sentía tan confiada que cuando llegó la nueva vuelta, se detuvo a tomar aire y llenar su botella. Hasta el momento había tenido una suerte fabulosa con el agua. Caballo había pedido a los habitantes de Urique que se aprovisionaran con jarras de agua depurada a lo largo de los cañones, y cada vez que Jenn daba el último trago de su botella, se cruzaba con un nuevo voluntario con una jarra llena.
Cuando todavía estaba bebiéndose un trago el agua de la botella, aparecieron Herbolisto, Sebastiano y el resto del pelotón. Pasaron de golpe, sin detenerse, y Jenn los dejó ir. Una vez que se rehidrató, comenzó a bajar la colina a toda velocidad. Dos millas después, volvió a alcanzarlos y dejarlos atrás. Empezó a escudriñar el terreno que tenía delante para calcular cuánto más podía acelerar, cuánta ventaja podía sacarles. Veamos… dos millas más de descenso, luego cuatro millas de planicie hasta la aldea, entonces… ¡Plaf! Jenn aterrizó de cara sobre las rocas, rebotó y resbaló sobre su pecho durante un trecho antes de detenerse, aturdida. Se quedó tumbada, cegada por el dolor. La rótula parecía rota y tenía un brazo cubierto de sangre. Herbolisto y el resto del pelotón aparecieron de pronto. Uno a uno, saltaron sobre Jenn como si fuera una valla y desaparecieron sin mirar atrás. «Estarán pensando: Esto te pasa por no saber correr sobre rocas», pensó Jenn. «Bueno, algo de razón tienen». Se levantó con cuidado para evaluar la magnitud del daño. Sus canillas parecían dos trozos de pizza, pero la rótula solo tenía unos moretones y la sangre de la mano resultó ser chocolate derretido procedente de una paquete de PowerGel que llevaba junto a la botella atada a su mano. Dio unos pocos pasos con cautela, luego empezó a trotar y se sintió mejor de lo que esperaba. De hecho, se sentía tan bien que para cuando alcanzó el pie de la montaña ya había dejado atrás a todos los tarahumaras que habían saltado sobre ella.
«¡Brujita!». El público de Urique se volvió loco cuando Jenn entró corriendo al pueblo, ensangrentada pero con una sonrisa en los labios según alcanzaba la marca de las veinte millas. Se detuvo en la estación de socorro para sacar algo de comida de su bolso, mientras una Mamá Tita feliz, rayana en el delirio, le limpiaba con cuidado las heridas de las canillas con su delantal y gritaba: «¡Cuarto! ¡Estás en cuarto lugar!».
«¿Soy qué? ¿Un cuarto de estar?». Jenn ya se encontraba a medio camino de dejar atrás el pueblo cuando su paupérrimo español le permitió entender lo que quería decir Mamá Tita: iba en cuarto puesto. Solo Scott, Arnulfo y Silvino iban por delante, y estaba royendo su ventaja a paso firme: doce años después de Leadville, la Bruja había vuelto con ganas de venganza.
Siempre y cuando fuera capaz de soportar el calor. La temperatura estaba rondando los treinta y ocho grados justo en el momento en que Jenn estaba entrando en la caldera: el accidentado sube y baja que era el ascenso al asentamiento de Los Alisos. El camino iba pegado a un empinado muro de roca y se hundía y elevaba y volvía a hundir, ascendiendo y descendiendo unos novecientos metros en el trayecto. Cualquiera de las colinas del camino a Los Alisos entrarían en el ranking de las más empinadas que había visto Jenn en su vida, y había por lo menos media docena de ellas, una detrás de otra. El calor que emanaban las rocas parecía quemarle la piel, pero Jenn tenía que correr pegada a la pared del cañón si no quería resbalar por el borde y terminar al fondo del barranco que se abría a sus pies.
Jenn acababa de alcanzar la cima de una de las colinas cuando, de repente, tuvo que pegarse a la pared: Arnulfo y Silvino venían a toda velocidad hacia ella, corriendo hombro con hombro. Los cazadores del Venado habían sorprendido a todo el mundo; habíamos estado esperando que los tarahumaras le pisaran los talones a Scott durante todo el día y que al final apretaran para intentar pasarlo antes de la meta, pero en cambio, habían metido el acelerador y habían tomado la delantera. Jenn pegó la espalda al muro caliente para dejarlos pasar. Antes de que tuviera tiempo de preguntarse dónde estaba Scott, ya estaba pegando un salto hacia atrás de nuevo.
