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Todo comenzó con una pregunta sencilla que nadie podía responder. Era un acertijo de seis palabras que me llevó hasta la foto de un hombre veloz que vestía una falda muy corta, y a partir de ahí el asunto se volvió cada vez más extraño. No mucho después, me encontré tratando con un asesino, guerrillas de narcotraficantes y un hombre con un solo brazo y un bote de queso crema atado a la cabeza. Conocí a una preciosa guardabosques rubia que se deshizo de su ropa y encontró la salvación corriendo desnuda por los bosques de Idaho, y a una joven surfista con coletas que corrió directa hacia la muerte en pleno desierto. Un talentoso y joven corredor moriría. Otros dos se salvarían por los pelos.

Seguí buscando y cruzándome en el camino con Batman Descalzo… El Tipo Desnudo… Bosquimanos del Kalahari… El Amputado de la Uña del Pie… una secta consagrada a carreras de larga distancia y fiestas sexuales… El Hombre Salvaje de las Montañas Blue Ridge… y, finalmente, la antigua tribu de los tarahumaras y su misterioso discípulo, Caballo Blanco.

Al final, obtendría mi respuesta, pero sólo después de encontrarme en medio de la más grande carrera que el mundo jamás había visto: la mayor competición de carreras a pie, un enfrentamiento clandestino en el que compitieron algunos de los mejores corredores de ultramaratón de nuestros tiempos contra los mejores corredores de todos los tiempos, una carrera de cincuenta millas por caminos ocultos hasta entonces sólo transitados por los tarahumaras. Me sorprendí al descubrir que el viejo proverbio del Tao Te Ching: «El buen caminante no deja huellas», no era un sutil koan[1] sino un consejo de entrenamiento real y concreto.

Y todo porque en enero de 2001 le pregunté a mi médico:

—¿Por qué me duele el pie?

Había ido a ver a uno de los mejores especialistas en medicina deportiva del país porque un picahielos invisible me estaba atravesando la planta del pie. La semana anterior había salido al campo nevado para correr unas meras tres millas cuando de pronto lancé un aullido de dolor, sujetándome el pie derecho y lanzando maldiciones mientras me derrumbaba sobre la nieve. Cuando logré controlarme, eché un vistazo a mi pie para ver cuánto estaba sangrando. Me habría atravesado el pie una roca afilada, pensé, o habría sido un viejo clavo incrustado en el hielo. Pero no había ni una gota de sangre, ni agujero alguno en la suela de la zapatilla.

—Su problema es que corre —me confirmó el doctor Joe Torg cuando llegué cojeando a su consulta unos días después.

Él debía saberlo. El doctor Torg no sólo había ayudado a crear la especialidad misma de medicina deportiva sino que era el coautor de The Running Athlete, el más completo análisis radiográfico de todas las posibles lesiones relacionadas con el correr. Me hizo unas pruebas de rayos X y me observó cojear un poco, para luego determinar que me había lesionado el cuboides, un grupo de huesos paralelo al arco del pie cuya existencia yo ignoraba hasta que se las ingenió para reconvertirse en una especie de Taser[2] interno.

—Pero si corro muy poco —dije—. Algo así como dos o tres millas cada dos días. Y ni siquiera sobre el asfalto, corro sobre todo en caminos de tierra.

No importa.

—El cuerpo humano no está diseñado para soportar esa clase de abuso —respondió el doctor Torg—. Especialmente el de usted.

Sabía exactamente lo que quería decir. Dado que mido un metro ochenta y peso unos cien kilos, me han dicho muchas veces que la naturaleza pretendía que los tipos de mi tamaño nos colocáramos debajo del aro de baloncesto o detuviéramos las balas dirigidas al presidente del país, no que sacudiéramos el pavimento con nuestros corpachones. Y desde que había llegado a los cuarenta, había empezando a comprender por qué. En los cinco años desde que había dejado de jugar baloncesto para intentar convertirme en maratonista, me había desgarrado los ligamentos (dos veces), estirado el tendón de Aquiles (repetidas veces), torcido los tobillos (ambos, alternamente), sufrido dolores en el arco del pie (regularmente) y tenido que bajar escaleras de espaldas y en puntas de pie porque tenía los talones destrozados. Y ahora, aparentemente, el último punto dócil de mis pies se había unido a la rebelión.

