«¡Te lo dije!», gritó de alegría Rick Fisher.
Y estaba en lo cierto acerca de otra cosa también: de pronto, todo el mundo quería su porción de la Gente Que Corre. Fisher prometió que el equipo tarahumara volvería al año siguiente, y ese fue el golpe de varita mágica que transformó a Leadville de durísima maratón poco conocida a un gran evento mediático. ESPN adquirió los derechos de retransmisión; el programa Wide World of Sports emitió un especial dedicado a descubrir quiénes eran estos superatletas; la cerveza Molson se unió a los patrocinadores de la carrera. La marca de calzado Rockport Shoes se convirtió en el patrocinador oficial del único equipo de corredores del mundo que odiaba las zapatillas para correr.
Periodistas del New York Times, Sports Illustrated, Le Monde, Runner’s World, cualquier medio que les venga a la cabeza, siguieron llamando a Ken para hacer la misma pregunta: «¿Hay alguien que pueda vencer a estos tipos?».
—Sí —respondió Ken—, Annie puede.
Ann Trason. Treinta y tres años. Profesora de ciencias en una universidad comunitaria de California. Si uno dice que puede distinguirla en medio de una multitud, o es su esposo o está mintiendo. Ann era un poco baja, un poco delgada, un poco invisible detrás de sus mechones castaño claro, un poco lo que uno espera, básicamente, de una profesora de ciencias de una universidad comunitaria. Hasta que alguien daba un pistoletazo.
Ver a Ann salir disparada desde la línea de partida era como ver a un reportero remilgado quitarse las gafas para enfundarse su capa roja. Su mandíbula se elevaba, sus manos se convertían en puños apretados, su cabello volaba alrededor de su rostro como impulsado por una ráfaga de viento, sus mechones volaban hacia atrás revelando unos ojos de puma castaños. En ropa de calle, Ann apenas pasa el metro cincuenta; en ropa de deporte, su cuerpo alcanza las proporciones de una modelo brasileña: piernas largas, la postura de una bailarina de ballet y el abdomen bronceado tan duro como para romper un bate de béisbol.
Ann había hecho atletismo en la secundaria, pero se aburrió a muerte de «dar vueltas como un hamster» una y otra vez a ese óvalo artificial, como ella dice, así que lo abandonó en la universidad para convertirse en bioquímica (lo que deja bastante claro cuánto se aburría en la pista de atletismo, como si la tabla periódica fuera fascinante). Durante años, corrió como una forma de evitar volverse loca: cuando se freía el cerebro estudiando, o cuando tras graduarse obtuvo un trabajo muy demandante de investigadora en San Francisco, Ann hacía frente al estrés con una carrera rápida por el Golden Gate Park.
«Me gusta correr para sentir el viento en mi pelo», diría Ann. No podían importarle menos las carreras; lo que la enganchaba era la alegría de escapar de la prisión. No tardó demasiado en empezar a desactivar el estrés laboral de antemano, corriendo nueve millas hasta el laboratorio cada mañana. Y una vez que descubrió que sus piernas estaban frescas nuevamente a la hora de fichar, empezó a correr de vuelta a casa también. Oh, y qué diablos; ya que estaba puliéndose dieciocho millas diarias durante la semana, no era gran cosa empezar un sábado perezoso con unas veinte millas más… o veinticinco… o treinta…
Un sábado, Ann se despertó y corrió veinte millas. Se relajó desayunando, luego salió y corrió veinte más. Tenía algunos trabajos de fontanería que hacer en casa, así que tras la segunda carrera, fue en busca de su caja de herramientas y se puso manos a la obra. Hacia el final del día estaba bastante satisfecha: había corrido cuarenta millas y se había hecho cargo de un trabajo sucio ella misma. Así que, como recompensa, se regaló otras quince millas.
Cincuenta y cinco millas en un solo día. Sus amigos tuvieron que preocuparse y preguntarse: ¿Tenía Ann un desorden alimenticio? ¿Estaba obsesionada con el ejercicio? ¿Estaba exorcizando algún demonio freudiano del subconsciente corriendo, literalmente, de él? «Mis amigos dicen que no soy adicta al crack sino a las endorfinas», diría Trason, y su réplica tampoco ayudaría a tranquilizarlos: A Ann le gustaba decirles que correr tantas millas en las montañas era «romántico».
Ahora lo entiendo. Una carrera de montaña agotadora, mugrienta, llena de barro y sangre, además de solitaria, igualaba a unas copas de champagne bajo la luz de la luna.
Pero sí, Ann insistía, correr era romántico; y no, por supuesto que sus amigos no la entendían, porque ellos no lo habían experimentado así. Para ellos, correr era hacer un par de millas miserables sin más motivación que bajar la talla: subirse a la balanza, deprimirse, ponerse los auriculares y terminar con ello de una vez. Pero uno no puede lidiar con cinco horas de carrera de esa forma; hay que perderse en ello, como cuando te sumerges en una bañera caliente hasta que no soportas más el golpe de calor y empiezas a disfrutarlo.
Si te relajas lo suficiente, tu cuerpo consigue acostumbrarse tanto a ese movimiento como el de cuna que se mece, que casi olvidas que te estás moviendo. Y una vez que empiezas a flotar de esa manera delicada, medio levitando, es cuando aparecen la luna y el champagne: «Tienes que estar en sintonía con tu cuerpo, y saber cuándo puedes apretar y cuándo debes parar», explicaría Ann. Debes escuchar atentamente el sonido de tu propia respiración; ser consciente de cuánto sudor te adorna la espalda; no olvidar premiarte con agua fría y un tentempié salado y preguntarte, con cierta frecuencia y honestamente, cómo te sientes de verdad. ¿Qué podría ser más sensual que prestarle una atención exquisita a tu propio cuerpo? Lo sensual cuenta como romántico, ¿cierto?
