Habia conocido a Eric hacía un año, justo después de quitarme las zapatillas de correr indignado y tumbarme en un arroyo helado. Me había lesionado de nuevo y, por lo que a mí respectaba, por última vez.
Tan pronto como regresé de las barrancas, empecé a aplicar las lecciones de Caballo. Estaba impaciente por atarme las zapatillas cada mañana e intentar recobrar aquello que había sentido en las colinas de Creel, donde correr detrás de Caballo había hecho las millas tan sencillas, ligeras, suaves y rápidas que no quería parar. Ya de vuelta, cuando corría proyectaba en la cabeza mi propia película mental de Caballo en acción, recordando la manera en que flotaba por las colinas como si estuviera siendo raptado por alienígenas, consiguiendo de alguna manera mantener todo el cuerpo relajado menos los codos huesudos, que golpeaban con la fuerza de un boxeador. Pese a ser tan desgarbado, cuando Caballo corría me recordaba a Muhammad Ali en el cuadrilátero: parecía tan flojo como un alga arrastrada por la corriente, pero con el toque justo de ferocidad a punto de explotar.
Tras dos meses, estaba corriendo seis millas diarias y diez el sábado o domingo. Mi estilo no podía llamarse todavía «suave», pero sí se encontraba en algún lugar intermedio entre «fácil» y «ligero». Pese a todo, estaba empezando a preocuparme un poco. Aunque corriera con toda la cautela del mundo, mis piernas estaban empezando a rebelarse: ese pequeño lanzallamas en mi pie derecho estaba lanzando chispas y sentía como me tiraban las pantorrillas, como si mis tendones hubieran sido reemplazados por cuerdas de piano. Conseguí varios libros sobre estiramiento y me sometí a concienzudas sesiones previas de media hora cada vez que salía a correr, pero la larga sombra de la inyección de cortisona del doctor Torg planeaba sobre mí.
A finales de la primavera, llegó la hora de ponerme a prueba. Gracias a un amigo guardabosque di con la oportunidad perfecta: un viaje de tres días para correr cincuenta millas por el Río Sin Retorno de Idaho, más de un millón de hectáreas de la naturaleza más salvaje que existe en los Estados Unidos continentales. El escenario era perfecto: una mula llevaría nuestras provisiones, así que todo lo que yo y los otros corredores teníamos que hacer era correr quince millas diarias de tierra de un campamento a otro.
«Yo no sabía nada de bosques hasta que vine a Idaho», empezó Jenni Blake, mientras nos guiaba por un delgado y serpenteante camino de tierra a través de los enebros. Viéndola flotar sobre el camino con esa energía adolescente, era difícil creer que habían pasado casi veinte años desde su llegada. A sus treinta y ocho años, Jenni tenía todavía el cerquillo rubio, los atractivos ojos azules y los miembros delgados y bronceados de una universitaria de primer año en vacaciones de verano. Por raro que parezca, sin embargo, vive mucho más despreocupada ahora que en ese entonces.
«Cuando estaba en la universidad era bulímica y tenía la autoestima por los suelos, fue aquí donde finalmente me encontré a mí misma», me dijo Jenni. Llegó como voluntaria un verano e inmediatamente recibió una motosierra, comida para dos semanas y se le indicó el lugar del bosque donde tenía que abrir trocha. El peso de la mochila casi la tumba, pero decidió no compartir sus dudas con nadie más y ponerse en camino, sola, hacia el bosque.
Al amanecer, se puso las zapatillas y nada más, y se lanzó a correr largo a través del bosque, con el sol ascendente calentándole el cuerpo desnudo. «He pasado semanas aquí fuera completamente sola», me explicó Jenni. «Nadie podía verme, así que seguía adelante más y más. Es la sensación más increíble que puedas imaginar». No le hacía falta ni un reloj ni una hoja de ruta; calculaba la velocidad por el cosquilleo del viento sobre su piel y seguía corriendo a través de los caminos repletos de hojas de pino, hasta que las piernas o los pulmones le rogaban que volviera al campamento.
Jenni ha sido una mujer dura desde entonces que corre millas y millas incluso en esos días en que la nieve cubre todo Idaho. Quizá, de alguna manera, esté automedicándose contra problemas profundamente arraigados, pero quizá (parafraseando a Bill Clinton) no había nada de malo en Jenni que no pudiera ser arreglado por lo que Jenni tenía de bueno.
Cuando tres días después, me las arreglé para bajar la última colina pese al dolor que sentía, al final casi no podía caminar. Llegué cojeando hasta el arroyo y me senté ahí, intentando calmarme a la par que me preguntaba qué problema había conmigo. Había tardado tres días en correr la misma distancia del trayecto que había hecho con Caballo, y había terminado con uno de los tendones de Aquiles desgarrados, probablemente los dos, y el dolor en el talón era sospechosamente parecido al que produce la «mordida de vampiro» de las lesiones deportivas: fascitis plantar.
