15

Sentía la carne de todo mi cuerpo blanda y relajada, como un experimento de música ambiental.

RICHARD BRAUTIGAN,

La pesca de la trucha en América.

«¡Menudo regocijo! —se maravilló el entrenador Vigil, que tampoco había visto nunca nada igual—. Era bastante sorprendente». El regocijo y la determinación son habitualmente emociones antagónicas, pese a lo cual los tarahumaras se hallaban hasta los bordes de ambas al mismo tiempo, como si correr hasta morir los hiciera sentirse más vivos.

Vigil había estado tomando notas obsesivamente (Mira como dirigen sus dedos hacia abajo, no hacia arriba, como las gimnastas realizando un ejercicio de suelo. ¡Y sus espaldas! ¡Podrían llevar baldes de agua sobre la cabeza sin derramar una gota! ¿Cuántos años llevo diciéndoles a mis alumnos que se enderecen y corran así, instintivamente?). Pero eran las sonrisas lo que verdaderamente lo perturbaba. «¡Eso es!», pensó Vigil, extático. «¡Lo encontré!».

Excepto que no estaba seguro qué había encontrado. La revelación que había estado esperando se encontraba justo delante de sus ojos, pero no podía comprenderla del todo; tan solo podía atrapar el halo de luz alrededor de los bordes, como quien atisba la portada de un libro extraño en una biblioteca a la luz de las velas. Pero fuera lo que fuera, sabía que era exactamente lo que estaba buscando.

Durante los años anteriores, Vigil se había convencido de que el gran salto en lo que a resistencia humana se refiere vendría desde una dimensión a la que tenía miedo asomarse: el carácter. No el «carácter» sobre el que los otros entrenadores están siempre entonando hurras; Vigil no estaba hablando de «agallas» o «hambre de triunfo». En realidad, se refería exactamente a lo contrario. La noción de carácter de Vigil no pasaba por la fortaleza. Sino por la compasión. La amabilidad. El amor.

Así es: amor.

Vigil sabía que sonaba a tonterías de hippie chiflado, y no se equivoquen, hubiera sido mucho más feliz ciñéndose a razones buenas, sólidas y cuantificables como el VO2 máx (consumo máximo de oxígeno) y los programas de entrenamiento periodizado. Pero tras pasar casi cincuenta años investigando la fisiología del rendimiento, Vigil había llegado a la incómoda conclusión de que todas las preguntas sencillas habían sido respondidas; ahora estaba aprendiendo más y más acerca de menos y menos. Podía decirte exactamente qué ventaja de salida tenían los adolescentes keniatas sobre los americanos (dieciocho mil millas de entrenamiento). Había descubierto por qué los velocistas rusos bajaban escaleras saltando (además de fortalecer los músculos, el trauma enseña a los nervios a actuar con mayor rapidez, lo que disminuye el riesgo de lesiones durante el entrenamiento). Había analizado los secretos de la dieta de los campesinos peruanos (las alturas extremas tienen un efecto curioso en el metabolismo), y podía hablar durante horas acerca del impacto de un único punto porcentual en la eficiencia del consumo de oxígeno.

Había comprendido el cuerpo, así que ahora se concentraba en el cerebro. Específicamente: ¿Cómo se consigue que alguien quiera en realidad hacer todo esto? ¿Cómo se activa el interruptor interno que nos convierte de nuevo en los Corredores Por Naturaleza que alguna vez fuimos? No solo históricamente hablando, sino en nuestras propias vidas. ¿Se acuerdan? ¿Cuando eramos niños y tenían que gritarnos para que bajáramos la velocidad? Jugando siempre a máxima velocidad, corriendo como locos mientras jugábamos a policías y ladrones, liberando a nuestros compañeros y atacando la base enemiga en el patio de los vecinos. La mitad de la diversión a la hora de hacer cualquier cosa pasaba por hacerla a velocidad récord, y fue probablemente entonces la última vez en nuestras vidas en que alguien nos echó la bronca por correr demasiado rápido.