«Scott está corriendo esta condenada competición con una intensidad que no he visto nunca antes en ningún ser humano —diría Jenn después—. Se está castigando, yendo “Huh- Huh- Huh- Huh”. Estaba tan concentrado que me preguntaba si me vería. Entonces me vio y empezó a gritar: “Sííííí, Brujita, yujuuuuuuuuuu”».
Scott se detuvo para informar a Jenn del camino que tenía por delante y decirle dónde podía encontrarse con caídas de agua. Luego le preguntó por Arnulfo y Silvino: ¿A qué distancia estaban? ¿Cómo se veían? Jenn calculó que debían estar a unos tres minutos y apretando el acelerador. «Bien», asintió Scott. Le dio unas palmadas en la espalda y salió disparado. Jenn lo vio marcharse, y notó que estaba corriendo pegado al filo del camino y tomaba las curvas muy pegadas. Era un viejo truco de Marshall Ulrich: hacía que fuera más difícil para el líder de la carrera echar un vistazo atrás y ver si te acercabas o no. La maniobra de Arnulfo no había tomado por sorpresa a Scott después de todo. El Venado iba tras sus cazadores.
«Tu rival es el camino», me dije a mí mismo. «Nadie más. Solo el camino». Antes de empezar el ascenso a Los Alisos me detuve para tranquilizarme. Metí la cabeza en el río y la mantuve ahí, con la esperanza de que el agua me enfriara las ideas y el oxígeno me devolviera de golpe a la realidad. Acababa de llegar a la mitad del camino, y solo me había tomado cuatro horas. ¡Cuatro horas para completar una maratón sobre pista dura en un desierto ardiente! Estaba tan por encima de mis previsiones que empezaba a ponerme competitivo: ¿Cuán difícil puede ser superar a Ted Descalzo? Tiene que estar sufriendo sobre esas rocas. Y Porfilio parecía estar esforzándose más de la cuenta…
Por suerte, mojarme la cabeza surtió efecto. La razón por la que me sentía mucho más fuerte que durante el largo trecho desde Batopilas, me di cuenta, era que estaba corriendo de la forma en que lo hacían los bosquimanos del Kalahari. No estaba intentando dar alcance al antílope, estaba manteniéndolo en el punto de mira. Lo que me había matado durante la excursión de Batopilas había sido mantener el paso de Caballo y Cía. En lo que iba del día, solo había competido contra la pista de carreras, no contra los corredores.
Antes de que me ganara la ambición, era hora de hacer uso de otra táctica de los bosquimanos y revisar la maquinaria. Cuando lo hice, descubrí que estaba en peor estado del que imaginaba. Tenía sed, hambre y no me quedaba más que media botella de agua. No había orinado desde hacía más de una hora, lo que no era una buena señal teniendo en cuenta toda el agua que había estado bebiendo. O me rehidrataba y metía unas cuantas calorías en mi cuerpo pronto, o iba a tener serios problemas en la montaña rusa de colinas que tenía por delante. Cuando empecé a chapotear a través del río, llené la bota de mi mochila de hidratación y le eché un par de pastillas de yodo. Le daría una media hora al agua hasta que estuviera purificada. Mientras tanto, engullí una barrita ProBar —mezcla de copos de avena, pasas, dátiles y jarabe de arroz integral— con la poca agua potable que me quedaba.
Menos mal.
—Prepárate —gritó Eric cuando nos cruzamos en la otra orilla del río—. Allá es más duro de lo que recuerdas.
Las colinas eran tan exigentes, admitió Eric, que él mismo había estado a punto de abandonar. Una ráfaga de malas noticias como esa podía sentirse como un puñetazo al abdomen, pero Eric creía que lo peor que uno podía hacer con un corredor a media carrera era darle falsas esperanzas. Lo que te hace tensar los músculos es aquello que no esperas; pero mientras sepas a qué atenerte, puedes relajarte y reducir o aumentar la intensidad según lo requiera el esfuerzo.
