26

Nena, esta ciudad te arranca los huesos de la espalda.

Es una trampa mortal, es una llamada al suicidio…

BRUCE SPRINGSTEEN, «Born to Run»

La cara de Caballo Blanco estaba rosa de orgullo, así que intenté pensar en algo bonito que decirle.

Acabábamos de llegar a Batopilas, un viejo pueblo minero enclavado dos mil cuatrocientos metros por debajo del filo del cañón. Fue fundado cuatrocientos años atrás, cuando los exploradores españoles descubrieron mineral de plata en el río, y no ha cambiado mucho desde entonces. Es todavía una delgada línea de casas abrazando la ribera del río, un lugar donde los burros son tan comunes como los coches y donde el primer teléfono fue instalado cuando el resto del mundo había empezado a programar sus iPods.

Llegar hasta aquí requiere un estómago de hierro fundido y una fe ciega en el prójimo, siendo el prójimo el tipo que conduce el autobús. La única carretera que llega a Batopilas es un camino de tierra que se enrosca a la cara escarpada del acantilado, descendiendo dos mil metros en menos de diez millas de trayecto. Según el autobús tomó con esfuerzo curvas cerradísimas, nosotros nos sujetamos con fuerza y miramos por encima los restos de otros coches cuyos conductores erraron el cálculo por unas pocas pulgadas. Dos años después, Caballo estuvo por realizar su propia contribución al cementerio de acero cuando la camioneta que conducía desbarró y cayó dando tumbos. Caballo se las arregló para escapar justo a tiempo y observó la explosión a distancia. Más adelante, rescataría unos trozos del chasis chamuscado para utilizarlos como amuletos de la suerte.

Una vez que el autobús realizó su parada al final del pueblo, nos bajamos todo rígidos y con los rostros cubiertos de tierra y sudor, la misma pinta que tenía Caballo cuando lo vi por primera vez.

—¡Ahí está! —gritó Caballo—. Esa es mi casa.

Echamos un vistazo, pero lo único que alcanzamos a ver eran las ruinas de una vieja misión al otro lado del río. No tenía techo y sus paredes de ladrillo rojo estaban desmoronándose, cayendo sobre el cañón colorado del que habían salido, como un castillo de arena derrumbándose y regresando a la arena de la playa. Era perfecto; Caballo había encontrado el hogar ideal para un fantasma viviente. Yo solo podía imaginar cuán perturbador debía ser pasar por aquí de noche y ver su monstruosa danza de sombras alrededor de la fogata conforme paseaba por las ruinas como Quasimodo.

—Wow, eso realmente es algo… hum… distinto —dije.

—No, amigo —dijo—. Por aquí.

Y señaló detrás de nosotros, hacia un camino de cabras apenas perceptible que desaparecía entre los cactus. Caballo empezó a escalar, y nosotros detrás de él, sujetándonos a la maleza para no perder el equilibrio según resbalábamos y escarbábamos por el camino de piedra.

—Diablos, Caballo —dijo Luis—. Este es el único camino de entrada en el mundo que necesita señalización y un puesto de socorro en la milla dos.

Tras un centenar de metros, llegamos a un bosquete de limas salvajes y encontramos una pequeña choza de paredes de arcilla. Caballo la había construido arrastrando rocas desde el río, haciendo ese traicionero camino ida y vuelta cientos de veces con rocas afiladas en las manos. Como hogar, le sentaba incluso mejor que la misión en ruinas; he aquí una fortaleza de la soledad construida por el hombre, desde la que Caballo podía observar todo el valle y aun así permanecer oculto.

Entramos y vimos que Caballo tenía un catre, una pila de sandalias de deporte viejas y tres o cuatro libros sobre Caballo Loco y otros indios nativos americanos en una repisa junto a una lámpara de keroseno. Y eso era todo; no había electricidad, ni agua potable, ni váter. Detrás de la choza, Caballo había cortado unos cactus y allanado un pequeño terreno donde descansar después de correr, fumar algo relajante y contemplar la naturaleza prehistórica. Fuera cual fuera la palabra de Heidegger a la que se refería Ted Descalzo, nadie era más la expresión de su propio hogar que Caballo y su choza.

Caballo estaba ansioso por alimentarnos y deshacerse de nosotros para poder dormir un poco. Los próximos días íbamos a necesitar toda la energía con que contábamos y ninguno había descansado demasiado desde El Paso. Nos llevó de vuelta por su pasadizo secreto y a través de la carretera hasta una pequeña tienda llevada desde la ventana de una casa; uno asomaba la cabeza y si el dependiente Mario tenía aquello que uno necesitaba, se lo daba. En el piso de arriba, Mario alquilaba unas habitaciones pequeñas que contaban con una ducha fría al final del pasillo.

