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Hace veinte años, en un diminuto laboratorio en un sótano, un joven científico miraba atentamente un cadáver y vio cómo su propio destino se le aparecía delante. Por ese entonces, David Carrier era un estudiante de la Universidad de Utah. Se encontraba dándole vueltas al cadáver de un conejo, intentando descubrir qué eran esas cosas huesudas justo encima del trasero. Las cosas huesudas en cuestión lo intrigaban porque en teoría no debían estar ahí. David era el mejor alumno de la clase de biología evolutiva del profesor Dennis Bramble, y sabía exactamente lo que se suponía que debía encontrarse cuando abría un animal por el vientre. ¿Esos músculos grandes abdominales sobre el diafragma? Necesitaban anclarse a algo fuerte, así que estaban conectados a la vértebra lumbar, de la misma manera en que uno amarra una vela a una botavara. Así era para todos los mamíferos, desde una ballena hasta un wombat, pero no, aparentemente, para este conejo: en lugar de estar sujetos a algo macizo, sus músculos abdominales estaban conectados a esas cositas endebles como alitas de pollo.

David apretó una con su dedo. Wow; se comprimía como un resorte de juguete, luego saltaba de vuelta hacia fuera. Pero, ¿por qué de entre todos los mamíferos, necesitaría una liebre un abdomen provisto de resortes?

«Eso me hizo pensar en la forma que tienen de correr, la manera en que arquean la espalda en cada zancada al galope», me diría Carrier después. «Cuando arrancan con sus patas traseras, extienden la espalda, y tan pronto como aterrizan con las patas delanteras, la espalda se arquea dorsalmente». Muchos mamíferos doblan su cuerpo de esa manera, meditó. Incluso las ballenas y los delfines mueven sus colas arriba y abajo, mientras que los tiburones la agitan de lado a lado. «Piensa en la manera en que se dobla un guepardo —dijo David—. El ejemplo clásico».

Bien, esto era bueno. David estaba acercándose a algo. Los felinos grandes y los conejos pequeños corren de la misma forma, pero los últimos tienen resortes pegados al diafragma y los otros no. Los primeros son rápidos, pero los últimos deben ser más rápidos, al menos por un pequeño lapso de tiempo. ¿Y por qué? Simple economía: si los pumas fueran capaces de cazar a todos los conejos, los conejos se terminarían y, eventualmente, no quedarían más pumas tampoco. Pero las liebres nacen con un gran problema: a diferencia de otros animales corredores, no tienen artillería de reserva. No tienen una cornamenta, ni astas, ni pezuñas duras con que patear, y no viajan protegidos por la manada. Para los conejos es todo o nada: o salen disparados hacia un lugar seguro o terminan siendo comida para gatos. Ok, pensó David, quizá los resortes tengan que ver con la velocidad. ¿Qué te otorga velocidad? Eric empezó a marcar piezas. Veamos. Hace falta un cuerpo aerodinámico. Unos reflejos impresionantes. Unas ancas poderosas. Capilares con volumen. Fibras musculares de contracción rápida. Unas patas pequeñas y ágiles. Tendones elásticos que emitan energía elástica. Músculos delgados cerca de las patas, músculos robustos cerca de las articulaciones…

Diablos. David no tardó en darse cuenta de que estaba llegando a un callejón sin salida. Son muchos los factores que contribuyen a la velocidad, y las liebres comparten la mayoría de ellos con sus perseguidores. En lugar de descubrir en qué se diferenciaban, estaban encontrando en qué se parecían. Así que llevó a cabo un truco que le había enseñado el doctor Bramble: cuando no puedes dar respuesta a una pregunta, dale la vuelta. Olvidemos qué es lo que da velocidad, pensemos en qué te quita velocidad. Después de todo, no solo importaba cuán rápido podía ir un conejo, si no cuán rápido podía seguir corriendo hasta que encontrara un agujero donde zambullirse.

Bueno, eso era fácil: además de una lazada en la pata, la forma más rápida de detener la marcha de un animal que avanza a velocidad es cortándole el aire. Cero aire equivale a cero velocidad; intenten acelerar mientras aguantan la respiración y vean cuán lejos son capaces de llegar. Los músculos necesitan oxígeno para quemar calorías y convertirlas en energía, así que mientras mejor seas intercambiando gases —aspirando oxígeno, exhalando dióxido de carbono— mejor serás manteniendo la velocidad a tope. Esa es la razón por la que los ciclistas del Tour de Francia siguen siendo atrapados con la sangre de otra gente en las venas. Esas transfusiones ilícitas están llenas de glóbulos rojos extras, que llevan un montón de oxígeno extra a sus músculos. Espera un momento… eso significa que para que una liebre se mantenga un salto por delante de esas mandíbulas aceradas, tendría que tener un poco más de aire que el mamífero grande que tiene detrás. David tuvo una visión de una máquina voladora victoriana, uno de esos descabellados pero plausibles artilugios armados con pistones y válvulas de vapor e interminables laberintos de juegos de palancas neumáticas. ¡Palancas! Esos resortes empezaban a tener sentido. Tenían que ser palancas que otorgaban un turbo a los pulmones del conejo, bombeando como un fuelle de chimenea.

David hizo los cálculos para comprobar si su teoría se sostenía y… ¡bingo! Ahí estaba, tan elegante e ingeniosamente equilibrada como una fábula de Esopo: las liebres pueden alcanzar las cuarenta y cinco millas por hora, pero debido a la energía extra necesaria para operar las palancas (entre otras cosas), solo pueden mantener esa velocidad durante media milla. Los pumas, coyotes y zorros, por su parte, pueden aguantar la velocidad durante más tiempo, pero solo llegan a las cuarenta millas por hora. Los resortes equilibran el juego, otorgando a las por otra parte indefensas liebres exactamente cuarenta y cinco segundos para vivir o morir. Busca refugio deprisa y vivirás largo tiempo, pequeño Tambor[16]; o ponte a presumir de tu velocidad y morirás en menos de un minuto.

«Sin embargo —pensó David—, si quitas las palancas, ¿no te encuentras exactamente con la misma arquitectura de cualquier otro mamífero?» Quizá es por eso que sus diafragmas enganchan con la vértebra lumbar. No porque la vértebra sea maciza y no se pueda mover, sino porque es elástico y puede moverse. ¡Porque es flexible!

«Parecía obvio que cuando el animal arranca y extiende la espalda, no es solo para impulsarse, sino también para respirar», dice David. Imaginó un antílope corriendo por su vida a través de una sabana polvorienta, y detrás de él, una nube veteada. Se centró en la nube, congeló la imagen, y avanzó cuadro por cuadro:

Clic: conforme el guepardo se estira para dar una zancada, su caja torácica se echa hacia atrás y llena los pulmones de aire…

Clic: ahora las patas delanteras golpean hacia atrás hasta que las zarpas delanteras y traseras se tocan. La espina dorsal del guepardo se dobla, estrujando la cavidad torácica y aplastando los pulmones hasta vaciarlos y…

Ahí está, otro artilugio respiratorio victoriano, aunque con un poco menos de turbo.

El corazón de David se agolpaba. ¡Aire! ¡Todo lo que le importa a nuestros cuerpos es obtener aire! Da la vuelta a la ecuación, como le había enseñado el doctor Bramble, y esto es lo que obtendrás: puede que el afán por obtener aire haya determinado el desarrollo de nuestros cuerpos.

Dios, era tan simple y tan alucinante. Porque si David tenía razón, acababa de resolver el mayor misterio de la evolución humana. Nadie había descubierto por qué los primeros humanos se habían separado del resto de la creación levantando sus nudillos del suelo y poniéndose de pie. ¡Había sido para respirar! Para abrir sus gargantas, hinchar el pecho y aspirar aire mejor que cualquier otra criatura del planeta. Pero ese era solo el principio. Porque si eres mejor a la hora de respirar, David se dio cuenta rápidamente, eres mejor a la hora de…

—¿Correr? ¿Estás diciendo que los humanos evolucionaron para poder correr?

El doctor Dennis Bramble escuchó con interés cómo David Carrier explicaba su teoría. Luego, de manera tranquila, cargó el arma y voló en pedazos la teoría. Intentó ser delicado; David era un estudiante brillante con una mente única, pero esta vez, el doctor Bramble sospechaba que había caído víctima del error más común entre los científicos: el Síndrome del Martillo, que quiere decir que el martillo que llevas en la mano te hace ver clavos por todas partes.

El doctor Bramble sabía algo de la vida de David fuera del aula de clase, y estaba al tanto de que en las tardes soleadas de primavera David adoraba escaparse del laboratorio e ir a correr campo a través a las montañas Wasatch, que se encuentran justo detrás del campus de la Universidad de Utah. El doctor Bramble también era corredor, así que entendía la tentación, pero había que ser cuidadoso con cosas como esas. El segundo mayor peligro profesional que acechaba a un biólogo, después de enamorarse de un asistente de investigación, era enamorarse de sus pasatiempos. Cuando eso ocurre, te conviertes en tu propio sujeto de pruebas, empiezas a ver el mundo como un reflejo de tu propia vida, y tu propia vida como el punto de referencia para cualquier otro fenómeno del mundo.

—David —dijo el doctor Bramble—, las especies evolucionan de acuerdo a aquello que hacen bien, no aquello para lo que no sirven. Y como corredores, los seres humanos no somos malos, somos terribles.

No hace falta ni siquiera meterse en tema biológicos, basta echar un vistazo a coches y motocicletas. Cuatro ruedas son más rápidas que dos, porque conforme ganas verticalidad pierdes empuje, estabilidad y aerodinámica. Ahora aplica ese diseño a los animales. Un tigre mide diez pies de largo y tiene la forma de un misil de crucero. Es el coche de arrancadas de la selva, mientras que los humanos tenemos que arreglárnoslas con nuestras piernas flacuchas, zancadas cortas y penosa resistencia al viento.

—Sí, lo entiendo —dijo David—. Una vez que nos levantamos del suelo, todo se fue al demonio. Perdimos velocidad natural y potencia en la parte superior.

«Buen chico», pensó Bramble. «Aprende rápido».

Pero David no había terminado.

—Entonces ¿por qué —continuó David— renunciamos a la fuerza y la velocidad a la vez? Eso nos dejaba incapacitados para correr, para luchar, para escalar y escondernos en un toldo de árboles. De ser así hubiéramos sido borrados del mapa, a menos que hubiéramos obtenido algo realmente asombroso a cambio, ¿cierto?

