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A quien ame al mundo como a su propio cuerpo, se le puede confiar el mundo.

LAO TZU, Tao Te Ching

El doctor Joe Vigil, un ejército de una sola persona de sesenta y cinco años de edad, calentó sus manos alrededor de la taza de café mientras esperaba que los primeros haces de luz de linterna llegaran cortando los árboles hasta donde estaba él. No había ningún otro entrenador de élite del mundo cerca de Leadville, porque a ningún otro entrenador de élite le importaba un pepino lo que ocurría en ese manicomio gigante al aire libre en las Rocosas. Automutiladores, cabrones bastardos o como fuera que se llamaran a sí mismos. ¿Qué tenía eso que ver con las carreras de verdad? ¿Con el atletismo olímpico? Como deporte, la mayoría de los entrenadores de atletismo colocaban a las ultramaratones en algún lugar entre las competencias de glotones y el sadomasoquismo recreativo.

«Genial», pensaba Vigil, mientras golpeaba sus pies contra el suelo luchando con el frío. «Váyanse a dormir y déjenme a los dementes a mí». Porque él sabía que esos dementes sabían por dónde iban los tiros.

El secreto del éxito de Vigil se encontraba justo en su nombre: ningún otro entrenador vigilaba con más atención esos pequeños detalles cruciales que todo el resto pasaba por alto. Había sido así durante toda su vida competitiva, desde que era un enclenque niño latino intentando jugar fútbol americano en una liga que no tenía demasiados latinos, y ni hablar de enclenques. Joe Vigil no podía ganar en fuerza a esos bloques de músculo al otro lado de la línea, así que les ganaba con la cabeza; estudió los trucos del efecto palanca, propulsión y coordinación, descubriendo formas de colocar sus pies de manera que una vez en cuclillas salía disparado como un yunque propulsado por un resorte. Para cuando se graduó de la universidad, el latino enclenque formaba parte del equipo ideal de su liga. Luego se pasó a la pista de carreras y esa incansable nariz de sabueso se convirtió en el mayor cerebro que las carreras de larga distancia de los Estados Unidos jamás habían visto.

Además de su doctorado y dos maestrías, la búsqueda de Vigil en pos del perdido arte de las carreras de distancia lo había llevado a las profundidades de la estepa rusa, a las alturas de los andes peruanos y más allá de las tierras altas del Valle del Rift en Kenia. Quería saber por qué los velocistas rusos tenían prohibido dar un solo paso hasta que fueran capaces de bajar de un salto y descalzos unas escaleras de seis metros, y cómo unos cabreros de sesenta años en Machu Picchu eran capaces de escalar los Andes con una dieta mísera de yogurt y hierbas, y cómo los corredores japoneses entrenados por Suzuki-san y Koide-san podían misteriosamente convertir caminatas lentas en maratones rápidas. Buscó a los antiguos maestros y se metió en sus cabezas, absorbiendo sus secretos antes de que se los llevaran a la tumba. Su cerebro era algo así como la Biblioteca del Congreso de todo el conocimiento relacionado con las carreras, buena parte del cual había desaparecido de cualquier otra parte del planeta que no fuera su cabeza.

Su investigación dio resultados sensacionales. Vigil se hizo cargo del moribundo programa de cross country de su alma mater, el Adams State College de Alamosa, Colorado, y lo convirtió en una auténtica pesadilla para sus rivales. Los Harriers de Adams State ganaron veintiséis títulos nacionales en treinta y tres años, entre los que se incluye la más asombrosa demostración de poderío jamás vista en una carrera por un campeonato nacional: en 1992, los corredores de Vigil se hicieron con los cinco primeros puestos en el campeonato de la II División de la NCAA, consiguiendo el único pleno de la historia en un torneo nacional. Vigil también llevó a Pat Porter a la consecución de ocho títulos del USA Cross Country (el doble de los conseguidos por el ganador del oro olímpico Frank Shorter, cuatro veces más que el ganador de la plata Meb Keflezighi), y fue nombrado entrenador universitario del año en catorce ocasiones, todo un récord. En 1988, Vigil fue designado entrenador del equipo olímpico de larga distancia norteamericano que compitió en los juegos de Seúl.

