Jenn y Billy se conocieron en el verano de 2002, después de que Billy terminara el primer año en la Universidad Virginia Commonwealth y volviera a casa para trabajar como salvavidas en Virginia Beach. Una mañana llegó a su caseta y se encontró con que la Suerte del Tonto lo había tocado de nuevo. Su nueva compañera parecía un comercial de cerveza Corona que había cobrado vida, una preciosidad que alcanzaba notas altas en todas las categorías que puntuaban para Cabeza de Chorlito: era una surfista, una ratona de biblioteca camuflada y una fiestera de armas tomar, cuyo viejo Mitsubishi tenía una silueta tamaño natural de Hunter S. Thompson apuntando un Magnum 44 dibujada sobre el capó. Pero, casi instantáneamente, Jenn comenzó a fastidiarlo. Se había fijado en la gorra de béisbol de la Universidad de Carolina del Norte que llevaba Billy y no iba a dejarlo en paz.
—¡Colega! —dijo Jenn—. Necesito esa gorra.
Jenn había ido a la Universidad de Carolina del Norte durante un año hasta que abandonó y se mudó a San Francisco para escribir poesía, así que si existía justicia kármica en esta playa era ella quien debía llevar una prenda de los Tar Heels y no un surfista niño bonito como él, que sólo llevaba la gorra para evitar que sus mechones de niño bonito le cayeran sobre los ojos.
—¡Está bien! —estalló Billy—. Es tuya.
—¡Genial!
—Si —continuó Billy—, corres hasta la playa en pelotas.
Jenn se rió.
—¡Hecho! En cuanto acabe el turno.
Billy negó con la cabeza.
—No. Ahora mismo.
Momentos después, ovaciones y silbidos brotaron desde el paseo marítimo mientras Jenn salía de un baño portátil con su traje de baño tirado en el suelo detrás de ella. ¡Así se hace, nena! Llegó hasta la siguiente caseta, a una manzana de distancia, se dio la vuelta y regresó atropellando a la multitud de madres y niños que ella misma debía proteger de, entre otras cosas, la desnudez total de universitarios fracasados haciéndose los locos. Increíblemente, Jenn no fue despedida (eso pasó después, cuando jodió la camioneta del capitán de los salvavidas metiendo un cangrejo vivo bajo el capó).
Durante momentos más tranquilos, Jenn y Billy hablaron largo rato de olas enormes y libros. Jenn adoraba tanto a los poetas beatniks que estaba planeando estudiar escritura creativa en la Escuela Jack Kerouac de Poética Incorpórea, siempre y cuando volviera a la universidad y obtuviera un título antes. Tiempo después leyó la autobiografía de Lance Armstrong, Mi vuelta a la vida, y se enamoró de un nuevo tipo de poeta guerrero.
Descubrió que Lance no era tan solo una bestia sobre una bicicleta. Era un filósofo, un beatnik tardío, un vagabundo del Dharma navegando por los mares de asfalto en busca de inspiración y experiencias puras. Sabía que Armstrong había superado un cáncer, pero no tenía idea de cuán cerca de la muerte había estado realmente. Para cuando Armstrong entró a quirófano, el tumor se había expandido por todo su cerebro, sus pulmones y testículos. Luego de la quimioterapia, quedó demasiado débil para siquiera caminar pero tenía que tomar una decisión urgente: ¿debía cobrar la póliza de seguro de un millón y medio de dólares o rechazarla e intentar reconstruirse a sí mismo y volver a ser un deportista de resistencia? Si cobraba la póliza, tenía la vida resuelta. Si la rechazaba y sufría una recaída, era hombre muerto; no tendría dinero, ni seguro médico, ni oportunidad alguna de llegar a los treinta años.
—A la mierda con el surf —soltó Billy. Había descubierto que lo importante de vivir al límite no era el peligro, era la curiosidad. Una curiosidad audaz, como la que había tenido Lance cuando se le daba por perdido, pese a lo cual había decidido comprobar si era capaz de reconstruir su cuerpo destrozado y volver a ser un campeón mundial. Como había hecho Kerouac cuando se lanzó a la carretera para luego escribir en una descarga despreocupada sin pensar en que su trabajo fuera a ver la luz de la imprenta. De esa forma, Jenn y Billy podían trazar una línea de ascendencia que pasaba por un escritor beatnik, un ciclista campeón y llegaba hasta una pareja de salvavidas de Virginia Beach adictos a la cerveza Pabst Blue Ribbon. No esperaban conseguir nada, así que podían intentarlo todo. Llamaban a la puerta de la audacia.