Eric no estaba exagerando. Durante una hora, subí y bajé las colinas, convencido de que me había perdido y estaba a punto de desaparecer para siempre en medio de la nada. Había un solo camino y yo lo estaba siguiendo, pero ¿dónde demonios estaba el pequeño huerto de toronjas de Los Alisos? Se suponía que estaba a tan solo cuatro millas del río, pero sentía que había recorrido ya unas diez y todavía no podía verlo. Por fin, cuando los muslos me ardían y tiraban tan fuerte que pensé que estaba a punto de derrumbarme, alcancé a ver un pequeño grupo de árboles de toronja en la colina que tenía delante. Conseguí llegar a la cima y me tumbé al lado de un grupo de tarahumaras de Urique. Habían oído que estaban descalificados así que habían decidido descansar un poco a la sombra antes de comenzar la caminata de vuelta al pueblo.
—No hay problema —dijo uno de ellos—. De todas formas, estaba demasiado cansado para seguir.
Me alcanzó una pequeña taza de latón. La hundí en la olla comunal de pinole, la giardiasis podía irse a freír monos. Estaba frío y deliciosamente granulado, como un helado de palomitas de maíz. Me tragué una taza entera, y luego otra, mientras echaba un vistazo al trecho que acababa de recorrer. A lo lejos, el río parecía un dibujo de tiza descolorido. No podía creer que hubiera corrido esa distancia. Ni que estuviera a punto de volver a hacerlo.
—¡Es increíble! —gritó entre jadeos Caballo.
Estaba bañado en sudor y los ojos se le salían de la emoción. Mientras luchaba por recuperar el aliento, un río de sudor le saltaba del pecho y caía hacia delante, una lluvia de gotitas brillando bajo el abrasador sol mexicano.
—¡Tenemos un evento de categoría internacional! —resollaba Caballo—. ¡Y aquí, en medio de la nada!
Cerca de la marca de la milla cuarenta y dos, Silvino y Arnulfo seguían por delante de Scott, mientras Jenn se arrastraba detrás de los tres. Cuando pasó por segunda vez por Urique, Jenn se dejó caer en una silla para beber una Coca-Cola, pero Mamá Tita la levantó de las axilas y la puso de nuevo en pie.
—¡Tú puedes, cariño, tú puedes! —gritaba Tita.
—No voy a abandonar —intentó protestar Jenn—. Solo necesito un trago.
Pero las manos de Tita estaban en la espalda de Jenn, empujándola de vuelta a la calle. Justo a tiempo, además. Herbolisto y Sebastiano habían aprovechado la pista plana que llevaba al pueblo para recortar la ventaja de Jenn en un cuarto de milla, mientras que Billy Cabeza de Chorlito se había librado de Luis y estaba ahora a un cuarto de milla de distancia de ellos.
—¡Esto puede inclinarse a favor de cualquiera! —dijo Caballo.
Iba media hora por detrás de los líderes, lo que estaba volviéndolo loco. No porque estuviera perdiendo, sino porque corría el riesgo de perderse la llegada. El suspenso era tan irresistible que, finalmente, Caballo optó por abandonar la carrera y atajar hacia Urique para intentar llegar a tiempo de ver el enfrentamiento final.
Lo vi partir, desesperado por alcanzarlos. Yo estaba tan cansado que no pude arreglármelas para subir al delgado puente que había sobre el río y, de alguna manera, terminé debajo de él, obligado a cruzar el río chapoteando por cuarta vez. Mis pies empapados pesaban tanto que, cuando llegué a la otra orilla, casi no podía levantarlos y debí arrastrarlos por la arena. Llevaba todo el día fuera, y volvía a encontrarme en la misma interminable cumbre alpina desde la que casi me había caído esa mañana, cuando una serpiente muerta me asustó. No había forma de que bajara antes de la puesta del sol, así que esta vez me encontraría andando a ciegas en la oscuridad.
Bajé la cabeza y me puse en marcha con pesadez. Cuando miré alrededor, me vi rodeado por niños tarahumaras. Cerré los ojos y los volví a abrir. Los niños seguían ahí. Me alegró tanto que no fuera una alucinación que estuve a punto de llorar. No tenía idea de dónde habían salido y por qué habían decidido acompañarme. Subimos más y más todos juntos.
Cuando habíamos recorrido casi media milla, se lanzaron a un camino secundario y me hicieron señales para que los siguiera.
—No puedo —les dije con pesar.
Se encogieron de hombros y se perdieron entre los arbustos.
—¡Gracias! —dije con la voz rasposa.
