Llegamos a Creel bien entrada la noche, con el autobús sacudiéndose al parar, y con un silbido de frenos que parecía un suspiro de alivio. Fuera de la ventana, alcancé a ver cómo se acercaba hacia nosotros, abriéndose paso en la oscuridad, el viejo sombrero de paja de Caballo.
No podía creer que habíamos atravesado el desierto de Chihuahua sin mayores problemas. Normalmente, las probabilidades que existían de cruzar la frontera y agarrar cuatro autobuses seguidos sin que ninguno se malograra o avanzara a trompicones para retrasarse medio día eran las mismas de ganar el premio de una máquina tragamonedas de Tijuana. En cada viaje a través de Chihuahua es casi seguro que alguien tendrá que consolarte con el lema local: «Nada funciona según lo planeado, pero siempre termina funcionando». Pero este plan, hasta ahora, estaba resultando ser a prueba de tontos, a prueba de borrachos y a prueba de narcos.
Claro, eso hasta que Caballo conoció a Ted Descalzo.
—¡Caballo Blanco! ¿Ese eres tú, cierto?
Antes incluso de que consiguiera bajar del autobús, pude oír una voz fuera retumbando como un cañonazo.
—¡Tú eres Caballo! ¡Es genial! ¡Puedes llamarme Mono! ¡EL Mono! Ese soy yo, el Mono. Ese es mi animal interior.
Cuando salí por la puerta, me encontré a Caballo consternado de incredulidad ante Ted Descalzo. Como el resto de nosotros había descubierto durante las largas horas de viaje en autobús, Ted Descalzo hablaba de la misma manera que Charlie Parker tocaba el saxo: percibía cualquier entrada posible y desataba un asombroso torrente de improvisación, aparentemente respirando por la nariz mientras expulsaba un inagotable flujo de sonido por la boca. Durante nuestros primeros treinta segundos en Creel, Caballo recibió una ráfaga de conversación mayor a la que había tenido en todo un año. Sentí una punzada de lástima, pero sólo una punzada. Nosotros habíamos estado escuchando el remix de los Grandes Éxitos de Ted Descalzo durante las últimas quince horas. Ahora le tocaba a Caballo.
—… los tarahumaras me han inspirado mucho. La primera vez que leí que podían correr cien millas en sandalias, ese logro fue tan chocante y subversivo, tan contrario a lo que yo había asumido como necesario para que un ser humano recorriera esa distancia, que recuerdo haber pensado: «¿Cómo diablos? ¿Cómo diablos es posible?». Ahí empezó todo, ese fue el primer rayo de luz que me hizo ver que quizáaas las compañías de calzado deportivo modernas no tenían todas las respuestas…
Uno no tenía siquiera que escuchar a Ted Descalzo para disfrutar de la coctelera que llevaba por cabeza, bastaba con verlo. Su atuendo era mitad monje tibetano, mitad patinador chic: pantalones de kickboxing de jean con un cordel a la cintura, una ajustada camiseta sin mangas, sandalias de baño japonesas, un amuleto de latón con forma de esqueleto que le colgaba a la mitad del pecho y un pañuelo rojo atado al cuello. Con la cabeza rapada, el cuerpo cuadrado y unos ojos negros que bailaban en busca de atención de manera similar a como lo hacía su voz, parecía una versión lista para el combate del Tío Lucas.
—Bueno, sí, amigo —masculló Caballo, dejando atrás a Ted para saludar al resto.
Cogimos nuestras mochilas y seguimos a Caballo a través de la única calle principal de Creel hacia el alojamiento que había encontrado para nosotros al final del pueblo. Estábamos todos muertos de hambre y exhaustos después de un viaje tan largo, temblando en el frío de la meseta y añorando una cama caliente y un tazón humeante de los frijoles de Mamá. Todos menos Ted, que pensaba que el asunto primordial era seguir con la historia de su vida que había empezado a contarle a Caballo al segundo de conocerlo. Caballo se estaba poniendo nervioso, pero decidió no interrumpirlo. Traía noticias terribles y aún no había decidido cómo contárnoslas sin que nos diéramos la vuelta y nos volviéramos a montar en el autobús.