Una vez que la fascitis plantar le clava los colmillos a uno en el tobillo, corre el riesgo de quedar infectado de por vida. Basta echar un vistazo por cualquier foro de corredores en Internet para encontrar, con toda seguridad, un buen puñado de mensajes de aquejados por la FP rogando por una cura. Todo el mundo sugiere rápidamente los mismos remedios —tablillas nocturnas, medias elásticas, ultrasonido, electroshock, cortisona, plantillas ortopédicas— pero los mensajes pidiendo ayuda siguen aumentando porque parece que ninguno de esos remedios realmente funciona.
¿Cómo era posible que Caballo pudiera pegarse carreras cuesta abajo más largas que el Gran Cañón llevando unas sandalias viejas, mientras que yo no podía correr tranquilamente unos pocos meses sin una lesión grave? Wilt Chamberlain, con sus dos metros cuarenta y ciento veinticuatro kilos, no tuvo problemas al correr una ultramaratón de 50 millas cuando tenía sesenta años, después de que sus rodillas sobrevivieran a una vida jugando baloncesto. ¡Qué diablos! Un marinero noruego llamado Mensen Ernst que casi no recordaba lo que era estar en tierra firme cuando desembarcó en 1832, se las arregló para correr desde París a Moscú debido a una apuesta, a un promedio de unas ciento treinta millas diarias durante catorce días, calzando Dios sabe qué clase de suecos y corriendo sobre Dios sabe qué clase de caminos.
Y Mensen estaba tan solo calentando antes de meterse en asuntos más serios: corrió desde Constantinopla a Calcuta, haciendo noventa millas diarias durante dos semanas seguidas. Y no es que su cuerpo no lo notara; Mensen tuvo que dormir tres días enteros antes de emprender las cinco mil cuatrocientas millas de vuelta a casa. Así que, ¿cómo es posible que nunca sufriera de fascitis plantar? Cuando un año después murió de disentería mientras intentaba correr hasta el nacimiento del Nilo, sus piernas estaban en una forma excelente.
Mirara donde mirara, pequeños grupos de superatletas sabios aparecían de entre las sombras. A unas pocas millas de Maryland, una niña de trece años, Mackenzie Riford, estaba corriendo feliz la carrera JFK de 50 millas con su madre («¡Fue divertido!»), mientras que Jack Kirk —también conocido como «El Demonio de Dipsea»— seguía corriendo la ominosa Dipsea Trail Race a los noventa y seis años. La carrera empieza subiendo 671 escalones por un despeñadero, lo que significa que un hombre que tiene casi la mitad de edad que Estados Unidos tenía que subir el equivalente a cincuenta pisos antes de lanzarse a correr por el bosque. «Uno no deja de correr porque se hace viejo —dice el Demonio—, uno se hace viejo porque deja de correr».
Entonces, ¿en qué estaba fallando yo? Me encontraba en peor forma que cuando empecé. No sólo no podía correr con los tarahumaras, sino que empezaba a dudar de que la fascitis plantar fuera a dejarme siquiera acercarme a la línea de partida.
«Eres como todo el mundo», me dijo Eric Orton. «No tienes idea de lo que estás haciendo».
Semanas después de mi debacle en Idaho, había ido a entrevistar a Eric por un encargo de una revista. Como entrenador de deportes de aventura en Jackson Hole, Wyoming, y antiguo director del Health Sciences Center de la Universidad de Colorado, la especialidad de Eric es desmontar los deportes de resistencia hasta reducirlos a su mecanismo integral y encontrar técnicas susceptibles de ser enseñadas y trasladadas a otras disciplinas. Había estudiado la escalada en roca para encontrar técnicas en el uso de los hombros que pudieran servir a conductores de kayaks, y había aplicado el sistema de propulsión del esquí nórdico a la bicicleta de montaña. Lo que Eric busca son principios básicos de ingeniería; está convencido de que el próximo gran avance en lo que a ejercicio respecta no tendrá que ver con sistemas de entrenamiento o tecnología sino con la técnica: aquel atleta que logre dejar a un lado las lesiones será aquel que logra hacer a un lado la competencia.
Eric había leído mi artículo sobre los tarahumaras y estaba profundamente interesado en escuchar más al respecto. «Lo que hacen los tarahumaras es puro arte corporal», me dijo. «Nadie más en todo el planeta ha conseguido hacer de la autopropulsión una virtud a ese nivel». Eric ha estado fascinado con los tarahumaras desde que un corredor al que entrenaba regresó de Leadville contando historias maravillosas acerca de estos fantásticos indios que volaban atravesando la noche druida en sandalias y batas. Eric registró bibliotecas en busca de libros sobre los tarahumaras, pero no encontró más que algunos textos antropológicos de los años cincuenta y la crónica amateur de un matrimonio que viajó por México en su caravana. Existía un desconcertante vacío al respecto en la literatura deportiva. Las carreras de larga distancia son el deporte número uno del mundo en participación, pero casi nadie había escrito nada acerca de los participantes número uno.
