21

—Prepárense para conocer a su dios —dije conforme entrábamos al bar del hotel—, apurando una cerveza bien helada.

Scott estaba en un taburete, sorbiendo una Fat Tire Ale. Billy soltó su petate y le extendió la mano, mientras que Jenn se quedaba detrás de él. Casi no lo había dejado hablar durante el trayecto, pero ahora, en presencia de Scott, la joven se había quedado sin palabras. Al menos eso pensaba yo, hasta que vi la mirada en sus ojos. No es que tuviese un ataque de timidez, estaba escudriñándolo. Scott quizá fuera a dar caza a los tarahumaras, pero tendría que mantener un ojo puesto sobre su posible cazadora.

—¿Ya estamos todos? —preguntó Scott.

Eché un vistazo alrededor y conté cabezas. Jenn y Billy estaban pidiendo cervezas. Detrás de ellos estaba Eric Orton, un entrenador de deportes de aventura de Wyoming que llevaba un buen tiempo estudiando a los tarahumaras y me había convertido en su proyecto personal de recuperación tras la catástrofe. Durante los últimos nueve meses habíamos estado en contacto todas las semanas, a veces a diario, sumidos en el intento de Eric por hacer de mí, una ruina astillada, un ultramaratonista irrompible. Su presencia era la única con la que contaba al cien por cien; aun cuando tuviera que dejar a su mujer y su hija recién nacida en medio del feroz invierno de Wyoming, no había posibilidad alguna de que se quedara sentado en su sofá mientras yo ponía a prueba su trabajo. Yo le había dicho directamente que estaba equivocado y no había forma de que pudiera correr cincuenta millas; ahora, ambos íbamos a tener la oportunidad de saber quién tenía razón. Rodeando a Scott se encontraban Luis Escobar y su padre, Joe Ramírez.

Luis no era solo un ultramaratonista que había ganado la H.U.R.T. 100 y había corrido ya en Badwater, sino que era uno de los mejores fotógrafos deportivos del medio (su arte, por supuesto, se beneficiaba del hecho de que sus piernas podían llevarlo a lugares donde ningún otro fotógrafo llegaba). De casualidad, Luis había llamado a Scott recientemente para asegurarse de que se verían en Coyote Fourplay, una fiesta semisecreta a la que se accede sólo por invitación, descrita como «cuatro días de orgía imbécil que incluyen cabezas de coyotes amputadas, aperitivos envenenados, ropa interior colgada de los árboles y ciento veinte millas de camino que desearás haberte perdido».

Fourplay tiene lugar cada año en febrero, en una apartada región de Oxnard, California, y tiene como propósito dar a un pequeño grupo de ultramaratonistas la oportunidad de darse azotes en los traseros y luego pegar con cola esos mismos traseros a la taza del retrete. Cada día, los asistentes a Fourplay corren entre treinta y cincuenta millas por rutas señaladas con calaveras de coyotes y ropa interior femenina. Cada noche, se enfrentan en torneos de bolos, concursos de talentos e interminables bromas, como reemplazar barritas energéticas ProBar por comida para gato congelada y echar pegamento en la parte interna de los envoltorios. Fourplay era una batalla campal para amateurs que adoraban correr duro y el juego brusco; no era para profesionales preocupados por sus cronogramas de carreras y compromisos publicitarios. Naturalmente, Scott nunca se la perdía.

Hasta el año 2006. «Lo siento, ha surgido algo», le dijo Scott a Luis. Cuando Luis escuchó de qué se trataba, el corazón le dio un brinco. Nadie había conseguido fotografiar a los corredores tarahumara volando en su propio terreno y había una buena razón para ello: los tarahumaras corrían por diversión y tener demonios blancos por ahí no era su idea de diversión. Sus carreras eran espontáneas y privadas y absolutamente ocultas para el ojo foráneo. Pero si Caballo se salía con la suya, entonces unos pocos y afortunados demonios tendrían la oportunidad de cruzar la frontera tarahumara. Por primera vez, serían todos la Gente Que Corre juntos.

El padre de Luis, Joe, tenía el rostro de roble cincelado, la cola de caballo canosa y los anillos de turquesa de un sabio indio nativo americano, pero en realidad es un antiguo trabajador inmigrante, que a lo largo de sus sesenta y tantos años de trabajo duro había sido policía de carreteras de California, luego chef y finalmente se había convertido en un pintor con cierta debilidad por los colores y cultura de su México natal. Cuando Joe escuchó que su chico estaba yendo a su patria para ver a esos héroes ancestrales en acción, se clavó en sus trece e insistió en que él también iría. Solo el camino podría, casi literalmente, matarlo, pero esto no preocupaba a Joe. Este hijo de los campos de frutas era un superviviente, más aún que los ultrasementales que tenía alrededor.