Y eso explicaba por qué, en ese momento, el viejo Joe Vigil era el único entrenador de Estados Unidos tiritando de frío en un bosque congelado a las cuatro de la mañana, aguardando para ver a una profesora de ciencias de una universidad comunitaria y a siete hombres que llevaban vestido. Visto lo visto, nada en las ultramaratones tenía lógica, y puesto que a Vigil no le cuadraban las cuentas, estaba seguro de que algo importante se le estaba escapando.

Tomemos esta ecuación: ¿Cómo es posible que casi todas las mujeres que corrían en Leadville llegaran al final y ni la mitad de los hombres terminaran la carrera? Cada año, más del noventa por ciento de las corredoras se iban a casa con una hebilla, mientras que el cincuenta por ciento de los hombres regresaban con una excusa. Ni siquiera Ken Chlouber podía explicar el altísimo porcentaje de mujeres que llegaba hasta el final, pero vaya si sabía explotarlo: «Todos mis corredores son mujeres», dice Chlouber. «Hacen su trabajo hasta el final».

Y qué tal esta: ¿Quita a los tarahumaras de la carrera del año pasado y con qué te encuentras?

Respuesta: Una mujer alcanzando la meta.

Con todo el barullo alrededor de los tarahumaras, casi nadie además de Vigil prestó demasiada atención al llamativo hecho de que Christine Gibbons había perdido el tercer lugar por unas pulgadas. Si la banda del ventilador de la camioneta de Rick Fisher se hubiera roto en Arizona, una mujer habría estado a treinta y un segundos de robar el espectáculo.

¿Cómo era posible? Ninguna mujer figura entre los cincuenta más rápidos del mundo cuando de tiempo por milla se trata (los 4:12 del récord mundial femenino fueron alcanzados hace un siglo por los hombres y es constantemente superado por muchachos de secundaria). Cuando se trata de maratones, alguna mujer puede colarse entre los veinte primeros (en 2003, el récord mundial de 2:15:25 conseguido por Paula Radcliffe estaba sólo a diez minutos por encima de las 2:04:55 del récord mundial masculino conseguido por Paul Tergat). Pero en las ultramaratones, las mujeres se llevaban el gato al agua. ¿Por qué, se preguntaba Vigil, la brecha entre los campeones masculinos y femeninos se hacía más corta conforme más larga era la carrera? ¿No debería ser al revés?

La ultramaratón parecía ser un universo paralelo donde no se aplica ninguna de las reglas que rigen el planeta Tierra: las mujeres eran más fuertes que los hombres; los más viejos eran más fuertes que los jóvenes; tipos salidos de la Edad de Piedra con sandalias eran más fuertes que cualquiera. Y eso por no hablar del millaje. La tensión cortante sobre sus piernas era extraordinaria. Se supone que correr cien millas a la semana es un pasaje directo a una lesión por sobrecarga, y aun así estos ultradementes hacían cien millas diarias. Algunos de ellos estaban doblando esa cifra semana tras semana mientras entrenaban, pese a lo cual no se lesionaban. ¿Realizaba la ultramaratón un proceso de autoselección, atrayendo únicamente a los corredores con cuerpos indestructibles? ¿O habían descubierto los ultramaratonistas el secreto para aguantar millajes extremos?

Así que Joe Vigil se había despegado de las sábanas, había metido dos termos de café en el coche y había conducido toda la noche para ver a estos artistas del cuerpo realizar su espectáculo. Los mejores ultramaratonistas del mundo, sospechaba, estaban a punto de redescubrir los secretos que los tarahumaras jamás habían olvidado. La teoría de Vigil lo había llevado al borde de una decisión tan importante que podía cambiar su vida y, esperaba, la de millones de personas. Tan solo necesitaba ver a los tarahumaras en persona para verificar algo. No era su velocidad; Vigil probablemente sabía más acerca de sus piernas que ellos mismos. Lo que Vigil ansiaba ver en profundidad era sus cabezas.

De repente, Vigil contuvo la respiración. Algo acababa de salir flotando del bosque. Algo con el aspecto de unos fantasmas… o unos magos, surgiendo de una nube de humo.

