Taptaptapititap.
El amanecer llegó con las ventanas escarchadas y un golpeteo en nuestra puerta.
—Oye —susurraba una voz fuera—. ¿Están despiertos?
Caminé hasta la puerta, temblando, preguntándome qué demonios habrían hecho los Niños Juerguistas esta vez. Luis y Scott estaban fuera, soplándose las manos ahuecadas. Era muy temprano, el cielo tenía todavía ese color café con leche. Los gallos ni siquiera habían empezado a cantar.
—¿Nos escapamos para una carrerilla? —preguntó Scott—. Caballo dijo que partiremos sobre las ocho, así que tendríamos que ir ahora.
—Oh, sí, claro —dije—. Caballo me llevó por un camino genial la vez pasada. Déjame ver si puedo encontrar a este hombre.
Una ventana se abrió de golpe en la cabaña vecina. La cabeza de Jenn apareció de pronto.
—¿Van a correr, chicos? ¡Cuenten conmigo! ¡Billy! —gritó por encima del hombro—, ¡pon en marcha ese trasero, compadre!
Entré a ponerme un short y una camiseta de polipropileno. Eric soltó un bostezo y fue a buscar sus zapatillas.
—Colega, estos tipos son cosa seria —me dijo—. ¿Dónde está Caballo?
—Ni idea. Voy a buscarlo.
Caminé hasta el final de la fila de cabañas, suponiendo que Caballo estaría tan lejos de nosotros como le fuera posible. Toqué la puerta en la última cabaña. Nada. Era una puerta gruesa, así que, para asegurarme, la golpeé fuertemente con el puño.
—¡Qué! —rugió una voz.
Las cortinas se abrieron y apareció la cara de Caballo. Tenía los ojos rojos e hinchados.
—Lo siento —dije—. ¿Has cogido un resfriado o algo así?
—No, amigo —dijo cansado—. Recién estaba consiguiendo dormir.
Llevaba doce horas intentándolo. Caballo estaba tan estresado que había pasado la noche entera dando vueltas en la cama con un dolor de cabeza producto de la ansiedad. Para empezar, el solo hecho de estar en Creel era suficiente para alterarlo hasta el límite. Es un pueblito agradable pero representa las dos cosas que Caballo más odia: mentiras y matones. Fue nombrado así por Enrique Creel, un voraz terrateniente tan magníficamente cruel que, esencialmente, la Revolución Mexicana se lanzó en su honor. Enrique no sólo organizó la apropiación de tierras que expulsó a miles de campesinos de Chihuahua de sus terrenos sino que se ocupó personalmente de que cualquier campesino belicoso terminara en la cárcel, dado su segundo empleo como jefe de la red de espionaje del dictador mexicano Porfirio Díaz.
Cuando Pancho Villa y sus rebeldes llegaron retumbando en su búsqueda, Enrique se escabulló hacia el exilio en El Paso (dejando atrás a su hijo, que fue secuestrado por los revolucionarios y luego rescatado a cambio de un millón de dólares), pero una vez que México atravesó su inevitable correctivo y retornó a su complaciente corrupción habitual, Enrique regresó a sus gloriosas maquinaciones. Rindiendo un justo homenaje al peor virus humano que había parido la región, el pueblo nombrado por Enrique Creel era el área de lanzamiento de todas las pestes que aquejaban a las Barrancas del Cobre: minería a cielo abierto, tala de árboles indiscriminada, cultivo de drogas y turismo de autobús. Caballo se volvía loco si tenía que pasar mucho tiempo ahí, era como alojarse en un hostal enclavado en un campo de esclavos.
Pero sobre todo, no estaba acostumbrado a hacerse cargo de nadie que no fuera el tipo que se calzaba sus sandalias. Ahora que tenía que velar por nosotros, la aprensión le estaba oprimiendo el pecho con fuerza. Le había costado diez años ganarse la confianza de los tarahumaras y podía venirse abajo en diez minutos. Caballo imaginó a Ted Descalzo y Jenn hablando sin parar en los oídos de unos incomprensivos tarahumaras. Luis y su padre disparando el flash de sus cámaras sobre sus ojos… Eric y yo hostigándolos con preguntas. Una pesadilla.
—No, amigo, no cuenten conmigo para correr ahora —soltó en un quejido y cerró de golpe las cortinas.
