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La cosa empezó a ponerse rara tan pronto como la polvorienta Chevy de Rick Fisher se detuvo delante de la oficina principal de Leadville y dos hombres con unas capas de mago blancas bajaron del auto.

—¡Oye! —exclamó Ken Chlouber mientras salía para saludarlos—. ¡Los demonios de la velocidad están aquí!

Ken extendió la mano e intentó recordar la transcripción fonética de «bienvenido» que el profesor de español de la secundaria le había enseñado:

—Hmm, bi… en… ben —empezó.

Uno de los tipos con capa sonrió y extendió la mano. Rápidamente, Rick se colocó entre ambos.

—¡No! —dijo Fisher—. No debes tocarlos de una manera en que parezca que los estás controlando o lo pagarás caro. En su cultura eso se considera un asalto criminal.

«¡Qué demonios…!». —Ken pudo sentir como la sangre se le agolpaba en la cabeza. «¿Quieres ver un asalto criminal, amigo? Intenta sujetarme el brazo nuevamente». Seguramente Fisher no había sido tan quisquilloso con un apretón de manos cuando le rogaba a Ken que les encontrara un lugar gratis donde quedarse. ¿Qué ocurre? ¿Ahora que tiene un caballo ganador y el bolsillo lleno del dinero de Rockport todo el mundo debe tratarlo como a un rey? Ken estaba listo para clavarle la punta de acero de sus botas en el trasero, pero entonces pensó en algo que lo hizo espirar, relajarse y atribuir su actitud a los nervios. «Annie debe estar poniéndolo realmente tenso», pensó Ken. «Especialmente con la manera en que los medios están montando esto».

Las historias de los periodistas habían cambiado radicalmente desde que Ann confirmó que estaría en Leadville. En lugar de preguntar si los tarahumaras ganarían, se preguntaban ahora si el equipo de Rick Fisher sería humillado. De nuevo. «Los tarahumaras consideran vergonzoso perder contra una mujer», repetían uno y otro artículo. Era una historia irresistible: la tímida profesora de ciencias dirigiéndose valientemente a las Rocosas para enfrentarse a los machos miembros de una tribu mexicana y a todos los demás, hombres o mujeres, que se interpusieran entre ella y la cinta de meta en uno de los mayores eventos deportivos.

Por supuesto, había una forma de que Fisher aliviara la presión sobre el equipo tarahumara: podía mantener la boca cerrada. Nadie había mencionado el machismo tarahumara hasta que Fisher empezó a contarles acerca de él a los reporteros. «Ellos no pierden contra mujeres —dijo—, y no tienen pensado empezar ahora». Era una revelación fascinante. Especialmente para los tarahumaras, que no hubieran tenido idea de qué estaba hablando.

Los tarahumaras, en realidad, son una sociedad extraordinariamente igualitaria; los hombres son atentos y respetuosos con las mujeres, y se los puede ver llevando a sus hijos a cuestas en la parte baja de la espalda, igual que sus mujeres. Hombres y mujeres corren separadamente, es cierto, pero básicamente por razones logísticas: las madres con un tropel de críos traviesos que cuidar no son libres de pasarse dos días pateándose las barrancas. Deben quedarse cerca de casa, así que sus carreras suelen ser cortas (para los estándares tarahumara «cortas» significa cuarenta o sesenta millas). De todos modos, las mujeres son respetadas como excelentes corredoras y normalmente hacen las veces de cho’kéame, combinación de capitán de equipo y jefe de apuestas, cuando los hombres corren. En comparación con los americanos que adoran la NFL, los hombres tarahumara son como fans del festival Lilith Fair[8].

Fisher ya había sido humillado una vez cuando su equipo entero abandonó la competición. Ahora, gracias a su propia equivocación, se encontró bajo los reflectores de una Batalla de los Sexos televisada a nivel nacional que, muy probablemente, perdería. El mejor tiempo de Ann en Leadville un par de años atrás había sido sólo treinta minutos por detrás de los 20:03 de Victoriano y desde entonces había mejorado enormemente. Bastaba echar un vistazo a lo que había ocurrido en Western States: en sólo un año, había rebajado su tiempo en noventa minutos. Quién sabía de lo que era capaz cuando llegara rugiendo a Leadville con un récord que batir.