Lo extraño era que, aparte de eso, yo parecía indestructible. Dado que soy escritor para la revista Men’s Health, además de uno de los columnistas originales de la sección «Hombre Inquieto» de Esquire, buena parte de mi trabajo ha requerido experimentar con deportes semiextremos. He descendido por aguas rápidas de clase IV en una tabla de bodyboard, hecho sandboard en dunas enormes y conducido una bicicleta de montaña a través de las tierras baldías de Dakota del Norte. También he sido corresponsal de tres guerras distintas para la Associated Press, además de haber pasados unos cuantos meses en las regiones más inhóspitas de África, todo sin el menor rasguño. Pero resulta que corro unas pocas millas y, de pronto, me estoy revolcando en el suelo de dolor como si una bala perdida me hubiera penetrado el abdomen.

En cualquier otro deporte, un indice de lesiones como este me convertiría en un caso anormal. Entre los corredores es lo habitual. Los mutantes de verdad son aquellos corredores que no se lesionan. Hasta ocho de cada diez se lastiman cada año. No importa cuánto pesas, si eres rápido o lento, un campeón de maratones o tan sólo resoplas un poco los fines de semana, tienes tantas probabilidades como cualquier otro de destrozarte las rodillas, canillas, ligamentos, cadera o talones. La próxima vez que estés por empezar la carrera del Turkey Trot[3], echa un vistazo a tu derecha e izquierda: según las estadísticas, sólo uno de vosotros regresará para la carrera del Jingle Bell[4].

Ningún invento ha podido reducir la carnicería. Hoy en día es posible comprar zapatillas para correr con resortes de acero incorporados a la suela o unas Adidas que ajustan la amortiguación de tus pisadas gracias a un microchip, pero el índice de lesiones no ha bajado ni un ápice en treinta años. Por el contrario, ha aumentado; las roturas de tendón de Aquiles han incrementado en un diez por ciento. Correr parecería ser la versión atlética de conducir en estado de ebriedad: puedes salir ileso durante un tiempo, quizá incluso te diviertas, pero el desastre está esperándote a la vuelta de la esquina.

«Vaya sorpresa», comenta sarcásticamente la medicina deportiva. Aunque no exactamente de esa forma. Más bien así: «Los atletas cuyo deporte involucra correr ponen una enorme presión sobres sus piernas». Es por ello que el Sports Injury Bulletin ha dicho: «Cada pisada golpea cada una de sus piernas con una fuerza equivalente al doble de su masa corporal. De la misma manera que un martilleo constante en una roca de apariencia impenetrable eventualmente la convertirá en polvo, la carga del impacto relacionado con correr puede en última instancia dañar tus huesos, cartílagos, músculos, tendones y ligamentos».

Un informe de la Asociación Americana de Cirujanos Ortopédicos concluye que las carreras de larga distancia son «una amenaza intolerable a la integridad de la rodilla». Y en lugar de golpear una «roca impenetrable», estamos castigando uno de los puntos más sensibles de nuestro cuerpo. ¿Sabes qué tipo de terminaciones nerviosas se encuentran en tus pies? Las mismas que interconectan tus genitales. Tus pies son como un balde de pesca lleno de neuronas sensoriales, todas ellas retorciéndose en busca de sensaciones. Estimula esas terminaciones nerviosas sólo un poco y el impulso se disparará a través de todo tu sistema nervioso; es por esto que las cosquillas en las plantas de los pies pueden sobrecargar la base de control y causarte un espasmo en todo el cuerpo.

No es de extrañar que los dictadores sudamericanos tengan una debilidad por los pies cuando se trata de doblegar voluntades férreas; el «bastinado,» una técnica de tortura que implica atar a la víctima y azotarle las plantas de los pies, fue desarrollado por la Inquisición española y después adoptado con entusiasmo por los sádicos más enfermizos del mundo. Los Jemeres Rojos y el siniestro hijo de Saddam Hussein, Uday, fueron grandes aficionados al bastinado, ya que conocían bien su anatomía. Únicamente el rostro y las manos pueden compararse con los pies en su habilidad para la mensajería instantánea con el cerebro. Cuando se trata de percibir la caricia más delicada o el más diminuto grano de arena, tu dedo gordo del pie está tan bien equipado como tus labios o las yemas de tus dedos.

—Entonces, ¿no hay nada que pueda hacer? —pregunté al doctor Torg.

Se encogió de hombros.

—Puedes seguir corriendo, pero volverás por más de estas —dijo, golpeando con la punta del dedo la enorme aguja llena de cortisona que estaba a punto de clavarme en la planta del pie.