Continué apretando colina arriba, arrastrando los pies a un ritmo no mucho mayor que el de una caminata. Cuando alcancé una pequeña planicie, ahí estaban los niños, esperándome. Así era como los tarahumaras de Urique habían hecho para conseguir tamaña ventaja. Los chicos se levantaron de un salto y corrieron a mi lado hasta que, una vez más, desaparecieron entre la maleza. Media milla después, volvieron a aparecer. Esto estaba convirtiéndose en una pesadilla: seguía corriendo y corriendo, pero no cambiaba nada. La colina se alargaba hacia el infinito, y mirara donde mirara, los Niños del Maíz volvían a aparecer.
«¿Qué haría Caballo?», me pregunté. Caballo estaba constantemente metiéndose en aprietos sin solución, y siempre se las arreglaba para encontrar una salida. Para empezar se concentraba en correr «fácilmente», me dije a mí mismo. Porque si no llegas a más, ya será bastante. Luego se enfocaba en hacerlo «ligero». Lo hacía sin esfuerzo, como si no le importara cuán alta era la colina ni cuán lejos debía llegar…
—¡Oso!
Ted Descalzo venía hacia mí, y parecía desesperado.
—Unos chicos me dieron un poco de agua, estaba tan fría que pensé en usarla para refrescarme —dijo Ted Descalzo—. Así que ahí estoy, echándomela encima, rociándomela por todas partes…
Tuve problemas para seguir la narración de Ted Descalzo porque su voz bajaba y subía como una radio mal sintonizada. Mis niveles de azúcar eran tan bajos, descubrí, que estaba a punto de caer desmayado.
—… así que ahí pensando: «Mierda, oh mierda, me he quedado sin agua…».
Por lo que pude captar de la verborragia de Ted Descalzo, quedaba como una milla para la vuelta. Escuché con impaciencia, desesperado por llegar a la estación de socorro para poder devorar una barrita energética y tomar un descanso antes de enfrentarme a las cinco millas finales.
—… Así que me digo que tengo que mear, y mejor mear dentro de una de estas botellas en caso de encontrarme en las últimas, ya sabes, las últimas de las últimas. Así que meo en la botella y la orina es como naranja. No tiene buen aspecto. Y está caliente. Pienso que la gente me miraba mear en la botella y pensaba: «Caramba, estos gringos son realmente duros».
—Espera —dije, empezando a entender lo que ocurría—. ¿No habrás bebido orina?
—¡Fue lo peor! La orina con peor sabor que he bebido en mi vida. Podría embotellarla y venderla para resucitar muertos. Sé que se puede beber orina, pero no si ha sido calentada y agitada en los riñones durante cuarenta millas. Fue un experimento fallido. No volvería a beber esa orina aunque fuera el último líquido sobre la faz de la Tierra.
—Toma —dije, ofreciéndole el agua que me quedaba.
No entendía por qué, si estaba tan preocupado, no había vuelto a la estación de socorro para rellenar sus botellas, pero estaba demasiado exhausto para hacer más preguntas. Ted Descalzo tiró la orina, rellenó su botella y se puso en marcha de nuevo. Con todo lo raro que era, su determinación e ingenio estaban fuera de toda duda; estaba a menos de cinco millas de acabar una carrera de cincuenta millas en sus pantuflas de hule, y estaba dispuesto a beber fluidos corporales para conseguirlo.
Nada más llegar a la vuelta de Guadalupe, mi aturdido cerebro fue capaz de comprender por qué Ted no llevaba agua encima para empezar: el agua se había acabado. Y no quedaba nadie en el pueblo. Todos habían partido en masa hacia Urique para la fiesta de final de carrera, la tiendecita estaba cerrada y no había un alma para sacar agua del pozo. La cabeza me daba vueltas y tenía la boca demasiado seca para masticar. Aun cuando me las arreglara para dar unos pocos bocados, estaba demasiado deshidratado para correr la larga hora que quedaba hasta la meta. La única forma de llegar a Urique era a pie, pero estaba demasiado agotado para caminar. «Para lo que sirve la compasión», mascullé para mí. «Me porto generosamente y ¿qué gano? Joderme».
El ruido de mi respiración agitada, producida por el esfuerzo de la escalada, empezó a perder volumen cuando me senté, lo que me permitió advertir otro sonido: un extraño silbado que parecía estar acercándose. Me levanté para echar un vistazo y ahí, subiendo hasta esta montaña perdida de la mano de Dios, estaba el viejo Bob Francis.
—Oye amigo —gritó Bob, sacando dos latas de jugo de mango de su bandolera y agitándolas sobre su cabeza—. Pensé que te vendría bien algo de beber.
