10

¡Genial! Leadville era precisamente el tipo de espectáculo salvaje y emocionante, como un combate de boxeo, que Fisher estaba buscando. Como de costumbre, Rick intentaba hacer mucho ruido, y un carnaval como Leadville era justo lo que necesitaba. ¿No entraría ESPN al trapo si les prometes la oportunidad de grabar a unos tipos guapos vestidos con falda destrozando récords en una mítica competición devora hombres? ¡Claro que sí!

Así que en agosto de 1992, Fisher volvió con todo el estruendo de su grande y viejo Chevy Suburban a la aldea de Patrocinio. Había llevado unos documentos de viaje de la Oficina de Turismo mexicana, y la promesa de una recompensa en maíz para los corredores. Entretanto, Patrocinio había convencido a cinco de sus paisanos para que confiaran en ese extraño e intenso chabochi, cuyo nombre se les atragantaba en la boca. Como en español no hay un sonido para las letras «sh» juntas, Fisher rápidamente tuvo una muestra del ácido humor tarahumara cuando su nuevo equipo empezó a llamarlo Pescador. Era más fácil de pronunciar, pero también retrataba su espíritu «Ahab», ese afán constante por capturar un pez gordo que Fisher irradiaba, como el capó de un auto irradia ondas de calor.

Como quieran. Por lo que a Fisher respectaba, podían llamarlo Doctor Tarugo, siempre y cuando se pusieran serios cuando la carrera empezara. El Pescador embutió a su equipo en el Chevy y apretó el acelerador hasta Colorado.

El día de la carrera, poco antes de las cuatro de la madrugada, la gente en la línea de partida de Leadville intentaba no mirar fijamente a esos cinco hombres con falda que se peleaban con los hasta entonces desconocidos cordones de las zapatillas de basket de lona negras que el Pescador había conseguido para ellos. Los tarahumaras compartieron las últimas caladas de un cigarrillo de tabaco negro, para luego colocarse tímidamente al final del pelotón mientras los otros doscientos noventa ultramaratonistas gritaban «¡Tres… dos… Boooom!» El alcalde de Leadville disparó su viejo trabuco y los tarahumaras salieron disparados para mostrar de qué estaban hechos.

Por un momento. Pero antes incluso de llegar a la mitad, todos los corredores tarahumara habían abandonado la carrera. Demonios, gruñó Fisher ante cada oído que encontró en su camino. Nunca debí darles esas zapatillas, y nadie les dijo que podían comer en cada estación de socorro. Es todo culpa mía. Nunca antes habían visto linternas, así que pensaron que se usaban como si fueran antorchas.

Claro, claro, el perro se comió mis deberes. Las mismas viejas decepciones tarahumara de siempre, las mismas viejas excusas. Sólo algunos de los más obsesivos historiadores del atletismo lo saben, pero México intentó usar corredores tarahumara en las maratones olímpicas de Amsterdam 1928 y México 1968. En las dos ocasiones, los tarahumaras se quedaron sin medallas. Por entonces, la excusa fue que las 26,2 millas eran muy poco, esa insignificante maratón se acababa incluso antes de que los tarahumaras pudieran apretar el acelerador hasta el fondo.

Quizás. Pero si estos tipos eran realmente corredores sobrehumanos, ¿cómo era posible que no fueran capaces de vencer a nadie? A nadie le importa que seas un gran lanzador de triples en tu patio trasero, lo que importa es que los claves el día del partido. Y durante un siglo, los tarahumaras nunca han sido capaces de competir en el mundo exterior sin hacerlo tan mal que dé vergüenza ajena.

Fisher estuvo comiéndose la cabeza durante el largo viaje de vuelta a México, y entonces, se le encendió el foco. ¡Claro! Así como no puedes coger a cinco chicos de un patio de colegio en Chicago y esperar que venzan a los Bulls: que seas un corredor tarahumara no significa que seas un gran corredor tarahumara. Patrocinio había intentado facilitarle las cosas a Fisher fichando corredores que vivían cerca de la nueva carretera pavimentada, pensando que estos se sentirían más cómodos entre extraños y que serían más fáciles de juntar para el viaje. Pero, como el comité olímpico mexicano debería haber descubierto años atrás, los tarahumaras más fáciles de reclutar quizá no fueran los que valía la pena reclutar.

—Intentémoslo de nuevo —lo exhortó Patrocinio.

Los patrocinadores de Fisher habían donado un montón de maíz a su aldea, y odiaba la idea de perder esta fuente de ingresos inesperada. Esta vez, abrió la convocatoria a corredores de fuera de su propia aldea. Patrocinio regresó a las barrancas, y también regresó en el tiempo. El equipo tarahumara iba a ser de la vieja escuela. Así es, «viejo» era la palabra justa.