Caballo quería que dejáramos nuestras mochilas y partiéramos inmediatamente en busca de comida, pero Ted Descalzo insistió en desvestirse y meterse debajo de la ducha para removerse la mugre del camino. Salió de la ducha gritando.

—¡Dios! La ducha tiene cables sueltos. ¡Acabo de electrocutarme!

Eric me lanzó una mirada.

—¿Crees que ha sido Caballo?

—Homicidio justificado —dije—. Ningún jurado lo condenaría.

El frente abierto entre Ted Descalzo y Caballo Blanco no había mejorado desde que abandonamos Creel. En una parada, Caballo bajó del techo y se metió en el autobús intentando escapar.

—Este tipo no sabe lo que es el silencio —dijo Caballo echando humo.

—Es de Los Ángeles, amigo; piensa que hay que llenar todo con ruido.

Luego de que dejamos nuestras cosas donde Mario, Caballo nos llevó donde otra de sus Mamás. Ni siquiera tuvimos que pedir, tan pronto como llegamos Doña Mila empezó a sacar todo lo que tenía en la refrigeradora. En breve, empezaron a llegar platos con guacamole, frijoles, nopalitos y tomates aderezados con vinagre ácido, arroz mexicano y un aromático estofado de carne espesado con hígado de pollo.

—Coman bastante —había dicho Caballo—. Van a necesitarlo para mañana.

Iba a llevarnos a una pequeña excursión de calentamiento, según dijo. Tan solo un paseo a una montaña cercana para hacernos probar un bocado del terreno al que tendríamos que enfrentarnos durante la carrera. Seguía diciendo que no iba a ser gran cosa, pero luego nos advertía que sería mejor que comiéramos bien y nos fuéramos directos a la cama. Mi suspicacia creció aún más después de que un viejo americano de cabello blanco pasara por ahí y se nos uniera.

—¿Cómo va el arreo, Caballo? —saludó.

Su nombre era Bob Francis. Había llegado por primera vez a Batopilas en los años sesenta y una parte de él nunca se había marchado. A pesar de que tenía hijos y nietos en San Francisco, Bob todavía pasaba la mayor parte del año deambulando por los cañones cerca de Batopilas, algunas veces guiando excursionistas, otras veces tan solo visitando a Patricio Luna, un amigo suyo tarahumara que era tío de Manuel Luna. Se habían conocido treinta años atrás, cuando Bob se perdió en las barrancas. Patricio lo encontró, alimentó y alojó en la cueva de su familia durante la noche.

Gracias a su vieja amistad con Patricio, Bob es uno de los pocos americanos que ha participado de una tesgüinada tarahumara: la maratónica borrachera que precede, y ocasionalmente previene, las carreras de pelota. Ni siquiera Caballo había llegado a ese nivel de confianza con los tarahumaras, y luego de escuchar las historias de Bob, no estaba seguro de querer hacerlo.

«De repente, amigos tarahumara que conocía de años, tipos que yo sabía que eran tímidos, amigos amables, los tenía delante, pechándome, insultándome, buscando pelea», decía Bob. «Mientras tanto, sus esposas estaban entre los arbustos con otros hombres y sus hijas mayores peleaban desnudas. Mantenían a los niños ajenos a estos menesteres, puedes imaginar por qué».

Todo vale en una tesgüinada, explicó Bob, porque culpan de todo al peyote, el tequila casero y el tesgüino, esa potente cerveza de maíz. Aun siendo así de salvajes, esas fiestas tienen un noble y sobrio propósito: actúan como válvula de presión para dejar escapar los ánimos explosivos. Al igual que el resto de nosotros, los tarahumaras tienen deseos ocultos y rencillas secretas, pero en una sociedad donde todos dependen unos de otros y donde no hay policía para intermediar, ha de haber alguna manera de satisfacer los deseos y rencores. ¿Y qué mejor que una borrachera? Todo el mundo se embriaga, enloquece y, luego, escarmentados gracias a los moretones y la resaca, se sacuden el polvo y continúan a su vida diaria.

«Antes de que la noche llegara a su fin podría haberme encontrado casado o muerto una veintena de veces —decía Bob—. Sin embargo fui lo suficientemente listo para bajar la copa y salir de ahí antes de que las verdaderas travesuras empezaran». Si había algún foráneo que conociera las barrancas tan bien como Caballo, ese era Bob, razón por la cual, pese a que estaba algo bebido y con un humor de perros, presté especial atención cuando empezó a meterse con Ted.

—Esas mierdas van a estar muertas mañana —dijo Bob, señalando los FiveFingers que llevaba Ted.

—No voy a llevarlas mañana —dijo Ted.

—Ahora estás hablando con sensatez —dijo Bob.

—Voy a correr descalzo —dijo Ted.

Bob se giró hacia Caballo.

—¿Está bromeando, Caballo?

Caballo sonrió.

Temprano a la mañana siguiente, Caballo vino a buscarnos cuando el sol estaba asomando sobre el cañón.