El doctor Bramble tenía que admitir que esta era una manera extremadamente inteligente de plantear la cuestión. Los guepardos son rápidos pero frágiles; deben cazar de día para evitar a los asesinos nocturnos como los leones y las panteras, y abandonan la cacería y huyen en busca de refugio cuando aparecen pequeños matones buscapleitos como las hienas. Un gorila, por otra parte, es suficientemente fuerte para levantar un auto todo-terreno de cuatro mil libras, pero dado que el gorila alcanza en tierra una velocidad de veinte millas por hora, ese mismo automóvil lo atropellaría utilizando la primera marcha. Y luego tenemos a los seres humanos, que somos en parte guepardos, en parte gorilas: somos lentos y debiluchos.

—Entonces, ¿por qué evolucionaríamos para convertirnos en criaturas más débiles, en lugar de más fuertes? —persistía David—. Esto fue mucho antes de que pudiéramos fabricar armas, ¿así que cuál era la ventaja genética?

El doctor Bramble dibujó el escenario en su cabeza. Imaginó una tribu de homínidos primitivos, todos pequeños, rápidos y poderosos, con las cabezas gachas por seguridad mientras se abren paso hábilmente entre los árboles. Un día, nace un hijo lento, delgaducho y con el pecho hundido, que llega a ser ligeramente más grande que una mujer y camina por ahí convirtiéndose en un blanco para tigres. Es demasiado frágil para luchar, demasiado lento para correr, demasiado débil para atraer a una pareja que le vaya a cuidar a los niños. Según toda lógica, está condenado a extinguirse, pero de alguna manera, este tonto se convierte en el padre de toda la humanidad mientras que sus hermanos más fuertes y veloces desaparecen en el olvido.

Ese relato hipotético es en realidad una descripción bastante acertada del misterio de los neandertales. La mayoría de la gente piensa que los neandertales fueron nuestros ancestros, pero en realidad fueron una especie paralela (o subespecie, dicen algunos) que compitió con el Homo sapiens por la supervivencia. «Compitió» es una manera amable de decirlo. Los neandertales podrían habernos vencido de todas las maneras posibles. Eran más fuertes, resistentes y, probablemente, más inteligentes: tenían músculos más fornidos, huesos más duros de romper, mejor aislamiento natural contra el frío y, según sugieren los fósiles, un cerebro más grande. Los neandertales eran cazadores fantásticamente bien dotados y habilidosos constructores de armas, y probablemente hubiesen aprendido a hablar antes que nosotros. Tenían una ventaja enorme en la carrera por la dominación mundial; para cuando apareció el primer Homo sapiens en Europa, los neandertales llevaban cómodamente establecidos casi doscientos mil años. Si uno tuviera que apostar por los Neandertales o por esa primera versión de nosotros mismos en un combate a muerte, no habría duda de que se inclinaría por los neandertales.

¿Y entonces, dónde están ahora?

Diez mil años después de la llegada del Homo sapiens a Europa, los neandertales desaparecieron. Nadie sabe cómo ocurrió. La única explicación es que algún misterioso Factor X nos dio a nosotros —las criaturas más lentas, tontas y delgaduchas— algún tipo de ventaja crucial sobre el Equipo de las Estrellas de la Edad del Hielo. No fue fortaleza. No fueron armas. No fue inteligencia.

¿Podía haber sido la capacidad de correr?, se preguntó el doctor Bramble. ¿Está realmente encaminado David?

Solo había una forma de averiguarlo: ir a los huesos.

«Al comienzo yo era tremendamente escéptico, por la misma razón que la mayoría de morfólogos», me diría después el doctor Bramble. La morfología es básicamente la ciencia de la ingeniería inversa; se fija en la forma en que un cuerpo está armado e intenta averiguar cómo se supone que debería funcionar. Los morfólogos saben qué buscar en las máquinas que se mueven velozmente, y no hay forma de que el cuerpo humano concuerde con las especificaciones. No hace falta más que echar un vistazo a nuestros traseros para saber eso.

«En toda la historia de los vertebrados sobre la faz de la Tierra —toda la historia— los humanos son los únicos bípedos corredores que no tienen cola», me diría después Bramble. Correr no es sino una especie de caída controlada, así que ¿cómo conduces y evitas caer de bruces sin un timón pesado, como una cola de canguro?

«Eso es lo que me hacía, al igual que a otros, descartar la idea de que los seres humanos evolucionaron como animales corredores», me dijo Bramble. «Y hubiera seguido creyendo eso y me hubiera mantenido escéptico, si no fuera porque también soy titulado en paleontología».

La pericia secundaria del doctor Bramble en materia de fósiles le permitía ver cómo habían ido cambiando los planos del cuerpo humano a lo largo del milenio y compararlos con los de otros organismos. Desde el principio, empezó a encontrar cosas que no cuadraban.

«En lugar de fijarme en la lista convencional, como la mayoría de los morfólogos, y marcar las cosas que se suponía debía encontrar, empecé fijándome en las anomalías», dijo Bramble. «En otras palabras, ¿qué cosas veía que no deberían estar ahí?».

Empezó dividiendo el reino animal en dos categorías: corredores y caminantes. Entre los corredores estaban los caballos y los perros; entre los caminantes los cerdos y los chimpancés. Si los seres humanos estaban diseñados para caminar la mayor parte del tiempo y solo correr en casos de emergencia, nuestras piezas mecánicas debían coincidir en buena medida con las de otros caminantes.

El chimpancé común era el punto de partida perfecto. No es solo el ejemplo clásico de un animal que camina, sino que también es nuestro pariente vivo más cercano. Tras más de seis millones de años de evolución por separado, todavía compartimos con él el 95 por ciento de nuestra secuencia de ADN. Lo que no compartimos, Bramble se fijó, es el tendón de Aquiles, que conecta las pantorrillas con los talones: nosotros lo tenemos, los chimpancés no. Nuestros pies son bastante distintos: el nuestro es arqueado, el de ellos plano. Nuestros dedos son cortos y están muy juntos, lo que ayuda a correr, mientras que los suyos son largos y están abiertos, lo que es mejor para caminar. Y fijémonos en nuestros traseros: nosotros tenemos un robusto gluteus maximus, los chimpancés prácticamente no tienen. A continuación, el doctor Bramble centró su atención en un tendón poco conocido que se encuentra detrás de la cabeza de nombre «ligamento nucal». Los chimpancés carecen de él. Al igual que los cerdos. ¿Saben quiénes sí cuentan con él? Los perros. Los caballos. Y los seres humanos. Esto sí que era desconcertante. El ligamento nucal es útil, únicamente, para estabilizar la cabeza del animal cuando está corriendo de prisa; así que si uno es un caminante, no le hace falta. Los traseros grandes son necesarios únicamente para correr. (Compruébenlo ustedes mismos: sujétense el trasero con las dos manos y caminen por la habitación un poco. Permanecerá suave y rollizo, y sólo se endurecerá cuando echen a correr. El trabajo de nuestros traseros es prevenir el impulso de nuestro tren superior y evitar que nos caigamos de bruces). De la misma manera, el tendón de Aquiles no tiene utilidad alguna a la hora de caminar, y es esa la razón por la que los chimpancés carecen de él. Al igual que el Australopithecus, nuestro antepasado medio simio de hace cuatro millones de años; los primeros indicios del tendón de Aquiles aparecieron dos millones después, en el Homo erectus.

Luego, el doctor Bramble echó un vistazo más atento a los distintos cráneos y se llevó un buen susto. «¡Dios santo!», pensó. Algo ocurre aquí. La parte trasera del cráneo del Australopithecus era lisa, pero cuando revisó el del Homo erectus, encontró una ranura hueca para el ligamento nucal. Una desconcertante pero inequívoca línea de tiempo estaba tomando forma: conforme el cuerpo humano iba cambiando a lo largo de la historia, adoptaba las características claves de un animal corredor.

«Qué raro —pensó el doctor Bramble—. ¿Cómo adquirimos todo ese equipamiento especializado para correr, mientras que otros caminantes no?». Para un animal caminante, el tendón de Aquiles no sería más que un incordio. Caminar en dos piernas es como caminar en dos zancos; plantas el pie, giras el peso de tu cuerpo sobre una pierna y repites el movimiento. Lo último que uno necesita es un tendón elástico y tembloroso en la base de apoyo. Todo lo que el tendón de Aquiles hace es estirarse como una goma elástica… ¡Una goma elástica! El doctor Bramble sintió un ataque conjunto de orgullo y vergüenza. Gomas elásticas… Ahí estaba, dándose golpes de pecho, felicitándose por no ser como todos esos otros morfólogos que «marcan la lista de cosas que se supone deben encontrar», cuando desde un principio había sido llevado a error por la miopía; ni siquiera había pensado en el factor de la goma elástica. Cuando David empezó a hablar de correr, el doctor Bramble asumió que se refería a la velocidad. Pero hay dos tipos de grandes corredores: velocistas y maratonistas. Quizá la manera humana de correr estaba pensada para llegar lejos, no rápido. Eso explicaría por qué nuestros pies y piernas tienen tantos tendones elásticos. Porque los tendones elásticos almacenan y devuelven energía, igual que las hélices impulsadas por gomas elásticas de los aeroplanos de juguete. Mientras más estiras las gomas, más lejos vuela el avión; de la misma forma, mientras más estiras los tendones, mayor es la energía que obtienes cuando la pierna se extiende y se balancea hacia atrás.

«Y si yo fuera a diseñar una máquina para correr largas distancias», pensó el doctor Bramble, «eso es exactamente lo que le pondría: montones de gomas elásticas para aumentar la resistencia». Realmente, correr no es sino saltar, rebotando de un pie a otro. Los tendones son irrelevantes para caminar, pero son estupendos a la hora de saltar con eficiencia energética. Así que olvidemos la velocidad; quizá nacimos para ser los mejores maratonistas del mundo.

«Y habría que preguntarse por qué solo una especie en el mundo tiene el impulso de agruparse por decenas de millares para correr veintiséis millas bajo el sol nada más que por diversión», reflexionó el doctor Bramble. «El esparcimiento tiene sus razones».