«Mi vida es una explosión controlada», le gusta decir a Ted Descalzo. Vive en Burbank, en un recinto que recuerda al apartamento para niños de Tom Hanks en Big. El lugar está lleno de autos deportivos, caballos de carrusel, bicicletas victorianas de ruedas altas, jeeps de colección, cárteles de circo, una piscina de agua salada y un hidromasaje del que se ha adueñado una tortuga del desierto californiana (especie en peligro de extinción). En lugar de un garaje, hay dos carpas de circo gigantes. Hay una manada surtida de perros y gatos, además de un ganso, un gorrión domesticado, treinta y seis palomas mensajeras, y un puñado de unos extraños pollos asiáticos con garras y cubiertos de plumas que parecen pelo, todos entrando y saliendo de un bungalow de una sola planta.
«He olvidado esta palabra que usaba Heidegger, la que significa ‘Soy la expresión de este lugar’ », decía Ted, aunque el lugar no era suyo en realidad. Era de su primo Dan, un genio autodidacta de la mecánica que sin ayuda de nadie había creado la empresa líder mundial en restauración de carruseles. «Dita Von Teese hace striptease en uno de nuestros caballos —cuenta Ted—. Christina Aguilera se llevó uno para su gira». Cuando Dan estaba atravesando por un mal divorcio hace unos años, Ted decidió que lo que más falta le hacía a su primo era él mismo, así que se apareció en casa de Dan con su mujer, su hija y su manada de animales salvajes y no volvió a irse. «Dan se pasa el día luchando con estos fríos, grandes, malvados artilugios mecánicos y sale con la grasa chorreándole por los dedos, como la sangre en las garras de un ave de presa —dice Ted—. Es por eso que somos tan imprescindibles. Se convertiría en un sociópata si no me tuviera a mano para discutir».
Ted consiguió hacerse útil montando una pequeña tienda en línea donde vendía baratijas de carrusel y que controlaba desde una Mac en una de las habitaciones que sobraban en casa de Dan. No daba demasiado dinero, pero le dejaba a Ted un montón de tiempo libre para entrenar para sus carreras de cincuenta millas conduciendo una bicicleta victoriana de un metro ochenta y tirando de un coche a ruedas con su mujer e hija montadas encima. Caballo se había hecho una idea equivocada de la riqueza de Ted, principalmente porque en sus emails solía realizar el tipo de planificación que uno asociaría con uno de los inversores fundadores de Microsoft. Mientras el resto de nosotros estábamos averiguando el precio de vuelos económicos a El Paso, por ejemplo, Ted preguntaba por pistas de aterrizaje en el interior mexicano, donde pudiera llegar una avioneta privada. No es que Ted tuviera un avión; casi no tenía ni coche. Iba por ahí en un Volkswagen escarabajo de 1966, en tal estado de deterioro que no podía alejarse más de veinticinco millas de casa. «De ese modo, nunca tengo que viajar a ningún sitio demasiado lejos», explica. «Soy pobre por elección, y lo encuentro extremadamente liberador».
Durante sus años de estudiante en el Art Center College of Design en Pasadena, Ted estaba locamente enamorado de una compañera de clase, Jenny Shimizu. Un día que pasaba la tarde en el apartamento de Jenny, conoció a dos nuevos amigos: Chase Chen, un joven artista chino, y su hermana Joan. Ninguno de los hermanos Chen hablaba demasiado bien inglés, así que Ted se nombró a sí mismo su embajador cultural. La amistad resultó beneficiosa para todos: Ted tenía una audiencia cautiva para sus torrentes sinfónicos de conocimiento, mientras que los Chen se veían expuestos a un caudal de palabras nuevas, y Jenny podía descansar un poco del cortejo de Ted. Pocos años después, tres de los cuatros miembros del grupo se convertirían en nombres internacionalmente conocidos: Joan Chen se convirtió en una estrella de Hollywood y fue elegida por la revista People para su lista de los «50 Más Bellos». Chase se convirtió en un retratista aclamado por la crítica y en el artista chino mejor pagado de su generación. Jenny Shimizu se convirtió en modelo y en una de las lesbianas más prominentes del planeta («una personalidad homosexual», según dijo The Pink Paper) debido a sus relaciones con Madonna y Angelina Jolie (trayectoria que, pese al tatuaje de una nena sexy cabalgando una llave de tuercas que tenía Jenny en el brazo izquierdo, Ted nunca había imaginado).
Y en lo que a Ted respecta, bueno…
Consiguió meterse entre los 30 mejores del mundo en aguantar la respiración.
