¡Es una loca! Es… asombrosa.
El entrenador Vigil es un adicto a la información, pero mientras veía a Ann internarse en las Rocosas con su atrevida estrategia de todo o nada, no pudo sino admirar el que en la ultramaratón no existiera ciencia, guión, manual ni sentido común. Ese tipo de reinvención insensata era lo que hacía posible los grandes saltos cualitativos, como bien sabía Vigil (y Colón, los Beatles y Bill Gates estarían de acuerdo). Ann Trason y sus compadres eran como científicos locos jugando con tubos de ensayo en el laboratorio del sótano, ignorados por el resto de sus colegas, libres para desafiar todos los principios conocidos relativos al calzado deportivo, la alimentación, la biomecánica, la intensidad de entrenamiento… todo.
Y fueran cuales fueran los descubrimientos que realizaran, serían de fiar. Con los ultramaratonistas, Vigil tenía la refrescante tranquilidad de saber que estaba lidiando con especímenes de laboratorio puros. No estaba siendo engañado por falsos superrendimientos como la «milagrosa» resistencia de los ciclistas del Tour de Francia, o el poderío elefantiásico de los súbitamente cabezones bateadores de béisbol o la humeante rapidez de velocistas femeninas que ganan cinco medallas en una olimpiada antes de ir a la cárcel por mentir a los federales acerca del uso de esteroides. «Incluso la sonrisa más reluciente —diría un observador de Marion Jones, la mujer maravilla caída en desgracia— puede esconder una mentira».
Así que, ¿en quién podías confiar? Muy sencillo; los dementes al bosque.
Los ultramaratonistas no tienen razones para hacer trampas, porque no tienen nada que ganar: ni fama, ni riqueza, ni medallas. Nadie sabía quiénes eran, y a nadie le importaba quién ganaba esas extrañas excursiones en el bosque. Ni siquiera había un premio en metálico; todo lo que uno consigue al ganar un ultra es la misma hebilla de cinturón que recibe el tipo que llega en el último lugar. Así que, como científico, Vigil podía fiarse de la información recabada en una ultramaratón, y como aficionado, podía disfrutar del espectáculo sin desdén ni escepticismo alguno. La sangre de Ann Trason no tiene EPO (eritropoyetina), ni hay sangre de contrabando en su refrigerador, no hay ampollas de anabólicos venidas de Europa del Este en su cuenta de FedEx.
Vigil sabía que si lograba comprender a Ann Trason, podría saber de lo que era capaz una corredora excepcional. Pero si lograba comprender a los tarahumaras, sabría de lo que todo el mundo era capaz.
Ann respiraba con bocanadas profundas, violentas. El ascenso final a Hope Pass era una agonía, pero ella seguía recordándose que desde que Carl la insultó, nadie había conseguido vencerla en una gran escalada. Unos dos años atrás, ella y Carl estaban corriendo un día lluvioso cuando Ann empezó a quejarse de la interminable y resbaladiza colina que tenían delante. Carl se cansó de escuchar sus lamentos, así que la atacó con el insulto más obsceno que se le ocurrió. «¡Llorica!», diría tiempo después Ann. «¡Me llamó llorica! Justo ahí decidí que iba a trabajar para ser mejor montañera que él». No solo fue mejor que Carl, sino mejor que todo el mundo; Ann se convirtió en algo así como una implacable cabra de montaña, hasta el punto en que las cuestas se convirtieron en su lugar favorito para apretar el acelerador y dejar a la competencia atrás.
Pero ahora, conforme se acercaba a la cima de Hope Pass, Ann podía echar un vistazo atrás y encontrarse con que Martimano y Juan recortaban distancias a paso seguro, y además parecían tan ligeros y frescos como las capas que bailaban a su alrededor.
«Dios —resolló Ann. Estaba tan encorvada que casi podía subir la cuesta a gatas—. No sé cómo lo hacen».
Un poco más atrás, Manuel Luna y el resto del equipo tarahumara también empezaba a darle alcance. Se habían separado en las primeras millas debido al ritmo desenfrenado del principio, pero ahora —como un protoplasma alienígena que se reagrupa y hace más fuerte cada vez que lo haces volar en pedazos— se estaban reuniendo nuevamente en un pequeño pelotón detrás de Manuel Luna.
«¡Dios!», exclamó de nuevo Ann.
Finalmente alcanzó la cima. La vista era espectacular; si se hubiera girado Ann podría haber visto las cuarenta y cinco millas de naturaleza salvaje que había entre ella y Leadville. Pero no se detuvo ni para dar un sorbo de agua. Tenía un as en la manga y era el momento de jugarlo. Estaba algo mareada debido a la falta de aire y sus tendones aullaban de dolor, pero Ann apuró la cima y empezó a bajar dando saltitos.