Ese era el verdadero secreto de los tarahumaras: no habían olvidado nunca cuánto amaban correr. Recordaban que correr era la primera forma de arte de la humanidad, nuestro acto original de creación inspirada. Mucho antes de empezar a rayar paredes con dibujos o golpear rítmicamente troncos huecos de árboles, estábamos perfeccionando el arte de combinar nuestro aliento, nuestra mente y nuestros músculos en un fluido movimiento de autopropulsión sobre terreno salvaje. Y cuando nuestros ancestros finalmente realizaron sus primeras pinturas rupestres, ¿cuáles fueron las primeras imágenes? Un rayo cortante caía del cielo y atravesaba la imagen por debajo y, en el medio, el Hombre Corredor.

Reverenciábamos las carreras de larga distancia porque eran indispensables; fue así como logramos sobrevivir y prosperar y extendernos por todo el planeta. Corríamos para comer y para evitar ser comidos, corríamos para encontrar una pareja e impresionarla, y corríamos junto a ella para empezar una nueva vida. Teníamos que amar correr porque, de lo contrario, no hubiéramos vivido lo suficiente para amar nada más. Y como todo lo demás que amamos en esta vida —todo aquello que, sentimentalmente, llamamos nuestras «pasiones» y «deseos»—, es realmente una necesidad ancestral codificada. Todos nacimos para correr; todos nacimos porque podemos correr. Todos somos La Gente Que Corre, como siempre han sabido los tarahumaras.

Pero en lo que al enfoque americano respecta, uff. Podrido hasta la médula. Demasiado artificial y codicioso, según pensaba Vigil, demasiado preocupado por conseguir cosas y conseguirlas ya: medallas, contratos con Nike, un trasero bonito. No era arte; era un negocio, un toma y daca agresivo. No es de extrañar que tanta gente odie correr. Si uno piensa que no es más que un medio para alcanzar un objetivo —una inversión para ser más rápido, delgado, rico—, ¿entonces por qué seguir haciéndolo cuando se está recibiendo tan poco «toma» por su «daca»?

No siempre había sido así. Y cuando no fue así, eramos increíbles. Allá por los años setenta, los maratonistas americanos se parecían bastante a los tarahumaras; había una tribu de marginados, que corrían por amor y no contaban más que con su instinto y un equipo rudimentario. Corta la parte superior de una zapatilla de carrera de los setenta y obtendrás una sandalia: las viejas Adidas y las Onitsuka Tiger no eran más que una suela plana y pasadores, sin control de movimiento, sin soporte de arco, sin talonera. Los tipos de esos años no sabían lo suficiente como para preocuparse por la «pronación» y la «supinación»; la elaborada jerga de tienda de calzado para correr ni siquiera había sido inventada.

Sus entrenamientos eran tan primitivos como sus zapatillas. Corrían mucho más de la cuenta: «Corríamos dos veces al día, algunas veces tres», recordaría Frank Shorter. «Todo lo que hacíamos era correr. Correr, comer y dormir». Corrían con demasiada fuerza: «El modus operandi consistía en dejar a un grupo de tipos competitivos atacándose entre ellos un día sí y otro también, en una especie de carrera furiosa», en palabras de un observador. Y eran demasiaaado amigos entre ellos para ser supuestamente contrincantes: «Nos gustaba correr juntos», recuerda Bill Rodgers, jefe de la tribu de los setenta y cuatro veces ganador de la maratón de Boston. «Nos divertíamos corriendo. No era una lata».

Eran tan ignorantes que ni siquiera habían descubierto que deberían estar quemados, sobreentrenados y lesionados. Por el contrario, se habían hecho rápidos, realmente rápidos. Frank Shorter ganó la medalla de oro en la maratón olímpica del 72 y se llevó la de plata en los juegos del 76; Bill Rodgers fue el maratonista número uno del mundo durante tres años, y Alberto Salazar ganó Boston, Nueva York y la ultramaratón de Comrades. A principios de los ochenta, el Greater Boston Track tenía media docena de tipos que podían correr una maratón en 2:12. Eso es seis tipos en un club amateur, en una sola ciudad. Veinte años después no podía encontrarse un solo maratonista que pudiera hacer eso en todo el país. Estados Unidos no consiguió ni un solo corredor que lograra la marca de 2:14 necesaria para clasificar a las Olimpiadas de 2000; solo Rod DeHaven se coló en los juegos con una marca de 2:15. Terminó en el puesto sesenta y nueve.