«Llegué hasta los cinco minutos y quince segundos», cuenta Ted. «Me pasé todo el verano practicando en la piscina». Pero el aguantar la respiración, ay, es una amante caprichosa y no pasó mucho tiempo antes de que Ted fuera expulsado de los rankings por otros competidores aún más dedicados al arte de inspirar menos que el resto de los mortales. Uno debe sentir una punzada de lástima por este pobre chico al ver cómo se escapaban sus sueños de gloria haciendo burbujas en la piscina de su primo, mientras que todos sus conocidos estaban pintando obras maestras, acostándose con superestrellas y siendo dirigidos por Bernardo Bertolucci.
¿Y qué era lo peor? Que Ted conteniendo la respiración era Ted en sus mejores momentos. De alguna manera, eso era lo que había atraído a Lisa, quien se convertiría en su esposa. Eran compañeros en una casa común, pero dado que Lisa era la gorila de puerta de un bar heavy metal y nunca volvía a casa antes de las tres de la mañana, su exposición a Ted se limitaba a la versión sin agua del fondo de la piscina: después del trabajo, llegaba a casa y encontraba a Ted sentado en silencio en la mesa de la cocina, comiendo arroz con frijoles con la nariz enterrada en algún libro de filosofía francesa. Su energía e inteligencia eran ya legendarias entre sus compañeros; Ted podía pasarse la mañana pintando, la tarde entera sobre el patinete y toda la noche memorizando versos japoneses. Ted le alcanzaba un plato caliente de frijoles y luego, dado que su motor frenético finalmente empezaba a desacelerar, detenía la función y la dejaba hablar. De tanto en tanto, hacía algún comentario sensible y luego la animaba para que continuase. Pocos llegaban a ver esta versión de Ted. Era una gran pérdida, para ellos y para él. Pero Chase Chen había llegado a verla. Su ojo de artista alcanzó a divisar la intensa calma que sucedía al huracán Ted. La especialidad de Chase, después de todo, era «la dramática danza entre la luz y la sombra», y, hermano, la danza dramática le caía a Ted como anillo al dedo. Lo que fascinaba a Chase no era la acción, sino la anticipación; no los saltos de bailarina, sino el instante previo, cuando la fuerza está concentrada y cualquier cosa es posible. Veía lo mismo en los momentos de calma de Ted, el mismo poder de cocción y posibilidades ilimitadas, y ahí era cuando Chase cogía su cuaderno de dibujo. Durante años, Chase usó a Ted como modelo; algunas de sus mejores obras, de hecho, son retratos de Ted, Lisa y su adorable hija Ona. El mundo visto a través de Ted tenía tan embelesado a Chase que publicó un libro entero con retratos de Ted y su familia: Ted y Ona metidos en el viejo Volkswagen… Ona concentrada en un libro… Lisa mirando por encima del hombro de Ona, el resultado viviente de la unión de las luces y sombras de su padre.
Para cuando Ted estaba acercándose a los cuarenta años, sin embargo, sus cuatro décadas de danza dramática no le habían conseguido más que cameos en la obra de otra persona y un cuarto vacío en el bungalow de su primo. Y justo cuando parecía que había cruzado la línea que convertía un gran potencial en talento desperdiciado, algo maravilloso sucedió:
Empezó a dolerle la espalda.
En el año 2003, Ted decidió celebrar su cumpleaños número cuarenta con su propia carrera de resistencia, «La Ironman Anacrónica». Sería una triatlón Ironman completa —2,4 millas nadando en el océano, 112 millas en bicicleta y 26,2 millas corriendo— excepto que, por razones que solo Ted conocía, la equipación permitida debía datar de 1890. Ted ya tenía dos terceras partes del camino hecho: era lo suficientemente fuerte para poder nadar con esos enterizos de lana y se había convertido en un experto con la bicicleta de rueda alta. Pero correr, lo de correr lo estaba matando.
«Cada vez que corría una hora, tenía un dolor insoportable en la parte baja de la espalda», cuenta Ted. «Era tan desalentador. No podía ni imaginar ser capaz de correr una maratón». Y lo peor aún estaba por llegar: si no podía con seis millas en zapatillas de correr modernas, entonces tendría que enfrentarse a un mundo de dolor cuando tuviera que correr a la manera victoriana. Las zapatillas de correr llevan el mismo tiempo entre nosotros que los transbordadores espaciales; antes de eso, nuestros padres usaban zapatillas planas con suela de goma y nuestros abuelos iban en pantuflas de ballet de cuero. Durante millones de años, los seres humanos corrieron sin protección para el arco del pie, control de pronación ni plantillas de gel para los talones. ¿Cómo demonios se las arreglaban? Ted no tenía ni idea. Pero primero lo primero, quedaban seis meses para su cumpleaños, así que la prioridad número uno era encontrar una forma, cualquier forma, de recorrer veintiséis millas a pie. Una vez que hubiese resuelto eso, ya se preocuparía por realizar la transición a las asesinas de piel de vaca.