—¿Y qué hay de ese tipo «descalzo»? —pregunté—. ¿Va a venir?

Unos meses antes, un tipo que se llamaba a sí mismo Ted Descalzo empezó a bombardear a Caballo con una riada de mensajes. El tipo parecía ser algo así como el Bruce Wayne de las carreras descalzas, el rico heredero de una fortuna californiana labrada en un parque de atracciones, dedicado en cuerpo y alma a luchar contra el mayor crimen cometido contra el pie humano: la invención de la zapatilla de deporte. Ted Descalzo (Barefoot Ted) creía que podíamos eliminar para siempre las lesiones del pie deshaciéndonos de nuestras Nike y estaba siempre dispuesto a dar el ejemplo: había corrido las maratones de Los Ángeles y Santa Clarita descalzo y había sido lo suficientemente rápido para clasificarse para la elitista maratón de Boston. Se rumoreaba que entrenaba corriendo descalzo en las montañas de San Gabriel y tirando de un coche con su mujer e hija montadas encima por las calles de Burbank. Ahora, iba a venir a México para conversar con los tarahumaras e investigar si la clave de su asombrosa resistencia se encontraba en sus pies casi descalzos.

—Me dejó un mensaje diciendo que llegaría más tarde —dijo Luis—. Así que creo que ya estamos todos. Caballo va a alucinar.

—¿Cuál es la historia de este tipo? —preguntó Scott.

Yo me encogí de hombros.

—Realmente no sé demasiado. Solo lo he visto una vez.

Scott frunció el ceño. Billy y Jenn se giraron hacia mí y ladearon las cabezas, más interesados ahora en lo que yo iba a decir que en sus cervezas. La atmósfera del grupo entero cambió de pronto. Segundos antes, todos bebían y charlaban, ahora de pronto, el silencio cayó y se sentía cierta tensión.

—¿Qué? —pregunté.

—Pensaba que eran muy buenos amigos —dijo Scott.

—¿Amigos? Ni por asomo —dije—. El tipo es todo un misterio. No sé ni siquiera dónde vive. Ni su verdadero nombre.

—¿Y cómo sabes entonces que es un tipo legal? —preguntó Joe Ramírez—. Mierda, podría ni siquiera conocer a los tarahumaras.

—Ellos lo conocen —dije—. Todo lo que puedo decirle está en el mensaje que les envié. Es un poco raro, es un corredor increíble y lleva mucho tiempo allá abajo. Esa es toda la información que tengo.

Todos nos sentamos y digerimos lo que acababa de decir, incluido yo. Entonces, ¿por qué estábamos confiando en Caballo? Me había dedicado tanto a entrenar para la carrera, que había olvidado que el verdadero reto era sobrevivir al viaje. No tenía idea de dónde estaba realmente Caballo, o adónde nos estaba llevando. Podía estar completamente loco o ser un feliz inepto, y el resultado hubiera sido el mismo: metidos en las barrancas, estaríamos muertos.

—¡Oye! —soltó Jenn—. ¿Qué planes tienen para esta noche, chicos? Le he prometido a Billy unas buenas margaritas.

Si el resto del grupo albergaba algún tipo de dudas, decidieron hacerlas a un lado. Scott y Luis y Eric y Joe estuvieron de acuerdo en meterse junto a Jenn y Billy en la camioneta de cortesía que nos daba el hotel y partir hacia el centro en busca de unos tragos. Yo no. Tenía un montón de millas por delante y quería descansar todo lo que fuera posible. A diferencia de ellos, yo ya había estado allá abajo. Y sabía lo que nos esperaba.

En algún momento a mitad de la noche, unos gritos cercanos me despertaron. Muy cercanos… como dentro de mi habitación. Y entonces un bang resonó en el baño.

—¡Billy, levantate! —gritó alguien.

—Déjame aquí, estoy bien.

—¡Tienes que levantarte!

Encendí las luces y vi a Eric Orton, el entrenador de deportes de aventura, de pie en el pasillo.

—Los chicos —dijo, agitando la cabeza—. No sé, colega.

—¿Están todos bien?

—No lo sé.

