18

—¿Has oído hablar alguna vez de Caballo Blanco?

Cuando volví de México, llamé a Don Allison, el viejo editor de la revista UltraRunning. Caballo había deslizado un par de detalles acerca de su pasado que valía la pena explorar: había sido luchador profesional de alguna clase y había ganado algunas ultramaratones. Lo de la lucha era extremadamente difícil de comprobar, debido a su intrincada red de disciplinas y categorías, pero en lo que a ultramaratones se refiere, todos los caminos llevan a Don Allison en Weymouth, Massachusetts. Como centro depositario de cada rumor, resultado y estrella incipiente del deporte, Don Allison conocía todo sobre todos, y eso fue lo que hizo que la primera palabra salida de su boca fuera doblemente decepcionante:

—¿Quién?

—Creo que también se hace llamar Micah True —dije—. Pero no estoy seguro de que ese sea su verdadero apellido o el nombre de su perro.

Silencio.

—¿Aló?

—Sí, espera —finalmente respondió Allison—. Estaba buscando una cosa. ¿Así que es de verdad?

—¿Quieres decir si es serio?

—No, si existe de verdad. ¿Existe?

—Sí, existe. Lo encontré en México.

—Ok —dijo Allison—. Entonces, ¿está loco?

—No… —Sabía que era mi turno de hacer una pausa—. No creo.

—Porque un tipo con ese nombre me envió un par de artículos. Eso es lo que estaba buscando. Tengo que decirte algo, eran simplemente impublicables.

Bueno, eso era ya un dato. UltraRunning era menos como una verdadera revista y más como esas cartas simpáticas y llenas de noticias que alguna gente envía en lugar de postales de Navidad. Quizá el ochenta por ciento se compone de listas de nombres y tiempos, resultados de carreras sobre las que nadie ha oído en lugares que poca gente fuera de los ultramaratonistas encontraría jamás. Además de los reportes de carreras, cada número tenía unos pocos ensayos escritos voluntariamente por corredores que hablaban de sus últimas obsesiones, como «Usar la balanza para determinar tu necesidad óptima de hidratación» o «Combinaciones de lámparas de cabeza y linternas». No hace falta decir que uno debe empeñarse mucho para recibir una nota de rechazo de UltraRunning, por lo que me daba miedo incluso preguntar acerca de qué había escrito Caballo, aislado en su choza como el Unabomber.

—¿Soltó una amenaza o algo así?

—Bah, no —dijo Allison—. Tan solo que ni escribió acerca de correr. Era algo así como un discurso sobre la hermandad y el karma y los gringos avariciosos.

—¿Mencionó la carrera que está planeando?

—Sí, habló de alguna carrera con los tarahumaras. Pero hasta donde pude saber, no había nadie más que él metido. Él y tres indios.

El entrenador Vigil tampoco había oído sobre Caballo. Yo tenía la esperanza de que se hubieran conocido ese día épico en Leadville, o luego en las barrancas. Pero justo después de la carrera de Leadville, la vida del entrenador Vigil había dado un giro inesperado y dramático. Todo empezó con una llamada de teléfono: una mujer joven estaba, preguntando si el entrenador Vigil podría ayudarla a clasificarse para las olimpiadas. Había sido un talento en la universidad, pero se había hartado tanto de correr que estaba a punto de dejarlo y pensaba abrir un café con pastelería. A menos que el entrenador Vigil pensara que debía seguir intentándolo…

Vigil era un maestro de la motivación, así que sabía justo lo que tenía que decir: Olvídalo. Ve a hacer mocaccinos. Deena Kastor (luego Drossin) sonaba como una chica dulce pero no sabía lo que significaba trabajar con Vigil. Deena era una chica de la playa de California, acostumbrada a salir por la puerta de casa y correr a lo largo de las pistas de Santa Mónica bajo el templado sol del Pacífico. Lo que Vigil tenía entre manos era cosa de guerreros espartanos de verdad. Un programa diseñado para la supervivencia de los más aptos que combinaba una carga de trabajo asesina con las heladas y ventosas montañas de Colorado.

«Intenté desanimarla porque Alamosa no es una ciudad californiana —diría después Vigil—. Está un poco apartada, en medio de las montañas, y puede llegar a ser muy fría, hasta treinta grados bajo cero. Cuando se trata de correr, solo los más duros resisten ahí». Cuando Deena apareció de todas formas, Vigil fue lo suficientemente amable para premiar su persistencia con pruebas básicas de su estado físico y potencial de entrenamiento. Los resultados no hicieron sino confirmar lo que Vigil pensaba: era mediocre.