También iba a necesitar unas plantillas ortopédicas (cuatrocientos dólares) para introducir en mis zapatillas de control de movimiento (ciento cincuenta o más, y dado que necesito un par extra para alternarlos, digamos trescientos dólares). Pero todo esto tan solo pospondría el artículo verdaderamente costoso: mi próxima e inevitable visita a su consultorio.

—Ahora, ¿qué le recomiendo? —concluyó el doctor Torg—. Cómprese una bicicleta.

Le di las gracias, prometiendo seguir sus consejo, e inmediatamente después acudí a otro médico a sus espaldas. El doctor Torg estaba haciéndose mayor, comprendí; quizás se había vuelto algo conservador en sus recetas y algo demasiado rápido a la hora de administrar cortisona. Un médico amigo me recomendó un podólogo que era además maratonista, así que solicité una cita para la siguiente semana.

El podólogo me tomó otra placa de rayos X, luego me exploró el pie con sus pulgares.

—Parece que tiene el síndrome del cuboides —concluyó—. Puedo combatir la inflamación con un poco de cortisona, pero va a necesitar plantillas ortopédicas.

—Demonios —mascullé—. Es justo lo que me dijo Torg.

Había empezado a dejar la habitación en busca de una aguja, pero se detuvo de pronto.

—¿Ha visto ya a Joe Torg?

—Sí.

—¿Ha recibido ya una inyección de cortisona?

—Hmm, sí.

—Entonces, ¿qué hace aquí? —preguntó, impaciente y algo desconfiado de repente, como si pensara que yo realmente disfrutaba recibir pinchazos de aguja en la parte más sensible de mi pie. Quizá sospechaba que yo era un toxicómano sadomasoquista, adicto al dolor y a los analgésicos.

—¿Es consciente de que el doctor Torg es el padrino de la medicina deportiva? Sus diagnósticos son normalmente muy respetados.

—Lo sé. Tan sólo quería una segunda opinión.

—No voy a ponerle más cortisona, pero podemos arreglar una cita para tomar las medidas de las plantillas ortopédicas y debería pensar en encontrar otro deporte que no sea correr.

—Suena bien —dije.

El ortopedista era mejor corredor de lo que yo sería nunca y acababa de confirmar el veredicto de otro médico, a quien de buena gana se refería como el sensei de los especialistas en medicina deportiva. No había discusión alguna acerca de su diagnóstico. Así que empecé a buscar otro médico. No es que yo sea así de testarudo. Ni siquiera es que esté tan loco por correr. Si sumo todas las millas que he corrido, la mitad fueron un doloroso suplicio. Pero quizá diga algo el que, pese a no haber leído El mundo según Garp en veinte años, no haya olvidado una pequeña escena y no precisamente la que ustedes creen: me refiero a la manera en que Garp saltaba por la puerta en medio de un día laboral para echar una carrera de cinco millas. Hay algo tan universal en esa sensación, la forma en que correr reúne dos de nuestros impulsos más primarios: el miedo y el placer. Corremos cuando estamos asustados, corremos cuando estamos extasiados, corremos huyendo de nuestros problemas y correteamos en busca de diversión.

Y cuando las cosas empeoran, corremos más. En tres ocasiones, Estados Unidos ha visto ascender enormemente las carreras de larga distancia, y las tres veces han tenido lugar en medio de una crisis nacional. El primer boom ocurrió durante la Gran Depresión, cuando más de doscientos corredores impusieron la tendencia corriendo cuarenta millas diarias a través del país en la denominada Great American Footrace. Correr luego decayó, para volver a ponerse de moda en los años setenta, cuando el país luchaba por recuperarse de Vietnam, la Guerra Fría, las revueltas raciales, un presidente criminal y el asesinato de tres líderes amados. ¿Y el tercer boom? Un año después de los ataques del 11 de septiembre, las carreras de montaña se convirtieron de pronto en el deporte al aire libre de más rápido crecimiento en el país. Quizá fue una coincidencia. O quizá hay un disparador en la psique humana, una respuesta codificada que activa nuestra primera y mejor habilidad de supervivencia cuando sentimos a depredadores acercándose. En términos de liberación de estrés y placer sensual, correr es lo que tienes en tu vida antes de conocer el sexo. El equipo y el deseo vienen de fábrica, todo lo que necesitas es ponerte en marcha y disfrutar del viaje.