El doctor Bramble y David Carrier se juntaron para poner a prueba su teoría del Mejor Maratonista del Mundo. Rápidamente, la evidencia aparecía por todas partes, incluso en lugares donde no habían estado buscando. Uno de sus primeros descubrimientos importantes llegó por casualidad cuando David sacó a correr un caballo. «Queríamos grabar al caballo para ver de qué manera se coordinaban su paso y su respiración», cuenta el doctor Bramble. «Necesitábamos a alguien para evitar que se enredaran los cables del equipo, así que David corrió al lado». Cuando echaron un vistazo a la cinta, había algo extraño en ella, pero Bramble no terminaba de saber qué. Tuvo que pasar la cinta unas cuantas veces hasta que lo comprendió: pese a que David y el caballo estaban corriendo a la misma velocidad, las piernas de David se movían más lentamente. «Era asombroso —explica el doctor Bramble—. Aun cuando el caballo tiene las patas largas, y tiene cuatro, David tenía una zancada más larga». David estaba en buena forma para ser un científico, pero no era más que un corredor de mitad del pelotón, de estatura y peso medios, perfectamente normal. La única explicación que quedaba era que, por extraño que parezca, el ser humano promedio tiene una zancada mayor que la de un caballo. El caballo parece estar dando unas embestidas gigantes hacia delante, pero sus cascos se echan hacia atrás antes de tocar el suelo. Como resultado: aunque los corredores humanos biomecánicamente refinados dan pasos cortos, aun así cubren más distancia por paso que un caballo, lo que los hace más eficientes. En otras palabras, con la misma cantidad de combustible en el tanque, en teoría un ser humano debería correr más que un caballo.

Pero, ¿por qué conformarse con una teoría cuando podían ponerla a prueba? Cada octubre, una docena de corredores y jinetes se enfrentan cara a cara en las 50 millas de la Carrera Hombre contra Caballo en Prescott, Arizona. En 1999, un corredor de la localidad llamado Paul Bonnet adelantó a los caballos que iban liderando la carrera en el ascenso a la montaña Mingus y nunca los volvió a ver hasta que atravesó la línea de meta. Al año siguiente, Dennis Poolheco dio inicio a una racha impresionante: venció a cada hombre, mujer y corcel durante los próximos seis años, hasta que Paul Bonnet recuperó el título en 2006. Tendrían que pasar ocho años hasta que un caballo alcanzase a esos dos y volviera a ganar la carrera.

Estos descubrimientos, sin embargo, no eran más que pequeños extras para los dos científicos de Utah según avanzaban hacia su gran logro. Como David había sospechado desde el día en que miró fijamente el cadáver de ese conejo y vio que tenía la historia de la vida delante, la evolución parecía ser un asunto centrado en el aire; mientras más evolucionada era la especie, mejor era su carburador. Echemos un vistazo a los reptiles: David colocó lagartijas en una cinta de correr y descubrió que no eran ni siquiera capaces de correr y respirar a la vez. Como mucho reptaban un poco a la carrera antes de detenerse entre jadeos.

El doctor Bramble, mientras tanto, estaba trabajando un poco más arriba en la escala evolutiva con grandes felinos. Había descubierto que, cuando corrían, los órganos internos de muchos cuadrúpedos se balanceaban de un lado a otro al igual que el agua en una bañera. Cada vez que las patas delanteras de un guepardo golpean el suelo, sus tripas se agolpan hacia delante contra sus pulmones, empujando el aire que tienen estos hacia fuera. Cuando se extiende para dar la siguiente zancada, sus entrañas se deslizan hacia atrás, dejando que los pulmones vuelvan a llenarse de aire. Añadir ese golpe extra a su capacidad pulmonar, sin embargo, tiene un coste: los guepardos se ven limitados a una sola toma de aire por zancada.

En realidad, el doctor Bramble se sorprendió al descubrir que todos los mamíferos corredores están restringidos a ese ciclo: por cada paso, una aspiración. Tanto él como David pudieron encontrar una sola excepción:

Ustedes.

«Cuando los cuadrúpedos corren, están atados a ese “ciclo locomotor de una sola respiración”», dice el doctor Bramble. «Pero los corredores humanos a los que sometimos a pruebas nunca respiraban una sola vez. Podían elegir proporciones distintas, y generalmente optaban por una de dos a uno». La razón de que tengamos esa libertad para espolear a nuestro corazón es la misma que hace que necesitemos una ducha en un día soleado: somos los únicos mamíferos que se deshacen de la mayoría del calor corporal a través del sudor. Todas las criaturas cubiertas de pelo del mundo se ventilan, principalmente, mediante la respiración, lo que reduce todo su sistema de regulación térmica a sus pulmones. Pero los seres humanos, con nuestros millones de glándulas sudoríparas, somos el mejor sistema de ventilación por aire que la evolución ha puesto en el mercado.

«Esa es la ventaja de ser unos animales desnudos y sudorosos», explica David Carrier. «Mientras sigamos sudando, podremos seguir hacia delante». Un equipo de científicos de Harvard verificó exactamente ese punto introduciendo un termómetro rectal en el ano de un guepardo y haciéndolo correr en una cinta sinfín. Una vez que su temperatura alcanzó los 105 grados Fahrenheit, el guepardo se detuvo y se negó a volver a correr. Esa es la respuesta natural de todos los mamíferos corredores; cuando desarrollan una temperatura corporal que no son capaces de regular con la respiración, tienen que detenerse o se mueren.

¡Fantástico! Piernas elásticas, torsos enclenques, glándulas sudoríparas, piel lampiña, cuerpos verticales que retienen menos calor solar. No es de extrañar que seamos los mejores maratonistas del mundo. Pero, ¿y qué? La selección natural está centrada básicamente en dos cosas —comer y no ser comido— y ser capaz de correr veinte millas no importa un pepino si el ciervo se te escapa en los primeros veinte segundos y el tigre puede atraparte en diez. ¿De qué sirve la resistencia en un campo de batalla construido para la velocidad?

Esa es la pregunta a la que daba vueltas el doctor Bramble a principios de los años noventa, cuando disfrutaba de un sabático y conoció al doctor Dan Lieberman durante una visita a Harvard. Por entonces, Lieberman estaba trabajando en el otro extremo de las olimpiadas animales: tenía a un cerdo en la cinta de correr y estaba intentando descubrir por qué era un corredor tan malo.

«Echa un vistazo a su cabeza», señaló Bramble. «Se tambalea de un lado para otro. Los cerdos no tienen ligamento nucal».

Lieberman levantó las orejas. Dado que era antropólogo evolutivo, sabía que ninguna parte de nuestro cuerpo había cambiado tanto como nuestros cráneos, e igualmente, ninguna otra dice tanto acerca de quiénes somos. Incluso el burrito que te tomas en el desayuno tiene un papel aquí. Las investigaciones de Lieberman han demostrado que según nuestra dieta ha ido cambiando a lo largo de los siglos —de raíces crudas y caza salvaje a alimentos cocinados como los espaguetis y la carne molida—, nuestros rostros han ido reduciéndose. La cara de Ben Franklin era más gruesa que la nuestra, la de Julio César mayor que la suya.

Los científicos de Harvard y Utah se llevaron bien desde el comienzo, principalmente gracias a la reacción de Lieberman, que no se sobresaltó cuando Bramble le expuso la teoría del Hombre Corredor.

«Nadie en la comunidad científica estaba dispuesto a tomársela en serio», dijo Bramble. «Por cada trabajo sobre correr, había cuatro mil dedicados a caminar. Cada vez que sacaba el tema en una conferencia, todo el mundo salía siempre con ‘Sí, pero somos lentos’. Estaban centrándose en la velocidad y no alcanzaban a entender que la resistencia podía ser una ventaja».

Bueno, para ser justos, Bramble todavía no había entendido eso tampoco. Al ser biólogos, él y David Carrier podían descifrar cómo estaba diseñada la máquina, pero necesitaban un antropólogo para determinar de qué era capaz ese diseño. «Yo sé mucho sobre evolución y poco sobre locomoción», dice Lieberman. «Dennis sabía un huevo sobre locomoción, pero no tanto sobre evolución».

Según intercambiaban ideas e historias, Bramble descubrió que Lieberman sería un buen compañero de laboratorio. Lieberman era la clase de científico que creía que meter las manos en un asunto suponía estar preparado para embarrárselas con sangre. Durante años, Lieberman había organizado la barbacoa Cromañón en el césped del Harvard Yard como parte de su clase de evolución humana. Para demostrar la pericia necesaria a la hora de utilizar herramientas primitivas, hacía que sus alumnos trocearan una cabra con piedras afiladas, para luego cocinarla en una hoguera. Tan pronto como el aroma de cabra asada se propagaba y la bebida post-carnicería empezaba a correr, el trabajo de clase se convertía en una fiesta. «Finalmente devenía en una especie de bacanal», contó Lieberman al Harvard University Gazette.

Pero había una razón más importante que convertía a Lieberman en el hombre perfecto para abordar el misterio del Hombre Corredor: la solución parecía estar relacionada con su especialidad, la cabeza. Todo el mundo sabe que en algún punto de la historia los humanos primitivos tuvieron acceso a una fuente rica en proteínas, lo que permitió que sus cerebros crecieran hasta convertirse en una esponja sedienta en un balde de agua. Nuestro cerebro continuó creciendo hasta hacerse siete veces más grande, comparativamente, que el de cualquier mamífero. También absorbían una tremenda cantidad de calorías; aun cuando nuestro cerebro representa solo el dos por ciento de nuestra masa corporal, demanda el veinte por ciento de nuestro consumo de energía, frente al nueve por ciento que gasta el de los chimpancés.

El doctor Lieberman se lanzó a la investigación del Hombre Corredor con su celo creativo habitual. No mucho después, los estudiantes que pasaban por la oficina de Lieberman en la planta alta del museo Peabody de Harvard se sobresaltaron al encontrar a un hombre manco bañado en sudor con un tarro vacío de queso crema atado a la frente corriendo en la cinta de correr. «Los humanos somos raros», dijo Lieberman mientras presionaba botones en el panel de control. «En ninguna otra criatura se ha encontrado un cuello como el nuestro». Luego hizo una pausa para lanzar a gritos una pregunta al hombre en la cinta: «¿Cuánto más rápido puedes ir, Willie?».