Poco después, siete de nosotros —Scott, Luis, Eric, Jenn, Billy, Ted Descalzo y yo— estábamos en el escarpado terreno que me había enseñado Caballo la vez anterior. Dejamos atrás el toldo de árboles justo cuando estaba saliendo el sol por encima de los cerros de rocas gigantes, lo que nos hizo entrecerrar los ojos mientras el mundo entero se cubría de dorado. Gotitas de neblina brillantes bailaban a nuestro alrededor.
—Precioso —dijo Luis.
—Nunca había visto un sitio así —dijo Billy—. Caballo tiene razón, me encantaría vivir aquí, sobreviviendo con lo mínimo y corriendo por estos caminos.
—¡Ya le ha lavado el cerebro! —dijo Luis entre carcajadas—. ¡La secta del Caballo Blanco!
—No es por él —protestó Billy—. Es este lugar.
—Mi pequeño Pony —dijo Jenn sonriendo—. Te pareces un poco a Caballo.
En medio de las bromas, Scott estaba ocupado observando a Ted Descalzo. El camino serpenteaba a través de un campo de piedras, pero incluso cuando teníamos que saltar de roca en roca, Ted no bajaba la velocidad ni un ápice.
—Tío, ¿qué son esas cosas que llevas en los pies?
—Vibram FiveFingers —dijo Ted—. ¿No son geniales? ¡Y yo soy su primer atleta patrocinado!
Y era cierto. Ted se había convertido en el primer atleta descalzo profesional de la era moderna. Los FiveFingers habían sido diseñados como zapatos de cubierta para competidores de regatas; la idea era obtener un mayor agarre en superficies resbalosas pero manteniendo la sensación de estar descalzo. Había que fijarse atentamente para verlos, se amoldaban tan perfectamente a la planta de los pies y a cada dedo que parecía que Ted había pisado una tinta de color verde. Poco antes del viaje a Barrancas del Cobre, se había topado con una foto de los FiveFingers en la Web y de inmediato cogió su teléfono. De alguna manera, había atravesado el espeso matorral de operadores telefónicos y secretarias y había conseguido ponerse al habla con el gerente general de Vibram USA, que resultó no ser otro que.
¡Tony Post! ¡Quién fuera ejecutivo de Rockport cuando esta patrocinó a los tarahumaras en Leadville!
Tony escuchó atentamente a Ted. Y no era que Tony no adorara la idea de confiarlo todo a la fortaleza del pie en lugar de a la superamortiguación y el control de movimiento; una vez, Tony había corrido la maratón de Boston con un par de zapatos de vestir Rockport para demostrar que la comodidad y el buen diseño eran todo lo que hacía falta, y no toda esa tontería del Shox/antipronación/refuerzo de gel. Pero, por lo menos, los zapatos Rockport tenían arco y una suela protectora, los FiveFingers no eran más que una loncha de hule con una correa de Velcro. Pese a todo, Tony tenía curiosidad y decidió probarlos él mismo. «Salí a dar una vuelta sencilla de una milla —cuenta—. Al final hice siete. Nunca había visto los FiveFingers como zapatillas para correr, pero después de eso nunca volví a usar otras zapatillas de correr». Cuando llegó a casa, escribió un cheque para pagar el viaje de Ted Descalzo a la maratón de Boston.
Habíamos corrido seis millas por la cima de la meseta y estábamos regresando a Creel cuando, en la distancia, una delgada sombra negra apareció de entre los árboles acercándose hacia nosotros.
—¿Es ese Caballo? —preguntó Scott.
Jenn y Billy forzaron la vista para luego correr hacia él como sabuesos liberados de sus correas. Ted Descalzo y Luis fueron tras ellos. Scott se quedó con nosotros, pero su instinto de caballo de carrera le estaba produciendo una comezón. Nos echó una mirada como pidiéndonos perdón a Eric y a mí.
—¿Les importa si yo…? —preguntó.
—Sin problema —dije—. Corre tras ellos.
—Genial.
Para cuando el «-ial» salió de su boca, Scott ya se encontraba a unas seis yardas de distancia, con el cabello ondeando como las cintas del manillar de una bicicleta para niños.