«Todo el mundo piensa que sabe cómo correr, pero en realidad existen tantos matices como en cualquier otra actividad», me dijo Eric. «Pregúntale a la mayoría de la gente y todos te dirán “La gente corre como puede, sin más”. Lo que es ridículo. ¿Acaso la gente nada como puede, sin más?». En todos los otros deportes, tomar lecciones es fundamental; uno no se lanza a dar golpes con un palo de golf, ni a deslizarse montaña abajo sobre esquíes sin alguien que lo lleve paso a paso y le enseñe la manera adecuada de hacerlo. De lo contrario, la incompetencia está asegurada y las lesiones son inevitables.
«Correr es igual», me explicó Eric. «Si uno no aprende a hacerlo bien, nunca podrá saber lo bien que se siente». Me sonsacó todos los detalles de la carrera que había visto en la escuela tarahumara. («La pequeña pelota de madera —reflexionó—. La manera en que aprenden a correr pateándola, eso no puede ser por casualidad»). Luego me ofreció un trato: él me prepararía para la carrera de Caballo y yo, por mi parte, lo avalaría de cara a Caballo.
—Si la carrera sale, tenemos que estar ahí —insistió Eric—. Será la más grande ultramaratón de todos los tiempos.
—No creo que yo esté hecho para correr cincuenta millas —dije.
—Todos estamos hechos para correr —dijo él.
—Cada vez que subo las millas, me rompo.
—Esta vez no ocurrirá.
—¿Tendré que usar plantillas ortopédicas?
—Olvídate de eso.
Yo tenía mis dudas, pero la confianza absoluta de Eric me estaba empezando a convencer.
—Quizá debería perder peso para aligerarle la carga a mis piernas.
—Tu dieta cambiará por sí sola. Espera y verás.
—¿Qué te parece el yoga? ¿Puede ayudar, no?
—Olvídate del yoga. Todos los corredores que conozco que practican yoga se lesionan.
Cada vez sonaba mejor.
—¿Realmente crees que puedo hacerlo?
—La verdad es esta: tienes margen de error cero, pero puedes hacerlo —dijo Eric.
Tendría que olvidar todo lo que sabía acerca de correr y empezar desde el principio.
—Prepárate para retroceder en el tiempo —dijo Eric—. Viajarás a la prehistoria.
Unas semanas después, un hombre con la pierna derecha torcida por debajo de la rodilla, se me acercó cojeando con una cuerda. Me ató la cuerda a la cintura y la tensó. «¡Vamos!», gritó.
Me doblé sobre la cuerda, agitando las piernas conforme lo arrastraba. Soltó la cuerda y salí disparado. «Bien», dijo. «Cada vez que corras, recuerda la sensación de la cuerda tensada. Ayudará a que mantengas los pies debajo de tu cuerpo, tus caderas dirigidas hacia delante y tus talones fuera de la imagen».
Eric me había recomendado que iniciara mi viaje a la prehistoria yendo a Virginia para aprender bajo la tutela de Ken Mierke, un fisiólogo del ejercicio además de triatleta campeón mundial, a quien su distrofia muscular obligaba a reducir al mínimo, a la esencia misma, su estilo de correr. «Soy la prueba viviente del sentido del humor de Dios», le gusta decir a Ken. «Fui un niño obeso con pie péndulo cuyo padre vivía para el deporte. Dada mi obesidad y mi distrofia muscular, era más lento que cualquier niño al que me enfrentaba. Así que aprendí a observar atentamente y encontrar alternativas mejores para competir».
Cuando jugaba baloncesto, Ken no podía irse hasta el aro, así que practicó tiros de tres y un mortífero tiro de gancho. En el fútbol americano no podía perseguir al quarterback o burlar al safety, pero estudió los ángulos del cuerpo y las líneas de ataque y se convirtió en un formidable tackle izquierdo. No podía cruzar el campo para devolver una volea jugando al tenis, así que desarrolló un saque y una devolución de saque feroces. «Si no podía ser más rápido, sería más listo», explica. «Encontraría las debilidades del contrario y las convertiría en mis puntos fuertes».
Debido a los músculos atrofiados de su pantorrilla derecha, cuando empezó a competir en triatlones, Ken solo podía correr usando un calzado especial, muy pesado que él había construido con una bota de patines Rollerblade y un resorte. Tener que llevar eso suponía una desventaja considerable, en lo que a peso se refiere, frente a los otros atletas amputados de la liga de discapacitados, así que aumentar su eficiencia energética para compensar lo que suponía cargar ese zapato de siete libras podía hacer una gran diferencia.
Ken consiguió un montón de videos de corredores keniatas y los revisó cuadro por cuadro. Tras horas de visionado, una revelación lo sorprendió: los mejores maratonistas del mundo corrían como niños de jardín de infancia. «Si ves a niños corriendo en el patio de recreo, notas como sus pies aterrizan justo debajo de ellos mismos y luego se impulsan hacia atrás», me dijo Ken. «Los keniatas hacen lo mismo. La manera en que corren descalzos cuando están creciendo es asombrosamente similar a la manera en que corren de adultos, y asombrosamente diferente a la manera en que corren los americanos». Ken volvió a las cintas de video, esta vez con una libreta y un lapicero, y anotó hasta el último detalle de la técnica de los keniatas. Luego se fue a buscar unos conejillos de Indias.