—¿Has oído alguna vez acerca de Mountain Masochist? —le preguntó Billy a Jenn.
—No, ¿quién es?
—Es una carrera, cabeza hueca. Cincuenta millas a través de las montañas.
Ninguno de los dos había corrido una maratón antes. Habían sido chicos de playa toda su vida, así que casi no habían visto las montañas, y ni hablar de correr por ellas. Ni siquiera iban a poder entrenar adecuadamente, la cima más alta cerca de Virginia Beach era una duna de arena. Una carrera de cincuenta millas por las montañas estaba muuuy por encima de sus posibilidades.
—Colega, suena genial —dijo Jenn—. Cuenta conmigo.
Necesitaban ayuda de la buena, así que Jenn buscó donde siempre miraba cuando necesitaba consejo. Y como de costumbre, sus borrachos fumadores favoritos aparecieron cuando más falta le hacían. Primero, ella y Billy se sumergieron en Los vagabundos del Dharma y empezaron a memorizar las descripciones que Jack Kerouac había hecho de la escalada a las montañas Cascadia.
«Intenta meditar mientras caminas. Limítate a andar mirando al suelo y sin mirar a los lados, y abandónate mientras el suelo desfila a tus pies», escribió Kerouac. «Las sendas son así: uno se siente flotar en el paraíso shakespeariano de Arden y cree que va a ver ninfas y pastores tocando el caramillo, cuando de repente se encuentra bajo un sol abrasador en un infierno de polvo y espinos y ortigas…, exactamente igual que la vida». «Todo nuestro enfoque de las carreras de montaña viene de Los vagabundos del Dharma», me diría después Billy. Y a la hora de buscar inspiración, Charles Bukowski hacía su entrada: «Si vas a intentarlo, ve hasta el final», escribió el autor de Barfly. «No hay sensación parecida/ Estarás a solas con los dioses/ y las noches arderán en llamas… Llevarás las riendas de la vida hasta/ la risa perfecta, es/ la única lucha digna que hay».
Poco después, los pescadores de la orilla empezaron a notar cosas raras cuando el sol caía todas las tardes sobre el Atlántico. Se oían cánticos entre las dunas —¡Visiooones! ¡Maldiciooones! ¡Alucinacioooones!— seguidos de la aparición de algún tipo de bestia humana de cuatro piernas que galopaba y aullaba. Conforme se acercaba, los pescadores pudieron comprobar que en realidad eran dos personas corriendo hombro con hombro. Una era una jovencita con un pañuelo del orgullo gay en la cabeza y un murciélago tatuado en el brazo, mientras que el otro, hasta donde alcanzaban a ver, parecía un hombre lobo de peso welter bajo la luz de la luna.
Antes de empezar sus carreras vespertinas, Jenn y Billy ponían una cinta de Allen Ginsberg leyendo «Aullido» en su Walkman. Cuando correr dejara de ser tan divertido como el surf, lo dejarían, según habían acordado. Así que para tener la misma sensación de deslizarse sobre el oleaje, la misma sensación de ser levantados y barridos de golpe, corrían al ritmo de la poesía beatnik.
«¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Arrastrados por el río americano!», gritaban mientras andaban con pasos felinos junto a la orilla del mar.
«¡Nuevos amores! ¡Loca generación! ¡Abajo sobre las rocas del Tiempo!»
Meses después, durante la carrera Old Dominion 100, unos voluntarios en la estación de socorro a mitad del trayecto oyeron el eco de unos alaridos que venía del bosque. Momentos después, una chica con coletas aparecía de entre los árboles. Se paró de manos pegando un brinco, pegó otro salto para caer sobre sus pies y empezó a boxear con su propia sombra. «¿Esto es todo, Old Dominion?», gritaba lanzando puñetazos al aire. El único miembro del equipo de apoyo de Jenn, Billy, la esperaba con su refrigerio de media carrera favorito: Mountain Dew y pizza de queso. Jenn dejó de boxear y cortó un trozo de pizza. Los voluntarios la miraban incrédulos.
—Cariño —le advirtió uno—. Será mejor que descanses un poco. En las carreras de cien millas, la mitad del camino no está hecho sino cuando faltan solo veinte millas.
—Ok —dijo Jenn. Y luego se limpió la grasa de la boca en su sostén de deporte, tragó un poco de gaseosa y salió disparada de nuevo.
—Tienes que hacer que baje el ritmo —le dijo uno de los voluntarios a Billy—. Está tres horas por debajo del récord vigente.