Esta era una especialidad de la casa: Ann usaba el terreno para recargar energías sobre la marcha. Después de una primera caída empinada, el descenso se suavizaba rápidamente, convirtiendo el camino en una serie de largas bajadas en zigzag, de modo que Ann podía reclinarse, dejar las piernas sueltas y dejar que la gravedad hiciera su trabajo. Después de un rato, podía sentir como los nudos de las pantorrillas se relajaban y sus muslos recobraban fuerzas. Para cuando llegó al pie de la montaña, su cabeza estaba alta y el brillo había vuelto a posarse en sus ojos de puma.
Era el momento de disparar las turbinas. Ann se alejó del camino fangoso y puso pie en terreno firme, donde sus piernas empezaron a girar rápidas y sueltas desde la cadera conforme aceleraba y se internaba en las tres últimas millas antes de la media vuelta.
Juan y Martimano, mientras tanto, se habían distraído un poco. Tan pronto como dejaron atrás la línea de árboles, se vieron sobresaltados por una manada de bestias peludas, entre las cuales había también algunos animales. «La sopa está servida, camaradas», gritó una voz ronca hacia unos tarahumaras incapaces de entenderle desde algún lugar de la manada. Los tarahumaras acababan de entrar en contacto con otra tribu salvaje: el equipo Hopeless[9].
Doce años antes, Ken Chlouber había logrado reunir a un número suficiente de sus vecinos para montar doce estaciones de socorro, pero se negó a enviar a nadie a la cima de Hope Pass; incluso el rudo minero que hablaba con regocijo del alto número de hospitalizaciones de su competición consideraba esto inhumano. Los voluntarios para atender esa estación tendrían que transportar montaña arriba suficientes provisiones de alimentos, agua y vendajes para atender a un interminable desfile de maltrechos corredores, y luego tendrían que acampar dos noches seguidas en una cima nevada azotada por vendavales. No había nada que hacer; si Ken enviaba alguien allá arriba, tendría que enfrentarse a graves consecuencias cuando no pudieran bajar.
Por suerte, un grupo de criadores de llamas se encogieron de hombros y dijeron. «Bueno, qué demonios. Suena divertido». Así que cargaron sus llamas con comida y alcohol suficiente para sobrevivir el fin de semana, y montaron sus tiendas a tres mil ochocientos metros de altura. Desde entonces, el equipo Hopeless había crecido hasta formar un ejército de unos ochenta rudos criadores de llamas y amigos suyos. Durante dos días, soportaban vientos feroces y dedos al borde de la congelación para ofrecer primeros auxilios y sopa caliente, haciéndose cargo de los corredores lesionados a lomo de llama y festejando entre medio, como una tribu de yetis afables. «Incluso los días buenos en Hope Pass son cabrones como ellos solos», dice Ken. «Si no fuera por esas llamas, habríamos perdido un buen número de vidas».
Juan y Martimano chocaron los cinco con timidez mientras atravesaban el callejón de bulliciosos miembros de Hopeless. Se detuvieron por algo de beber en medio de ese extraño campamento gitano (y también tomaron unas tazas de una sopa de fideos realmente sabrosa que alguien les puso en la mano), luego continuaron con paso marcial colina abajo por el lado oculto de la montaña. No se veía a Ann por ningún sitio.
Ann llegó a la marca de las cincuenta millas a las 12:05 de la noche, casi dos horas por debajo del tiempo conseguido por Victoriano el año anterior. Carl la hizo recargar fuerzas con una bebida energética y gel Cytomax de carbohidratos, luego se ató su propia riñonera a la cintura y se ajustó los pasadores. Según las reglas de Leadville, una «mula» puede acompañar a un corredor durante las últimas cincuenta millas, lo que significaba que Ann tendría ahora un equipo de asistencia hasta el final de la carrera.
Un buen asistente es una ayuda enorme durante una ultramaratón, y Ann tenía a uno de los mejores: Carl no era solo lo suficientemente rápido como para apretarla, sino que tenía la experiencia suficiente para asumir el mando si el cerebro de Ann empezaba a fallar. Tras veinte o más horas de correr sin descanso, la cabeza de un ultramaratonista puede aturdirse al punto de ser incapaz de cambiar las pilas de la linterna, o comprender las señales del camino, o incluso, como en el desafortunado caso de un corredor de Badwater en 2005, de distinguir entre una defecación inminente y una que está teniendo lugar.
Y esos son los corredores que consiguen mantener la cabeza en su lugar. Las alucinaciones no son infrecuentes entre el resto; un ultramaratonista no dejaba de gritar y dar saltos cada vez que veía la luz de una linterna, convencido de que se trataba de un tren que venía hacia él. Un corredor disfrutó de la compañía de una preciosa jovencita vestida con un bikini plateado que patinó a su lado durante millas por el Valle de la Muerte hasta que, muy a su pesar, se disolvió en un espejismo. Seis de cada veinte corredores de Badwater afirmaron sufrir alucinaciones ese año, incluido uno que vio cadáveres en descomposición al lado del camino y «monstruosos ratones mutantes» arrastrándose por el asfalto. Una asistente se puso un poco nerviosa cuando vio a su corredor mirar fijamente al vacío y luego decirle a la nada: «Sé que no eres real».