Estaba estupefacto. ¿El viejo Bob había recorrido cinco millas de caminos agrestes con el termómetro marcando treinta y cinco grados para traerme un poco de jugo? Pero entonces me acordé: unos días antes, Bob había mirado con admiración la cuchilla que le presté a Ted Descalzo para que hiciera sus sandalias. Era un recuerdo de un viaje por África, pero Bob había sido tan amable con todos nosotros que se la regalé. Quizá todo no era más que una afortunada coincidencia, pero mientras daba tragos al jugo y me preparaba para terminar la carrera, no pude sino sentir que la última pieza del rompecabezas tarahumara acababa de encajar.
Caballo y Tita estaban apretujados entre la multitud en la línea de meta, estirando el cuello para echar el primer vistazo a los líderes. Caballo sacó de su bolsillo un viejo Timex con la correa rota y chequeó el tiempo. Seis horas. Quizá fuera demasiado pronto, pero había una posibilidad de que…
—¡Ahí vienen! —gritó alguien.
Caballo levantó la cabeza de golpe. Entrecerró los ojos para mirar hacia la pista, intentando ver por encima de las cabezas de los bailarines. Falsa alarma. Tan solo una nube de polvo y… no, ahí estaba. Una mata de cabello negro y una blusa carmesí. Arnulfo seguía a la cabeza.
Silvino estaba en segundo lugar, pero Scott se acercaba a toda velocidad. A falta de una milla, Scott alcanzó a Silvino. Pero en lugar de dejarlo atrás, le dio una palmada en la espalda. «¡Vamos!» gritó, diciéndole con la mano que siguiera con él. Sorprendido, Silvino sacó fuerzas de flaqueza y se las arregló para mantener el paso de Scott. Juntos se lanzaron a la caza de Arnulfo. Los gritos y vítores se elevaron por encima de los mariachis conforme los tres corredores apuraban hacia la meta. Silvino flaqueó, se recompuso después, pero no era capaz de mantener el ritmo de Scott. Scott siguió adelante. Se había encontrado en esta situación anteriormente, y siempre se las arreglaba para encontrar algo en el tanque de reserva. Arnulfo echó una mirada atrás y vio al hombre que había vencido a los mejores del mundo acercándose a toda máquina. Arnulfo se abrió paso por el corazón de Urique, levantando muros de gritos según se acercaba más y más a la meta. Cuando atravesó la cinta, Tita estaba llorando. Cuando Scott llegó en segundo lugar, la multitud ya se había tragado a Arnulfo. Caballo se acercó a felicitar a Scott, quien siguió adelante en silencio, dejándolo atrás. Scott no estaba acostumbrado a perder, especialmente no contra un tipo desconocido en una carrera informal en medio de la nada. Nunca antes le había ocurrido algo así, pero sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
Scott fue hasta donde estaba Arnulfo y le hizo una reverencia.
La multitud se volvió loca. Tita fue corriendo a abrazar a Caballo y lo encontró secándose las lágrimas. En medio del pandemónium, Silvino consiguió cruzar la meta, seguido de Herbolisto y Sebastiano. ¿Y Jenn? Su decisión de ganar o morir en el intento finalmente le había pasado factura.
Jenn llegó a Guadalupe al borde del desmayo. Se desplomó contra un árbol y dejó caer la cabeza, que le daba vueltas, entre las rodillas. Un grupo de tarahumaras se agrupó a su alrededor, intentando animarla para que siguiera. Ella levantó la cabeza e hizo el gesto de beber con las manos.
—¿Agua? —pidió—. ¿Agua purificada?
Alguien le alcanzó una Coca-Cola caliente.
—Mejor aún —dijo y sonrió agotada.
Aún estaba bebiendo cuando empezaron a oírse unos gritos. Sebastiano y Herbolisto estaban llegando a la aldea. Jenn los perdió de vista cuando la multitud se abalanzó sobre ellos para felicitarlos y ofrecerles pinole. Poco después, Herbolisto estaba de pie a su lado, con la mano estirada hacia ella. Con la otra mano señalaba el camino. ¿Iba a seguir? Jenn negó con la cabeza. «Todavía no», dijo. Herbolisto empezó a correr, luego se detuvo y volvió a donde estaba Jenn. Volvió a ofrecerle la mano. Jenn sonrió y le hizo señas con la mano para que siguiera. «¡Sigue de una vez!». Herbolisto hizo adiós con la mano. Poco después de que desapareciera por la pista, el griterío empezó de nuevo. Alguien le hizo llegar a Jenn la noticia: El Lobo estaba llegando. ¡Cabeza de Chorlito! Jenn le guardó un trago largo de Coca-Cola y consiguió ponerse de pie mientras Billy bebía. A pesar de todas las veces que se habían asistido mutuamente en competiciones y de todas las carreras al atardecer en Virginia Beach, realmente nunca habían terminado una carrera hombro con hombro.