Mientras se distraía, Ann iba acumulando más millas que muchos maratonistas serios, así que allá por 1985, decidió que era hora de enfrentarse con algunos corredores de verdad. ¿Quizá la maratón de Los Ángeles? Qué aburrimiento. Correr en círculo durante tres horas por las calles de una ciudad sería como volver a dar vueltas como un hamster en la pista del colegio. Ann quería una competición suficientemente salvaje y divertida como para dejarse llevar, de la misma forma que hacía en sus excursiones a la montaña.
«Esto sí parece interesante», pensó al ver un anuncio en una revista deportiva local. Al igual que la Western States, la carrera de resistencia 50 Millas American River era una carrera de caballos sin caballos, una excursión a través del campo sobre un recorrido inicialmente pensado para jinetes intrépidos. Es caliente, empinada y peligrosa. («El roble venenoso del Pacífico crece a lo largo del sendero —se advierte a los corredores—. Podría encontrarse también con caballos y serpientes de cascabel. Es recomendable que le ceda el paso a ambos»). Una vez esquivados las pezuñas y los colmillos, todavía queda un último puñetazo en la cara aguardando antes de la meta: tras correr cuarenta y siete millas por la montaña, en las últimas tres hay que enfrentarse a una carrera en ascenso de trescientos metros de altura.
Así que, para recapitular: la primera competición de Ann sería una doble maratón con mordidas de serpiente y erupciones cutáneas bajo un sol abrasador. No, no parecía haber aburrimiento a la vista.
Y, como cabía esperar, el debut de Ann en una ultramaratón arrancó de manera lamentable. El termómetro estaba alcanzando niveles propios de una sauna, y ella era demasiado novata como para tener la buena idea de llevar una botella de agua en un día de cuarenta y dos grados. No sabía nada acerca de dosificarse (¿Esto le tomaría siete horas? ¿Diez? ¿Trece?) y mucho menos acerca de tácticas de carrera (esos tipos que subían la cuesta andando y luego la dejaban atrás en los descensos empezaban a cabrearla. ¡Corre como un hombre, por Dios!
Pero una vez que se le pasaron los nervios logró relajarse y agarrar ese ritmo de cuna que se mece. Levantó la cabeza, los mechones de pelo volaron hacia atrás y empezó a sentir una confianza de gato montés. Alrededor de la milla número treinta, docenas de corredores estaban palpitando debido al calor, sintiéndose como si estuvieran atrapados dentro de un muffin recién horneado. Pero, pese a encontrarse muy deshidratada, Ann parecía ganar fuerza; tanta, que dejó atrás a todas las otras mujeres de la competición y rompió el récord femenino al concluir dos maratones de montaña seguidas en siete horas y nueve minutos.
Esa victoria sorprendente fue el inicio de una racha incandescente. Ann se convirtió en la campeona femenina de la Western States 100 —la Copa Mundial de las carreras de montaña— catorce veces, un récord que abarca tres décadas y hace parecer a Lance Armstrong, con sus míseros siete Tours de Francia, como una flor de un día. Y una flor mimada, además: Lance nunca dio una pedaleada sin un equipo detrás, monitoreando su consumo de calorías y transmitiendo instrucciones a su audífono cada microsegundo, mientras que Ann sólo tenía a su marido Carl esperando en el bosque con un reloj Timex y un sándwich de pavo.
Y a diferencia de Lance, quien entrena y se asegura de llegar en plena forma a un único evento cada año, Ann estaba loca por correr. A lo largo de un año, Ann promediaba una ultramaratón cada dos meses, y había mantenido ese ritmo durante cuatro años. Pegándose esas palizas con tal frecuencia, debería haber estado destrozada, pero Ann tenía el poder de recuperación de un superhéroe mutante; parecía recargar baterías en la carrera, haciéndose más fuerte cuando debería estar languideciendo. Se hacía más rápida cada mes y se quedó a una inyección para la gripe de conseguir un récord perfecto: Ann ganó veinte carreras a lo largo de esos cuatro años, y sólo bajó al segundo puesto cuando, debiendo quedarse en el sofá con un paquete de Kleenex y una taza de sopa, corrió una ultramaratón de sesenta millas.
Por supuesto, había un punto débil en su armadura. Debía haberlo. Pero… nadie podía encontrarlo. Ann era como el hombre forzudo del circo que pelea con los hombres más fuertes de cualquier ciudad: ganó en carreteras y senderos de montaña, en pistas lisas y montañas escarpadas… en América, Europa y África. Rompió récords en carreras de 50 millas, 100 kilómetros y 100 millas, y fijó diez récords mundiales más tanto en pista como en tierra. Se clasificó para las eliminatorias de los Juegos Olímpicos en maratón, corrió a una velocidad de 6:44 por milla durante sesenta y dos millas para ganar el título World Ultra y, luego, ganó la Western States y Leadville en el mismo mes.
Pero un título continuaba escapándose de sus manos: durante años, Ann no pudo ganar por completo ninguna de las grandes ultramaratones. Había vencido a todos los hombres y mujeres de la especialidad en carreras pequeñas, pero cuando tocaba el turno de las competiciones top, por lo menos un hombre se le adelantaba por unos pocos minutos.
Pero no más. Para 1994, Ann sabía que había llegado su turno.