Afortunadamente, Ken ya había empezado a hacer exámenes fisiológicos con triatletas como parte de sus estudios de kinesiología en la Universidad Politécnica de Virginia, así que tenía acceso a bastantes atletas para sus experimentos. Los corredores podían haber tenido ciertos reparos a que alguien estuviese ajustando su técnica, pero los Ironmen se apuntan a cualquier cosa. «Los triatletas son muy abiertos —explica Ken—. Es un deporte joven, así que no se encuentra atado a la tradición. Allá por 1988, los triatletas empezaron a usar manillares curvos en sus bicicletas y los ciclistas se burlaron de ellos sin piedad. Hasta que Greg Lemond puso uno en su bicicleta y ganó el Tour de Francia con una ventaja de ocho segundos».
El primer conejillo de Indias de Ken fue Alan Melvin, un triatleta veterano de sesenta años de categoría mundial. Primero, Ken estableció un patrón al hacer que Melvin corriera cuatrocientos metros a toda velocidad. Luego le enganchó un pequeño metrónomo eléctrico a la camiseta.
—¿Para qué es esto?
—Vamos a ajustarlo a un ritmo de ciento ochenta golpes por minuto, para que corras a ese ritmo.
—¿Por qué?
—Los keniatas corren con pasos superrápidos —dijo Ken—. Los movimientos de piernas rápidos y ligeros son más económicos que los largos y enérgicos.
—No lo entiendo —dijo Alan—. ¿No se supone que debería tener una zancada larga en lugar de una corta?
—Déjame hacerte una pregunta —respondió Ken—, ¿alguna vez has visto a uno de estos tipos corriendo descalzos una carrera de diez kilómetros?
—Sí, es como si corrieran sobre brasas ardiendo.
—¿Alguna vez has podido ganarle a alguno de esos tipos descalzos?
Alan se quedó pensando.
—Buen punto.
Luego de practicar cinco meses, Alan volvió para otra ronda de pruebas. Corrió cuatro series de una milla de distancia, y a cada vuelta fue más rápido que su mejor tiempo en los cuatrocientos metros de la vez anterior. «Estamos hablando de un tipo que ha corrido durante cuarenta años y se encuentra entre los diez mejores de su grupo de edad», señaló Ken. «No estamos hablando de la mejora de un principiante. De hecho, a sus sesenta y dos años, en lugar de mejorar debería empezar ya a decaer».
Ken estaba experimentando consigo mismo también. Era un corredor tan flojo que en su mejor desempeño en un triatlón hasta la fecha había acabado la carrera de bicicleta con diez minutos de ventaja frente al resto y aun así había perdido. En 1997, un año después de crear su nueva técnica, Ken se hizo invencible, llegando a ganar el campeonato mundial para atletas con discapacidad dos años consecutivos. Una vez que se empezó a correr la voz de que Ken había creado una técnica que no solo aportaba velocidad sino que era amable con las piernas, otros triatletas empezaron a contratarlo como entrenador. En los próximos años entrenaría a once campeones nacionales y tendría una lista de cien atletas a su cargo.
Ken estaba convencido de que había redescubierto un arte milenario, así que llamó a su estilo Running Evolution (Evolución del correr). Por la misma época habían aparecido otros dos métodos para correr descalzo. El «Chi Running», basado en el equilibrio y minimalismo del tai chi surgió en San Francisco; mientras que en Florida, el doctor Nicholas Romanov, un fisiólogo del ejercicio ruso, estaba enseñando el método POSE. El repentino auge del minimalismo no fue fruto del plagio o la polinización cruzada; más bien, parecía ser el resultado de la urgente necesidad de encontrar respuestas a la epidemia de lesiones relacionadas con correr, y la pura lógica mecánica de lo que Ted Descalzo llamaba «el bricolaje de ir descalzo», la elegancia de una cura basada en el principio «menos es más».
Pero el que una técnica sea sencilla, no significa que sea sencilla de aprender, como yo mismo descubriría cuando Ken Mierke me filmó en acción. En mi cabeza mis pasos eran fáciles, ligeros y suaves, pero el video mostraba que todavía seguía balanceándome de arriba abajo a la vez que seguía agachándome hacia delante como si estuviera atravesando un huracán. La facilidad con que había adoptado el estilo de Caballo había sido un error: «Cuando le enseño esta técnica a alguien y le pregunto cómo se siente, si la respuesta es “¡Genial!”, yo digo “¡Demonios!”. Eso significa que no ha cambiado nada. Debería sentirse incómodo. Uno debe atravesar un periodo durante el cual ya no corre con facilidad en la forma equivocada pero en el que tampoco se siente completamente cómodo corriendo de la forma adecuada. No es solo que esté adaptando su técnica, es el cuerpo mismo el que está adaptándose; está activando músculos que han permanecido inactivos la mayor parte de su vida».