Me incorporé, todavía grogui, y caminé hasta la puerta del baño. Billy estaba tumbado dentro de la bañera con los ojos cerrados. Había vómito color rosa por toda su camiseta… y en el váter, y en el suelo. Jenn había perdido su ropa y lucía un moretón en el ojo; no llevaba más que unos shorts y un sujetador morado, y tenía el ojo izquierdo casi cerrado de la inflamación. Tenía a Billy sujeto de un brazo y estaba intentando ponerlo en pie.

—¿Puedes ayudarme a levantarlo? —preguntó Jenn.

—¿Qué le ha pasado a tu ojo?

—¿Qué quieres decir?

—¡Tan sólo déjenme aquí! —gritaba Billy, mientras se reía como un villano para luego desmayarse.

Jesús. Me puse en cuclillas encima de él y busqué algún lugar no pegajoso de donde agarrarme. Lo levanté por las axilas pero no encontré un área de carne blanda para agarrarlo. Billy era tan musculoso que intentar levantarlo era como alzar un trozo de carne magra. Eric y yo teníamos planeado compartir habitación, pero cuando Billy y Jenn aparecieron sin reserva ni, por lo que parecía, dinero para una habitación, optamos porque aterrizaran en nuestro cuarto. Y vaya si aterrizaron. Tan pronto como Eric logró montar el sofá cama, Jenn cayó encima como una bolsa de ropa sucia. Yo extendí a Billy a su lado, con la cabeza que le colgaba de un borde. Y alcancé a colocarle un cubo de basura debajo de la cara justo antes de que un nuevo río rosado empezara a manar. Cuando apagué las luces, seguía luchando con las arcadas.

De vuelta en el dormitorio adjunto, Eric me puso al tanto de lo ocurrido. Habían ido a un restaurante Tex-Mex, y mientras el resto comía, Jenn y Billy competían a ver quién bebía más margaritas tamaño pecera. En algún momento, Billy se alejó en busca del baño y nunca volvió. Jenn, mientras tanto, se divertía robándole el móvil a Scott cuando este intentaba despedirse de su mujer y gritando: «¡Socorro! ¡Estoy rodeada de penes!».

Por suerte, aquí fue cuando apareció Ted Descalzo. Una vez que llegó al hotel y escuchó que sus compañeros de viaje habían salido de copas, se dirigió a la furgoneta de cortesía del hotel y convenció al chófer de que lo llevara a buscarlos. En la primera parada, el chófer divisó a Billy durmiendo en el estacionamiento, así que lo arrastró hasta la furgoneta mientras Ted Descalzo iba en busca del resto. Jenn tenía toda la vitalidad que le faltaba a Billy. Durante el camino de vuelta al hotel, se la pasó saltando de asiento en asiento hasta que el chófer pegó un frenazo y amenazó con echarla del auto si no se quedaba quieta de una vez.

La jurisdicción del chófer, de todas formas, se limitaba a lo que ocurría dentro de la furgoneta. Cuando los dejó en la puerta del hotel, Jenn volvió a desatarse. Salió disparada hacia el hotel, una vez dentro derrapó por todo el lobby y se estrelló contra una fuente gigante llena de plantas acuáticas, golpeándose la cara contra el mármol y ganándose un ojo morado. Salió empapada agitando los puños repletos de follaje por encima de su cabeza, como si acabara de ganar el Derby de Kentucky.

«¡Señorita! ¡Señorita!», suplicaba una recepcionista consternada, antes de recordar que suplicar no suele funcionar con borrachos que caen en fuentes. «Contrólenla —advirtió al resto—, o se largan todos de aquí». Ahí lo tienes. Luis y Ted Descalzo redujeron a Jenn con un placaje y la llevaron a la fuerza hasta el ascensor. Jenn intentaba escabullirse, mientras que Scott y Eric arrastraban a Billy dentro. «¡Déjenme ir!», el personal del hotel podía oír a Jenn gimoteando mientras las puertas se cerraban. «¡Seré buena! Lo prometo…».

—Diablos —dije y comprobé la hora—. Tendremos que arrastrarlos y ponernos en marcha en cinco horas.

—Yo me encargo de Billy —dijo Eric—. Jenn es toda tuya.

Alrededor de las tres de la mañana sonó el teléfono.

—¿Señor McDougall?

—¿Hmm?

—Soy Terry de recepción. Su amiguita necesita que alguien la ayude a volver a la habitación. De nuevo.

—¿Eh? No, no es ella esta vez —dije mientras buscaba la luz—. Ella está justo… —Eché un vistazo en la habitación. Ni rastro de Jenn—. Bueno, ahora bajo.