«¡Más rápido que este trasto!», respondió Willie, con su mano izquierda de acero golpeando la baranda de la cinta.

Willie Stewart perdió el brazo cuando tenía dieciocho años, después de que el cable de acero que transportaba en su trabajo de albañil se enganchara en una turbina en movimiento, pero se recuperó y se convirtió en campeón de triatlón y jugador de rugby. Además del tarro de queso, que servía para asegurar un giroscopio, Willie tenía electrodos pegados al pecho y las piernas. El doctor Lieberman lo había reclutado para comprobar su teoría, según la cual la cabeza humana, dada su peculiar posición sobre nuestros hombros, funciona como los pesos que se colocan en los tejados de los rascacielos para evitar que el viento los tambalee. Nuestra cabeza no creció porque nos hicimos mejores corredores, creía Lieberman; nos hicimos mejores corredores porque nuestra cabeza creció, con lo cual nos otorgó más lastre.

«La cabeza y los brazos trabajan conjuntamente para evitar que nos doblemos y bamboleemos a media zancada», dijo el doctor Lieberman. Los brazos, a su vez, trabajan también como contrapeso para mantener la cabeza alineada. «Es así como los bípedos solucionaron el problema de cómo estabilizar la cabeza con un cuello móvil. Es otro de los rasgos de la evolución humana que sólo tiene sentido en lo que a correr respecta».

Pero el gran misterio continuaba siendo la alimentación. Calculando a partir del crecimiento godzilliano de nuestra cabeza, Lieberman podía señalar el momento exacto en el que el menú del hombre de las cavernas cambió: tenía que haber sido hace dos millones de años, cuando los Australopithecus con aspecto de mono —con sus cerebros diminutos, mandíbulas gigantes y dieta de macho cabrío compuesta de plantas duras y fibrosas— evolucionaron en Homo erectus, nuestros antepasados delgados y piernilargos con la cabeza grande y dientes pequeños y desgarradores, ideales para comer carne cruda y frutas blandas. Solo una cosa podía haber activado un cambio de imagen así de radical: una dieta que ningún primate había comido antes, con un suministro constante de carne y sus altas concentraciones de calorías, grasa y proteínas.

«¿Y cómo demonios la obtuvieron?», se pregunta Lieberman, con todo el entusiasmo de un hombre capaz de abrir una cabra con una piedra. «El arco y la flecha tienen veinte mil años de antigüedad. La punta de lanza tiene doscientos mil años. Pero el Homo erectus tiene unos dos millones de años. Lo que significa que durante la mayor parte de nuestra existencia —casi dos millones de años— los homínidos conseguimos carne con nuestras propias manos».

Lieberman empezó a jugar con las distintas posibilidades. «¿Quizá nos apropiamos de los cadáveres muertos por otros depredadores?», se preguntó. «¿Corriendo y robándolos mientras los leones dormían?». No, eso nos hubiera proporcionado un gusto por la carne pero no una fuente estable. Habríamos tenido que llegar al escenario mortal antes que las aves de rapiña, que son capaces de dar cuenta de un antílope en unos minutos y «mascar huesos como si fueran galletas», como a Lieberman le gusta decir. Aun así, no podríamos haber dado más de un par de bocados antes de que el león abriera su ojo amenazador o que una jauría de hienas nos espantara.

«Ok, quizá no teníamos lanzas, pero podríamos haber saltado sobre un jabalí y estrangularlo. O matarlo a palos».

¿Estás bromeando? Con todas esas embestidas y cornadas por los suelos, se nos hubieran machacado los pies, desgarrado los testículos y roto las costillas. Podríamos haber ganado, pero el precio sería alto. Si te rompías un tobillo en la jungla prehistórica mientras cazabas la cena, probablemente terminarías siendo la cena de algún otro.

No hay manera de saber cuánto tiempo hubiera permanecido Lieberman atascado si, finalmente, su perro no le hubiera dado la respuesta. Una tarde de verano, Lieberman llevó a Vashti, su chucho medio Border Collie, a correr unas cinco millas alrededor de Fresh Pond. Hacía calor, y tras unas pocas millas, Vashti, hizo plaf a la sombra de un árbol y rehusó a moverse. Lieberman se impacientó. Vamos, hacía calor, pero no tanto…

Mientras esperaba que su perro jadeante se refrescara, su mente viajó a la época en que investigaba fósiles en África. Recordó las ondas trémulas a través de la sabana quemada por el sol, la forma en que la arcilla seca absorbía el calor y lo emitía de vuelta a través de la suela de sus botas. Distintos informes etnográficos leídos años atrás empezaron a inundar su cabeza; hablaban de cazadores africanos que solían perseguir antílopes por la sabana, e indios tarahumara que corrían tras un ciervo hasta que «se les caían las pezuñas». Lieberman los había despreciado, tomándolos por cuentos chinos, fábulas de héroes de una edad dorada que en realidad no había existido. Pero ahora, empezó a preguntarse…

¿Cuánto haría falta para hacer correr a un animal hasta la muerte? Afortunadamente, los laboratorios de biología de Harvard eran los mejores del mundo en lo que a investigación locomotora respecta (como su disposición a insertar un termómetro en el trasero de un guepardo había dejado claro), así que toda la información que Lieberman necesitaba se encontraba al alcance de su mano. Cuando regresó a la oficina, empezó a hacer cálculos. Vamos a ver, pensó. Un corredor decentemente en forma promedia tres o cuatro metros por segundo. Un ciervo corre casi al mismo ritmo. Pero aquí estaba el truco: cuando un ciervo quiere acelerar a cuatro metros por segundo, tiene que pasar a un paso de respiración agitada, mientras que un humano puede ir a la misma velocidad y continuar como si siguiera trotando. Un ciervo es mucho más rápido galopando, pero nosotros somos más rápidos trotando; así que cuando a Bambi empieza a agotársele el tanque de oxígeno, nosotros recién estamos empezando a agitarnos.

Lieberman siguió investigando y encontró una comparación aún más elocuente: la máxima velocidad de galope para la mayoría de caballos es 7,7 metros por segundo. Pueden aguantar ese ritmo durante unos diez minutos, luego tienen que desacelerar hasta 5,8 metros por segundo. Pero un maratonista de primer nivel puede trotar durante horas a un ritmo de seis metros por segundo. El caballo saldrá disparado de la línea de partida, como Dennis Poolheco había descubierto en la carrera Hombre contra Caballo, pero con suficiente paciencia y distancia, podremos reducir la ventaja. Ni siquiera hace falta ir rápido, descubrió Lieberman. Todo lo que hay que hacer es no perder de vista al animal, y al cabo de diez minutos le darás caza.

Lieberman empezó calculando temperaturas, velocidad y masa corporal. En poco tiempo, tenía delante la solución al misterio del Hombre Corredor. Para hacer correr un antílope hasta la muerte, determinó, todo lo que había que hacer era hacerlo salir al galope en un día caluroso. «Si uno se mantiene lo suficientemente cerca para que el animal lo vea, continuará galopando. Luego de unos diez o quince kilómetros corriendo, sufrirá de hipertermia y caerá rendido». Traducción: si puedes correr seis millas en un día de verano, entonces, amigo mío, eres un arma letal en el reino animal. Nosotros podemos despedir calor mientras corremos, pero los animales no pueden aguantar el jadeo mientras galopan.

«Somos capaces de correr en condiciones que ningún otro animal puede soportar», descubrió Lieberman. «Y ni siquiera es difícil. Si un catedrático de mediana edad puede agotar a un perro en un día caluroso, imagina lo que una manada de entusiastas cazadores pueden hacerle a un antílope sobrecalentado».

Es fácil imaginar el desprecio en la cara de esos Amos del Universo, los neandertales, cuando veían a estos nuevos Hombres Corredores resoplando detrás de esos pequeños Bambis saltarines, o corriendo todo el día bajo el sol hirviendo para regresar con tan solo un brazado de boniatos. Los Hombres Corredores podían obtener un montón de carne corriendo, pero no podían correr con la barriga repleta de carne, así que obtenían la mayoría de sus carbohidratos de raíces y frutas, dejando las chuletas de antílope para ocasiones especiales para atiborrarse de calorías. Todos hurgaban en la tierra juntos —Hombre Corredor, Mujer Corredora, Niños Corredores y Abuelos— pero a pesar de toda esa actividad grupal, tenían más posibilidades de alimentarse de larvas que de animales de caza. Bah. Los neandertales ni siquiera tocarían insectos y comida del suelo; ellos comían carne y solo carne, ni siquiera esos pequeños antílopes cartilaginosos. Los neandertales apuntaban por todo lo alto: osos, bisontes y alces de carne marmolada por la grasa jugosa, y rinocerontes con hígados ricos en hierro, mamuts con cerebros aceitosos y jugosos y huesos chorreantes de tuétano para chupar a gusto. Si intentabas perseguir a monstruos así, terminarían ellos persiguiéndote. Por el contrario, había que ser más astuto y darse más maña. Los neandertales los atraían hacia una emboscada, para atacarlos en movimiento de tenaza, lanzando una tormenta de lanzas de madera de ocho pies desde todos los costados. Este tipo de caza no estaba hecha para los mansos; se sabe que los neandertales sufrían el tipo de heridas con que uno se encuentra en un circuito de rodeo, traumatismo de cuello y cabeza después de ser lanzado por una bestia encabritada, pero podían confiar en su pandilla de hermanos para que curasen sus heridas y enterraran sus cadáveres. A diferencia de nuestros verdaderos ancestros, esos apresurados Hombres Corredores, los neandertales eran los poderosos cazadores que nos gusta imaginar que alguna vez fuimos; se mantenían hombro con hombro en la batalla, un frente unido de cerebros y valentía, astutos guerreros armados de músculos pero lo suficientemente refinados para cocinar a fuego lento la carne hasta dejarla tierna en hornos de tierra y mantener a sus mujeres e hijos a salvo del peligro.

Los neandertales dominaron el mundo… hasta que empezó a mejorar el tiempo allá fuera. Hace unos cuarenta y cinco mil años, el Largo Invierno terminó y llegó un frente cálido. Los bosques se achicaron, dejando tras de sí praderas resecas que se extendían hasta el horizonte. El nuevo clima era estupendo para los Hombres Corredores; las manadas de antílopes se dispararon y el banquete de raíces gruesas brotaba por toda la sabana.