Eric tiene un sistema a prueba de tontos para enseñar el mismo estilo. «Imagina que tu hija está corriendo por la calle y que tienes que salir corriendo descalzo para alcanzarla», me dijo Eric cuando me reuní con él luego de haber estado bajo las órdenes de Ken. «Automáticamente te colocarás en la postura correcta: estarás erguido sobre tus pies descalzos, con la espalda recta, la cabeza estable, los brazos altos, los hombros moviéndose con rapidez y los pies tocando el suelo velozmente con la parte delantera de la planta y pateando hacia atrás».
Luego, para incrustar esa zancada ligera, susurrante, en mi memoria muscular, Eric programó una serie de ejercicios que incluían muchas repeticiones cuesta arriba. «No se puede correr con potencia montaña arriba con una biomecánica pobre», me explicó. «Sencillamente no funciona. Si uno intenta aterrizar con el talón teniendo la pierna recta, se cae hacia atrás sin más».
Eric también me puso un monitor de ritmo cardíaco para que pudiera corregir el segundo error más común que cometen los corredores: el ritmo. La mayoría de nosotros presta a la velocidad tan poca atención como se la presta al estilo. «Casi todos los corredores hacen las carreras lentas demasiado rápido, y las rápidas demasiado lentas», dice Ken Mierke. «Así que no están entrenando sus cuerpo más que para quemar azúcar, que es lo último que quiere un corredor de larga distancia. Tienes en el cuerpo grasa suficiente para correr hasta California, así que mientras más entrenes a tu cuerpo para quemar grasa en lugar de azúcar, más te durarán las reservas limitadas de azúcar».
La manera de activar tu quemador de grasa es manteniéndote por debajo de tu umbral aeróbico —el punto en que empiezas a respirar aceleradamente— a lo largo de la carrera. Antes del nacimiento de las zapatillas acolchadas y los caminos pavimentados era mucho más fácil respetar ese límite de velocidad. Intenta correr a toda maquina en un camino cubierto de pedruscos llevando sandalias abiertas y verás cuán rápido vences la tentación de apretar el acelerador. Cuando nuestros pies no están protegidos artificialmente, estamos forzados a ajustar el ritmo y estar pendientes de la velocidad: en el momento en que corremos con descuido y aceleramos imprudentemente, el dolor que sube por las canillas nos obligará a bajar el ritmo.
Estaba tentado de seguir al pie de la letra a Caballo y cambiar las zapatillas por un par de sandalias, pero Eric me advirtió que desnudar mis pies de golpe, tras cuarenta años manteniéndolos inmóviles dentro de una zapatilla, sería pedir a gritos una fractura por estrés. Dado que la prioridad número uno era prepararme para correr cincuenta millas a campo traviesa, no tenía el tiempo necesario para fortalecer gradualmente los músculos del pie antes de ponerme a entrenar en serio. Debía empezar con un poco de protección, así que experimenté con algunos modelos de zapatillas de goma baja hasta que opté por un par que encontré en eBay: unas viejas Nike Pegasus del año 2000 fuera de stock[15], una suerte de retorno a esa sensación de suela plana de las viejas Cortez.
A la segunda semana, Eric ya estaba enviándome a hacer recorridos de dos horas, su único consejo era que me mantuviera atento a la técnica y mantuviera un ritmo relajado, suficientemente relajado para que pudiera respirar a ratos con la boca cerrada (cincuenta años atrás, Arthur Lydiard dio un consejo equivalente aunque opuesto para controlar el pulso cardíaco y el ritmo: «No corras tan rápido que no puedas mantener una conversación»). Para la cuarta semana, Eric estaba concentrándose en aumentar la velocidad base: «Mientras más rápido puedas correr cómodamente —me dijo—, menos energía necesitarás. Velocidad significa menos tiempo corriendo». Tras casi ocho semanas siguiendo su programa, ya estaba corriendo muchas más millas a la semana —y a un ritmo mucho mayor— que nunca antes en mi vida.
Y aquí fue cuando decidí hacer trampa. Eric me había prometido que mi manera de comer se regularía sola una vez que mi millaje empezara a subir, pero yo tenía demasiadas dudas como para esperar a ver que ocurriría. Tenía un amigo ciclista que vaciaba sus botellas de agua antes de empezar una cuesta; si trescientos gramos lo hacían más lento, no era difícil calcular lo que trece kilos de barriga me hacían a mí. Pero si iba a hacer ajustes a mi dieta unos pocos meses antes de una carrera de cincuenta millas, debía ser cuidadoso y hacerlo al estilo tarahumara: tenía que perder peso pero ganar músculo.
Busqué a Tony Ramírez, un horticultor de la ciudad fronteriza de Laredo que lleva viajando a la zona tarahumara treinta años y que cultiva maíz de herencia tarahumara y muele su propio pinole.