Desde el pistoletazo de salida, el equipo tarahumara tomó a todo el mundo por sorpresa. En lugar de quedar rezagados como en los dos últimos años, avanzaron como una oleada, atacando la acera de la Calle Sexta para bordear al pelotón y ponerse al frente desde el inicio. Se estaban moviendo rápido. «Demasiado rápido, al parecer,» pensó Don Kardong, maratonista olímpico en 1976 y escritor veterano de la revista Runner’s World, que miraba desde la barrera lateral.

Pero Manuel Luna había pasado un año reflexionando acerca de la forma en que corrían los gringos, y había hecho un buen trabajo dando instrucciones a sus nuevos compañeros de equipo. El recorrido es bastante amplio bajo los postes de luz, les dijo, luego adelgazaba de repente cuando entrabas en el bosque, convirtiéndose en una oscura pista de un solo carril. Si no estás al frente, te topas con un muro sólido de corredores en pausa que buscan el camino con sus linternas, para luego continuar en una sola fila. Lo mejor es acelerar al comienzo y evitar el atasco, aconsejó Luna, y aligerar el paso después.

Pese a lo peligroso de ese ritmo, Johnny Sandoval, que venía de la vecina ciudad de Gypsum, Colorado, se mantuvo pegado a Martimano Cervantes y Juan Herrera. «Que todos pierdan la cabeza con Ann y los tarahumaras —pensó—, mientras yo me hago con un trofeo». Tras terminar noveno en la edición anterior con un tiempo de 21:45, Sandoval había entrenado durante un año como nunca antes. Discretamente, había estado viniendo a Leadville a lo largo del verano, corriendo una y otra vez cada tramo del trayecto hasta que hubo memorizado todos los giros, peculiaridades y pasos de agua. Sandoval estimó que si lograba hacer el recorrido en diecinueve horas, ganaría. Y estaba preparado para hacerlo.

Ann Trason tenía previsto encontrarse al frente del pelotón, pero empezar corriendo a razón de ocho minutos por milla era una locura. Así que se contentó con no perder de vista la luz de las linternas de los tarahumaras conforme penetraban el bosque que rodea el lago Turquesa, segura de que les daría el alcance en breve. De aquí en adelante el sendero era oscuro y estaba sembrado de rocas y raíces, lo que, dada la peculiaridad de los puntos fuertes de Ann, jugaba a su favor: Ann adoraba las carreras nocturnas. Ya en la universidad, la medianoche era su momento favorito para agarrar una linterna y una amiga y trotar a través del campus en silencio, con todo el mundo reducido a unos flashes y destellos en un pequeño globo de luz. Si alguien era capaz de recuperar el tiempo perdido corriendo a ciegas sobre un terreno traicionero, esa sin duda era Ann.

Pero cerca de la primera estación de socorro, Sandoval y los tarahumaras habían sacado una ventaja de media milla al resto. Sandoval se registró, revisó su marca hasta el momento —algo así como 13.5 millas en 1:55— y salió disparado nuevamente. Los tarahumaras, por su cuenta, se desviaron a la zona de parking y fueron hasta la camioneta de Rick Fisher, donde se empezaron a quitar las Rockport amarillas como si estuvieran llenas de hormigas coloradas. Rick y Kitty, como estaba planeado, estaban esperándolos con sus huaraches. Hasta aquí llegaba el compromiso publicitario.

Los tarahumaras se arrodillaron para atarse la lengüeta de cuero alrededor de los tobillos y hasta arriba de las pantorrillas, ajustándola con tanto cuidado como quien afina las cuerdas de una guitarra. Es todo un arte calzarse un trozo de caucho a la planta del pie con una sola tira de cuero de manera que no se suelte ni se corra a lo largo de ochenta y siete millas de camino rocoso. Hecho lo cual ya estaban de vuelta en la carrera, pisando los talones de Johnny Sandoval. Para cuando Ann Trason llegó a la estación, Martimano Cervantes y Juan Herrera se encontraban fuera de su alcance visual.

«Un ritmo enfermizo», pensó Sandoval cuando echó un vistazo por encima del hombro. ¿Alguien le había dicho a estos tipos que había estado lloviendo durante las dos últimas semanas por aquí? Sandoval sabía que estaban dirigiéndose directo a un fangal alrededor de las marismas de Twin Lakes y terreno cubierto de lodo justo detrás de Hope Pass. El río Arkansas iba a ser un clamoroso desastre; iban a tener que arrastrarse paso a paso agarrados a la cuerda de seguridad para cruzarlo, para luego realizar un sufrido ascenso de dos mil pies hasta la cima de Hope Pass. Luego tendrían que dar la vuelta y realizar el mismo camino de vuelta.