Los neandertales lo tenían más difícil: sus lanzas largas y emboscadas en los cañones eran inútiles contra las manadas de criaturas de la pradera, y los ejemplares de caza mayor optaron por retirarse a las profundidades de los bosques menguantes. Bueno, ¿y por qué no adoptaron la estrategia de caza de los Hombres Corredores? Eran listos y suficientemente fuertes, pero ese era justo el problema: eran demasiado fuertes. Una vez que las temperaturas alcanzaron los treinta y dos grados centígrados, unas pocas libras de peso extra suponían una gran diferencia. Tanta que, para poder mantener un equilibrio térmico, un corredor de setenta y dos kilos perdería casi tres minutos por milla en una maratón con respecto a un corredor de cuarenta y cinco. En una persecución de dos horas tras un ciervo, los Hombres Corredores dejarían atrás a los neandertales en más de diez millas.

Sofocados por sus músculos, los neandertales siguieron a los mastodontes hacia los bosques agonizantes, y hacia el olvido. El nuevo mundo estaba hecho para corredores, y correr, sencillamente, no era lo suyo.

En privado, David Carrier sabía que la teoría del Hombre Corredor tenía un error fatal. El secreto lo carcomió hasta el punto de casi convertirlo en un asesino. «Sí, fue una especie de obsesión», admitió cuando lo conocí en su laboratorio de la Universidad de Utah, veinticinco años y tres títulos académicos después de sus momento de inspiración en la mesa de disección en 1982. Ahora era el doctor David Carrier, catedrático de biología, con un bigote castaño en el que despuntaban canas, y anteojos redondos sin montura sobre sus intensos ojos marrones. «Estaba muriendo por agarrar algo con mis dos manos y poder decir “¡Lo ves! ¿Satisfecho ya?”».

El problema era este: perseguir animales hasta la muerte es la versión evolutiva del crimen perfecto. La caza por persistencia (como es conocida entre los antropólogos) no deja ninguna pista forense detrás —ni puntas de flechas, ni espinas dorsales de ciervo quebradas por lanzas—, así que ¿cómo se sostiene la hipótesis de que un asesinato ha tenido lugar cuando no se cuenta con un cadáver, un arma ni testigos? A pesar de lo brillante que era el doctor Bramble en fisiología y de la experiencia en fósiles del doctor Lieberman, no había forma de que pudieran probar que nuestras piernas habían sido alguna vez armas letales si no podían demostrar que alguien, en algún sitio, había realmente hecho correr a un animal hasta la muerte. Podíamos soltar la teoría que gustásemos sobre el rendimiento humano («¡Podemos detener nuestro ritmo cardíaco! ¡Podemos doblar cucharas con la mente!») pero al final, era imposible realizar el salto de una idea interesante a un hecho empírico sin la evidencia de por medio.

«Lo frustrante era que estábamos encontrando historias por todas partes», me dijo David Carrier. Si lanzamos un dardo sobre un mapa, son muchas las probabilidades de acertar de lleno al escenario de un relato de caza por persistencia. Las tribus Goshutes y Papago en el Oeste americano narraban historias al respecto; al igual que los bosquimanos en Botsuana, los aborígenes en Australia, los guerreros Masai en Kenia, los indios seri y tarahumara en México. El problema era que esas leyendas eran testimonios de cuarta o quinta mano en el mejor de los casos; existía tanta evidencia que las respaldara como la que había para demostrar que David Crockett mató un oso cuando tenía tres años de edad.

«No podíamos encontrar a nadie que cazara por persistencia», me dijo David. «No podíamos encontrar a nadie que hubiera visto a alguien cazar así». No era de extrañar que la comunidad científica se mantuviera escéptica. Si la teoría del Hombre Corredor era correcta, entonces por lo menos una sola persona en este planeta de seis mil millones tenía todavía que ser capaz de dar caza a su presa a pie. Podíamos haber perdido la costumbre y la necesidad, pero debíamos todavía tener la capacidad de hacerlo: nuestro ADN no ha cambiado en siglos y es idéntico en un 99,9 por ciento alrededor del globo, lo que significa que todos traemos las mismas partes de serie como cualquier ancestro cazador-recolector. Así que, ¿cómo era posible que ninguno de nosotros fuera capaz de atrapar a un apestoso ciervo?

«Esa fue la razón que me llevó a hacerlo yo mismo», me dijo David. «Cuando era estudiante corría en la montañas y me divertía mucho haciéndolo. Así que cuando tocó ver qué diferenciaba a los seres humanos cuando corren, pensé que a mí me era más fácil ver cómo correr podía afectarnos como especie. La idea no me resultaba tan extraña como podía resultarle a alguien que nunca ha salido de su laboratorio».

Así como tampoco le resultó extraño decidir que, si no podía encontrar un hombre de las cuevas, tendría que convertirse en uno él mismo. En el verano de 1984, David convenció a su hermano Scott, escritor freelance y reportero de la National Public Radio (NPR), de que lo acompañara a Wyoming y lo ayudara a cazar un antílope salvaje. Scott no era precisamente lo que podríamos llamar un corredor, pero David estaba en muy buena forma y extremadamente motivado por la promesa de la inmortalidad científica. Entre él y su hermano, pensó David, sería cuestión de solo dos horas hasta que ochocientas libras de prueba se derrumbaran a sus pies.

«Dejamos atrás la interestatal y nos adentramos unas pocas millas por un camino de tierra, para encontrarnos con un enorme y abierto desierto de artemisa, seco como un hueso, rodeado de montañas por todas partes. Había antílopes por doquier». Así es como Scott pintaría la escena después para los oyentes del programa de la NPR This American Life. «Detuvimos el coche y empezamos a correr detrás de tres animales: un macho y dos hembras. Corrían muy rápido, pero solo distancias cortas, luego se detenían y nos miraban hasta que los alcanzábamos. Y salían corriendo de nuevo. A veces corrían un cuarto de milla, a veces media».

¡Perfecto! Todo ocurría exactamente como David había previsto. Los antílopes no tenían tiempo suficiente para refrescarse antes de que David y Scott empezaran a corretearlos de nuevo. Unas pocas millas más, pensaba David, y podrán volver a Salt Lake con el maletero lleno de carne de venado y un gran video que tirar sobre el escritorio del doctor Bramble. Su hermano, por otra parte, tenía la sensación de que algo muy distinto estaba ocurriendo.

«Los tres antílopes me miraban como si supieran exactamente lo que nos proponíamos, y no se les veía preocupados ni un poco», continuaba Scott. No tardó mucho en descubrir por qué lucían tan calmados mientras se enfrentaban a lo que parecía ser una muerte inminente. En lugar de caer extenuados, los antílopes jugaban al trile: cuando se cansaban, daban la vuelta y se escondían en la manada, impidiendo que David y Scott distinguieran entre los que estaban cansados y los que permanecían frescos. «Se mezclaban y discurrían y cambiaban posiciones», cuenta Scott. «No había individualidades, este grupo se movía por el desierto como un charco de mercurio sobre una mesa de cristal».

Durante dos días más, los dos hermanos persiguieron bolas de mercurio a través de las llanuras de Wyoming, sin descubrir nunca que se encontraban en medio de un colosal error. El fracaso de David era una prueba involuntaria de su propia teoría: la forma de correr de los humanos es distinta a todas las demás. No se puede cazar otra clase de animal copiando su estilo, y sobre todo con esa cruda aproximación al estilo animal que caracteriza a nuestros deportes. David y Scott estaban confiando en su instinto, fortaleza y resistencia, sin caer en cuenta de que la carrera de distancia humana, en su máxima expresión evolutiva, es mucho más que eso; es una mezcla de estrategia y habilidad perfeccionada a lo largo de millones de años de decisiones al límite, de vida o muerte. Y como cualquier otro arte humano, la carrera de distancia humana exigía una conexión cuerpo-mente imposible para cualquier otra criatura.

Pero es un arte olvidado, como descubriría Scott Carrier a lo largo de la siguiente década. Algo extraño ocurrió en las llanuras de Wyoming: la promesa de ese arte perdido se metió dentro de Scott y no lo dejaría escapar. Pese a la decepción que supuso esa expedición, Scott pasaría años investigando la caza por persistencia en aras de su hermano. Incluso creó una organización sin ánimo de lucro dedicada a encontrar al Último de los Cazadores de Larga Distancia, y reclutó al ultramaratonista de élite Creighton King —otrora poseedor del récord de la Double Grand Canyon hasta que aparecieron los hermanos Skaggs— para que se uniera a una expedición al Golfo de California, donde había oído que existía una pequeña tribu de indios seri que habían conservado el vínculo con nuestro pasado de corredores de distancia.

Scott encontró a la tribu, aunque los encontró demasiado tarde. Dos ancianos habían aprendido de sus padres a correr a la vieja usanza, pero llevaban medio siglo sin practicar y eran demasiado viejos para realizar una demostración.

Ese fue el final del camino. Para el año 2004, la búsqueda de esa persona entre seis mil millones llevaba ya veinte años y no había conducido a ninguna parte. Así que Scott Carrier se dio por vencido. David Carrier lo había hecho antes y se encontraba ahora estudiando las estructuras de combate físico en los primates. El Último de los Cazadores de Larga Distancia era un caso irresuelto.

Naturalmente, aquí es cuando suena el teléfono.

«Y así, de la nada, me veo hablando con este desconocido», empieza el doctor Bramble. El tipo tenía el aspecto de un viejo vaquero, con el cabello gris enmarañado y una almidonada camisa tejana. Todo su estilo se ajustaba a la perfección a las calaveras de animales que colgaban de las paredes de su laboratorio y su fascinante relato con aires de cuento alrededor de una fogata. Para 2004, cuenta el doctor Bramble, el equipo Utah-Harvard había identificado veintiséis marcas en el cuerpo humano relacionadas con la capacidad de correr distancias largas. Perdidas casi todas las esperanzas de encontrar al Último Cazador, decidieron publicar sus hallazgos de todas formas. La revista Nature los publicó en portada y, aparentemente, un ejemplar llegó hasta un pueblo costero de Sudáfrica, porque de ahí es de donde provenía la llamada telefónica.

—No es difícil hacer correr a un antílope hasta la muerte —dijo el desconocido—. Yo puedo enseñarle cómo se hace.