«Si me decidía a hacerlo, encontraría una forma», me dijo Ted. «Así que empecé a investigar». Primero, lo examinaron un quiropráctico y un cirujano ortopédico y ambos le dijeron que en realidad no tenía ningún problema. Correr era un deporte inherentemente peligroso, le dijeron, y uno de los peligros pasaba por la forma en que el impacto de los golpes afectaba a sus piernas y columna. Pero los médicos tenían una buena noticia: si Ted insistía en correr, su tarjeta de crédito podría curarlo. Unas zapatillas caras y unas esponjosas taloneras de gel, le dijeron, protegerían sus piernas lo suficiente para que pudiera correr la maratón.
Ted se gastó la fortuna que en realidad no tenía en las zapatillas más caras que encontró, y descubrió, destrozado, que en realidad no ayudaban demasiado. Pero en lugar de culpar a los médicos, culpó a las zapatillas: probablemente su caso necesitaba más protección de la que los treinta años de investigación y desarrollo de inyección de aire realizados por Nike tenían para ofrecerle. Así que tragó saliva y envió trescientos dólares a Suiza a cambio de un par de Kangoo Jumps, las zapatillas más saltarinas del mundo. Las Kangoo son básicamente unos patines rollerblade diseñados por Wile E. Coyote: en lugar de ruedas, cada bota se asienta sobre un sistema de suspensión por resorte que te permite rebotar como si estuvieras dando un paseo por la Luna.
Cuando la caja llegó, seis semanas después, Ted estaba casi temblando de la emoción. Dio unos cuantos pasos de prueba y, ¡fantástico! Era como caminar con los labios de Mick Jagger atados a la planta de los pies. «Oh sí, esta va a ser la solución,» pensó Ted según iba rebotando por la calle. Para cuando llegó a la esquina, estaba tocándose la espalda y maldiciendo. «El dolor que antes sentía tras una hora de correr con zapatillas, no tardaba nada en aparecer si llevaba las Kangoo», cuenta Ted. «Toda mi concepción de lo que necesitaba se había caído a pedazos».
Furioso y frustrado, se las quitó. No podía esperar a meter las estúpidas Kangoo en su caja y enviarlas de vuelta a Suiza, con instrucciones precisas de dónde podían metérselas. Regresó a casa descalzo, tan molesto y decepcionado que no fue hasta el final del trayecto que notó lo que ocurría: no le dolía la espalda. No le dolía nada.
«Oyeee…», pensó Ted. «Quizá podría correr la maratón descalzo». Los pies descalzos calificaban como equipo deportivo en 1890.
Así que cada día, Ted se ponía unas zapatillas y caminaba hasta Hansen Dam, un oasis de arbustos y lagos que él llamaba «la última tierra salvaje de Los Ángeles». Una vez ahí, se quitaba las zapatillas y corría descalzo por los senderos de herradura. «Estaba absolutamente maravillado por lo agradable que era», recuerda Ted. «Las zapatillas me causaban tanto dolor, y en cuanto me las quité, fue como si mis pies se convirtieran en peces que saltan de vuelta al agua tras haber estado prisioneros. Al final, terminé dejando el calzado en casa».
¿Por qué se sentía mejor su espalda con menos protección? Fue a buscar respuestas en Internet, y el resultado fue como encontrar una tribu secreta del Amazonas tras abrirse paso por la selva. Ted se encontró con una comunidad internacional de corredores descalzos, poseedores de su propia sabiduría ancestral y nombres tribales y guiados por su gran sabio barbudo, Ken Bob Descalzo. Y, por suerte, a los miembros de esta tribu les encantaba escribir. Ted estudió minuciosamente los archivos de Ken Bob Descalzo. Descubrió que Leonardo Da Vinci consideraba el pie humano, con su fantástico sistema de suspensión de peso compuesto por la cuarta parte de los huesos del cuerpo, «una obra maestra de ingeniería y una pieza de arte». Aprendió acerca de Abebe Bikila —el maratonista etiope que corrió descalzo sobre los adoquines de Roma para ganar la maratón olímpica de 1960— y acerca del doctor Charlie Robbins, una voz solitaria en la jungla médica que corre descalzo y niega que las maratones no son perjudiciales, pero está completamente seguro de lo perjudicial que es el calzado.