Enfrentarse a cien millas en la montaña no era como correr maratones de ciudad; si te metes en problemas cuando oscurece, deberás considerarte afortunado si consigues regresar.
Billy se encogió de hombros. Tras un año de romance con Jenn había aprendido que era capaz de cualquier cosa menos de actuar con moderación. Incluso cuando intentaba refrenarse, fuera lo que fuera que se acumulaba en su interior —pasión, inspiración, irritación, júbilo— inevitablemente encontraba la forma de salir disparado. Después de todo, esta era la mujer que se había inscrito en el equipo de rugby de la Universidad de Carolina del Norte y había establecido un estándar considerado inalcanzable durante los ciento setenta años de historia de este deporte: Demasiado Salvaje para las Fiestas de Rugby. «Se volvía tan loca que los tipos del equipo masculino la tumbaban en el suelo y la llevaban a rastras de vuelta a su habitación», contaba su mejor amiga de la universidad, Jessie Polini. Jenn siempre iba a máxima velocidad, preocupándose por las paredes de piedra una vez que se estrellaba contra ellas.
Esta vez, la pared llegó con fuerza en la señal de la milla setenta y cinco. Eran las seis de la tarde. El sol había dibujado un arco en el cielo desde que Jenn había empezado a correr a las cinco de la mañana y todavía le quedaba la distancia equivalente a una maratón. Esta vez no hubo boxeo según llegaba a la estación de socorro. Se detuvo frente a la mesa con comida, atontada por la fatiga, demasiado cansada para comer y con la cabeza demasiado confundida para decidir qué hacer. Todo lo que sabía era que si se sentaba, no sería capaz de levantarse.
—¡Vamos, cachorra! —gritó alguien.
Justo llegaba Billy, quitándose la chaqueta, debajo de la cual llevaba unos bermudas y una camiseta rockera con las mangas rotas. Hay maratonistas que celebran encantados que sus asistentes los acompañen durante las últimas dos o tres millas. Billy se iba a apuntar a una maratón entera. Jenn sintió cómo subía su ánimo. Cabeza de Chorlito. Qué tipo.
—¿Quieres un poco más de pizza? —preguntó Billy.
—Bah. Ni hablar.
—Bien. ¿Estás lista?
—Así es.
Los dos volvieron al camino. Jenn corría en silencio, se sentía mal y todavía estaba contemplando la posibilidad de regresar al puesto y abandonar la carrera. Billy la persuadía para quedarse tan solo con seguir ahí a su lado. Jenn batalló durante una milla, luego otra, y algo extraño empezó a ocurrir: su desesperación se convirtió en euforia, conforme iba sintiendo que, diablos, qué alucinante era deambular por esta naturaleza salvaje bajo una puesta de sol abrasadora, sintiéndose libre y desnuda y veloz, con la brisa fresca del bosque acariciando su piel sudada.
Hacia las diez y media de la noche, Jenn y Billy habían dejado atrás a todos los corredores menos uno. Jenn no solo terminó la carrera, sino que llegó segunda y se convirtió en la mujer más rápida en la historia de la carrera, rompiendo el antiguo récord por más de tres horas (su récord de 17:34 no ha sido superado hasta la fecha). Cuando el ranking nacional apareció unos meses después, Jenn descubrió que se encontraba entre los tres mejores corredores de cien millas de los Estados Unidos. Poco después, estableció un récord global: sus 14:57 en la Rocky Raccoon 100 fue —y sigue siendo— la marca más rápida en una carrera de montaña de cien millas jamás alcanzada por una mujer.
Ese agosto, una foto apareció en la revista UltraRunning. En ella puede verse a Jenn terminando una carrera de treinta millas en algún lugar perdido de Virginia. No había nada especial en su desempeño (obtuvo el tercer puesto), ni en su atuendo (unos shorts negros básicos y un sostén deportivo negro básico), ni siquiera en el trabajo de la cámara (poca luz, pobremente recortada). Jenn no estaba luchando a muerte con un contrincante, ni avanzando a grandes pasos sobre la montaña con la majestuosidad de una modelo de Nike, ni llegando jadeante hacia la gloria con una mueca de determinación arrebatadora. Todo lo que hacía era… correr. Correr y sonreír.