—Perdón, ¿quién es usted?

—Louis Liebenberg. De Noordhoek.

Bramble conocía todos los nombres importantes en el campo de la teoría del correr, lo que no era difícil dado que podían caber en una mesa de cafetería. Nunca había oído de un tal Louis Liebenberg de Noordhoek.

—¿Es usted un cazador? —preguntó Bramble.

—¿Yo? No.

—Oh… ¿un antropólogo?

—No.

—¿A qué campo se dedica?

—Matemáticas. Matemáticas y física.

¿Matemáticas?

—Hum, ¿y cómo hace un matemático para hacer correr a un antílope hasta la muerte?

Bramble escuchó un resoplido ahogado en risas.

—Por casualidad, básicamente.

Resulta inquietante cómo las vidas de Louis Liebenberg y David Carrier giraron en espirales cercanas durante décadas sin que ninguno llegase a saber del otro. Allá por comienzos de los años ochenta, Louis era también un estudiante universitario que, como David, se quedó electrificado al acercarse a una forma de comprensión de la evolución humana en la que muy pocos creían.

Una parte del problema de Louis era su experiencia: no tenía ninguna. Por entonces, tenía apenas veinte años y estaba estudiando matemáticas aplicadas y física en la Universidad de Ciudad del Cabo. Fue en un curso electivo de filosofía de la ciencia donde empezó a preguntarse acerca del Big Bang de la mente humana. ¿Cómo saltamos de un nivel de pensamiento de mera supervivencia, similar al de otros animales, a conceptos increíblemente complejos como la lógica, el humor, la deducción, el razonamiento abstracto y la imaginación creativa? Bueno, el hombre primitivo mejoró su hardware con un cerebro más grande, ¿pero de dónde sacó el software? El crecimiento del cerebro es un proceso orgánico, pero ser capaz de utilizarlo para proyectarse hacia el futuro y realizar una conexión mental entre, por decir, una cometa, una llave y un rayo para descubrir la conducción eléctrica era una especie de golpe de magia. Así que, ¿de dónde procedía la chispa de inspiración? La respuesta, creía Louis, estaba en los desiertos del sur de África. Pese a que era un chico de ciudad que no sabía nada del campo, tenía la corazonada de que el mejor lugar para investigar el nacimiento del pensamiento humano era el lugar donde empezó la vida humana. «Tenía el vago presentimiento de que el arte de rastrear animales podía suponer el origen de la ciencia misma», dice Louis. ¿Y qué mejor objeto de estudio que los bosquimanos en el desierto de Kalahari, que fueron tanto maestros rastreando animales como vestigios vivientes de nuestro pasado prehistórico?

Y así, a la edad de veintidós años, Louis decidió dejar la universidad para escribir un nuevo capítulo de la Historia Natural y probar su teoría con los bosquimanos. Era un plan desquiciadamente ambicioso para un chico que había dejado la universidad y no tenía experiencia alguna en antropología, supervivencia en entornos salvajes o método científico. No hablaba el idioma materno de los bosquimanos, el Kabee, ni el que habían adoptado, el afrikáans. ¿Pero qué más daba?, pensó Louis encogiéndose de hombros y se puso a trabajar. Encontró un traductor de afrikáans, hizo contacto con guías de caza y antropólogos, y finalmente tomó la autopista Trans-Kalahari para internarse en Botsuana, Namibia y… hasta lo desconocido.

Como Scott Carrier, Louis pronto descubriría que estaba perdiendo una carrera contra el tiempo. «Fui de aldea en aldea buscando bosquimanos que cazaran con arco y flecha, ellos debían tener las habilidades requeridas para el rastreo», dice Louis. Pero, en vista de que los grandes safaris y ganaderos estaban haciéndose con sus viejos cotos de caza, la mayoría de los bosquimanos había abandonado la vida nómada y vivían en asentamientos del gobierno. Su declive resultaba desconsolador; en lugar de recorrer la tierra salvaje, muchos bosquimanos sobrevivían con salarios esclavizantes que obtenían trabajando en granjas mientras veían a sus hermanas e hijas reclutadas por prostíbulos de carretera.

Louis continuó buscando. En las profundidades del Kalahari, por fin dio con una tribu renegada de bosquimanos que, en sus palabras, «se aferraban obstinadamente a su libertad e independencia y no estaban dispuestos a someterse a la labor manual o la prostitución». Y resultó que la búsqueda de Uno en Seis Mil Millones era casi matemáticamente correcta: en todo el desierto de Kalahari solo quedaban seis cazadores de verdad.

Los renegados permitieron a Louis quedarse con ellos, una oferta que él se tomó al pie de la letra y llevó al extremo; una vez instalado, Louis actuó como un pariente político desocupado, viviendo como un okupa de los bosquimanos durante los siguientes cuatro años. El chico urbano de Ciudad del Cabo aprendió a vivir con una dieta bosquimana de raíces, bayas, puercoespines y liebres saltadoras con apariencia de ratas. Aprendió a mantener encendida su fogata y su carpa cerrada incluso en las noches más calurosas, ya que las hienas son conocidas por arrancar a personas de refugios abiertos y desgarrarles la garganta. Aprendió que si tropiezas de casualidad con una leona enojada y sus cachorros, has de mantenerte erguido y decidido hasta hacerla retroceder, pero si se da la misma situación con un rinoceronte debes correr como alma en pena.

A la hora de comparar mentores, nadie puede vencer a la supervivencia misma: ya solo intentar llenarse la barriga día tras día y evitar molestar, por ejemplo, a un par de chacales de lomo negro apareándose debajo de un baobab eran maneras excelentes para que Louis empezara a absorber la magia del perseguidor experto. Aprendió a echar un vistazo a una pila de estiércol de cebras y distinguir qué excrementos correspondían a qué animal; los intestinos, descubrió, tienen surcos y relieves que otorgan patrones únicos a las heces. Si uno aprende a distinguirlas puede diferenciar a una cebra de entre una manada y rastrearla durante días siguiendo la pista de sus excrementos diferenciados. Louis aprendió a agacharse delante de un puñado de huellas de zorro y reconstruir exactamente lo que había estado haciendo: aquí estaba moviéndose lentamente mientras olisqueaba en busca de ratones y escorpiones y, mira, aquí es donde salió trotando con algo en la boca. Un remolino de tierra batida le decía el lugar en que un avestruz se había dado un baño de tierra y le permitía volver atrás en busca de sus huevos. Las suricatas hacían sus madrigueras en tierra dura, entonces ¿por qué habían estado excavando aquí en esta arena suave? Seguramente hay una madriguera de deliciosos escorpiones…

Pero incluso una vez que uno aprende a leer la tierra, todavía no sabe nada; el siguiente nivel es rastrear sin huellas, un estadio superior de razonamiento conocido en la literatura especializada como «caza especulativa». La única manera de llevar esto a cabo, descubrió Louis, era consiguiendo proyectarse fuera del presente y hacia el futuro, metiéndose en la mente del animal al que se está rastreando. Una vez que uno aprende a pensar como otra criatura, puede anticiparse a sus movimientos y reaccionar incluso antes de que actúe. Si esto suena un poco como una película de Hollywood, es que han visto un buen puñado de películas acerca de criminalistas del FBI dueños de una increíble clarividencia capaces de «ver con los ojos del asesino». Pero en las llanuras Kalahari, la proyección mental era un talento muy real y potencialmente letal.

«Cuando uno está detrás de un animal, intenta pensar como ese animal para predecir adónde se dirige», dice Louis. «Mirando sus huellas uno puede visualizar los movimientos del animal y sentir esos movimientos en su propio cuerpo. Entra en un estado como de trance, así de intensa es la concentración. Puede ser algo peligroso, ya que te encuentras entumecido respecto a tu propio cuerpo y puedes seguir forzándolo hasta el colapso».

Visualización… empatía… pensamiento abstracto y proyección al futuro: excepto por la parte en que podríamos desplomarnos, ¿no es esa exactamente la ingeniería mental que usamos en la actualidad en la ciencia, la medicina y las artes creativas? «Cuando uno rastrea, está creando relaciones causales mentalmente, porque en realidad no ha visto lo que el animal ha hecho», se dio cuenta Louis. «Esa es la esencia de la física». Con la caza especulativa, los cazadores humanos primitivos habían ido más allá de unir los puntos; estaban uniendo puntos que solo existían en sus cabezas.

Una mañana, cuatro de los bosquimanos renegados —!Nate, !Nam !kabe, Kayate y Boro/xao— despertaron a Louis antes del alba para invitarlo a una cacería especial. No desayunes nada, le advirtieron, y bebe toda el agua que puedas. Louis apuró una taza de café, cogió sus botas y siguió a los cazadores según se internaban en la oscuridad de la sabana. El sol salió y empezó a arder sobre sus cabezas, pero los cazadores siguieron adelante. Finalmente, tras caminar casi veinte millas, vieron un pequeño grupo de kudus, un tipo de antílopes especialmente ágiles. Y aquí es donde los bosquimanos empezaron a correr.

Louis se quedó parado, confundido. Conocía la técnica estándar de caza con arco de los bosquimanos: déjate caer sobre la barriga, arrástrate hasta que la presa esté a tiro, dispara. ¿Pero qué diablos era todo esto? Algo había oído acerca de la caza por persistencia, pero la había colocado en algún lugar entre el accidente y la mentira: o algún animal se había roto el cuello de verdad mientras escapaba, o toda la historia era una mentira completa. No había forma de que estos tipos fueran a atrapar a uno de estos kudus corriendo. Ni hablar. Pero mientras más decía «Ni hablar», más lejos estaban los bosquimanos, así que Louis dejó sus cavilaciones y empezó a correr.

«Así es como lo hacemos», dijo !Nate cuando Louis los alcanzó jadeando. Los cuatro cazadores corrían velozmente aunque con comodidad detrás de los saltarines kudus. Cada vez que los animales se dirigían a una arboleda de acacias, uno de los cazadores se separaba del grupo y hacia que los kudus volvieran a correr bajo el sol. La manada se diseminaba, reagrupaba y diseminaba de nuevo, pero los cuatro bosquimanos corrían y regateaban detrás de un único kudu, separándolo del grupo cuando intentaba mezclarse, ahuyentándolo cuando intentaba descansar bajo la sombra de los árboles. Si les surgía alguna duda acerca de cuál de los animales seguir, se echaban al suelo, comprobaban las huellas y realizaban ajustes a la persecución.