Eso es lo que yo estaba buscando; no un pedazo de plástico caro para meter en mi zapatilla, ni una dosis mensual de analgésicos, tan sólo una manera de ponerme en marcha sin romperme en pedazos. Yo no adoraba correr, pero quería hacerlo. Y eso fue lo que me llevó a la puerta de un tercer médico: la doctora Irene Davis, experta en biomecánica y jefa de la Running Injury Clinic (Clínica de lesiones relacionadas con el correr) de la Universidad de Delaware.

La doctora Davis me colocó sobre una cinta de correr, primero descalzo y luego con tres tipos diferentes de zapatillas. Me hizo correr, trotar y correr a toda prisa. Me hizo caminar de aquí para allá sobre unas plataformas de fuerza para medir el impacto de mis pisadas. Luego observé horrorizado el video. En la imagen mental que me he hecho, soy tan ligero y veloz como un navajo cazando. El tipo de la imagen, sin embargo, era el monstruo de Frankenstein intentando bailar tango. Me balanceaba tanto que mi cabeza desaparecía de la parte superior del cuadro. Mis brazos se zarandeaban hacia adelante y atrás como un árbitro señalando safe en la base de home, mientras que mis pies número 46 caían tan pesados que sonaba como si el video tuviera de fondo un redoble de bongós. Por si esto fuera poco, la doctora Davis puso el video en cámara lenta, así que pudimos fijarnos con detenimiento y apreciar la manera en que mi pie derecho se torcía hacia fuera, mi rodilla izquierda se hundía y mi espalda se encorvaba y sacudía de tal forma que parecía que alguien debía clavarme una billetera entre los dientes y llamar a una ambulancia. ¿Cómo demonios lograba avanzar con todo ese tambaleo de arriba a abajo, de lado a lado, como un pescado intentando escapar de un anzuelo?

—Ok —dije—. Entonces, ¿cuál es la manera correcta de correr?

—Esa es la eterna pregunta —respondió la doctora Davis.

Y en cuanto a la eterna respuesta… bueno, era complicada. Quizá enderezaría mis zancadas y obtendría una mejor amortiguación del impacto si apoyaba primero la parte media del pie, más rolliza, en lugar del huesudo talón. Pero, quizá sólo estaría cambiando un problema por otro. Al hacer unos pequeños ajustes en mi forma de andar podía de pronto sobrecargar el talón y el tendón de Aquiles con una tensión a la que no están habituados y así enfrentarme con un nuevo lote de lesiones.

—Correr es duro para las piernas —dijo la doctora Davis.

Era tan amable y escrupulosa. Podía imaginar lo que estaba pensando: «Especialmente sus piernas, grandullón».

Había vuelto justo al lugar donde había empezado. Después de meses de ver especialistas y buscar estudios médicos en la Web, todo lo que había conseguido era ver cómo mis preguntas me eran devueltas:

—¿Por qué me duele el pie?

—Porque correr es malo para ti.

—¿Por qué correr es malo para mí?

—Porque hace que te duela el pie.

¿Pero por qué? A los antílopes no les duelen las espinillas. Los lobos no tienen que aplicarse hielo en las rodillas. Dudo que el ochenta por ciento de los caballos salvajes queden discapacitados por lesiones de impacto. Lo cual me recuerda un proverbio atribuido a Roger Bannister, quien, mientras estudiaba medicina, trabajaba como investigador clínico y escribía parábolas concisas, se convirtió en el primer hombre en bajar de la marca de cuatro minutos por milla: «Cada mañana una gacela se despierta en África. Esa gacela sabe que debe correr más rápido que el león más veloz o de lo contrario morirá. Cada mañana en África, un león se despierta. Y sabe que debe correr más rápido que la gacela más lenta, o pasará hambre. No importa si eres la gacela o el león, cuando el sol sale, será mejor que estés corriendo».

Así que, ¿por qué todos los demás mamíferos están capacitados para depender de sus piernas excepto nosotros? Ahora que lo pienso, ¿cómo un tipo como Bannister puede salir corriendo del laboratorio todos los días, machacarse en una dura pista de carreras llevando unas pantuflas de cuero, y no solo conseguir ganar velocidad sino, además, no lesionarse nunca? ¿Cómo es que algunos de nosotros podemos correr como un león o como Bannister cuando el sol aparece cada mañana, mientras que el resto necesitamos un buen puñado de ibuprofeno antes de poner siquiera un pie sobre el suelo?

Estas eran preguntas muy buenas. Pero yo estaba a punto de descubrir que los únicos que conocían las respuestas —los únicos que vivían las respuestas— no estaban hablando.

Especialmente con alguien como yo.