¿Qué ocurrió? ¿Cómo pasamos de liderar el pelotón a perdernos en la cola hasta desaparecer? Es difícil dar con una sola causa para cualquier acontecimiento en este mundo complejo, pero puestos a elegir, la respuesta puede resumirse de la siguiente manera:

$

Claro, un montón de gente soltará excusas sobre los keniatas y sus fibras musculares mutantes, pero aquí no se trata de averiguar por qué los otros se hicieron más rápidos, sino por qué nosotros nos hicimos más lentos. Y la cuestión es que las carreras de larga distancia en Estados Unidos cayeron en una espiral mortal precisamente cuando el dinero pasó a formar parte de la ecuación. Las Olimpiadas dejaron la puerta abierta a los deportistas profesionales después de los juegos de 1984, lo que significó que las compañías de calzado deportivo pudieron sacar de los bosques a los salvajes que corrían larga distancia para encerrarlos y darles un sueldo.

Vigil pudo oler el comienzo del Apocalipsis, e hizo esfuerzos por advertir a sus corredores. «Hay dos diosas en tu corazón —les dijo—. La diosa de la Sabiduría y la diosa de la Riqueza. Todos creen que necesitan hacerse ricos primero, y que la sabiduría llegará después. Así que se preocupan por conseguir dinero. Pero es al revés. Lo que tienes que hacer es darle tu corazón a la diosa de la Sabiduría, darle todo tu amor y tu atención, y la diosa de la Riqueza se pondrá celosa y te seguirá». En otras palabras, no corras como un medio para llegar a un fin, y recibirás más de lo que nunca imaginaste.

Vigil no estaba dándose golpes de pecho proclamando cuán pura era la pobreza, ni fantaseaba con una orden monástica de maratonistas pobres. ¡Qué demonios! Ni siquiera estaba seguro de entender realmente el problema, ni hablar de la solución. Todo lo que quería era encontrar un verdadero Nacido Para Correr —alguien que corriera por puro placer, como un artista poseído por la inspiración— y estudiar cómo entrenaba, vivía y pensaba. Fuera cual fuera esa forma de pensar, quizá Vigil podría transplantarla de vuelta a la cultura americana, como si se tratara de una planta de semillero heirloom[11], para verla crecer en libertad.

Vigil tenía ya el prototipo perfecto. Estaba este soldado checo, un bobo desgarbado que corría de una forma tan horrenda que «parecía que acababa de recibir una puñalada en el corazón», en palabras de un periodista deportivo. Pero Emil Zatopek amaba tanto correr que incluso cuando era todavía un soldado raso en un campamento de reclutas solía coger una linterna y salir a correr veinte millas a través del bosque en plena noche.

Con sus botas militares.

En invierno.

Después de un día entero de ejercicios de adiestramiento militar.

Cuando había demasiada nieve, Zatopek corría dentro de una tina llena de su propia ropa sucia, haciendo ejercicio a la vez que lavaba sus calzoncillos. Cuando el tiempo mejoraba lo suficiente como para poder salir a correr, se volvía loco: corría los cuatrocientos metros tan rápido como podía, una y otra vez, noventa veces, trotando doscientos metros para descansar entre carreras. Para cuando terminaba, había hecho treinta y tres millas a toda velocidad. Si le preguntabas por su ritmo de carrera, se encogía de hombros; nunca se había cronometrado. Para desarrollar explosividad, Zatopek y su esposa Dana solían jugar a tirarse una jabalina, corrían adelante y atrás a través de un campo de fútbol lanzándosela como si fuera un frisbee alargado y mortal. Uno de los ejercicios favoritos de Zatopek combinaba todos sus amores en uno: corría a través del bosque con sus botas militares puestas y cargando a su adorada esposa en la espalda.

Todo esto era una pérdida de tiempo, claro. Los atletas checos eran como el equipo de bobsleigh de Zimbabwe; no tenían tradición, ni entrenadores, ni talentos locales, ni oportunidad alguna de ganar. Pero ser excluido de las quinielas era liberador, dado que no tenía nada que perder, Zatopek era libre de intentar cualquier forma de ganar. Echemos un vistazo a su primera maratón: todo el mundo sabe que la mejor manera de conseguir llegar a las 26,2 millas es corriendo despacio distancias largas. Todos, exacto, excepto Emil Zatopek; él hacía sprints de cien metros, en cambio. «Ir lento ya sé —razonaba—. Pensaba que de lo que se trataba era de ir rápido». Su espantoso estilo, como si estuviera muriendo entre espasmos, era una mina inagotable de líneas con gancho para los escribas del atletismo («El más aterrador espectáculo de terror desde Frankenstein», «Corre como si su próximo paso fuera a ser el último», «Parece un hombre luchando con un pulpo sobre una cinta de transporte»), pero Zatopek se lo tomaba con humor. «No soy lo suficientemente talentoso como para correr y sonreír al mismo tiempo», decía. «Lo bueno es que esto no es patinaje artístico. Los puntos se ganan por velocidad, no por estilo».