—Ahí es a donde vamos mañana —dijo Caballo, señalando a través de la ventana de mi cuarto hacia la montaña que se levantaba a la distancia.

Entre nosotros y la montaña había un mar de laderas onduladas, crecidas tan densamente que era difícil ver por dónde podía pasar el camino que las atravesaba.

—Correremos sobre uno de esos amiguitos esta mañana.

—¿Cuánta agua necesitaremos?

—Yo sólo llevo esto —dijo Caballo, agitando una botella de plástico de medio litro—. Hay un manantial de agua fresca arriba donde rellenar las botellas.

—¿Comida?

—No —dijo Caballo encogiéndose de hombros según se alejaba junto con Scott para ver al resto—. Estaremos de vuelta para el almuerzo.

—Voy a llevar el grandullón —me dijo Eric, mientras llenaba de agua la bota de su mochila de hidratación de casi tres litros de capacidad—. Creo que deberías llevar el tuyo también.

—¿En serio? Caballo dice que solo haremos unas diez millas.

—Nunca hace daño tomar todas las precauciones cuando vamos a algún lugar apartado —dijo Eric—. Incluso si no lo necesitas, sirve de entrenamiento para cuando sí lo haces. Y uno nunca sabe, pasa cualquier cosa y podemos estar fuera más tiempo del que pensábamos.

Dejé la botella de mano y busqué mi mochila de hidratación.

—Agarra unas pastillas de yodo por si hace falta depurar agua. Y unos geles energéticos también —agregó Eric—. El día de la carrera vas a necesitar doscientas calorías por hora. El truco es aprender a tomarlas poco a poco, para así tener un flujo constante de combustible sin abrumar a tu estómago. Será un buen entrenamiento.

Atravesamos Batopilas, dejando atrás a los tenderos que echaban agua sobre el suelo para que el polvo no se levantara. Los escolares de camisas blancas impolutas y cabello negro alisado con agua, interrumpían su parloteo para saludarnos con un educado «Buenos días».

—Va a hacer calor —dijo Caballo, mientras nos metíamos en una tienda sin letrero en la puerta—. ¿Hay teléfono? —le preguntó a la mujer que nos recibió.

—Todavía no —dijo ella, sacudiendo la cabeza con resignación.

Clarita tenía los dos únicos teléfonos públicos de todo Batopilas, pero el servicio estaba cortado desde hacía tres días, con lo que la única vía de comunicación que quedaba era la radio de onda corta. Por primera vez, me di cuenta de cuán incomunicados nos encontrábamos. No teníamos manera de saber qué ocurría en el mundo exterior, o de hacerles saber qué era de nosotros. Estábamos confiando de una manera tremenda en Caballo, y una vez más, tenía que preguntarme por qué. Si bien Caballo conocía este lugar, seguía pareciendo una locura poner nuestras vidas en las manos de un tipo que aparentaba no preocuparse ni por la suya propia.

Pero por el momento, el rugido de mi estómago y el aroma del desayuno preparado por Clarita se las arreglaron para hacer a un lado mis dudas. Clarita sirvió unos platos grandes de huevos rancheros, con los huevos fritos ahogados en salsa casera y cilantro recién cortado sobre unas gruesas tortillas hechas a mano. La comida era demasiado deliciosa para devorarla, así que comimos sin prisa, rellenando las tazas de café varias veces antes de que fuera hora de marcharnos. Eric y yo seguimos el ejemplo de Scott y metimos unas tortillas extra en los bolsillos para más tarde.

Nada más terminar, caí en cuenta de que los Juerguistas no habían aparecido. Miré el reloj: eran casi las diez.

—Nos marchamos sin ellos —dijo Caballo.

—Yo puedo correr a buscarlos —ofreció Luis.

—No —dijo Caballo—. Pueden estar durmiendo todavía. Tenemos que partir ya si queremos evitar el calor de la tarde.

Quizá era lo mejor, podrían aprovechar el día para rehidratarse y recobrar fuerzas para la escalada del día siguiente.

—Pase lo que pase, no dejes que intenten alcanzarnos —le dijo Caballo al padre de Luis, que estaba quedándose—. Se perderían allá afuera y no volveríamos a verlos. No es broma.

Eric y yo ajustamos bien nuestras mochilas de hidratación, y yo me até un pañuelo en la cabeza. El clima ya estaba caliente y húmedo. Caballo se deslizó a través de una grieta en el muro de contención y empezó a abrirse paso a través de las rocas en la orilla del río. Ted Descalzo se adelantó hasta alcanzarlo, queriendo demostrar con cuánta destreza podía saltar de roca en roca con los pies descalzos. Si Caballo estaba impresionado, no lo demostraba.

—¡Oigan chicos! ¡Espérennos!

Jenn y Billy estaban corriendo a toda velocidad detrás de nosotros. Billy traía la camiseta en la mano y Jenn llevaba las zapatillas desatadas.