«Mierda», mascullé. Me había acordado de golpe de Marcelino al ver a Scott despegar. Scott hubiera disfrutado tanto con conocer a ese niño. Y Jenn y Billy también; les hubiera encantado conocer al grupo de adolescentes tarahumara. Podía llegar a imaginar lo que Manuel Luna estaba sintiendo. No, no era verdad. Estaba haciendo esfuerzos por no hacerlo. El mal había seguido a los tarahumaras hasta aquí, al fondo de la Tierra, donde no había donde escapar. Incluso mientras lamentaba la muerte de su majestuoso hijo, Manuel debía estar preguntándose cuál de sus niños sería el siguiente.
—¿Necesitas un descanso? —preguntó Eric—. ¿Estás bien?
—No, estoy bien. Estaba pensando en algo.
Caballo estaba acercándose: después de que el resto le diera alcance, había seguido su camino hacia nosotros, mientras ellos se tomaban un respiro y posaban para la cámara de Luis. Me alegraba que Caballo hubiese cambiado de opinión y hubiera decidido unírsenos; estaba sonriendo por primera vez desde que nos habíamos bajado del autobús. El centelleo de la salida del sol y el viejo placer de sentir su propio cuerpo entrar en calor desde dentro parecían haber calmado su ansiedad. Y hombre, ¡era genial verlo en acción de nuevo! Sentí como se me enderezaba la espalda y se me aceleraban los pies, como si alguien hubiera puesto la banda sonora de Carros de fuego.
Parecía que la admiración era mutua.
—¡Mírate! —gritó Caballo—. Estás hecho todo un oso nuevo.
Poco antes, Caballo había escogido un espíritu animal para mí; mientras él era un lustroso caballo blanco, yo era un oso pesado. Pero al menos me dio una tregua reparando en mi nueva forma física, pues había pasado un año desde que me había quedado sin aliento y me había estremecido patéticamente de dolor siguiéndolo.
—No te pareces en nada al tipo que estuvo por aquí —dijo Caballo.
—Todo se lo debo a este tipo —dije, señalando a Eric con el pulgar.
Nueve meses de entrenamiento estilo tarahumara con Eric habían hecho maravillas: pesaba once kilos menos y corría con facilidad por un camino que antes me había matado. A pesar de todas las millas que estaba echándome encima —más de ochenta a la semana— me sentía ligero, suelto y ansioso por más. Sobre todo, por primera vez en una década no estaba tratándome ningún tipo de lesión.
—Este tipo hace milagros.
—Eso parece —dijo Caballo sonriendo—. Conozco el material al que debió enfrentarse. Así que, ¿cuál es el secreto?
—Te lo diré luego —le prometí a Caballo.
Ted Descalzo se había quitado sus FiveFingers y estaba enseñando la zancada descalza perfecta.
—Correr descalzo se ajusta a la perfección a mi visión artística —estaba diciendo Ted—. Este concepto de bricolaje donde menos es más, donde la mejor solución es la más elegante. ¿Para qué añadir algo si nacemos con el equipo completo?
—Será mejor que añadas algo a tus pies cuando crucemos las barrancas —dijo Caballo—. Has traído algún otro tipo de calzado, ¿cierto?
—Claro —dijo Ted—. Tengo mis sandalias.
Caballo sonrió, esperando que Ted Descalzo sonriera también, haciendo ver que estaba bromeando. Pero Ted no sonrió, no estaba bromeando.
—¿No has traído zapatillas? —dijo Caballo—. ¿Piensas meterte en las barrancas en sandalias?
—No te preocupes por mí. Subí las montañas San Gabriel descalzo. La gente se me quedaba mirando pensando «Este tipo está loco», y yo les hubiera dicho…
—¡Estas no son las montañas San Gay-Bri-El! —soltó Caballo, burlándose de la cordillera californiana con todo el desprecio gringo del que era capaz—. Las espinas de los cactus aquí son como hojas de navaja. Si se te clava una en el pie, estamos todos jodidos. Estos caminos son ya suficientemente peligrosos sin tener que llevarte a cuestas.
—A ver, a ver, tranquilos, muchachos —dijo Scott, metiendo un hombro y separándolos—. Caballo, Ted probablemente lleva años escuchando la cantinela de «¡Ted, vete a poner un par de zapatillas!». Pero si él sabe lo que está haciendo, pues él sabrá lo que hace.
—No sabe una mierda de las barrancas.
—¡Pero hay una cosa que sé —respondió Ted—, si alguien se mete en problemas ahí fuera, ten por seguro que no seré yo!