Pero sobre todo, Ted se quedó petrificado al leer el manifiesto escrito por Ken Bob Descalzo, «El Manifiesto del Pulgar Desnudo». Ted sintió escalofríos por la manera en que parecía estar escrito directamente para él. «Varios de ustedes están probablemente sufriendo de dolores crónicos relacionados con correr», empezaba Ken Bob Descalzo:
¡Las zapatillas bloquean el dolor, no el impacto!
¡El dolor nos enseña a correr cómodamente!
Desde el momento en que empieces a andar descalzo, cambiará tu forma de correr.
«Ese fue mi momento ¡Eureka!», recuerda Ted. De pronto, todo cobraba sentido. ¡Así que era por eso que esas espantosas Kangoo Jumps le hacían doler la espalda! Toda esa protección bajo la planta de los pies le dejaba correr con zancadas grandes y descuidadas, lo que le retorcía la parte baja de la espalda, además de producirle un tirón. Cuando iba descalzo, su postura se corregía instantáneamente; su espalda se enderezaba y sus piernas permanecían en la posición correcta bajo sus caderas.
«No es de extrañar que los pies sean tan sensibles», reflexionó Ted. «Son dispositivos autocorrectores. Cubrirlos con zapatillas para amortiguar los golpes es como apagar los detectores de humo».
Corriendo descalzo, Ted hacía cinco millas y no sentía… nada. Ni una punzada. Subió a una hora, dos horas. Meses después, Ted había logrado transformarse de un dolorido y temeroso no corredor en un maratonista descalzo tan rápido que había sido capaz de lograr lo que el 99,9 por ciento de los corredores nunca lograría: clasificar para la maratón de Boston.
Embriagado con su asombroso talento nuevo, Ted continuó apretando la máquina. Corrió la Mother Road 100 —cien millas sobre asfalto a lo largo de la Ruta 66 original—, las cincuenta millas de la Leona Divide y las 100 del Ángeles Crest Endurance Run a través de las escarpadas montañas San Gabriel. Cuando se encontraba con gravilla o vidrios rotos, se ponía unos guantes para pies de hule llamados Vibram FiveFingers y continuaba. Rápidamente, ya no era un corredor más, era uno de los mejores corredores descalzos de Estados Unidos y una reputada autoridad en técnicas de paso de carrera y calzado antiguo. Un periódico incluso publicó un artículo sobre la salud de los pies titulada «¿Qué haría Ted Descalzo?»
La evolución de Ted estaba completa. Emergió de las profundidades del agua, aprendió a correr y capturó la única presa en que estaba interesado; fama, no fortuna.
—¡Deténganse!
Caballo se dirigía a todos nosotros, no sólo a Ted. Nos detuvo en medio de un inestable puente sobre una acequia de aguas residuales.
—Necesito que hagan un juramento de sangre —dijo—. Así que levanten la mano derecha y repitan después de mí.
Eric me lanzó una mirada.
—¿De qué se trata todo esto?
—No sé.
—Tienen que hacer el juramento aquí mismo, antes de que crucemos al otro lado —insistió Caballo—. Allá atrás está la salida. Esta es la entrada. Si quieren entrar, tienen que hacer el juramento.
Nos encogimos de hombros, dejamos las mochilas y levantamos las manos.
—Si resulto herido, me pierdo o muero —empezó Caballo.
—Si resulto herido, me pierdo o muero —repetimos a coro.
—Será culpa mía.
—¡Será culpa mía!
—Eh… Amén.
—¡Amén!
Caballo nos llevó hasta la pequeña casa donde habíamos comido el día en que nos conocimos. Nos apretamos todos en la sala de Mamá, mientras su hija juntaba dos mesas. Luis y su padre se escaparon a la calle y regresaron con un par de bolsas llenas de cervezas. Jenn y Billy tomaron unos sorbos de Tecate y empezaron a animarse. Todos levantamos las cervezas y brindamos golpeando las latas con Caballo. Luego se giró hacia mí y fue al grano. De pronto, el juramento del puente cobraba sentido.
—¿Te acuerdas del hijo de Manuel Luna?
—¿Marcelino? —Claro que me acordaba de la Antorcha Humana. Había estado firmando mentalmente contratos con Nike por él desde que lo había visto en la escuela tarahumara—. ¿Va a venir?
—No —dijo Caballo—. Está muerto. Alguien lo mató a golpes en el camino. Fue apuñalado en el cuello, bajo el brazo y le rompieron la cabeza.
—¿Quién? ¿Cómo? —tartamudeé.