—¿Están seguros de que quieren venir? —preguntó Scott cuando llegaron jadeando—. No han comido nada.

Jenn partió un PowerBar y le dio la mitad a Billy. Cada uno llevaba una botellita de agua que no podía contener más de seis sorbos.

—Estamos bien —dijo Billy.

Seguimos el rocoso borde del río durante una milla, luego tomamos un surco seco. Sin mediar palabra, espontáneamente todos echamos a trotar. El surco era amplio y arenoso, lo que permitió a Scott y Ted Descalzo colocarse al lado de Caballo y que corrieran en tres columnas.

—Fíjate en sus pies —me dijo Eric.

Aun cuando Scott corría con las zapatillas Brooks que él había ayudado a diseñar y Caballo lo hacía con sandalias, ambos acariciaban el terreno de la misma manera que Ted lo hacía con sus pies descalzos, las zancadas de los tres avanzaban en perfecta sincronía. Era como ver un equipo de caballos lipizzanos dando vueltas a la pista del circo.

Como una milla después, Caballo tomó una pendiente rocosa, erosionada, que subía hacia la montaña. Eric y yo bajamos la velocidad y empezamos a caminar, siguiendo el credo del ultramaratonista: «Si no puedes ver la cima, camina». Cuando estás corriendo cincuenta millas, no reporta dividendos matarse en las subidas para luego llegar ahogado a los descensos; sólo se pierden unos pocos segundos si caminas, y luego puedes recuperarlos acelerando en la bajada. Eric piensa que esa es una de las razones por la que los ultramaratonistas no se lesionan ni sufren los estragos del sobreesfuerzo: «Saben cómo entrenarse, no machacarse».

Caminando, alcanzamos a Ted Descalzo. Había tenido que bajar el ritmo para poder avanzar con cuidado sobre las piedras afiladas, del tamaño de puños, que poblaban el camino. Entorné la vista ante el camino que teníamos por delante: nos quedaba por lo menos otra milla de rocas quebradizas que escalar antes de que el trayecto se nivelara y, con suerte, se alisara.

—Ted, ¿dónde están tus FiveFingers? —pregunté.

—No los necesito, —dijo—. He hecho un trato con Caballo, si consigo hacer esta excursión, no volverá a molestarse conmigo por ir descalzo.

—Ha amañado la apuesta —dije—. Esto es como correr por un cascajal.

—Los humanos no inventamos las superficies agrestes, Oso —dijo Ted—. Inventamos las llanas. Nuestros pies son perfectamente felices amoldándose a las rocas. Todo lo que hay que hacer es relajarse y dejar que el pie se doble. Es como un masaje. ¡Oh, escuchen! —nos dijo a Eric y a mí según nos adelantábamos—. La próxima vez que tengan los pies doloridos, caminen sobre piedras resbaladizas en un arroyo helado. ¡Es increíble!

Eric y yo seguimos, dejando a Ted hablando solo mientras brincaba y trotaba. El reflejo del sol en las piedras era enceguecedor y el calor seguía subiendo, haciéndonos sentir como si estuviéramos escalando directamente hacia el sol. Y de alguna manera, eso era precisamente lo que hacíamos. Comprobé el altímetro en mi reloj y vi que habíamos ascendido más de trescientos metros. Aunque, poco después, el camino nos llevó a una meseta y las piedras dejaron paso a la tierra apisonada.

El resto iba varias cientos de metros por delante, así que Eric y yo empezamos a correr para reducir la distancia. Antes de que los hubiéramos alcanzado, Ted Descalzo apareció a toda prisa.

—Es hora de echar un trago —dijo, agitando la botella vacía—. Los espero en el manantial.

El camino se empinó de súbito nuevamente, serpenteando en zigzags cerrados. Cuatrocientos cincuenta metros… seiscientos… Nos encorvamos en la pendiente, sintiendo que no avanzábamos más que unos pocos centímetros en cada paso. Tras tres horas y seis millas de duro ascenso, no habíamos llegado al manantial; ni habíamos visto un solo lugar a la sombra desde que dejamos la orilla del río.

—¿Lo ves? —dijo Eric, agitando la boquilla de su mochila de hidratación—. Esta gente debe estar muerta de sed.

—Y de hambre —agregué, mientras abría una barra de granola.

A tres mil quinientos pies de altura, encontramos a Caballo y el resto de la expedición esperando en una hondonada debajo de un enebro.

—¿Alguien necesita pastillas de yodo? —pregunté.

—No creo —dijo Luis—. Mira.

Bajo el árbol había un cuenco de piedra natural, tallado a lo largo de siglos por el chorro de agua del manantial. Pero no había agua.

—Estamos en sequía —dijo Caballo—. Se me había olvidado.