En el invierno de 2003, estaba en una misión de trabajo en México cuando empecé a hojear una revista de viajes en español. De pronto, una foto de Jesucristo corriendo por una pendiente de rocas me llamó la atención. Una inspección más detallada reveló que si bien podía no ser Jesucristo, sin lugar a dudas se trataba de un hombre en bata y con sandalias corriendo hacia abajo en una montaña de escombros. Empecé a traducir el pie de foto, pero no alcanzaba a entender por qué estaba en tiempo presente; parecía una fantasiosa leyenda acerca de un extinto imperio de superhombres evolucionados. Poco a poco fui entendiendo que tenía razón, excepto por los adjetivos «extinto» y «fantasiosa».

Me encontraba en México buscando a una desaparecida estrella pop y su secta de lavadores de cerebros para el New York Times Magazine, pero el artículo que tenía que escribir de pronto me pareció soporífero comparado con el que estaba leyendo. Las estrellas pop fugitivas y extravagantes van y vienen, pero los tarahumaras parecían vivir por siempre. Abandonada a su suerte en sus misteriosos escondites de los cañones, esta pequeña tribu de ermitaños había logrado resolver casi todos los problemas conocidos por el hombre. Piensa en cualquier categoría —mente, cuerpo o alma— y los tarahumaras estaban acercándose a la perfección. Parecía que hubieran convertido secretamente sus cuevas en incubadoras de premios Nobel, todos trabajando en pos de acabar con el odio, las afecciones cardíacas, los dolores de espinillas y el efecto invernadero.

En la tierra de los tarahumaras no existía el crimen, la guerra ni el robo. No había corrupción, obesidad, drogadicción, avaricia, violencia doméstica, abuso de menores, afecciones cardíacas, problemas de presión arterial o emisiones de carbono. Los tarahumaras no enferman de diabetes, ni se deprimen, ni siquiera envejecen: los hombres de cincuenta años vencen a los adolescentes, y los abuelos de ochenta pueden correr montaña arriba distancias maratonianas. Su tasa de afectados por el cáncer era casi inexistente. El genio de los tarahumaras incluso alcanzaba la economía, ya que habían creado un sistema financiero único, basado en una bebida alcohólica y en aleatorios actos de desprendimiento: en lugar de dinero, intercambiaban favores y cubas de cerveza de maíz.

Uno esperaría que una economía alimentada por alcohol y obsequios degenerase en una disputa de borrachos peleando a dos puños, como apostadores arruinados en el bar de un casino, pero en el mundo de los tarahumaras, funcionaba. Quizá debido a que los tarahumaras son trabajadores e inhumanamente honestos; incluso un investigador ha llegado a especular con que tras tantas generaciones de honestidad, el cerebro tarahumara era químicamente incapaz de producir mentiras.

Y como si ser las personas más amables y felices del planeta no fuera suficiente, los tarahumaras eran además los más fuertes: pareciera que su única característica capaz de rivalizar con esa serenidad sobrehumana era su tolerancia sobrehumana al dolor y la «lechuguilla,» un espantoso tequila casero hecho con restos de serpiente cascabel y savia de cactus. Según uno de los pocos forasteros que había presenciado una fiesta como Dios manda de los tarahumaras, los asistentes se emborrachaban tanto que las mujeres luchaban entre ellas arrancándose la ropa que les cubrían los senos, mientras que un anciano guasón intentaba arponearles el trasero con una mazorca de maíz. Los hombres, mientras tanto, contemplaban la escena paralizados con la mirada perdida. Las barrancas en plena luna de cosecha no tienen nada que envidiarle a Cancún en spring break.

Luego de festejar toda la noche así, los tarahumaras se despiertan a la mañana siguiente para enfrentarse en una carrera que puede durar no dos millas, ni dos horas, sino dos días enteros. Según el historiador mexicano Francisco Almada, un campeón tarahumara corrió una vez 435 millas, el equivalente a salir a correr en Nueva York y no detenerte hasta llegar a Detroit. Otros informes hablan de corredores tarahumara recorriendo 300 millas cada uno. Eso son casi doce maratones seguidas, mientras el sol sale, se pone y vuelve a salir.

Y los tarahumaras no van sobre caminos lisos y pavimentados sino que recorren escarpados senderos en los cañones, moldeados por sus propios pies. Lance Armstrong es uno de los más grandes atletas de resistencia de todos los tiempos, y sólo podría arrastrar los pies a lo largo de su primera maratón si no tomara su ración de gel energético casi cada milla (Mensaje de texto de Lance a su ex mujer tras la maratón de Nueva York: «Oh. Dios. Mío. Ay. Espantoso».). ¿Y aun así estos tipos estaban echándose doce de golpe?