Mientras jadeaba detrás de los bosquimanos, Louis se sorprendió al ver que !Nate, el más fuerte y mejor dotado de entre los cazadores renegados, se quedaba rezagado a su lado. !Nate ni siquiera llevaba consigo una cantimplora como los otros. Luego de transcurridos unos noventa minutos de persecución, descubrió por qué: cuando uno de los cazadores mayores se cansaba y abandonaba, le entregaba su cantimplora a !Nate, que se la bebía entera y luego, ya vacía, la cambiaba por otra medio llena cuando un segundo corredor abandonaba. Louis observaba estupefacto, resuelto a ver la caza hasta el final. Se arrepentía amargamente de haber elegido unas botas pesadas; los bosquimanos calzaban tradicionalmente unos ligeros mocasines de piel de jirafa, y ahora llevaban unas endebles y ligeras zapatillas que permitían que sus pies respiraran. Louis veía lo mal que parecía encontrarse el kudu y él se sentía igual: veía cómo se tambaleaba… cómo se le doblaban las rodillas, se le enderezaban… se recuperaba y salía brincando… luego caía al suelo.

Lo mismo que Louis. Para cuando llegaron hasta donde estaba el kudu caído, tenía tanto calor que había dejado de sudar. Se tiró bocabajo en la arena. «Cuando estás concentrando en la cacería, te explotas hasta el límite. No eres consciente de lo exhausto que estás», explicaría después Louis. En cierta forma, había triunfado. Se las había arreglado para superarse a sí mismo y correr como si fuera él quien estaba siendo perseguido. Pero no había sabido controlar sus propias huellas; dado que era tan fácil verse insensibilizado ante los propios signos vitales, los bosquimanos habían aprendido tiempo atrás a controlar periódicamente sus propias huellas. Si lucían tan mal como las del kudu, hacían una parada, se lavaban la cara, se llenaban la boca de agua y dejaban que goteara lentamente por su garganta. Luego del último trago, volvían a comprobar sus huellas.

Louis sentía cómo le latía la cabeza y tenía los ojos tan secos que empezaba a ver borroso. Estaba apenas consciente, lo suficiente para sentirse realmente asustado; estaba tumbado en la arena del desierto a cuarenta y un grados centígrados, y sabía que solo tenía una oportunidad de salir con vida. Buscó torpemente el cuchillo que llevaba en el cinturón y se acercó al kudu muerto. Si lo abría, podría beber el agua de su estómago.

«¡NO!» !Nate lo detuvo. A diferencia de otros antílopes, los kudus comen hojas de acacia, que son venenosas para el ser humano. !Nate tranquilizó a Louis, le dijo que aguantara un poco más y salió corriendo: pese a que había hecho veinte millas andando y otras quince corriendo, todavía podía correr doce más para conseguirle a Louis algo de agua. !Nate no le permitió beberla de golpe. Primero, le empapó la cabeza, luego le lavó la cara y solo después de que la piel de Louis había empezado a enfriarse, !Nate le dejó dar unos cuantos sorbos pequeños.

Después de que !Nate lo hubiera ayudado a regresar al campamento, Louis se maravillaría de la cruel eficiencia de la caza por persistencia. «Es mucho más eficaz que el arco y la flecha», comentaría. «Hacen falta muchos intentos para llevar a cabo exitosamente la caza con arco. Puedes herir al animal y este puede escaparse todavía, o puedes perderlo a manos de los carroñeros que han olido la sangre, o puede hacer falta toda la noche para que el veneno de las flechas surta efecto. Solo un pequeño porcentaje de los disparos de flecha resultan exitosos; teniendo en cuenta el número de días dedicados a la caza, el rédito en carne de la caza por persistencia es mucho mayor».

Solo en su segunda, tercera y cuarta cacería por persistencia, Louis tomaría conciencia de cuánta suerte había tenido en la primera; ese primer kudu cayó después de dos horas, pero a partir de entonces todos los demás exigieron que los bosquimanos corrieran detrás de ellos entre tres y cinco horas (tiempo que coincide nítidamente, podríamos hacer notar, con el que tardan la mayoría de las personas en correr nuestra versión moderna de la caza prehistórica: la maratón. El esparcimiento tiene sus razones).

Para alcanzar el éxito como cazador, Louis tenía que reinventarse como corredor. Había sido un excelente corredor de media distancia en la secundaria, había ganado el campeonato de 1500 metros y había quedado segundo por muy poco en la carrera de 800, pero para acompañar a los bosquimanos, tenía que olvidar todo lo que los entrenadores modernos le habían enseñado y debía estudiar a los antiguos. Como atleta de pista había bajado la cabeza y pisado el acelerador, pero como aprendiz bosquimano, tenía que mantener la vista en alto y en estado de alerta a cada paso que daba. No podía distraerse e ignorar el dolor; todo lo contrario, su mente estaba constantemente saltando entre lo inmediato —las marcas en el suelo, el sudor en su frente— y lo imaginario, según jugaba al ajedrez para pensar un paso por delante de su presa.

El ritmo no era demasiado fiero; los bosquimanos promediaban unos diez minutos por milla, pero muchas de esas millas eran sobre arena suave o hierbas, y se detenían ocasionalmente para estudiar las huellas. También pisaban el acelerador a fondo y se lanzaban un sprint, pero sabían cómo hacer para seguir trotando después y recuperarse mientras corrían. Tenían que hacerlo, ya que la caza por persistencia es como presentarse a la línea de partida sin saber si se trata de una media maratón, una maratón o una ultra. Al poco tiempo, Louis empezó a pensar en correr de la manera en que otra gente piensa en caminar; aprendió a desacelerar y permitir que sus piernas llevaran un trote rápido, tranquilo, una especie de movimiento de base que podía prolongarse a lo largo del día y le dejaba energía suficiente para acelerar si era necesario.

También cambió su manera de comer. Un cazador-recolector no se ajusta a horarios, puede estar caminando de regreso a casa después de un agotador día de recolectar batatas, pero si ve aparecer una presa tierna, lo deja todo y se pone en marcha. Así que Louis tuvo que aprender a sobrevivir comiendo ligero a lo largo de todo el día en lugar de llenarse con grandes comidas, a no permitirse estar sediento, como si todos los días se encontrara en medio de una carrera en marcha.

El verano Kalahari se enfrió conforme se acercó el invierno, pero la cacería continuó. Los doctores de Utah y Harvard estaban equivocados en un punto de su teoría del Hombre Corredor: la caza por persistencia no depende de la temperatura, ya que los ingeniosos bosquimanos habían diseñado maneras de dar caza a sus presas sin importar el clima. En la temporada de lluvias, tanto el pequeño antílope duiker como el gigantesco órice gacela, con esos cuernos como lanzas, se sobrecalentaban debido a la arena húmeda bajo sus pezuñas, que obligaba a sus piernas a agitarse más. El alcelafo, con sus cuatrocientas libras, se encuentra cómodo en las praderas con el follaje alto, pero se ve expuesto y vulnerable en la tierra reseca de los inviernos secos. Cuando llega la luna llena, los antílopes están activos toda la noche y agotados al amanecer; cuando llega la primavera, están debilitados por la diarrea producida por los atracones de hojas verdes.

Cuando Louis estaba casi listo para regresar a casa y empezó a escribir The Art of Tracking: The Origin of Science (El arte del rastreo: El origen de la ciencia), se había acostumbrado tanto a esta carreras épicas que casi las daba por sentadas. Casi no habla de correr en su libro, enfocado más en las exigencias mentales de la caza que en las físicas. No fue sino hasta que un ejemplar de la revista Nature cayó en sus manos que pudo apreciar por completo lo que había visto en el Kalahari, así que agarró el teléfono y llamó a Utah.

«¿Sabe por qué la gente corre maratones?», le dijo al doctor Bramble. Porque correr se encuentra arraigado en nuestra imaginación colectiva, y nuestra imaginación se haya arraigada en correr. El lenguaje, el arte, la ciencia; los transbordadores espaciales, La noche estrellada de Van Gogh, la cirugía intravascular; todo tiene su origen en nuestra capacidad para correr. Correr fue el superpoder que nos hizo humanos, lo que significa que es un superpoder que todos los seres humanos poseen.

—Entonces, ¿por qué tanta gente lo odia? —le pregunté al doctor Bramble cuando terminaba de contarme acerca de Louis y los bosquimanos—. Si todos nacemos para correr, ¿no deberíamos todos disfrutarlo?

El doctor Bramble comenzó a responderme con un acertijo.

—Este es un tema fascinante —dijo—. Monitoreamos los resultados de la maratón de Nueva York de 2004 y comparamos los tiempos de llegada por edades. Lo que descubrimos fue que, a partir de los diecinueve años, los corredores van ganando velocidad año a año, hasta que alcanzan su pico a los veintisiete. Después de los veintisiete, empiezan a decaer. Así que la cuestión es, ¿a qué edad alcanza uno la velocidad que tenía a los diecinueve nuevamente?

A ver. Busqué una página en blanco de mi cuaderno y empecé a hacer números. Toma ocho años alcanzar el mejor tiempo a la edad de veintisiete. Si uno se vuelve más lento al mismo ritmo que ha ganado velocidad, entonces alcanzará la velocidad que tenía a los diecinueve a los treinta y seis: ocho años hacia arriba, ocho años cuesta abajo. Pero yo sabía que aquí había un truco, y estaba bastante seguro de que tenía que estar en la diferencia de ritmo de subida y bajada. «Probablemente, mantenemos un poco la velocidad una vez que la hemos alcanzado», decidí. Khalid Khannouchi tenía veintiséis años cuando quebró el récord mundial de maratón, y a los treinta y seis todavía era lo suficientemente rápido para terminar entre los cuatro primeros en las pruebas clasificatorias del equipo americano para las Olimpiadas. Había perdido solo diez minutos en diez años, a pesar de un montón de lesiones. En honor a la Curva Khannouchi, elevé mi respuesta hasta los cuarenta años.

—Cuarenta —empecé a decir hasta que vi una sonrisa formándose en el rostro de Bramble—, y cinco —añadí apresuradamente—. Creo que a los cuarenta y cinco.

—No.

—¿Cincuenta?