Pero era posible que el siguiente manantial, unos cien pies más arriba, sí tuviera agua. Caballo se ofreció a correr hasta ahí para comprobarlo. Jenn, Billy y Luis estaban demasiado sedientos para esperar a que volviera, así que fueron con él. Ted le dio su botella a Luis para que se la llenara y se sentó en la sombra con nosotros. Yo le ofrecí unos cuantos sorbos de mi mochila, mientras Scott compartía un poco de pan pita y hummus.

—¿No usas geles o barras energéticas? —preguntó Eric.

—Me gusta la comida de verdad —dijo Scott—. Es igual de transportable y uno obtiene calorías de verdad, no combustible de quema rápida.

En su condición de atleta de élite patrocinado por diferentes compañías, Scott tenía acceso a un buffet de proporciones mundiales con productos nutritivos, pero luego de experimentar con todo el espectro —desde carne de ciervo hasta Happy Meals y barritas de productos naturales— se decidió por una dieta similar a la de los tarahumaras.

«Al haber crecido en Minnesota, he comido siempre mucha comida basura», decía Scott. «Mi almuerzo solía ser dos McChickens y una ración grande de papas fritas». Cuando era esquiador de fondo y corredor de cross-country en la secundaria, sus entrenadores le decían siempre que necesitaba comer mucha carne magra para reconstituir sus músculos luego de las duras sesiones de ejercicio, pero mientras más investigaba acerca de atletas de resistencia tradicionales, más vegetarianos encontraba.

Como los monjes maratonistas de Japón, acerca de los cuales acababa de leer; los monjes habían corrido una ultramaratón diaria a lo largo de siete años, haciendo unas veinticinco mil millas sin ingerir nada más que sopa de miso, tofu y verduras. ¿Y qué hay de Percy Cerutty, el genio loco australiano que había entrenado a algunos de los más grandes corredores de la milla de todos los tiempos? Cerutty creía que no debían comerse alimentos cocinados, ni mucho menos pasados por el cuchillo carnicero; sus atletas hacían sesiones triples de ejercicios comiendo una dieta basada en copos de avena crudos, frutas, nueces y queso. Incluso Cliff Young, el granjero de sesenta y tres años que asombró a Australia en 1983 ganando a los mejores ultramaratonistas del país en una carrera de 507 millas desde Sidney a Melbourne, no comía más que frijoles, cerveza y avena («Solía alimentar al ganado con mi propia mano y las reses pensaban que yo era su madre —contaba Young—. No podía dormir las noches en que iban a ser sacrificadas». Así que cambió a una dieta de granos y patatas, y consiguió dormir mucho mejor. Y no corría mal, tampoco).

Scott no estaba seguro de por qué las dietas sin carne habían funcionado para los grandes corredores de la historia, pero decidió que confiaría en los resultados primero y ya luego buscaría las explicaciones científicas. A partir de entonces, ningún producto animal se posaría sobre sus labios —nada de huevos, ni queso, ni siquiera helado— y tampoco mucha azúcar o harina de trigo. Dejó de llevar Snickers y PowerBars durante las carreras; en su lugar, llenaba la riñonera con burritos de arroz, pan pita con hummus y aceitunas Kalamata, o pan casero con frijoles adzuki y pasta de quinoa. Cuando se torció el tobillo hizo a un lado el ibuprofeno y confió su tratamiento al acónito y potentes raciones de ajo y jengibre.

«Por supuesto que tenía mis dudas», decía Scott. «Todo el mundo me decía que me iba a debilitar, que no me iba a recuperar tras las carreras, que iba a sufrir fracturas de estrés y anemia. Pero descubrí que, en realidad, me sentía mejor, porque como alimentos con más nutrientes de mejor calidad. Y cuando gané la Western States, nunca volví a mirar atrás».

Al basar su alimentación en frutas, vegetales y cereales integrales, Scott obtiene la máxima cantidad de nutrientes del menor número posible de calorías, así que su cuerpo no se ve forzado a cargar o procesar volumen innecesario. Y dado que los carbohidratos abandonan el estómago con mayor rapidez que las proteínas, le es posible meter más horas de ejercicio en el día, ya que no debe esperar sentado a digerir las albóndigas. Las verduras, cereales y legumbres contienen todos los aminoácidos necesarios para reconstruir los músculos de la nada. Al igual que los corredores tarahumaras, Scott está listo para hacer cualquier distancia, en cualquier momento.

A menos, claro, que se quede sin agua.

—Malas noticias, chicos —gritó Luis mientras trotaba de vuelta—. La otra fuente también está seca.

Luis estaba empezando a preocuparse. Acababa de intentar mear, y luego de cuatro horas sudando a treinta y cinco grados, su orina tenía el mismo color del café.

—Creo que deberíamos regresar —dijo Luis.

Scott y Caballo estuvieron de acuerdo.