Ken no quedó muy impresionado con la nueva pandilla de tarahumaras que se presentó a la siguiente edición de Leadville. El capitán del equipo parecía un duende de Keebler retirado tempranamente en Miami Beach: era un pequeño abuelo de cincuenta y cinco años vestido con una bata azul con brillantes flores de color rosado, que coronaba con una sonrisa despreocupada, una bufanda rosada y un gorro de lana que le cubría las orejas. Otro tarahumara debía tener unos cuarenta años, y los dos chicos asustados detrás de él se veían suficientemente jóvenes como para ser sus hijos. Toda la misión parecía aun peor equipada que el año pasado; al poco tiempo de llegar, los miembros del equipo tarahumara desaparecieron en el vertedero de la ciudad, del que salieron con el caucho de unos neumáticos, con el que se hicieron unas sandalias. Nada de esas incómodas Converse negras esta vez. Segundos antes de la carrera, los tarahumaras desaparecieron. «El mismo espíritu guerrero del año pasado,» pensó con desdén Ken. Al igual que la vez anterior, los tímidos tarahumaras se habían escondido al final del pelotón. Tras el pistoletazo de salida, empezaron a trotar en el último puesto. Y en el último puesto permanecieron, ignorados e intrascendentes… hasta la milla cuarenta, cuando Victoriano Churro (el duende Keebler con debilidad por los colores pastel) y Cerrildo Chacarito (el granjero de cabras de cuarenta años) empezaron, silenciosamente, casi indiferentes, a abrirse camino con sus pequeñas pisadas por los bordes de la pista, dejando atrás a unos cuantos corredores cada poco, mientras empezaban el ascenso de tres millas a Hope Pass. Manuel Luna remontó y se colocó al lado de ellos, y así los tres mayores tarahumaras pasaron a liderar a los más jóvenes como una manada de lobos de cacería.

¡Yihaaaa! Ken saltó y gritó de alegría como un vaquero en un rodeo cuando vio a los tarahumaras corriendo detrás suyo tras la curva de la milla cincuenta. Algo extraño ocurría. Ken lo notaba por el aspecto raro de sus rostros. Había visto a todos y cada uno de los corredores de Leadville a lo largo de una década y ninguno de ellos lucía tan perturbadoramente… normal. Diez horas seguidas de carrera de montaña o bien te golpean en el culo o te dejan huella en la cara, sin excepciones. Llegados a este punto, incluso los mejores ultramaratonistas tienen la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo, enfocados en la tarea casi imposible de conseguir que un pie siga al otro. ¿Pero y ese anciano? ¿Victoriano? Iba sin problemas. Como si acabara de despertarse de una siesta y, tras rascarse la barriga, hubiera decidido mostrarles a los pequeños cómo compiten los adultos.

Al llegar a la milla sesenta, los tarahumaras estaban volando. Leadville tiene estaciones de socorro cada quince millas aproximadamente, donde los ayudantes de los corredores pueden proveerlos de comida, calcetines secos y baterías para las linternas, pero los tarahumaras avanzaban tan rápido que Rick y Kitty no pudieron rodear la montaña lo suficientemente rápido como para seguirlos. «Parecían moverse con el terreno —dijo un espectador sobrecogido—. De la manera que el viento o la niebla se mueve a través de las montañas».

Esta vez, los tarahumaras no eran dos solitarios miembros de una tribu a la deriva en el vasto océano de las olimpiadas. No eran cinco aldeanos confundidos con unas zapatillas de lona horribles que no habían corrido desde que la carretera había destrozado su aldea. Esta vez, estaban unidos en una formación que habían practicado desde niños, con los salvajes veteranos delante y los ansiosos jóvenes empujando detrás. Iban a paso seguro y seguros de sí mismos. Eran la Gente Que Corre.

Mientras tanto, un concurso de resistencia distinto tenía lugar a unas pocas manzanas de la línea de meta. Cada año, los fiesteros mayores de la Calle Sexta de Leadville le plantan cara al asunto y se pasan el fin de semana intentando aguantar más que los corredores. Empiezan a empinar el codo con el pistoletazo de salida y siguen dándole hasta que la carrera acaba oficialmente, treinta horas después. Entre tragos de Jägermeister y Jell-O, también desempeñan una importante función como señalizadores: su trabajo consiste en alertar a los jueces que llevan el tiempo, saltando como monos cuando ven a algún corredor surgiendo de la oscuridad. En esta ocasión, los borrachines casi la pifian. A las dos de la mañana, los viejos Victoriano y Cerrildo llegaron moviéndose tan rápida y silenciosamente —«como la niebla que cruza la montaña»— que casi pasan desapercibidos.

Victoriano apareció primero, con Cerrildo justo detrás en segundo lugar. Manuel Luna, a quien las sandalias nuevas se le habían destrozado allá por la milla ochenta y tres dejando sus pies desprotegidos y sangrando, se las arregló para superar el camino pedregoso del Lago Turquesa y llegar quinto. El primer corredor no tarahumara que cruzó la meta, llegó casi una hora después de Victoriano, lo que suponía una distancia de aproximadamente seis millas.

Los tarahumaras no sólo habían empezado últimos y habían llegado primeros, sino que habían hecho un daño tremendo al libro de récords con su actuación. Victoriano era el ganador más viejo en la historia de la carrera, Felipe Torres con sus dieciocho años era el corredor más joven que había conseguido terminar, y el equipo tarahumara era la única escuadra que había conseguido copar tres de los primeros cinco puestos, aun cuando los dos primeros tenían una edad combinada de casi cien años.

«Fue increíble» —diría Harry Dupree, un corredor difícil de sorprender, al New York Times. Luego de correr en Leadville doce veces, Dupree pensaba que no había nada en esta carrera que pudiese sorprenderlo. Y entonces vio a Victoriano y Cerrildo pasar zumbando.

«Ahí estaban estos dos tipos bajitos que llevaban sandalias y, en realidad, nunca habían entrenado para la carrera. Y pasaron por encima de algunos de los mejores ultramaratonistas del mundo».