Pero había algo extrañamente conmovedor en esa sonrisa. Uno podía ver que lo estaba pasando en grande, como si no hubiera una sola cosa en la Tierra que prefiriese estar haciendo en ese momento, ni un solo lugar en todo el planeta donde prefiriese estar haciéndolo, nada fuera de este sendero perdido en medio del desierto apalache. Y aunque acababa de correr cuatro millas más que una maratón, se la veía ligera y despreocupada, con la mirada coqueta y la coleta bailándole alrededor de la cabeza, como baila una camiseta en el puño de un futbolista brasileño que acaba de anotar un gol. Su placer era a todas luces inconfundible, la hacía sonreír de una forma tan honesta y descuidada que parecía sumida en la vorágine de la inspiración artística.
Quizá lo estaba. Cada vez que una disciplina artística pierde la llama de la inspiración, que se ve debilitada por la endogamia intelectual y sus principios rectores devienen en rancia tradición, un ala radical eventualmente aparece para hacer volar todo por los aires y empezar la reconstrucción desde los cimientos. Los Jóvenes Pistoleros de la ultramaratón eran como los escritores de la Generación Perdida de los años veinte, los poetas beatniks de los cincuenta y los rockeros de los sesenta: eran muy pobres y eran ignorados y por tanto libres de cualquier atadura y expectativa. Eran artistas del cuerpo, jugando con la paleta de la resistencia humana.
—Entonces, ¿por qué no corres maratones? —le pregunté a Jenn cuando la llamé para entrevistarla acerca de los Jóvenes Pistoleros—. ¿Crees que podrías clasificarte para las pruebas eliminatorias a las Olimpiadas?
—Colega, en serio —me dijo—. La marca para clasificar está en 2:48. Cualquiera puede hacer eso.
Jenn podía correr una maratón en menos de tres horas vistiendo un bikini de hilo dental y tomándose una cerveza en la milla 23. Y lo haría, justo cinco días después de correr las cincuenta millas de una carrera en la Cordillera Azul.
—¿Y luego qué? —continuó Jenn—. Odio todo ese bombo alrededor de las maratones. ¿Cuál es el misterio? Conozco a una chica que está entrenando para las pruebas de clasificación, ¡y tiene programadas todas sus rutinas de entrenamiento de los próximos tres años! Hace trabajo de velocidad en pista casi todos los días. Yo no podría hacerlo, amigo. Se suponía que iba a correr con ella un día a las seis de la mañana, y la llamé a eso de las dos de la mañana para decirle que estaba sumergida en margaritas y que probablemente no iba a llegar.
Jenn no tenía ni entrenador ni programa de entrenamiento, ni siquiera tenía un reloj propio. Tan solo salía de la cama cada mañana, comía una hamburguesa vegetariana y corría tan lejos y tan rápido como quería, lo que normalmente terminaban siendo unas veinte millas. Luego se montaba en el patinete que compró en lugar de un vale de estacionamiento y salía disparada a clase en la Universidad de Old Dominion, donde acababa de matricularse y estaba consiguiendo muy buenos resultados.
—Nunca he hablado de esto con nadie porque suena pretencioso, pero empecé a correr ultramaratones para convertirme en mejor persona —me dijo Jenn—. Pensé que si uno podía correr cien millas, alcanzaría el estado zen. Que sería el puto Buddha, trayendo paz y sonrisas al mundo. No ha funcionado para mí, sigo siendo la misma gamberra que era antes, pero ahí está la esperanza de que te convertirá en la persona que quieres ser, una persona mejor, en paz.
Y luego continuó:
—Cuando estoy metida en una carrera larga, lo único que importa en esta vida es terminar la carrera. Por una vez, mi cabeza no está diciendo bla bla bla bla todo el tiempo. Todo se calma y fluye. Soy solo yo y el desplazamiento y el movimiento. Por eso lo adoro… ser una bárbara corriendo por el bosque.
Escuchar a Jenn era como entrar en contacto con el fantasma de Caballo Blanco.
—Es curioso pero suenas igual que este tipo que conocí en México —le dije—. Estoy yendo para allá dentro de unas semanas para una carrera que está organizando con los tarahumaras.
—¡Ni hablar!
—Es probable que venga Scott Jurek también.
—¡Estás de broma! —exclamó la Buddha en ciernes—. ¿En serio? ¿Podemos mi amigo y yo? Oh no. Mierda. Tenemos exámenes parciales esa semana. Voy a tener que engañarlo para que acepte. Dame hasta mañana, ¿de acuerdo?
A la mañana siguiente, según lo prometido, recibí un email de Jenn:
Mi madre piensa que eres un asesino en serie que va a matarnos en el desierto. Bien vale la pena el riesgo. ¿Dónde nos encontramos?