—No.

—No puede ser cincuenta y cinco.

—Así es —dijo Bramble—. No puede ser. Es a los sesenta y cuatro.

—¿Está hablando en serio? Esa es… —Garabateé los números—. Esa es una diferencia de cuarenta y cinco años. ¿Está diciendo que unos adolescentes no pueden vencer a tipos que les triplican la edad?

—¿No es increíble? —dijo Bramble—. Piensa en cualquier otra disciplina deportiva en la que tipos de sesenta y cuatro años compiten contra chicos de diecinueve. ¿Natación? ¿Boxeo? Ni por asomo. Hay algo realmente extraño en nosotros los humanos; no solo somos realmente buenos en carreras de resistencia, lo somos durante períodos de tiempo extremadamente largos. Somos máquinas hechas para correr. Y la máquina nunca se desgasta.

Uno no deja de correr porque se hace viejo —decía siempre el Demonio de Dipsea—, uno se hace viejo porque deja de correr…

—Y es así para ambos sexos —continuó el doctor Bramble—. Las mujeres obtienen los mismos resultados que los hombres.

Lo que tiene sentido, dado que desde que bajamos de los árboles tuvo lugar una curiosa transformación: mientras más humanos nos hacíamos, también nos hacíamos más iguales. Los hombres y las mujeres son básicamente del mismo tamaño, al menos si los comparamos con otros primates: los gorilas y orangutanes machos pesan al menos el doble que sus medias naranjas; los chimpancés machos son un tercio más grandes que las hembras; mientras que en promedio, la diferencia entre hombres y mujeres es un pequeño quince. Según evolucionamos, recortamos nuestra carne y nos hicimos más sinuosos, más cooperativos… esencialmente, más femeninos.

—Las mujeres realmente han sido subestimadas —agregó el doctor Bramble—. Han sido tomadas en menos evolutivamente. Hemos perpetuado esta idea según la cual se quedaban sentadas esperando a que los hombres volvieran con la comida, pero no hay razón alguna para que las mujeres no formaran parte del grupo de cazadores.

En realidad, hubiera sido extraño que las mujeres no cazaran junto a los hombres dado que son ellas las que realmente necesitan la carne. El cuerpo humano se beneficia de la proteína de la carne durante la infancia, el embarazo y la lactancia, así que ¿por qué las mujeres no se acercarían a los filetes lo más posible? Los nómadas cazadores-recolectores trasladaban sus campamentos según el movimiento de las manadas, así que en lugar de arrastrar la comida de vuelta a casa, parecería mucho más lógico que la tribu entera fuera en busca de ella.

Y cuidar a los niños al vuelo tampoco es tan difícil, como demuestra la ultramaratonista Kami Semick; le gusta correr por caminos de montaña cerca de Bend, Oregón, llevando a su hija de cuatros años, Baronie, en una mochila a la espalda. ¿Recién nacidos? No hay problema, en la Hardrock 100 de 2007, Emily Baer llegó octava, luego de vencer a otros hombres y mujeres, deteniéndose en cada estación de socorro para dar el pecho a su bebé. Los bosquimanos ya no son nómadas, pero la tradición de parejas cazando en igualdad de condiciones todavía existe entre los pigmeos mbuti del Congo, donde maridos y esposas persiguen a los hilóqueros[17] sujetando las redes hombro con hombro. «Como son perfectamente capaces de dar a luz mientras se encuentran de cacería y reintegrarse a la caza a la mañana siguiente —señala el antropólogo Colin Turnbull, que pasó años entre los mbuti—, las madres no ven razones para no participar de lleno en la tarea».

La imagen del pasado del doctor Bramble estaba ganando claridad y color. Yo ya era capaz de imaginar un grupo de cazadores —viejos y jóvenes, hombres y mujeres— corriendo incansablemente a través de la pradera. Las mujeres delante, señalando el camino hacia huellas recientes que han divisado cuando recolectaban comida; mientras que en la retaguardia se encuentran los ancianos, con los ojos clavados en el suelo y sus mentes dentro de la cabeza de un kudu a media milla de distancia. Pisándoles los talones se encuentran los adolescentes ansiosos por empaparse de sabiduría. El músculo real se encuentra detrás: los chicos de veintitantos, los corredores más fuertes y rápidos, observando a los que guían el rastreo y guardando su energía para matar. ¿Y al final? Las Kami Semicks de la sabana, llevando a cuestas a sus hijos y nietos.

Después de todo, ¿con qué otros recursos contamos? Ninguno más allá de que corremos como locos y permanecemos juntos. Los seres humanos se encuentran entre los primates con un carácter más grupal y cooperativo; nuestra única defensa en un mundo lleno de peligros ha sido la solidaridad, y no hay razones para pensar que nos hayamos dispersado de pronto al enfrentarnos al más crucial de los retos: la cacería de alimentos. Recordé lo que los indios seri le dijeron a Scott Carrier después de que sus días de caza por persistencia hubieran llegado a su fin: «Era mejor antes», un anciano seri se lamentaba. «Hacíamos todo en familia. La comunidad entera era una familia. Compartíamos todo y cooperábamos unos con otros, pero ahora hay muchas discusiones y riñas, cada hombre por su lado». Correr no solo hizo a los seri personas. Como el entrenador Joe Vigil diría después a sus atletas, correr los hacía mejores personas.

—Pero hay un problema —me dijo el doctor Bramble, tocándose la frente—. Y está aquí arriba.

Nuestro mayor talento, me explicó, podía también dar origen al monstruo capaz de destruirnos. A diferencia de cualquier otro organismo de la historia, los humanos tienen un conflicto mente-cuerpo: tenemos un cuerpo hecho para la acción, pero un cerebro que siempre está buscando la eficiencia. Vivimos o morimos debido a nuestra resistencia, pero debemos recordar que la resistencia pasa por la conservación de la energía, y esa es una tarea que corresponde al cerebro. La razón por la que alguna gente usa su don genético para correr y otra no es que el cerebro es un comprador de gangas.

Durante millones de años, vivimos en un mundo sin policías, taxis ni Domino’s Pizza; nuestra seguridad, alimentación y transporte dependían de nuestras piernas, y no es que uno pudiera esperar a que una tarea terminara antes de empezar otra. Recordemos a Louis cazando con !Nate; seguramente !Nate no tenía planeado correr diez millas después de medio día de caminata y cacería a toda velocidad, pero aun así encontró la energía necesaria para salvar la vida de Louis. De la misma manera, sus antepasados nunca tenían la certeza de que, tras cazar a su presa, ellos mismos no se convertirían en una; el antílope que venían persiguiendo desde el amanecer podía haber atraído otros animales más voraces, lo que obligaría a los cazadores a dejar tirado el almuerzo y salir corriendo para salvar sus vidas. La única manera de sobrevivir era dejando algo en el tanque de reserva, y ahí es donde entra a tallar el cerebro. «El cerebro está siempre maquinando cómo reducir costes, conseguir más por menos, almacenar energía y tenerla lista en caso de emergencia», me explicó Bramble. «Digamos que tenemos esta máquina de lujo, y está controlada por un piloto que está pensando “Ok, ¿cómo hago para hacer correr esta belleza sin usar nada de combustible?”. Tú y yo sabemos lo bien que se siente correr porque lo hemos convertido en un hábito». Pero una vez que pierdes el hábito, la voz que oirás gritando en tu oído será tu antiguo instinto de supervivencia, apremiándote para que descanses. Y he aquí la amarga ironía: nuestra fantástica resistencia fue la que le dio a nuestro cerebro el alimento necesario para crecer, y ahora nuestro cerebro menoscaba nuestra resistencia.

«Vivimos en una cultura que ve el ejercicio extremo como una locura —dice el doctor Bramble—, porque eso es lo que nuestro cerebro nos dice: ¿para qué apretar el acelerador si no hace falta?».

Para ser justos, nuestro cerebro ha sabido perfectamente lo que hacía el 99 por ciento de las veces a lo largo de nuestra historia; sentarse a reposar era un lujo, así que cuando teníamos la posibilidad de descansar y recuperar fuerzas, había que hacerlo. Es hace poco que contamos con la tecnología necesaria para convertir el holgazaneo en una forma de vida; hemos cogido nuestros cuerpos vigorosos y resistentes de cazadores-recolectores y los hemos dejado caer en un mundo artificial de ocio. ¿Y qué ocurre cuando soltamos una forma de vida en un ambiente extraño? Los científicos de la NASA se preguntaron lo mismo antes de los primeros viajes al espacio. El cuerpo humano está construido para desarrollarse bajo la presión gravitacional, así que quizá el deshacerse de esa presión actuaría como una Fuente de la Juventud en versión trayectoria de escape, haciendo que los astronautas se sintieran más fuertes, inteligentes y saludables. Después de todo, cada caloría que comieran iría directamente a nutrir sus cerebros y cuerpos, en lugar de empujar hacia arriba luchando contra ese implacable tirón descendente, ¿cierto?

Ni por asomo; cuando los astronautas regresaron a la Tierra, habían envejecido décadas en el plazo de unos días. Sus huesos se habían debilitado y sus músculos se habían atrofiado; sufrían de insomnio, depresión, fatiga crónica y apatía. Incluso sus papilas gustativas se habían deteriorado. Quienes hayan pasado un fin de semana largo tirados en el sofá viendo televisión conocen la sensación, porque aquí abajo en la Tierra, hemos creado nuestra propia burbuja de gravedad cero; hemos dejado de hacer el trabajo que se supone deben hacer nuestros cuerpos y lo estamos pagando. Casi todas las primeras causas de muerte en el mundo occidental —cardiopatías, ictus cerebral, diabetes, depresión, hipertensión y una docena de tipos de cáncer— eran desconocidas por nuestros antepasados. No contaban con la ciencia médica, pero tenían una bala mágica, o quizá dos, a juzgar por los dedos que mostraba el doctor Bramble.

—Podríamos, literalmente, poner freno a las epidemias con este único remedio —me dijo. Levantó dos dedos haciendo el signo de la paz, luego los giró lentamente hacia abajo y empezó a moverlos como si estuvieran trotando en el espacio. El Hombre Corredor.

—Así de sencillo —dijo—. Sólo moviendo las piernas. Porque si no creemos que hemos nacido para correr, no sólo estamos negando la historia, estamos negando lo que somos.