—Soy un gran fan del pinole. Me encanta —me dijo Tony—. Es una proteína incompleta, pero combinada con frijoles resulta más nutritivo que una chuleta de res. Los tarahumaras normalmente lo mezclan con agua para beberlo, pero a mí me gusta seco. Sabe a popcorn desmenuzado.
—¿Sabes lo que son los fenoles? —añadió Tony—. Son plantas químicas naturales que luchan contra enfermedades. Básicamente refuerzan nuestro sistema inmunológico.
Cuando unos investigadores de la Universidad de Cornell realizaron análisis comparativos entre trigo, avena, maíz y arroz para descubrir cuál tenía mayor cantidad de fenoles, el maíz resultó ser el ganador indiscutible. Y dado que es un alimento integral bajo en grasas, el pinole puede reducir drásticamente el riesgo de diabetes y de los diferentes tipos de cáncer del sistema digestivo. De hecho, puede reducir el riesgo de todos los tipos de cáncer. Según el doctor Robert Weinberg, catedrático de investigación del cáncer en MIT y descubridor del primer gen supresor de tumores, una de cada siete muertes relacionadas con un cáncer es causada por un exceso de grasa corporal. La matemática es estricta: reduce la grasa y reducirás el riesgo de cáncer.
Así que el Milagro Tarahumara, en lo que al cáncer respecta, no es un misterio después de todo. «Cambiando de estilo de vida uno puede reducir el riesgo de cáncer entre un sesenta y setenta por ciento», ha dicho el doctor Weinberg. El cáncer de colon, próstata y mama eran prácticamente inexistentes en Japón, explica, hasta que los japoneses empezaron a comer como los americanos; en el lapso de unas pocas décadas, los índices de mortalidad relacionados con esas tres enfermedades subieron como la espuma. Cuando la American Cancer Society comparó los casos de personas delgadas y personas con sobrepeso en 2003, los resultados fueron peores de lo esperado: los hombres y las mujeres con sobrepeso resultaron tener más probabilidades de morir de por lo menos tres tipos de cáncer.
El primer paso del método anticáncer tarahumara es, en consecuencia, realmente simple: come menos. El segundo paso es igual de simple sobre el papel, pero más difícil de llevar a la práctica: come mejor. A la vez que hacemos más ejercicios, dice el doctor Weinberg, es necesario que nuestra dieta esté basada en frutas y vegetales en lugar de carnes rojas y carbohidratos procesados. La evidencia más convincente aparece cuando observamos la lucha de las células cancerígenas por su propia supervivencia: cuando se extirpa quirúrgicamente un tumor cancerígeno, los pacientes con una «dieta occidental tradicional» tienen un 300 por ciento más de posibilidades de que les vuelva a aparecer que aquellos pacientes que comen sobre todo frutas y verduras, según un informe de 2007 de The Journal of the American Medical Association. ¿Por qué? Porque las células residuales que la cirugía deja detrás al parecer son estimuladas por las proteínas animales. Si retiramos esos alimentos de nuestra dieta, esos tumores probablemente nunca llegarán siquiera a aparecer. Come como un pobre, como le gusta decir al entrenador Joe Vigil, y sólo tendrás que ver al médico en un campo de golf.
—Todo lo que comen los tarahumaras es muy fácil de conseguir —me dijo Tony—. Frijoles pintos, zapallo, chiles, verduras silvestres, pinole y un montón de chía. Y el pinole no es tan difícil de conseguir como piensas.
Nativeseeds.org vende pinole en Internet, así como semillas heirloom por si uno quiere cultivar su propio maíz y hacer pinole casero usando un molinillo de café. Las proteínas no son un problema. Según un estudio de 1979 de The American Journal of Clinical Nutrition, la dieta tradicional tarahumara excede la dosis diaria recomendada por la ONU por más de cincuenta por ciento. Y por lo que respecta al calcio necesario para los huesos, lo aporta la piedra caliza que las mujeres tarahumara utilizan para ablandar el maíz de las tortillas y el pinole.
—¿Y qué pasa con la cerveza? —pregunté—. ¿Se obtiene algún beneficio al beber como beben los tarahumaras?
—Sí y no —me dijo Tony—. El tesgüino tarahumara está muy poco fermentado así que tiene poco alcohol y muchos nutrientes.
Eso hace de la cerveza tarahumara un alimento rico en nutrientes —como un batido integral—, mientras que la cerveza normal no es más que agua azucarada. Podía intentar fabricar mi propia cerveza de maíz en casa, pero Tony tenía una idea mejor. «Cultiva unos geranios silvestres —sugirió—. O compra extracto por Internet». El geranium niveum es la medicina mágica tarahumara; según el Journal of Agricultural and Food Chemistry, es igual de efectivo que el vino tinto a la hora de neutralizar la acción de los radicales libres. En palabras de un escritor, los geranios silvestres son «anti todo: antiinflamatorios, antivirales, antibacterianos, antioxidantes».