Además, Ann las tenía todas consigo: Victoriano y Cerrildo no volvían este año (tenían maíz que plantar y ningún tiempo que perder con otra carrera por diversión), así que Fisher había perdido a sus dos mejores corredores. Ann había ganado Leadville dos veces ya, así que, sin importar a qué novatos había reclutado Fisher, ella tenía la enorme ventaja de conocer todos los giros peliagudos del camino. Si te pasas una señal en Leadville, puedes encontrarte deambulando en la oscuridad durante millas antes de retomar la ruta.

Ann también se aclimataba sin esfuerzo a la altura, y sabía mejor que nadie en todo el planeta cómo analizar y atacar los problemas logísticos de una ultramaratón de cien millas. En esencia, una ultra es una ecuación binaria compuesta de centenares de preguntas que hay que responder con sí o no: ¿Comer ahora o esperar? ¿Acelerar en esta cuesta o bajar la velocidad y ahorrar energías para las rectas? ¿Ver qué está molestando en la media o seguir adelante? Las distancias extremas magnifican cada problema (una ampolla se convierte en una media encharcada de sangre, no comer una PowerBar a tiempo se transforma en un mareo que te impide seguir las señales del camino), así que sólo hace falta tomar la decisión inadecuada para arruinar toda la carrera. Pero no para Ann, la primera de la clase; cuando se trata de ultras, siempre aprueba con facilidad.

En resumen: un aplauso para los tarahumaras por ser unos corredores increíbles, pero en esta ocasión se estaban enfrentando a la profesional número uno del negocio (literalmente; Ann era ya una pistolera a sueldo contratada por Nike). Los tarahumaras tuvieron su minuto de gloria como campeones de Leadville; ahora regresaban sin tantas ventajas a su favor.

Lo que explicaba a los tipos con capas de mago.

Desesperado por reemplazar a sus dos veteranos, Fisher subió con Patrocinio nueve mil pies hasta la cima de una montaña donde se encontraba la aldea Choguita. Ahí encontró a Martimano Cervantes, de 44 años y maestro del juego de pelota, y su protegido, de 25 años, Juan Herrera. Choguita es amargamente fría por las noches mientras que por el día el sol abrasa, así que cuando corren, los tarahumaras de Choguita se protegen con unos ponchos finos de lana que les cuelgan casi hasta los pies. Mientras vuelan por el camino, las capas flotan a su alrededor y parecen magos apareciendo de una nube de humo.

Juan y Martimano tenían dudas. Nunca habían salido de la aldea antes, y esto parecía mucho tiempo entre los Demonios Barbudos. Fisher se abrió paso entre sus objeciones; tenía dinero y estaba listo para hablar claro. Había sido un invierno seco y una primavera aún peor en las tierras altas de Choguita, y él sabía que las reservas de comida eran peligrosamente cortas. «Vengan a correr conmigo —les prometió Fisher—, y le daré a su aldea una tonelada de maíz y media tonelada de frijoles». Hmm. Cincuenta sacos de maíz no era demasiado para una villa entera, pero al menos era una garantía. Quizá si los acompañara alguien, estarían bien.

Tenemos otros corredores bastante rápidos aquí, le dijeron a Fisher. ¿Podrían venir algunos de ellos?

No, respondió Fisher. Solo ustedes dos.