—¿Ah sí? —gruñó Caballo—. Ya veremos, amigo.
Se giró y retomó el camino.
—¡Ohh, quieto ahí! —dijo Jenn—. ¿Quién es el buscapleitos ahora, Ted?
Seguimos a Caballo hasta las cabañas, mientras Ted Descalzo insistía en exponernos su caso a gritos, a espaldas de Caballo, y el pueblo de Creel se despertaba. Eché un vistazo a mi reloj; me tentaba la idea de decirle a Ted Descalzo que se callara y comprara un par de zapatillas baratas para hacer feliz a Caballo, pero no teníamos tiempo. Solo había un autobús diario que hiciera el trayecto de diez horas a través de las barrancas, y partía antes de que abriera cualquier tienda.
De vuelta en las cabañas, empezamos a meter nuestras cosas en las mochilas. Les dije al resto dónde podían conseguir algo para desayunar y fui a echar un vistazo a la cabaña de Caballo. No lo encontré ahí. Ni a él ni a su mochila. «Quizá estaba relajándose por su cuenta», me dije. Quizá. Pero tenía la rara sensación de que había decidido mandarlos al infierno a todos y se había marchado solo. Tras haberse pasado una noche larga preocupado, debatiendo si había cometido un error colosal, estaba casi seguro de que ya había llegado a una conclusión.
Decidí no decirle nada a nadie y esperar lo mejor. De una u otra forma, en treinta minutos sabríamos si toda la operación había muerto o sobrevivía con respiración artificial. Me puse la mochila al hombro y caminé de vuelta por el puente que cruzaba la acequia, donde habíamos hecho el juramento la noche anterior. Encontré al resto en un pequeño restaurante al final de la calle de la parada de autobús, recargando fuerzas con unos burritos de frijoles y pollo. Devoré un par y guardé unos cuantos en la mochila. Cuando llegamos al autobús, ya tenía el motor encendido y se encontraba listo para partir. El conductor estaba acomodando los últimos bultos en el portaequipajes del techo y nos hacía señas.
—Espera —dije.
No se veía a Caballo por ningún sitio. Metí la cabeza dentro del autobús y escudriñé las filas de asientos. Ni rastro de Caballo. Demonios. Salí para dar las malas noticias al resto, pero habían desaparecido. Di la vuelta al autobús y me encontré a Scott subiéndose al techo.
—¡Vamos, Oso! —Caballo estaba arriba del autobús, ayudando con los bultos al conductor, mientras Jenn y Billy estaban a su lado, tumbados sobre una cómoda pila de equipaje—. Nunca podrás disfrutar de un viaje como este de nuevo.
No era de extrañar que los tarahumaras creyeran que Caballo era un fantasma. No había forma de saber qué es lo que este tipo iba a hacer, o por dónde terminaría apareciendo.
—Olvídalo —dije—. He visto antes el camino. Voy a adoptar la posición «listo para dormir» entre los dos tipos más gordos que pueda encontrar.
Ted Descalzo estaba subiendo al techo detrás de Scott.
—Oye —le dije—. ¿Por qué no vienes adentro conmigo?
—No, gracias. Voy a hacer un poco de surf de techo.
—Mira —le dije, explicándoselo al detalle—. Quizá deberías darle un poco de espacio a Caballo. Presiónalo demasiado y esta carrera está acabada.
—Nooo, estamos bien —dijo Ted—. Tan solo necesita conocerme un poco.
Sí, eso es justamente lo que necesita. El conductor estaba acomodándose detrás del volante, así que Eric y yo nos apuramos a subir y acomodarnos en la última fila. El motor falló y luego volvió a la vida con un gruñido. En breve, estábamos serpenteando a través del bosque, avanzando hacia el viejo pueblo minero de La Bufa, y desde ahí, hasta el final del trayecto a la aldea de Batopilas, al pie del cañón. Después de eso, seguiríamos a pie.
—Estoy esperando oír un grito en cualquier momento y ver caer a Ted Descalzo desde el techo —dijo Eric.
—No es broma.
No podía quitarme de la cabeza las últimas palabras de Caballo antes de marcharse enfadado: ¡Ya veremos, amigo!
Caballo, como descubriríamos pronto, había decidido darle una lección a Ted Descalzo antes de que fuera a meternos en problemas. Desafortunadamente, era una lección que nos haría a todos correr por nuestras vidas.