—Están pasando todo tipo de mierdas relacionadas con la droga estos días —dijo Caballo—. Quizá Marcelino vio algo que no debía. Quizá intentaron que llevara hierba fuera de las barrancas y dijo que no. Nadie lo sabe. Manuel está destrozado, amigo. Se quedó en mi casa cuando vino a hablar con los federales. Pero no van a hacer nada. No hay ley que valga aquí.
Me senté. Atónito. Me acordé de los narcos en el coche de la muerte rojo que habíamos visto camino de la escuela tarahumara el año anterior. Me imaginé a un sigiloso tarahumara empujándola al borde del acantilado una noche, los narcos llevándose las zarpas desesperadamente al cinturón de seguridad, la camioneta cayendo barranca abajo y explotando en una bola de fuego gigante. No tenía idea de si los tipos del coche de la muerte habían tenido algo que ver. Todo lo que sabía era que quería matar a alguien. Caballo seguía hablando. Ya había asumido la muerte de Marcelino y había vuelto a obsesionarse con la carrera. «Estoy seguro de que Manuel Luna no vendrá, pero espero que Arnulfo aparezca. Y quizá Silvino». Durante el invierno, Caballo se las arregló para juntar una buena bolsa de premios; no solo estaba poniendo su propio dinero, sino que también había sido contactado por Michael French, un triatleta tejano que hizo una fortuna con su empresa de TIC (Tecnologías de la Información). Mi artículo en Runner’s World había despertado la curiosidad de French y, aunque no podía participar, ofreció algo de dinero y maíz para los ganadores.
—Disculpa —dije— ¿has dicho que Arnulfo viene?
—Sí —asintió Caballo.
Tenía que estar bromeando. ¿Arnulfo? Ni siquiera me había dirigido la palabra, ya ni hablemos de correr conmigo. Si no se había dignado a correr con un tipo que había ido a rendirle homenaje a la misma puerta de su casa, ¿por qué se iba a molestar en atravesar las montañas para correr con una sarta de gringos a los que nunca había visto? Y Silvino; había conocido a Silvino la última vez que estuve aquí. Nos cruzamos con él de casualidad en Creel, justo después de cruzarnos con Caballo. Estaba en su camioneta y llevaban sus jeans, caprichoso fruto de la maratón que había ganado en California. ¿De dónde sacaba Caballo que Silvino se molestaría en asistir a la carrera? A Silvino ni siquiera se lo podía convencer de correr otra maratón tentándolo con la posibilidad de otro buen premio. Había aprendido lo suficiente de los tarahumaras, y de esos dos en particular, para saber que no había forma de que el clan Quimare tuviera intención de unirse.
«¡Los deportes en versión victoriana son fascinantes!». Ted seguía parloteando, ignorante del hecho de que, de pronto, parecía muy improbable que algún corredor tarahumara fuera a aparecer. «Esa fue la primera travesía por el Canal de la Mancha. ¿Han conducido alguna vez una bicicleta de rueda alta? El diseño es tan ingenioso…».
Dios, qué desastre. Caballo estaba frotándose las sienes; era casi medianoche y el solo hecho de estar rodeado de seres humanos le estaba produciendo dolor de cabeza. Jenn y Billy tenían un pelotón caído de latas de Tecate delante y estaban quedándose dormidos sobre la mesa. Yo me sentía abatido y notaba que tanto Eric como Luis habían percibido la tensión en el ambiente y empezaban a preocuparse. Pero Scott no; él estaba reclinado en su silla, divertido. Lo había captado todo y no parecía preocupado por nada.
—Mira, tengo que dormir —dijo Caballo.
Nos guió hasta un grupo de cabañas viejas al final del pueblo. Las habitaciones eran tan austeras como unas celdas, pero estaban inmaculadas y calentitas gracias a las ramas que crepitaban en unas estufas de leña. Caballo masculló algo y desapareció. El resto de nosotros se dividió en parejas. Eric y yo cogimos una habitación, Jenn y Billy se dirigieron a otra.
—¡Está bien! —dijo Ted, aplaudiendo—. ¿Quién va conmigo?
Silencio.
—Ok —dijo Scott—. Pero tendrás que dejarme dormir.
Cerramos nuestras puertas y nos sumergimos bajo una pila de frazadas de lana. El silenció se apoderó de Creel, hasta el punto de que lo último que Scott escuchó fue la voz de Ted Descalzo en la oscuridad. «Ok, cerebro —dijo Ted entre dientes—. Relájate. Es hora de serenarse».