¡Y vaya por Dios si le gustaba hablar! Zatopek se enfrentaba a la competición como a un juego de citas rápidas. Incluso en plena carrera, parloteaba con los otros corredores, practicando sus chapurreos en francés, inglés o alemán, hasta el punto de que un británico gruñón se quejó de la «incesante cháchara» de Zatopek. En los encuentros en el extranjero, a veces metía tantos nuevos amigos en su habitación que terminaba por renunciar a su cama y dormía bajo un árbol en la calle. Una vez, justo antes de una carrera internacional, se hizo amigo de un corredor australiano que soñaba con romper el récord de los cinco mil metros de Australia. Zatopek estaba inscrito únicamente en la carrera de 10 000 metros, pero se le ocurrió un plan: le dijo al australiano que abandonara su carrera y, en su lugar, corriera junto a él. Zatopek se pasó la primera mitad de los diez mil metros marcándole el ritmo a su nuevo amigo para que consiguiera su récord, luego aceleró para ocuparse de sus propios asuntos y ganó.

Era una escena típica de Zatopek. Las carreras para él eran como una especie de tour por bares. Adoraba tanto competir que en lugar de dosificarse, se inscribía en tantas carreras como era capaz de encontrar. Durante un periodo frenético a finales de los años cuarenta, Zatopek corrió casi cada dos semanas a lo largo de tres años y nunca perdió, alcanzando una racha de 69-0. Incluso con una agenda como esa, seguía promediando 165 millas a la semana de entrenamiento. Zatopek era un autodidacta calvo de treinta años, a punto de ser echado de su apartamento en algún pueblo perdido y decrépito de Europa del Este cuando llegó a las Olimpiadas de Helsinki en 1952. Dado que el equipo checo era tan corto, Zatopek pudo elegir entre las distintas carreras de larga distancia, así que las eligió todas. Se presentó a los 5000 metros y ganó estableciendo un nuevo récord olímpico. Se presentó a las 10 000 metros y obtuvo su segunda medalla de oro con otro récord. Nunca había corrido una maratón antes, pero qué demonios; con los dos oros colgándole del cuello, no tenía nada que perder, así que ¿por qué no terminar el trabajo e intentarlo?

La inexperiencia de Zatopek se hizo evidente rápidamente. Era un día caluroso, así que el inglés Jim Peters, que en ese momento ostentaba el récord mundial, decidió usar el calor para hacer sufrir a Zatopek. Hacia la milla diez, Peters estaba ya diez minutos por debajo de su propia marca y dejando atrás al resto del pelotón. Zatopek no estaba seguro de que alguien fuera realmente capaz de mantener un ritmo así de devastador.

—Perdone —dijo poniéndose al lado de Peters—. Esta es mi primera maratón. ¿Estamos yendo demasiado rápido?

—No —dijo Peters—. Demasiado lento más bien.

Si Zatopek era suficientemente tonto como para preguntar algo así, se merecía una respuesta similar.

Zatopek estaba sorprendido.

—¿Ha dicho demasiado lento? —preguntó de vuelta—. ¿Está seguro de que este ritmo es demasiado lento?

—Sí —respondió Peters. Luego él recibió una sorpresa.

—Ok. Gracias.