Cuando llegué al lobby me encontré con Jenn en sujetador y shorts. Me lanzó una mirada de alegría, como diciendo: «¡Qué coincidencia!». A su lado se encontraba un muchachote con botas vaqueras y un cinturón con hebilla de rodeo. Lanzó un vistazo al ojo morado de Jenn, luego uno a mí, luego de vuelta al ojo de Jenn, como intentando decidir el momento justo de darme una paliza.

Aparentemente, Jenn se había levantado para ir al baño, pero se lo pasó de largo y terminó en medio del pasillo. Luego de desahogarse al lado de la máquina de gaseosas, escuchó música y decidió ir a explorar. Había una fiesta de boda al final del pasillo. «¡Hey!», gritó todo el mundo cuando Jenn metió la cabeza. «¡Hey!», gritó Jenn de vuelta, entrando bailando a conseguir un trago. Le hizo un baile sexy al novio, apuró una cerveza y esquivó a los chicos, que asumieron que la nena medio desnuda que había aparecido bamboleándose mágicamente a las tres de la mañana era su regalito sorpresa. Al final, Jenn logró escapar y terminó en la recepción del hotel.

—Cariño, no deberías beber así allá donde estás yendo —le dijo la recepcionista mientras Jenn se tambaleaba camino del ascensor—. De lo contrario te van a violar y dejar muerta en el camino.

La recepcionista sabía bien de lo que hablaba, nuestra primera parada camino de las barrancas era Ciudad Juárez, un pueblo fronterizo donde no rige ley alguna, al punto de que cientos de jovencitas de la edad de Jenn habían sido asesinadas y abandonadas en el desierto en los últimos años. Otras quinientas personas habían sido asesinadas en solo un año. Cualquier duda sobre quién manda en Juárez quedó resuelta cuando varias docenas de oficiales de policía renunciaron o fueron asesinados después de que los capos de la droga colgaran una lista con sus nombres en los postes de teléfono.

—Bueno —dijo Jenn, despidiéndose con la mano—. Siento lo de las plantas.

La subí de vuelta al sofá cama, y luego eché doble llave a la puerta para evitar cualquier posible escapada. Después comprobé la hora. Diablos, las 3:30. Teníamos que salir en noventa minutos o no alcanzaríamos a reunirnos con Caballo. En ese momento estaba yendo desde las barrancas hasta Creel. Desde ahí nos guiaría hasta las Barrancas del Cobre. Dos días después, todos teníamos que llegar a un punto específico en el camino de la cordillera de Batopilas, donde los tarahumaras estarían esperándonos. El problema eran los horarios de los autobuses a Creel; si salíamos tarde, no habría forma de saber a qué hora llegaríamos. Y sabía que Caballo no nos esperaría; no tenía que pensárselo siquiera entre dejarnos tirados o hacer esperar a los tarahumaras.

—Mira, ustedes tendrán que adelantarse —le dije a Eric cuando volví a la habitación—. El padre de Luis habla español, así que con él podrán llegar hasta Creel. Yo emprenderé el camino con estos dos tan pronto como sean capaces de caminar.

—¿Cómo vamos a encontrar a Caballo?

—Lo reconocerán. Es único en su especie.

Eric lo pensó.

—¿Estás seguro de que no quieres que meta a estos dos en vereda con un balde de agua helada?

—Suena tentador —dije—. Pero llegados a este punto los prefiero dormidos.

Como una hora después, escuchamos ruido en el baño.

—No hay nada que hacer —máscullé, levantándome para ver quién estaba vomitando.

Pero me encontré con Billy jabonándose en la ducha y Jenn cepillándose los dientes.

—Buenos días —dijo Jenn—. ¿Qué le ha pasado a mi ojo?

Media hora después, los seis estábamos en la furgoneta del hotel atravesando a toda prisa las húmedas calles de la mañana de El Paso, con dirección a la frontera mexicana. Teníamos que cruzar hasta Juárez, luego saltar de bus en bus atravesando el desierto de Chihuahua hasta el borde de las barrancas. Aun con la suerte de nuestro lado, teníamos por delante por lo menos quince horas de destartalados autobuses mexicanos hasta llegar a Creel.

—El hombre que me dé una Mountain Dew puede poseer mi cuerpo —dijo Jenn con la voz ronca, los ojos cerrados y la cara frente a la brisa que entraba por la ventana de la furgoneta—. Y el de Billy.

—Si corren de la misma manera que salen de juerga, los tarahumaras no tienen ninguna oportunidad —me dijo entre dientes Eric—. ¿Dónde encontraste a estos dos?