—Si salimos ahora, estaremos abajo en una hora —dijo Caballo—. Oso, ¿estás bien? —me preguntó.

—Sí, estoy bien —dije—. Y todavía nos queda algo de agua.

—Ok, hagámoslo entonces —dijo Ted Descalzo.

Empezamos a correr en fila, con Caballo y Scott al frente. Ted Descalzo era increíble, estaba acelerando montaña abajo pisándole los talones a Luis y Scott, dos de los mejores corredores cuesta abajo del campo. Con todos esos talentos presionándose los unos a los otros, el ritmo se estaba haciendo feroz.

—¡Síííí, muchachos! —gritaban Jenn y Billy.

—Desaceleremos un poco —dijo Eric—. Vamos a reventarnos si intentamos seguirles el ritmo.

Nos estabilizamos en un paso moderado, retrasándonos mientras el resto agarraba a toda velocidad las curvas en zigzag. Correr cuesta abajo puede joderte los cuádriceps, por no hablar de los tobillos, así que el truco consiste en pretender que estás corriendo cuesta arriba: mantener los pies justo debajo del cuerpo, como un leñador corriendo sobre un tronco, y controlar la velocidad reclinándote y acortando la zancada.

A media tarde, el calor se había estancado en el cañón y estaba por encima de los treinta y ocho grados. Habíamos perdido a los otros de vista, así que Eric y yo decidimos tomarnos nuestro tiempo, corriendo a paso suave y pegando sorbos de nuestras menguantes mochilas de hidratación mientras nos íbamos orientando en la confusa maraña de caminos, ignorantes de que Jenn y Billy habían desaparecido.

—La sangre de cabra es buena —continuaba insistiendo Billy—. Podemos bebernos la sangre y luego comernos la carne. La carne de cabra es buena.

Había leído el libro de un tipo cuyo truco para escapar de la muerte en el desierto de Arizona había sido matar a una caballo salvaje a pedradas y luego chupar la sangre de su garganta. «Jerónimo solía hacerlo», pensó Billy. «Espera, quizá era Kit Carson…».

¿Beber sangre? La garganta de Jenn estaba tan seca que le dolía al hablar, así que sólo lo miraba. Se le está yendo la cabeza, pensó. Casi no podemos caminar y Cabeza de Chorlito está hablando acerca de matar una cabra que no podemos cazar con un cuchillo que no tenemos. Está mucho peor que yo. Está

De pronto, el estómago le apretó tanto que casi no podía respirar. Ahora lo entendía. Billy no sonaba como un loco debido al calor. Sonaba como un loco porque la única cosa sensata de la que podía hablar era la única cosa que nunca admitiría: no había escapatoria. En un buen día, nadie podría haber dejado atrás a Jenn y Billy en una miserable carrera de seis millas, pero este estaba resultando ser un día bastante malo. El calor, sus respectivas resacas y sus estómagos vacíos se habían ensañado con ellos antes de que hicieran la mitad del camino montaña abajo. Habían perdido de vista a Caballo en una de las curvas en zigzag, luego llegaron a una bifurcación del camino. Lo siguiente que supieron es que estaban solos. Desorientados, Jenn y Billy deambularon por la montaña y se internaron en un laberinto de piedra que se abría en todas direcciones. Los muros de roca reflejaban el calor con tanta furia que Jenn sospechaba que ella y Billy estaban yendo hacia cualquier lugar que pareciera tener un poco de sombra. Jenn estaba mareada, como si su cabeza estuviera flotando fuera de su cuerpo. No habían comido nada desde que partieron esa PowerBar seis horas antes y no habían tomado ni un sorbo de agua desde el mediodía. Incluso si un golpe de calor no acababa con ellos, Jenn sabía que estaban condenados: una vez que la temperatura empezara a bajar, seguiría bajando. Cuando cayera la noche, la fría oscuridad los pillaría temblando en bermudas y camiseta, muriéndose de sed y frío en una de las esquinas más inaccesibles de México.

Iban a ser unos cadáveres extraños, pensaba Jenn mientras avanzaban con dificultad. Quien fuera que los encontrara se preguntaría cómo es que este par de salvavidas de veintidós años con bermudas había terminado en el fondo de un cañón mexicano, como si una ola gigante los hubiera arrastrado hasta aquí desde Baja California. Jenn no había estado tan sedienta nunca en su vida; una vez había perdido doce libras durante una carrera de cien millas, pero ni siquiera entonces se había sentido tan desesperada como ahora.

—¡Mira!

—¡La suerte del Cabeza de Chorlito! —se maravilló Jenn.