Zatopek le tomó la palabra y despegó. Cuando atravesó el túnel para ingresar en el estadio, fue recibido con una ovación: no eran solo fans, sino atletas de todos los países que habían atiborrado la pista para animarlo. Zatopek cruzó la línea de meta y obtuvo su tercer récord olímpico, pero cuando sus compañeros del equipo checo se acercaron a felicitarlo, ya era tarde: los velocistas jamaicanos lo llevaban ya alzado en hombros por la pista. «Propóngamonos vivir de manera tal que cuando nos toque morir hasta el enterrador lo lamente», solía decir Mark Twain. Zatopek dio con una forma de correr que hacía que cuando ganaba, incluso los otros equipos estuvieran encantados. No se le puede pagar a alguien para que corra con esa alegría contagiosa. Tampoco se lo puede intimidar para que lo haga, como desafortunadamente comprobaría Zatopek. Cuando el Ejército Rojo invadió Praga en 1968 para aplastar al movimiento pro democracia, a Zatopek le dieron a elegir: podía unirse a los soviéticos y hacer las veces de embajador deportivo, o podía pasarse el resto de su vida limpiando retretes en una mina de uranio. Zatopek eligió los retretes. Y de esa manera, uno de los atletas más queridos del mundo desapareció.

Por la misma época, su rival por el título de mejor corredor de distancia del mundo estaba también recibiendo una paliza. Ron Clarke, un corredor australiano tremendamente talentoso y poseedor de una belleza morena tipo Johnny Depp, era exactamente la clase de hombre que, sin lugar a dudas, Zatopek tenía que odiar. Mientras Zatopek había tenido que aprender por sí mismo a correr a través de la nieve en plena noche después de cumplir sus deberes como centinela de guardia, el niño bonito australiano había disfrutado de correr por las mañanas, bajo el sol de las playas de la península Mornington, así como de un entrenador experto. Clarke tenía de sobra todo aquello que Zatopek podía desear: Libertad. Dinero. Elegancia. Pelo.

Ron Clarke era una estrella, pero aun así era un perdedor a los ojos de sus compatriotas. Pese a haber batido diecinueve récords en todas las distancias desde la media milla hasta las seis, «el tipo que se ahoga[12]», nunca había conseguido ganar las carreras más importantes. En el verano de 1968, desperdició su última oportunidad: durante la final de los diez mil metros de los Juegos Olímpicos de Ciudad de México, Clarke fue noqueado por el mal de altura. Previendo la tormenta de insultos que lo esperaba en casa, Clarke retrasó su regreso y se detuvo en Praga para realizar una visita de cortesía al tipo que nunca perdía. Hacia el final de la visita, Clarke alcanzó a ver a Zatopek escondiendo algo en su maleta.

«Pensé que estaba llevando de contrabando algún mensaje suyo para alguien en el mundo exterior, así que no me atreví a abrir el paquete hasta que el avión se había alejado lo suficiente», contaría Clarke. Zatopek se había despedido con un fuerte abrazo. «Porque te lo mereces», le dijo, lo que Clarke encontró bonito y muy conmovedor; el viejo maestro tenía problemas mucho peores con que lidiar, pero pese a ello tenía el suficiente espíritu deportivo para ofrecer un abrazo victorioso al joven gamberro que había perdido la oportunidad de subirse al podio. Sólo después Clarke descubriría que Zatopek no se refería al abrazo: en su maleta, encontró la medalla de oro que Zatopek había ganado en los diez mil metros en las Olimpiadas de 1952. Dársela al hombre que lo sucedería en los libros de récords era extremadamente noble de parte de Zatopek; dársela en ese preciso momento, cuando él mismo estaba perdiendo todo lo demás, fue un acto de una compasión casi inimaginable.

«Su entusiasmo, su amabilidad y su amor por la vida, alumbraban cada momento», un abrumado Ron Clarke diría después. «No ha habido, ni nunca habrá un hombre más grande que Emil Zatopek».

Así que esto era lo que el entrenador Vigil intentaba averiguar: ¿Zatopek era un gran hombre que daba la casualidad que corría, o era un gran hombre porque corría? Vigil no acababa de dar en el clavo, pero su instinto le decía que había algún tipo de conexión entre la capacidad de amar y la capacidad de amar correr. La ingeniería era ciertamente la misma: ambas suponían ceder el control de tus propios deseos, poner a un lado lo que deseas y apreciar lo que te dan, y ser paciente y comprensivo y poco exigente. ¿No habían estado ligados el sexo y la velocidad durante casi toda nuestra existencia, entrelazados como las cadenas de nuestro ADN? No estaríamos vivos si no existiera el amor, no hubiéramos sobrevivido si no pudiéramos correr; quizá no debería sorprendernos tanto que mejorar en uno de los campos pudiera hacernos mejores en el otro.