—¿Estás lista? —dijo Billy.
—Date por muerto, amigo.
Juntos, volaron cuesta abajo por la colina y cruzaron como un rayo el puente colgante. Llegaron a Urique dando gritos de alegría, redimiéndose maravillosamente bien. A pesar de las piernas ensangrentadas de Jenn y del estado rayano en la narcolepsia de la preparación de Billy para la carrera, habían vencido a todos los tarahumaras menos cuatro, además de a Luis y Eric, dos ultramaratonistas extremadamente experimentados.
Manuel Luna había abandonado a la mitad. Pese a que había hecho un gran esfuerzo en venir por Caballo, el dolor por la muerte de su hijo lo había dejado demasiado golpeado para competir. Pero, si bien no podía poner todo su corazón en la carrera, estaba completamente comprometido con uno de los corredores. Manual patrulló arriba y abajo por todo el camino esperando a Ted Descalzo. Y en breve se uniría a Anulfo… y Scott… y Jenn y Billy. Algo extraño empezó a ocurrir: mientras más tardaban los corredores, más se animaba la multitud. Cada vez que un corredor conseguía cruzar la meta —Luis y Porfilio, Eric y Ted Descalzo—, de inmediato se giraba y empezaba a animar a los que quedaban por llegar.
Desde lo alto de la colina, podía ver el centellear de las luces verdes y rojas que colgaban del camino hacia Urique. El sol se había puesto, lo que me había dejado corriendo a través del crepúsculo gris plata de las barrancas, un brillo como de luna que se posaba, invariable, haciendo que todo excepto uno mismo pareciera detenido en el tiempo. Y entonces, de entre esas sombras blanquecinas, emergió el vagabundo solitario de las Sierras Altas.
—¿Un poco de compañía? —dijo Caballo.
—Me encantaría.
Juntos, traqueteamos sobre el puente colgante, mientras la brisa fría del río me hacía sentir extrañamente ligero. Cuando alcanzamos el último tramo hacia Urique, las trompetas empezaron a sonar. Hombro con hombro, paso a paso, Caballo y yo entramos corriendo al pueblo.
No sé si llegué a cruzar la línea de meta. Todo lo que alcancé a ver fue la imagen borrosa de las coletas de Jenn, que salió corriendo de entre la multitud y se lanzó sobre mí. Eric me agarró antes de que me golpeara contra el suelo y me puso una botella de agua fría en la nuca. Arnulfo y Scott, que tenían los ojos inyectados, me alcanzaron una cerveza.
—Has estado increíble —dijo Scott.
—Sí —dije—. Increíblemente lento.
Había tardado más de doce horas, lo que significaba que Arnulfo y Scott podrían haber hecho el recorrido una vez más y aun así me habrían ganado.
—A eso me refiero —insistió Scott—. Yo he estado ahí, amigo. He estado ahí muchas veces. Y hacen falta más agallas que cuando vas rápido.
Me acerqué cojeando hasta Caballo, que estaba repantigado debajo de un árbol, mientras la fiesta rugía a su alrededor. En breve, se pondría en pie y daría un maravilloso discurso en su excéntrico español. Llamaría a Bob Francis, que llegaría justo a tiempo para obsequiar a Scott un cinturón ceremonial tarahumara y a Arnulfo una cuchilla de mano distinta a la que yo le había regalado. Caballo repartiría los premios en metálico y se emocionaría al ver cómo los Niños Juerguistas, que casi no tenían dinero para pagar el viaje en autobús de vuelta a El Paso, entregaban su premio sin pensárselo dos veces a los corredores tarahumaras que habían llegado después de ellos. Caballo estallaría en carcajadas al ver a Herbolisto y Luis bailar el robot.
Pero todo eso sería más tarde. Ahora mismo, Caballo estaba satisfecho con poder sentarse solo bajo un árbol, sonriendo y bebiendo una cerveza, viendo como su sueño se hacía realidad delante de sus ojos.