Hice acopio de pinoles y chía, e incluso hice un pedido de semillas de maíz tarahumara para sembrar en el jardín: cocopah, chapalote amarillo y pinole. Pero siendo realista, sabía que era solo una cuestión de tiempo para que me aburriera de las semillas y el maíz seco y empezara a comer hamburguesas a dos manos nuevamente. Por suerte, hablé antes con la doctora Ruth Heidrich. «¿Alguna vez has tomado ensalada para desayunar?», me preguntó. La doctora Ruth ha competido —y terminado— en seis carreras Ironman y es, según la revista Living Fit, una de las diez mujeres más en forma de Estados Unidos. Según me dijo, se convirtió en deportista y obtuvo su doctorado en Educación de la Salud después de ser diagnosticada con cáncer de mama hace veinte años. Se ha demostrado que el ejercicio reduce el riesgo de recaída en el cáncer de mama en un cincuenta por ciento, así que con los puntos de sutura de la mastectomía todavía en el pecho, la doctora Ruth empezó a entrenar para su primer triatlón. También empezó a investigar las dietas de culturas libres de cáncer y llegó a convencerse de que necesitaba pasar de la dieta estándar americana —o SAD, como la llama ella por sus siglas en inglés— a una dieta más parecida a la de los tarahumaras.
«Tenía un revolver médico apuntándome a la cabeza —me dijo la doctora Ruth—. Estaba tan asustada que hubiera negociado con el diablo. Así que, en comparación, dejar de comer carne no era tan grave». Tenía una regla sencilla: si provenía de una planta, se lo comía; si provenía de animales, no. La doctora Ruth tenía mucho más que perder si estaba equivocada, pero empezó a sentir cómo ganaba fuerza casi de inmediato.
Su resistencia aumentó de forma tan dramática que, en el plazo de un año, pasó de correr maratones de diez kilómetros a correr la Ironman. «Incluso mi colesterol bajó de doscientos treinta a ciento sesenta en veintiún días», añade. Según el régimen alimenticio tarahumara, el almuerzo y la cena están compuestos de frutas, frijoles, batata, cereales integrales y verduras; para el desayuno lo usual es comer ensalada.
«Si lo primero que ingieres por la mañana son hojas verdes, perderás un montón de peso», me recomendó con insistencia. Dado que una ensalada gigante está repleta de carbohidratos ricos en nutrientes y tiene pocas grasas, podía comer bastante y no sentirme hambriento —ni mareado— cuando llegaba la hora de entrenar. Además, las hojas verdes están llenas de agua así que son ideales para rehidratarse tras una noche de sueño. ¿Y qué mejor forma de tomar tus cinco dosis diarias de verdura que comiéndotelas de una sola sentada?
Así que hice la prueba a la mañana siguiente. Me paseé por la cocina con una ensaladera en la mano, eché dentro la mitad de la manzana que había dejado mi hija, unos frijoles rojos de dudosa antigüedad, un puñado de espinaca cruda, una tonelada de brócoli que corté en bastoncitos con la ilusión de que pareciera una ensalada de col. La doctora Ruth suele mejorar sus ensaladas con un toque de melaza residual, pero supuse que yo no necesitaba el azúcar y grasa extras, así que subí el listón y le eché a mi ensalada unas semillas de amapola gourmet. Dos bocados después ya era un converso. Una ensalada en el desayuno, estaba descubriendo para mi felicidad, podía ser también un sistema de presentación de aderezos dulces, como ocurre con los panqueques y el sirope. Es además mucho más refrescante que unos wafles congelados y, sobre todo, me permite atiborrarme hasta que se me sale por los ojos y, acto seguido, salir disparado a entrenar una hora después.
«Los tarahumaras no son grandes corredores —me escribió Eric cuando empezaba mi segundo mes de entrenamiento con él—. Son grandes atletas, y ahí hay una gran diferencia». Los corredores son como obreros de una línea de montaje: llegan a ser buenos haciendo una cosa —moverse hacia delante a una velocidad constante— y repiten ese movimiento hasta que la maquinaria se avería por exceso de uso. Los atletas son como Tarzán. Tarzán nada y lucha y salta y se columpia en lianas. Es fuerte y explosivo. Uno nunca sabe qué es lo que hará Tarzán a continuación, y esa es la razón por la que nunca se lesiona.
«El cuerpo necesita ser sorprendido para desarrollar su capacidad de recuperación», me explicó Eric. Siguiendo la misma rutina diaria, el sistema musculoesquelético descubre rápidamente la manera de adaptarse y empieza a ir en piloto automático. Pero si se lo sorprende con nuevos desafíos —saltando por encima de un arroyo, arrastrándose en plan comando por debajo de un tronco, corriendo hasta que los pulmones están a punto de estallar— decenas de terminaciones nerviosas y músculos auxiliares se ven activados de pronto.