Vigil era un científico, no un místico. Odiaba internarse en estos asuntos de «Buda bajo el árbol de loto», pero no iba a ignorarlo tampoco. Se había ganado sus galones encontrando conexiones donde todos los demás veían coincidencias, y mientras más examinaba lo relacionado con la compasión, más fascinante lo encontraba. ¿Era posible que el panteón dedicado a los grandes corredores también incluyera a Abraham Lincoln («Podía vencer a todos los otros chicos en una carrera») y Nelson Mandela (un talento del cross country en su época universitaria que, incluso estando en prisión, continuó corriendo sin moverse del sitio seis millas al día en su celda)? Quizá Ron Clarke no estaba siendo poético al describir a Zatopek, quizá su ojo experto estaba siendo clínicamente preciso: «Su amor por la vida alumbraba cada movimiento». ¡Sí! ¡Amor por la vida! ¡Exactamente! Fue por eso que el corazón de Vigil se aceleró cuando vio a Juan y Martimano corriendo cuesta arriba felices de la vida por esa ladera polvorienta. Había encontrado a sus Corredores Por Naturaleza. Había encontrado una tribu entera de ellos y, por lo que había visto hasta ahora, eran tan alegres y magníficos como había esperado.

Vigil, un hombre viejo solo en el bosque, sintió de pronto una ráfaga de inmortalidad. Estaba cerca de descubrir algo. Algo enorme. No se trataba sólo de cómo correr; se trataba de cómo vivir, la esencia de lo que somos como especie y cómo deberíamos ser. Vigil había leído a Lumholtz, y en ese momento las palabras del gran explorador revelaron su secreto oculto: así que a esto se refería Lumholtz cuando llamaba a los tarahumaras «los fundadores y autores de la historia de la humanidad». Quizá todos nuestro problemas —toda la violencia, obesidad, enfermedades, depresión y avaricia que no somos capaces de superar— empezaron cuando dejamos de vivir como la Gente Que Corre. Niega tu propia naturaleza, y esta saldrá por algún lado, de una manera más fea. La misión de Vigil estaba clara. Tenía que trazar el camino de vuelta que nos llevara desde esto en lo que nos habíamos convertido hasta lo que los tarahumaras siempre habían sido, y descubrir en qué momento nos habíamos perdido. Todas las películas de acción retratan la destrucción de una civilización como una especie de gran explosión producida por una guerra nuclear, un cometa que se estrella o el levantamiento de unos ciborgs con conciencia propia, pero el verdadero cataclismo podría ya estar forjándose sigilosamente justo debajo de nuestras narices: debido a la obesidad galopante, uno de cada tres niños nacidos en Estados Unidos tiene el riesgo de contraer diabetes; lo que significa que podríamos ser la primera generación de americanos que viva más que sus propios hijos. Quizá los antiguos hindúes manejaban sus bolas de cristal mejor que los estudios de Hollywood cuando predijeron que el mundo no terminaría con una gran explosión sino con un gran bostezo. Shiva el Destructor nos extinguiría haciendo… nada. Holgazaneando. Retirando su fuerza vital de nuestros cuerpos. Dejando que nos convirtamos en babosas.

El entrenador Vigil no era un maníaco, sin embargo. No estaba proponiendo que todos saliéramos disparados hacia las barrancas para vivir en cuevas y comer ratones con los tarahumaras. Pero debía haber habilidades transferibles, ¿cierto? ¿Algunos principios básicos de los tarahumaras que pudieran sobrevivir y echar raíces en suelo americano?

Porque, cielo santo, imaginemos los beneficios. ¿Qué tal si pudiéramos correr durante décadas sin lesionarnos, y sumar cientos de millas a la semana y disfrutarlas todas y cada una, y ver cómo desciende tu ritmo cardíaco, y el estrés y la ira desaparecen mientras tu energía se dispara? Imaginemos que el crimen, el colesterol y la avaricia se esfuman conforme un país de Gente Que Corre finalmente redescubre su paso perdido. Este podría ser el legado de Joe Vigil, uno más importante que sus atletas olímpicos, que sus triunfos y récords. No tenía todas las respuestas aún, pero viendo a los tarahumaras pasar a toda velocidad en sus capas de magos, supo dónde podía encontrarlas.