Debajo de un saliente de piedra, Billy había divisado un charco de agua fresca. Corrieron hacia ella, mientras quitaban las tapas de sus botellas y luego se detuvieron. El agua no era agua. Era barro negro y limo verde, con moscas sobrevolando y removido por cabras salvajes y burros. Jenn se agachó para mirarlo de cerca. ¡Puaj! El olor era horrible. Ambos sabían lo que podía hacer un solo sorbo. Cuando llegara la noche estarían tan debilitados por la diarrea y la fiebre que no podrían ni caminar, o podían contraer cólera, giardiasis o dracontosis, que no tenían otra cura que arrancar lentamente los gusanos de casi un metro que asomaran por los abscesos que estallaban en la piel o por las cuencas de los ojos.

Pero sabían también lo que ocurriría si no daban ese sorbo. Jenn acaba de leer acerca de esa pareja de mejores amigos que se habían perdido en un cañón de Nuevo México y enloquecieron hasta tal punto debido al sol que, tras un solo día sin agua, terminaron apuñalándose el uno al otro hasta la muerte. Había visto fotos de expedicionistas que habían sido encontrados en el Valle de la Muerte atragantados de tierra: en sus últimos momentos de vida habían intentado extraer algo de agua de la arena ardiente. Billy y ella podían alejarse del charco y morir de sed, o podían beber unos pocos tragos y arriesgarse a morir de alguna otra cosa.

—Aguantemos un poco —dijo Billy—. Si no encontramos una manera de salir de aquí, volvemos.

—Bueno, ¿por aquí? —dijo Jenn, señalando en la dirección contraria a Batopilas y directamente hacia la nada que se extendía por cuatrocientas millas hasta el Golfo de California.

Billy se encogió de hombros. Esa mañana habían tenido demasiada prisa y habían estado demasiado groguis para prestar atención al camino, y no es que hacerlo hubiera cambiado muchos las cosas: pusieran la vista donde fuera, todo lucía igual. Conforme avanzaban, Jenn recordó cómo se había burlado de su madre la noche anterior a que ella y Billy partieran hacia El Paso. «Jenn —había suplicado su madre—. No conoces a esta gente. ¿Cómo sabes que cuidarán de ti si algo sale mal?».

«Diablos», pensó Jenn. «Mamá había dado en el clavo».

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —le preguntó a Billy.

—Unos diez minutos.

—No puedo esperar más. Regresemos.

—Está bien.

Cuando encontraron la charca de nuevo, Jenn estaba lista para dejarse caer de rodillas y empezar a sorber, pero Billy la detuvo. Retiró el moho, cubrió la boca de la botella con la mano y la llenó con líquido del fondo de la charca, medio rogando que el agua debajo de la mugre estuviera un poco menos llena de bacterias.

—Siempre supe que tú me matarías —dijo Jenn.

Chocaron sus botellas, dijeron «salud» y empezaron a beber, luchando con las arcadas.

Secaron las botellas, las rellenaron y empezaron a caminar dirección oeste, nuevamente hacia la nada. Cuando aún no se habían alejado demasiado, vieron cómo las sombras se alargaban más allá del cañón.

—Tenemos que buscar más agua —dijo Billy.

Odiaba la idea de volver sobre sus pasos, pero la única posibilidad que tenían de sobrevivir a lo largo de la noche, era ir a la charca y acomodarse ahí hasta el amanecer. Quizá si apuraban tres botellas de agua recuperarían fuerzas suficientes para ir montaña arriba y echar un vistazo alrededor antes de que oscureciera por completo. Se giraron y, una vez más, se internaron en el laberinto.

—Billy —dijo Jenn—. Estamos en serios problemas.

Billy no respondió. La cabeza lo estaba matando y no podía quitarse de la mente unas líneas de Aullido que seguían marcando los latidos de su cráneo:

… que desaparecieron en los volcanes de México dejando tras de ellos tan sólo la sombra de sus vaqueros y la lava y la ceniza de la poesía…

«Desaparecieron en México —pensaba Billy—. Dejando tras de ellos tan sólo la sombra…»

—Billy —insistió Jenn.

Se habían hecho pasar malos ratos el uno al otro en el pasado, ella y el Cabeza de Chorlito, pero habían encontrado la forma de dejar de romperse el corazón mutuamente y convertirse en mejores amigos. Ella había metido a Billy en esto, y se sentía peor por lo que iba a pasarle a él que por lo que iba a pasarle a sí misma.

—Esto está pasando de verdad, Billy —dijo Jenn. Y empezaron a caérsele las lágrimas—. Vamos a morir aquí. Vamos a morir hoy.

—¡Cállate! —gritó Billy, que se había puesto tan nervioso al ver las lágrimas de Jenn que explotó en un estado de pánico que nada tenía que ver con el carácter de Cabeza de Chorlito—. ¡Tan sólo cállate!

El arranque de Billy dejó a ambos atónitos y los sumió en el silencio. Y en ese silencio, escucharon un ruido: el ruido de piedras cayendo en algún lugar detrás de ellos.

—¡Oye! —gritaron juntos Jenn y Billy—. ¡Oye! ¡Oye! ¡Oye!