«OK, esto es un suicidio», decidió Sandoval cuando llegó a la milla 23,5 en tres horas y veinte minutos. «Voy a reservar energías y batir a estos tipos cuando se queden sin gasolina». Dejó pasar a Martimano Cervantes y Juan Herrera, e inmediatamente después Ann Trason lo dejó atrás. ¿De dónde demonios había salido? Ann debía habérselo pensado mejor: esa velocidad conducía al desastre.

Llegados a la marca de las treinta millas en el campamento Half Moon, Martimano y Juan estaban listos para desayunar. Kitty Williams les puso unos delgados burritos de frijoles en las manos. Siguieron corriendo, masticando satisfechos, y en breve fueron engullidos por el espeso bosque que rodeaba el monte Elbert. Ann apareció unos minutos después, molesta y gritando: «¿Dónde está Carl? ¿Dónde demonios está?». Eran las 8:20 de la mañana y estaba lista para soltar lastre quitándose la linterna de cabeza y la chaqueta. Pero estaba corriendo a un ritmo tal que su marido aún no había llegado a la estación de socorro.

Al diablo con él; Ann siguió con su equipo nocturno y desapareció persiguiendo a los invisibles tarahumaras.

En la milla cuarenta, la multitud se amontonaba alrededor de la vieja estación de bomberos de madera de la pequeña aldea de Twin Lakes, comprobando sus relojes. Los primeros corredores no aparecerían sino hasta dentro de, oh, unos… «¡Ahí está ella!».

Ann acababa de aparecer por la colina. El año anterior, Victoriano tardó siete horas y doce minutos en llegar hasta aquí; Ann lo había hecho en menos de seis horas. «Ninguna mujer había liderado la carrera a estas alturas», dijo un incrédulo Scott Tinley, el dos veces campeón mundial de la triatlón Iron Man, que estaba comentando la carrera para el programa ABC’s Wide World of Sports. «Estamos siendo testigos de la más increíble demostración de puro coraje deportivo».

Menos de un minuto después, Martimano y Juan surgieron del bosque siguiéndola a toda prisa montaña abajo. Tony Post, vicepresidente de Rocksport, estaba tan inmerso en el drama que en ese momento no le importó que sus muchachos no solo estuvieran perdiendo sino que además hubieran tirado a la basura las zapatillas que les estaba pagando por llevar. «Era la cosa más increíble», dijo Post, quien había sido un maratonista entre los mejores a nivel nacional, con tiempos de alrededor de 2:20. «Nos estábamos volviendo locos viendo a esta mujer tomando el control».

Por suerte, el marido de Ann se encontraba en su sitio esta vez. Le puso un plátano en la mano y la guió hasta la pequeña estación de bomberos para su examen médico. Todos los corredores de Leadville deben chequearse el pulso y peso en el paso de las cuarenta millas, porque la pérdida rápida de peso es una señal peligrosa de deshidratación. Solo con el beneplácito del doctor Perna pueden internarse en la trituradora de carne que tienen delante: sobre la marisma se levantan los ochocientos metros de ascenso hasta la cima del Hope Pass.

Ann mascaba el plátano mientras una enfermera llamada Cindy Corbin ajustaba la balanza. Un momento después, Martimano se colocó sobre la balanza al lado de Ann.

—¿Cómo estás? —le preguntó Kitty Williams a Martimano, colocándole una mano de apoyo sobre su espalda—. ¿Cómo te sientes después de seis horas seguidas corriendo montaña arriba a gran altitud y a una velocidad imposible?

—Pregúntale qué se siente al ser vencido por una mujer —alzó la voz Ann. Una risa nerviosa recorrió la habitación, pero Ann no estaba sonriendo; le lanzó una mirada feroz a Martimano, como la que una karateka cinturón negro dirige a una pila de ladrillos. Kitty le lanzó una mirada de consternación, pero Ann la ignoró y siguió clavando los ojos sobre Martimano. Martimano se giró con gesto de interrogación hacia Kitty, pero Kitty prefirió no traducir. En todos sus años corriendo ultramaratones y asistiendo a su padre, era la primera vez que Kitty oía a un corredor provocando a otro.