Secretamente, el Pescador estaba montando un pequeño plan de ingeniería social: al seleccionar corredores de tantas aldeas distintas como fuera posible, esperaba hacerlos competir entre ellos. «Dejando que se piquen entre ellos», pensó, «ganarán Leadville sin problemas». Era un plan astuto, y completamente equivocado. Si Fisher hubiera sabido más acerca de la cultura tarahumara, podría haber entendido que correr no divide a las aldeas, sino que las une. Es una forma que tienen los hombres de tribus distantes de estrechar los lazos de parentesco y amistad, así como de asegurarse que todos en la barranca se encuentran en suficiente buena forma para echarse una mano en caso de emergencia. Por supuesto que hay competencia, pero como la hay en un partido familiar de fútbol americano al toque la mañana de Acción de Gracias. Los tarahumaras veían las carreras como un festival de la amistad; Fisher veía un campo de batalla. Hombres contra mujeres, aldea contra aldea, el director de la carrera contra el director del equipo. A los pocos minutos de llegar a Leadville, Fisher lidiaba con tres frentes de combate. Y entonces llegó realmente la hora de los negocios.

—¿Nos tomamos una foto juntos? —preguntó un corredor de Leadville cuando vio a los tarahumaras en la ciudad antes de la carrera.

—Claro —respondió Fisher—. ¿Tienes veinte dólares?

—¿Por qué? —preguntó el corredor.

Por crímenes contra la humanidad. Por el hecho de que los «hombres blancos» se han aprovechado de los tarahumaras y otros indígenas durante siglos, explicó Fisher. Y si no te gusta, peor para ti.

—No podrían importarme menos los ultramaratonistas —diría Fisher—. No me importa la gente blanca. Quiero que los tarahumaras pateen algunos traseros blancos.

¿Traseros blancos? Debía haber pasado un buen rato sin que Fisher se diera la vuelta para mirarse su propio trasero. ¿Y, de todas formas, para qué había venido aquí: una carrera o una guerra racial?

Nadie podía hablar con los tarahumaras, o siquiera palmearles la espalda y decirles «buena suerte», sin que el Pescador se interpusiera. Incluso Ann Trason debió enfrentarse ante un muro de hostilidad. «Rick mantuvo a los tarahumaras innecesariamente aislados», se quejaría más tarde Ann. «No nos dejaba ni siquiera hablar con ellos».

Los ejecutivos de Rockport estaban desconcertados. Acababan de lanzar unas zapatillas para carreras de montaña y toda la campaña de marketing giraba alrededor de Leadville. La zapatilla incluso se llamaba Leadville Racer. Cuando Rick Fisher los llamó para solicitar patrocinio («Piensa en ello, él vino a buscarnos», me dijo después el vicepresidente de Rockport, Tony Post), Rockport había dejado en claro que los tarahumaras debían ser una parte esencial de la promoción. Rockport pondría el dinero y, a cambio, los tarahumaras llevarían las zapatillas color plátano, se ganarían a la gente y aparecerían en anuncios. ¿Les gustaba la idea?

Por supuesto, prometió Fisher.

«Después fui a Leadville y conocí a este tipo raro», continuó Tony Post. «Parecía un buscapleitos inconsolable. Ahí estaba la contradicción. Está esta gente tan amable, manejada por lo peor de la cultura americana. Era como.», Post hizo un pausa para pensar, y en el silencio uno casi podía oír cómo aparecía y se formaba la idea en su cabeza. «Como si él estuviera celoso de que fueran ellos los que recibían toda la atención».

Y así, con todos esos frentes abiertos alrededor, los tarahumaras apagaron sus cigarrillos y se colocaron torpemente junto a los otros corredores en frente de los juzgados de Leadville, el mismo lugar donde solían colgar a los ladrones de caballos. Entre abrazos y apretones de mano, esa camaradería de quienes saben que van a enfrentarse a la muerte que compartían los otros corredores poco antes de empezar, los tarahumaras se veían aislados y solos. La sonrisa cordial de Manuel Luna desapareció y su rostro se endureció como el roble. Juan Herrera se ajustó su gorra de Rockport, acomodó sus pies en sus nuevas Rockport amarillo chillón con suela gruesa de ciento diez dólares. Martimano Cervantes se acurrucó dentro de su capa en la fría noche de las Montañas Rocosas. Ann Trason se colocó delante de todos ellos, estiró los músculos y miró fijamente hacia la oscuridad que tenía en frente.