Un asistente duro, en consecuencia, puede salvarte la carrera; uno astuto puede salvarte la vida. Lastimosamente para Martimano, lo mejor que podía esperar era que ese memo greñudo que había conocido en la ciudad se presentara y pudiera correr de verdad.
La noche anterior, Rick Fisher había llevado a los tarahumaras a una cena de espaguetis que la asociación de Veteranos de Guerra de Leadville ofrecía para ver si podían reclutar a algunos corredores asistentes. No iba a ser fácil; asistir a un corredor es tan extenuante y desagradecido que usualmente solo familiares, idiotas o amigos del alma se dejan convencer. El trabajo significa pasar horas temblando de frío en el medio de la nada hasta que tu corredor aparece, para luego ponerse a correr una vez que cae el sol durante toda la noche a través de una montaña sacudida por el viento. Te caerá sangre en las canillas, vómito en las zapatillas y ni siquiera te darán una camiseta por completar dos maratones en una noche. Otros requisitos del empleo pueden incluir permanecer despierto mientras tu corredor echa una siesta en el barro; reventarle una ampolla de sangre entre las nalgas con las uñas; y renunciar a tu chaqueta, incluso si los dientes te castañean, porque sus labios se están poniendo azules.
Durante la cena, Martimano clavó la vista sobre los ojos de un greñudo local que, por alguna extraña razón, inmediatamente rompió a reír. Martimano empezó a reírse también, Shaggy le parecía un tipo estupendo y divertidísimo.
—Somos tú y yo, hermano —dijo Shaggy—. ¿Me sigues? Tú y yo. Si te hace falta una mula, yo soy tu hombre.
—A ver, a ver, para el carro —se interpuso Fisher—. ¿Estás seguro de que eres lo suficientemente rápido como para seguir a estos tipos?
—No es que me estés haciendo precisamente un favor —se encogió de hombros Shaggy—. ¿Quién más está en la lista de espera?
—Ok —dijo Fisher—. Bien, entonces.
Y justo como había prometido, Shaggy estaba gritando y agitando los brazos en la estación de socorro a la mañana siguiente cuando Juan y Martimano llegaron a la media vuelta de la milla cincuenta. Dieron un largo y refrescante trago de agua, y tomaron un puñado de pinole y unos delgados burritos, cortesía de Kitty Williams. Fisher también había conseguido enganchar a otro asistente, un ultramaratonista de élite venido de San Diego, que llevaba un buen tiempo estudiando las tradiciones tarahumara. Los cuatro corredores intercambiaron saludos tarahumara —ese suave toque con la punta de los dedos— y se dirigieron hacia Hope Pass. Ya le habían perdido la pista a Ann.
—Ensillemos los caballos, muchacho —dijo Shaggy—. Vamos a dar caza a la bruja.
Juan y Martimano casi no entendían nada de lo que el tipo decía, pero esto lo entendieron bien: Shaggy estaba llamando a Ann «bruja». Lo observaron con atención para saber si lo decía en serio, concluyeron que no y empezaron a reír. Este tipo iba a ser una fiesta.
—Sí, es una bruja, pero no importa —continuó Shaggy—. Nosotros tenemos un mojo[10] más fuerte. ¿Saben lo que es eso? ¿Mojo? ¿No? No importa. Vamos a cazar a esa bruja como a un venado. Sí, como a un venado. ¿Me siguen? Vamos a cazar a la bruja como a un venado. Poco a poco.
Pero la bruja no aminoraba el paso. Para cuando alcanzó la cumbre de Hope Pass por segunda vez, Ann había aumentado su ventaja de cuatro a siete minutos. «¡Yo estaba llegando a la cima de Hope Pass y me pasó volando en la otra dirección, brrrrrooooooooooooom!», dijo después un corredor llamado Glen Vaassen a Runner’s World. «Iba a velocidad de crucero».
Prosiguió su marcha en zigzag hasta el pie de la montaña y volvió a internarse en el río Arkansas, luchando para que la corriente, que le llegaba a la cintura, no la arrastrara. Eran las 14:31, cuando ella y Carl llegaron por segunda vez a la estación de bomberos de Twin Lakes, en la milla sesenta. Ann se registró, consiguió la autorización médica y avanzó con dificultad por la cuesta de tierra que conducía al comienzo del sendero. Para cuando llegaron los tarahumaras y Shaggy, Ann iba doce minutos por delante.
Al mismo tiempo, Ken Chlouber llegaba a la estación de Twin Lakes, justo cuando Juan y Martimano salían de vuelta a su camino de regreso. Todo el mundo en la estación estaba entusiasmado con el ritmo de récord y la creciente distancia que tomaba Ann, pero cuando Ken vio a Juan y Martimano salir de la estación, otra cosa le llamó la atención: cuando agarraron la cuesta de tierra, iban riéndose. «Todos los demás suben esa cuesta andando —pensó Chlouber, mientras Juan y Martimano revoloteaban cuesta arriba como niños jugando en una pila de hojas secas—. Todos los demás. Y con casi toda seguridad no lo hacen riéndose».