Pero cuanto más la rechazaba el entrenador Vigil, más intrigada estaba Deena. En una de las paredes de la oficina de Vigil había colgada una fórmula para correr más rápido que, hasta donde Deena entendía, no tenía absolutamente nada que ver con correr. Decía cosas como: «Practica la abundancia mediante la generosidad», y «Mejora tus relaciones personales», y «Demuestra que posees un sistema de valores íntegro». La dieta recomendada por Vigil era igual de escueta, deportiva o científicamente hablando. Su estrategia de nutrición para un aspirante a maratonista olímpico era: «Come como si fueras una persona pobre». Vigil estaba construyendo su propia versión en miniatura del mundo tarahumara. Hasta que pudiera cumplir sus obligaciones y escaparse a las Barrancas del Cobre, haría lo posible por recrear las Barrancas del Cobre en Colorado. Así que si Deena seguía pensando en entrenar bajo las órdenes de Vigil, sería mejor que estuviese preparada para entrenar como los tarahumaras. Lo que significaba vivir sencillamente y concentrándose en modelar su alma tanto como su fortaleza física.

Deena lo entendió y quiso empezar cuanto antes. El entrenador Vigil creía que uno debe convertirse en una persona fuerte antes de convertirse en un corredor fuerte. Así que, ¿cómo iba a ser posible que Deena perdiera? A regañadientes, Vigil decidió darle una oportunidad. En 1996, la sometió a su programa de entrenamiento con un toque tarahumara. Un año después, la aspirante a pastelera estaba camino de convertirse en una de las más grandes corredores de larga distancia de la historia de Estados Unidos.

Resultó tan aplastante en la pista que ganó el campeonato nacional de cross-country y rompió los récords americanos de las distintas categorías que van de las tres millas hasta la maratón. En los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, Deena superó a la actual poseedora del récord mundial, Paula Radcliffe, y se llevó la medalla de bronce, la primera medalla olímpica ganada por un maratonista americano en veinte años. Sin embargo, si preguntan a Joe Vigil acerca de los logros alcanzados por Deena, muy arriba siempre se encontrará el premio a la Atleta Humanitaria del Año que ganó en 2002.

Poco a poco, el entrenador Vigil estaba siendo atraído con más fuerza por las carreras de distancia americanas y veía como se alejaban sus planes de ir a las Barrancas del Cobre. Antes de las Juegos de 2004, le propusieron abrir un campo de entrenamiento para aspirantes olímpicos en lo alto de las montañas de California, en la ciudad de Mammoth Lakes. Era muchísimo trabajo para un hombre de setenta y cinco años, y Vigil lo pagó: un año antes de las Olimpiadas, sufrió un ataque cardíaco que hizo que necesitara un triple bypass. Su última oportunidad de aprender sobre los tarahumaras se había ido para siempre.

Lo que dejaba sólo un investigador en todo el mundo aún persiguiendo el secreto arte tarahumara de correr: Caballo Blanco, quien conservaba todos sus descubrimientos en su memoria muscular.

Cuando mi artículo apareció en Runner’s World, levantó una buena oleada de interés en los tarahumaras, pero no supuso precisamente una estampida de corredores de élite deseosos de apuntarse a la carrera de Caballo. Para ser exactos, no hubo casi ninguno.

Lo que, en parte, podía haber sido culpa mía; se me había hecho imposible describirlo fielmente sin usar la palabra «cadavérico», o dejando de mencionar que los tarahumaras se referían a él como «un tanto extraño». Sin importar cuán excitado uno pudiera estar por la carrera, debía de pensárselo dos veces antes de poner su vida en las manos de un misántropo misterioso con un nombre falso a quien sus amigos más cercanos, que vivían en cuevas y comían ratones, seguían considerando algo raro. Tampoco ayudaba mucho que fuera tan difícil averiguar dónde y cuándo tendría lugar la carrera. Caballo tenía su página web, pero intercambiar emails con él era como esperar que un mensaje dentro de una botella apareciera en la playa. Para revisar su email, Caballo tenía que correr más de treinta millas sobre las montañas y cruzar un río hasta el pequeño pueblo de Urique, donde había convencido al profesor de la escuela que le dejara usar la ruidosa computadora con que contaba y su conexión por vía telefónica. Caballo podía recorrer las sesenta y tantas millas sólo cuando había buen tiempo; de lo contrario se arriesgaba a morir cayendo por alguna pendiente resbaladiza debido a la lluvia o a quedar varado gracias a la crecida del río. El teléfono acababa de llegar a Urique en 2002, así que el mantenimiento de las líneas era, en el mejor de los casos, desigual; Caballo podía llegar agotado tras hacer el largo camino hasta Urique para encontrarse con que la línea estaba caída desde hace días. Una vez, no llegó a chequear su correo porque fue atacado por perros salvajes y debió abandonar su viaje para ir en busca de vacunas para la rabia.