Pese a lo que la mayoría de la gente en la habitación lo oyó, un video del incidente sugeriría después que lo que Ann dijo en realidad fue: «Pregúntale qué se siente al competir con una mujer». Pero si bien podían discutirse las palabras exactas que pronunció, la actitud de Ann era inequívoca: Ann no ganaba porque corría con fuerza, ganaba porque competía con fuerza. Esto iba a ser un combate a muerte.

Mientras Martimano bajaba de la balanza, Ann pasó junto a él obligándolo a hacerse a un lado y aceleró hacia la puerta. Se ató la riñonera —recién cargada con powergel, guantes y un impermeable, por si se topaba con aguanieve o vientos helados— y empezó a trotar camino abajo hacia la montaña cubierta de nieve. Salió a tal velocidad que Martimano y Juan aún estaban comiendo unos gajos de naranja para cuando Ann ya estaba girando en la esquina y perdiéndose de vista.

¿Cuál era su problema? El lenguaje grosero, la salida apresurada, ni siquiera le había dado tiempo de ponerse una camiseta y unas medias secas, o de tragar un poco más de calorías. ¿Y por qué se encontraba en la delantera de todas formas? La milla cuarenta no era más que el primer asalto de una batalla muy larga. Una vez te colocas delante, te vuelves vulnerable; pierdes cualquier posibilidad de sorpresa y te conviertes en prisionero de tu propio ritmo. Incluso los niños de primaria que corren carreras de una milla saben que la táctica inteligente es acomodarse justo detrás del puntero, sin acelerar más de lo necesario para luego pisar el acelerador y dejarlo atrás en la última vuelta.

Ejemplo clásico: Steve Prefontaine. Pre aceleró demasiado rápido dos veces en la misma carrera en las olimpiadas de 1972; las dos veces lo alcanzaron. Llegado el último tramo, Pre no había guardado combustible y cayó hasta el cuarto puesto, quedándose sin medalla. Esa derrota histórica grabó a fuego la lección: nadie pierde el puesto de perseguidor si no se ve obligado a ello. A menos que seas tonto o imprudente, o a menos que seas Garry Kasparov.

En el Campeonato Mundial de Ajedrez de 1990, Kasparov hizo un movimiento terrible y perdió a su reina al comienzo de una partida decisiva. Los grandes maestros del ajedrez alrededor del mundo soltaron un quejido de dolor; el chico malo de los tableros moría atropellado en la carretera (un periodista del New York Times menos elegante dejó ver una sonrisa sarcástica). Pero no había sido un error; Kasparov había sacrificado deliberadamente su pieza más poderosa a cambio de una ventaja psicológica aun más poderosa. Cuando se encontraba acorralado y la situación necesitaba una acción desesperada, Kasparov era letal. Su oponente Anatoly Karpov, un jugador que seguía el manual al pie de la letra, era demasiado conservador para presionarlo al comienzo de la partida, así que Kasparov se había tirado la presión encima él mismo, abriendo con un Gambito de Dama. Y ganó.

Eso era lo que Ann estaba haciendo. En lugar de perseguir a los tarahumaras, decidió apostar por la peligrosa e inspirada estrategia de dejar que los tarahumaras la persiguieran a ella. ¿Quién está más comprometido con la victoria al final: el depredador o la presa? El león puede perder y volver a cazar al día siguiente, pero el antílope solo puede equivocarse una vez. Para vencer a los tarahumaras, Ann sabía que necesitaba más que fuerza de voluntad: necesitaba sentir miedo. Una vez que se colocó delante, cada ramita quebrada la empujaría hasta la meta. «Colocarse al frente implica realizar un maniobra que requiere ferocidad y confianza», anotó una vez Roger Bannister. «Pero el miedo debe jugar una parte… no es posible relajarse y cualquier miramiento debe lanzarse por la ventana».

Ann tenía ferocidad y confianza de sobra. Ahora estaba ahogando los miramientos y dejando que el miedo cumpliera su labor. La ultramaratón estaba por presenciar su primer Gambito de Dama.