Para los tarahumaras, ese es su día a día. Ellos se adentran en lo desconocido cada vez que dejan su cueva porque nunca saben cuán rápido tendrán que correr detrás de un conejo, cuánta leña tendrán que arrastrar de vuelta a casa, cuán difícil será escalar durante una tormenta invernal. El primer desafío al que se enfrentan siendo niños es sobrevivir en el borde de un acantilado; el primer juego que aprenden, y que los acompañará de por vida, es ese juego de pelota, que no es sino una forma de ejercitarse en la incertidumbre. Uno no puede driblar una pelota de madera sobre un montón de rocas a menos que esté preparado para embestir, galopar, dar marcha atrás, acelerar y brincar dentro y fuera de las zanjas. Antes de empezar a correr largas distancias, los tarahumaras se hacen fuertes. Y si tenía intenciones de mantenerme sano, me advirtió Eric, yo debía hacer lo mismo. Así que en lugar de estirar antes de echar a correr, me ponía a hacer ejercicios. Tijeras, flexiones de pecho, sentadillas, abdominales; Eric me tenía media hora haciendo series de ejercicios de fortaleza al natural día sí, día no, casi todos con una bola de ejercicio para trabajar mi equilibrio y esos músculos auxiliares de apoyo. Tan pronto terminaba, me lanzaba cuesta arriba. «No hay espacio para correr dormido cuando se corre cuesta arriba», señalaba Eric. Las subidas largas eran un ejercicio de fuerza y sorpresa que me obligaban a no perder de vista la técnica y a cambiar de marchas como un ciclista del Tour de Francia. «Las cuestas son trabajos de velocidad camuflados», solía decir Frank Shorter.
Ese fue el año en que la ciudad en que vivía en Pennsylvania sufrió una ola de calor para Navidad. El día de Año Nuevo, me puse unos shorts y una camiseta sintética y salí a correr cinco millas, un paseo sencillo para soltar las piernas en un día de descanso. Corrí a través del bosque durante media hora, luego avancé a través de un campo de heno invernal y me dirigí de vuelta a casa. El sol tibio y el aroma de la hierba quemada por el sol eran todo un lujo, así que fui bajando la velocidad, intentando alargar la última media milla lo más que pude.
Cuando faltaban unos cien metros para llegar a casa, me detuve, me sacudí la camiseta y regresé para dar una vuelta más por el campo de heno. Terminé esa y di otra más, luego de tirar la camiseta. Para la vuelta número cuatro, mis medias y mis zapatillas se encontraban en el suelo junto a mi camiseta, mientras mis pies se acomodaban al pasto seco y la tierra tibia. Llegada la sexta vuelta empecé a acariciar la pretina de los shorts, pero decidí conservarlos como una muestra de consideración para con mi vecina de ochenta y dos años. Finalmente había recuperado la sensación que tuve cuando corrí con Caballo. La sensación de sencillez, ligereza y suavidad que me decía que podía correr hasta que se ocultara el sol y seguir hasta la mañana siguiente.
Al igual que le había ocurrido a Caballo, el secreto de los tarahumaras había empezado a funcionar para mí incluso antes de que pudiera comprenderlo. Como había estado comiendo más ligero y no me había quedado postrado en cama por ninguna lesión, era capaz de correr más; como corría más, dormía de maravilla, me sentía más relajado y veía como caía mi frecuencia cardíaca en reposo. Incluso me había cambiado el carácter: el mal genio y el temperamento gruñón que yo atribuía a mi ADN italo-irlandés había menguado tanto que mi esposa me dijo: «Oye, si eso se debe a correr, yo te ato las zapatillas». Sabía que el ejercicio aeróbico era un antidepresivo poderoso, pero no me había dado cuenta de que podía tener un efecto tan profundo a la hora de estabilizar el estado de ánimo y de contribuir a la —odio usar esta palabra— meditación. Si uno no encuentra las respuestas a sus problemas después de correr durante cuatro horas, es que no va a encontrarlas.
Estuve esperando a que aparecieran los viejos fantasmas del pasado: los tendones de Aquiles chillando, los ligamentos desgarrados, la fascitis plantar. Empecé a llevar mi teléfono móvil en las carreras más largas, convencido de que en cualquier momento terminaría hecho un guiñapo cojo al lado del camino. Cada vez que sentía una punzada, recorría mi sistema de diagnóstico:
¿Espalda recta? Sí.
¿Rodillas flexionadas y avanzando hacia delante? Sí.
¿Talones golpeando hacia atrás?… Ahí está el problema. Una vez que realizaba el ajuste, el foco de dolor siempre mitigaba y desaparecía. Para cuando Eric me lanzó a dar vueltas de cinco horas durante el último mes antes de la carrera, los fantasmas y el teléfono móvil ya eran cosa del pasado.
Por primera vez en mi vida, aguardaba las carreras larguísimas no con temor sino con ilusión. ¿Cómo había dicho Ted Descalzo? Como un pez devuelto al mar. Exacto. Sentía que había nacido para correr. Y, según tres científicos inconformistas, así era.