Tan sólo encontrarme con las palabras «Caballo Blanco» en mi bandeja de entrada suponía un enorme alivio. Por muy despreocupado que pareciera a la hora de asumir riesgos, Caballo llevaba una vida extremadamente peligrosa. Cada vez que salía a correr, podía ser la última. A él le gustaba creer que los esbirros de los narcotraficantes lo habían catalogado como un inofensivo «indio gringo», ¿pero quién sabía lo que estos personajes pensaban? Además estaban esos extraños desvanecimientos que le daban: de tanto en tanto, Caballo sufría un inesperado mareo que lo tiraba al suelo. Sufrir desmayos ocasionales es ya bastante peligroso si uno vive en una zona donde puede llamar al 911, pero allá afuera, en la enormidad solitaria de las barrancas, si Caballo caía inconsciente podía no volver a ser visto, o echado en falta, llegado el caso. Una vez tuvo un pequeño aviso de esto, cuando se desmayó después de llegar corriendo a una aldea. Cuando volvió en sí, se encontró un grueso vendaje en la parte de atrás de la cabeza así como una costra de sangre en el cabello. Si se hubiera desvanecido media hora antes, habría quedado tirado en medio de la nada con la cabeza rota.

Aun cuando hubiese sobrevivido a los francotiradores y a su propia y traidora presión sanguínea, la muerte acechaba bajo sus pies; todo lo que hacía falta era confundir uno de esos chingoncitos en los estrechísimos caminos tarahumara para que no quedara de Caballo más que el eco de sus alaridos según desaparecía por el desfiladero.

Nada lo detenía. Correr parecía ser el único placer sensual con que contaba su vida, y como tal, lo disfrutaba menos como ejercicio que como una comida gourmet. Incluso cuando su choza casi se vino abajo debido a un alud, Caballo se lanzó a una carrera antes de reparar el techo sobre su cabeza.

Pero la primavera trajo consigo el desastre. Y recibí este email:

amigo, me encuentro en Urique tras una carrera agitada y cojeando. ¡Me he jodido el tobillo izquierdo por primera vez en muchos años! Ya no estoy acostumbrado a correr con suelas gruesas. ¡Esto es lo que me pasa por hacerme el fanfarrón y ponerme zapatillas con la intención de guardar mis sandalias para alguna carrera rápida o carreras de verdad! Estaba a diez millas de Urique en La Sierra y supe que ese crac no era nada bueno, tuve que arrastrarme con dolor hasta Urique, no tenía más opción que llegar aquí, ¡y mi pie se veía como si tuviera elefantiasis!

Mierda. Tenía la incómoda sospecha de que el accidente había sido culpa mía. Justo antes de despedirnos en Creel, me di cuenta de que teníamos la misma talla de pie, así que saqué de mi mochila un par de zapatillas Nike y se las di como regalo de agradecimiento. Caballo ató los pasadores entre si y se las lanzó sobre el hombro, pensando que podrían sacarlo de un apuro si sus sandalias se rompían. Era demasiado educado como para acusarme, pero yo estaba casi seguro de que se estaba refiriendo a esas zapatillas cuando hablaba de las suelas gruesas sobre las que corría al machacarse el tobillo.

Llegado a este punto, el sentimiento de culpa me estaba matando. Hiciera lo que hiciera no paraba de joder a Caballo. Primero había colocado accidentalmente una bomba de tiempo en sus pies dándole esas zapatillas y, luego, había escrito un artículo que quizá hacía demasiado pública sus excentricidades, si de lo que se trataba era de promocionar su carrera. Caballo se estaba matando para llevar a cabo su proyecto, y ahora, tras meses de esfuerzo, parecía que el único que iba a asistir era yo: el mismo pésimo y medio cojo corredor que no hacía sino traerle los peores sufrimientos.

Caballo había sido capaz de cegarse a la verdad con el placer de sus carreras errantes, pero ahora que yacía dolorido y desvalido en Urique, la realidad lo golpeó con fuerza. Uno no puede vivir de la manera en que Caballo vivía sin parecer un bicho raro, y ahora estaba pagando el precio: nadie lo tomaría en serio. Ni siquiera estaba seguro de poder convencer a los tarahumaras de que confiaran en él, y ellos eran casi las únicas personas que lo conocían realmente a estas alturas. ¿Así que cuál era el propósito de todo esto? ¿Para qué perseguía un sueño que a todos los demás les parecía una broma?

Si no se hubiera jodido el tobillo, hubiera tenido que esperar un buen tiempo para que la respuesta llegara. Pero en la situación en que se encontraba, todavía recuperándose en Urique, recibió un mensaje de Dios. El único dios al que le había dedicado unas plegarias, al menos.