En 1971, un fisiólogo americano llegó haciendo senderismo a las Barrancas del Cobre y quedó tan asombrado por la forma atlética de los tarahumaras que tuvo que retroceder veintiocho siglos para encontrar una vara de medir que se ajustara al caso. «Probablemente nadie desde los tiempos de los antiguos espartanos ha conseguido un estado físico comparable», concluyó el doctor Dale Groom al publicar sus descubrimientos en el American Heart Journal. A diferencia de los espartanos, sin embargo, los tarahumaras son tan benignos como los bodhisattvas[5]; no utilizan su fuerza para dar palizas sino para vivir en paz. «Como cultura, son uno de los mayores misterios sin resolver», dice el doctor Daniel Noveck, antropólogo de la Universidad de Chicago especializado en los tarahumaras.

Son tan misteriosos que, incluso, son conocidos por un alias. Su nombre real es rarámuri, que significa «la gente que corre». Fueron apodados «tarahumaras» por los conquistadores que no entendían su lengua tribal. El nombre ilegítimo quedó porque los rarámuris hicieron honor a su nombre original, huyendo en lugar de quedarse a discutir el asunto. Esa manera de responder a las agresiones poniendo tierra de por medio, es característica de los rarámuris. Desde que Cortés y sus invasores de armadura llegaron tintineando a estas tierras hasta los capos mexicanos de la droga, pasando por las invasiones de Pancho Villa y sus jinetes temerarios, los tarahumaras han respondido siempre a los ataques corriendo más lejos y más rápido que cualquiera, refugiándose en zonas aún más profundas de las barrancas.

«Dios, deben ser increíblemente disciplinados», pensé. «Enfoque y dedicación total. Los monjes Shaolin de las carreras».

Bueno, no realmente. A la hora de prepararse para la maratón, los tarahumaras prefieren un estilo carnaval. En lo que a dieta, estilo de vida y ardor estomacal se refiere, son la pesadilla de cualquier entrenador de atletismo. Beben como si estuvieran celebrando el Año Nuevo una vez a la semana, ingiriendo suficiente cerveza de maíz a lo largo del año como para pasar cada tercera parte de los días de su vida adulta borrachos o con resaca. A diferencia de Lance, los tarahumaras no reponen energía con bebidas para deportistas ricas en electrolitos. No recuperan fuerzas con barras de proteínas entre ejercicios; de hecho, casi no comen proteínas, se alimentan de poco más que maíz molido acompañado de su manjar favorito: ratón a la barbacoa. Cuando se aproxima el día de la carrera, los tarahumaras no entrenan ni reducen distancias como parte de su preparación. No estiran ni calientan. Tan solo se acercan a la línea de partida riendo y haciendo bromas… y luego corren como alma que lleva el diablo durante las próximas cuarenta y ocho horas.

«¿Cómo es posible que no se lesionen?», me pregunté. Es como si un empleado de oficina hubiera colocado las estadísticas en las columnas equivocadas: ¿No deberíamos ser nosotros —los que tenemos zapatillas de tecnología punta y plantillas hechas a medida— los que no estuviéramos heridos, y los tarahumaras —que corren mucho más, en terrenos rocosos y con calzado que difícilmente califica como tal— constantemente machacados?

«Sus piernas son, simplemente, más resistentes, dado que han estado corriendo toda la vida», pensé, antes de advertir mi propia metedura de pata. «Pero si fuera así deberían lesionarse más, no menos: si correr es malo para las piernas, entonces correr mucho es mucho peor».

Dejé a un lado la revista, sintiéndome a la vez intrigado y molesto. Todo acerca de los tarahumaras parecía enrevesado, ridículo y tan irritantemente incomprensible como los acertijos de un maestro Zen. Los tipos más duros eran a la vez los más dulces; las piernas maltratadas eran las más llenas de vitalidad; la gente más saludable tenía la peor dieta; la carrera más inculta era la más sabia; los tipos que trabajaban más duro eran los que más se divertían… ¿Y qué tenía que ver correr con todo esto? ¿Era una coincidencia que los tipos más inteligentes del mundo fueran además los corredores más asombrosos? Los exploradores solían escalar el Himalaya para encontrar este tipo de sabiduría. Pero, durante todo este tiempo, descubrí, se encontraba a un salto de la frontera tejana.