Empezaron a correr antes de descubrir que no sabían hacia dónde corrían. Caballo les había advertido que si había un peligro mayor que perderse ahí fuera, era que alguien te encontrara.

Jenn y Billy se quedaron quietos, intentando mirar fijamente las sombras bajo la cima del cañón. ¿Podría ser un tarahumara? Un cazador tarahumara era normalmente invisible, les había dicho Caballo; observaría desde la distancia y si no le gustaba lo que veía, desaparecería de vuelta en el bosque. ¿Serían los matones a sueldo de algún cartel de la droga? Fuera quien fuera, tenían que arriesgarse.

—¡Oye! —gritaron. —¿Quién anda ahí?

Escucharon atentamente como el eco de sus voces moría en la distancia. Luego una sombra se separó de la pared del cañón y empezó a moverse hacia ellos.

—¿Has oído eso? —me preguntó Eric.

Nos había tomado dos horas bajar la montaña. No dejábamos de perder el camino y teníamos que detenernos para dar marcha atrás y buscar en nuestra memoria puntos de referencia antes de continuar. Las cabras salvajes habían convertido a la montaña en una telaraña de caminos entrecruzados y poco definidos, y dado que el sol empezaba a desaparecer detrás del borde del cañón, cada vez se hacía más difícil saber a ciencia cierta en qué dirección nos estábamos moviendo.

Finalmente, habíamos visto un lecho seco del río que yo estaba seguro nos llevaría hasta el río mismo. Justo a tiempo, además; había acabado mi ración de agua hacía media hora y ya tenía la boca pastosa. Rompí a correr pero Eric hizo que me detuviera.

—Será mejor asegurarse —dijo y subió la cuesta de vuelta para comprobar nuestra ubicación y orientación—. Vamos bien —dijo.

Empezó a bajar y fue ahí donde oyó el eco de unas voces que venía de algún lugar del desfiladero. Me llamó y empezamos a seguir juntos el eco. Poco después, encontramos a Jenn y a Billy. Jenn todavía estaba llorando. Eric les dio agua y yo les alcancé lo que me quedaba de comer.

—¿Realmente bebieron eso? —pregunté, mirando la boñiga de burro sobre la charca y confiando en que se hubieran confundido.

—Sí —dijo Jenn—. Estábamos volviendo para beber más.

Saqué mi cámara por si algún especialista en enfermedades infecciosas necesitara saber exactamente qué habían metido en sus entrañas. A pesar de su aparente repugnancia, sin embargo, la charca les había salvado la vida: si Jenn y Billy no hubieran vuelto por otro trago en ese preciso momento, todavía estarían internándose más y más en tierra de nadie, con las paredes del cañón cerrándose a sus espaldas.

—¿Pueden correr un poco más? —le pregunté a Jenn—. Creo que no estamos lejos de la aldea.

—Bueno —dijo.

Marcamos un paso suave, pero conforme el agua y la comida los reanimaban, Jenn y Billy empezaron a correr a un ritmo que yo apenas podía seguir. Una vez más, me sorprendía su capacidad para regresar de la muerte. Eric nos guió por el lecho del río y luego reconoció una curva en el cañón. Giramos a la izquierda, e incluso con la luz que se apagaba, podía ver que la tierra que había delante de nosotros había sido pisada recientemente. Una milla y media después, emergimos del desfiladero para encontrar a Scott y Luis, que estaban esperándonos preocupados en las afueras de Batopilas.

Compramos cuatro litros de agua en una pequeña tienda de comestibles y les echamos un puñado de pastillas de yodo.

—No sé si funcionará —dijo Eric—, pero quizá puedan expulsar las bacterias que han tragado.

Jenn y Billy se sentaron en el bordillo y empezaron a beber. Mientras tanto, Scott explicó que nadie se había dado cuenta de la ausencia de Jenn y Billy hasta que el resto del grupo había dejado atrás las montañas. Para entonces, todos estaban tan deshidratados que regresar a buscarlos hubiera puesto a todos en peligro. Caballo agarró una botella de agua y volvió por su cuenta, urgiendo al resto a que se quedaran juntos; lo último que quería era tener a sus gringos dispersos por las barrancas cuando anocheciera.

Como media hora después, Caballo volvió corriendo a Batopilas, con la cara roja y bañado en sudor. Nos había perdido en una de las bifurcaciones del desfiladero y se había dado cuenta de lo inútil de su misión de rescate, así que había regresado al pueblo en busca de ayuda. Cuando nos vio a Eric y a mí —agotados pero todavía en pie— y a los dos jóvenes talentos de la ultramaratón, exhaustos y afligidos sobre el bordillo, supe lo que Caballo estaba pensando antes de que abriera la boca.

—¿Cuál es el secreto, amigo? —le preguntó a Eric, asintiendo con la cabeza hacia mí—. ¿Cómo arreglaste a este tipo?